3
Ray subió a la tercera planta, donde el ritmo frenético de los turnos policiales de veinticuatro horas, siete días a la semana, cedía el paso a la tranquilidad de horario de oficina de los despachos enmoquetados donde trabajaba el personal con capacidad de reacción del CID. Él prefería estar allí a última hora de la tarde, cuando podía ponerse a trabajar sin interrupciones en la pila interminable de expedientes que tenía sobre su mesa. Atravesó el espacio abierto para dirigirse hasta la zona reservada donde estaba su despacho, el de inspector, en una esquina de la sala separada por tabiques.
—¿Cómo ha ido la reunión? —La voz le sobresaltó. Se volvió y vio a Kate sentada a su mesa—. Los del Grupo Cuatro son mis antiguos compañeros, ¿sabe? Espero que al menos fingieran sentir interés —añadió, bostezando.
—Ha ido bien —respondió Ray—. Son buena gente, y al menos así consigo que lo sigan teniendo presente. —Ray había logrado mantener la información sobre el atropello con fuga entre los temas de las sesiones diarias durante una semana pero, inevitablemente, había ido bajando puestos en el orden de prioridad a medida que llegaban nuevos casos. Estaba haciendo todo lo posible por ir a ver a todos los grupos y recordarles que aún necesitaba su ayuda. Se dio unos golpecitos en el reloj de pulsera—. ¿Qué haces aquí a estas horas?
—Estoy revisando las respuestas a los llamamientos en prensa y radio —dijo ella, deslizando el pulgar por el pliego de papeles impresos—. Aunque no sirve de gran cosa.
—¿No hay nada que merezca la pena investigar?
—Nada de nada —dijo Kate—. Declaraciones de gente denunciando conducción temeraria por la zona, algún que otro comentario mojigato poniendo el grito en el cielo por la irresponsabilidad de algunos padres, y la típica panda de lunáticos y pirados de turno, uno incluso anunciando la Segunda Venida. —Lanzó un suspiro—. Necesitamos desesperadamente hacer algún avance… algo que pueda ponernos sobre una pista.
—Entiendo tu frustración —comentó Ray—, pero ten paciencia, que algo saldrá. Siempre acaba apareciendo algo.
Kate lanzó un gemido y empujó la silla lejos de la pila de papeles.
—Me parece que la paciencia no es una de mis virtudes.
—Conozco esa sensación. —Ray se sentó en el borde de la mesa de ella—. Esta es la parte aburrida del trabajo policial, la que no enseñan en las series de televisión. —Sonrió al ver la expresión triste de ella—. Pero la verdad es que compensa. Piensa lo siguiente: podría ser que entre todos esos papeles esté la clave para resolver este caso.
Kate miró a su mesa con aire escéptico y Ray se rió.
—Vamos, prepararé una taza de té y te echaré una mano.
Revisaron todas y cada una de las hojas, pero no encontraron la reveladora información que Ray esperaba.
—Bueno, al menos es otra cosa menos en la lista de asuntos pendientes —dijo—. Gracias por quedarte hasta tarde para revisarlos todos.
—¿Cree que encontraremos al conductor?
Ray asintió enérgicamente.
—Tenemos que creerlo. De lo contrario, ¿cómo iba a tener alguien confianza en nosotros? He trabajado en centenares de casos: no los he resuelto todos, ni muchísimo menos, pero siempre he estado convencido de que la respuesta está justo a la vuelta de la esquina.
—Stumpy dice que ha solicitado que el caso se divulgue por televisión, en el programa Crimewatch.
—Sí, es el procedimiento habitual en los casos de atropello con fuga, sobre todo teniendo en cuenta que la víctima es un niño. Me temo que eso implicará que nos lleguen muchos más como estos. —Señaló la pila de papeles, cuyo destino inmediato iba a ser la trituradora.
—No importa —dijo Kate—. No me viene mal hacer horas extra. El año pasado me compré un piso y me está costando lo mío llegar a fin de mes, sinceramente.
—¿Vives sola?
Se preguntó si era oportuno hacer esa clase de preguntas en los tiempos que corrían. A lo largo de los años que llevaba como policía, la corrección política había llegado a un punto en el que se hacía necesario rehuir a toda costa cualquier cuestión de índole personal, por remotamente personal que fuera. Pronto la gente se quedaría sin temas de conversación.
—Casi siempre —contestó Kate—. Compré el piso yo sola, pero mi novio se queda muchas veces. Lo mejor de ambos mundos, supongo.
Ray recogió las tazas vacías.
—Bien, pues será mejor que te vayas a casa —dijo—. Tu chico se estará preguntando dónde estás.
—No pasa nada; trabaja de chef en un restaurante —dijo Kate, pero se levantó también—. Sus horarios son peores que los míos. ¿Y usted? ¿Su mujer no se desespera con la cantidad de horas que trabaja?
—Está acostumbrada —dijo Ray, subiendo la voz mientras iba a su despacho en busca de su chaqueta—. Ella también era policía. Ingresamos juntos en el cuerpo.
La academia de policía de Ryton-on-Dunsmore tenía pocas cosas memorables pero, sin duda, el bar había sido una de ellas. Una noche, durante una patética sesión de karaoke, Ray había visto a Mags sentada con sus compañeras de clase. Se estaba riendo, con la cabeza echada hacia atrás para oír algo que le decía una amiga. Cuando vio que se levantaba para pedir otra ronda, él apuró su pinta de cerveza, prácticamente llena, para poder abordarla en la barra, solo que se quedó allí plantado como un pasmarote sin decir nada. Por suerte, Mags era más desinhibida y fueron inseparables durante el resto de las dieciséis semanas del curso. Ray contuvo la sonrisa al recordar cuando salía a hurtadillas del alojamiento de las chicas a las seis de la mañana para volver a su habitación.
—¿Cuánto tiempo lleva casado? —preguntó Kate.
—Quince años. Nos casamos en cuanto acabamos las prácticas.
—Pero ¿ella ya no trabaja en el cuerpo?
—Mags se tomó una excedencia cuando nació Tom y ya no volvió a trabajar cuando llegó la pequeña —explicó Ray—. Ahora Lucy tiene nueve años y Tom ha empezado su primer año de secundaria, así que Mags se está planteando volver a trabajar. Quiere reciclarse como profesora.
—¿Por qué dejó de trabajar durante tanto tiempo?
Había una curiosidad genuina en los ojos de Kate, y Ray recordó cuando Mags mostraba una incredulidad similar en los tiempos en los que ambos eran dos jóvenes que trabajaban en el cuerpo. La sargento de Mags había dejado la policía para tener hijos y Mags le había dicho a Ray que no entendía qué sentido tenía hacer carrera si, al final, ibas a abandonarla y dejarlo todo.
—Quería quedarse en casa para ocuparse de los niños —dijo Ray, y sintió una punzada de culpa. ¿Era lo que Mags había querido? ¿O simplemente le había parecido lo correcto, lo que creía que debía hacer? Las guarderías eran tan caras que la opción de que Mags dejara de trabajar les había parecido obvia, y él sabía que ella quería acompañarlos para ir a la escuela, los días de competición deportiva y los festivales. Pero Mags era tan brillante y capaz como él… o incluso más, para ser sincero.
—Supongo que cuando te casas con el trabajo tienes que aceptar las condiciones de mierda que lo acompañan.
Kate apagó la lámpara de mesa y se quedaron a oscuras unos segundos, antes de que Ray saliera al pasillo y encendiera el interruptor.
—Son gajes del oficio —convino Ray—. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos tu chico y tú?
Caminaron hacia el patio, donde sus coches estaban aparcados.
—Unos seis meses más o menos —dijo Kate—. Aunque eso para mí es toda una hazaña, normalmente me canso de ellos al cabo de unas pocas semanas. Mi madre dice que soy demasiado exigente.
—¿Qué les pasa? ¿Les ves muchos defectos?
—Huy, montones de ellos —dijo alegremente—. O son demasiado entusiastas o no lo bastante, o no tienen sentido del humor o son unos payasos totales…
—Eres una crítica despiadada —dijo Ray.
—Puede ser. —Kate arrugó la nariz—. Pero es importante, ¿no? Encontrar a la persona adecuada. El mes pasado cumplí los treinta, se me acaba el tiempo.
No aparentaba treinta años, pero a Ray nunca se le había dado demasiado bien calcular la edad de nadie. Aún se miraba al espejo y veía al hombre que había sido con veintitantos, a pesar de que las arrugas de su rostro decían otra cosa.
Ray buscó las llaves del coche en su bolsillo.
—Bueno, pero no tengas prisa por sentar la cabeza. Luego no todo es de color de rosa, ¿sabes?
—Gracias por el consejo, papá…
—Oye, ¡que no soy tan viejo!
Kate se rió.
—Gracias por la ayuda esta noche. Nos vemos mañana.
Ray sonrió para sus adentros mientras arrancaba y salía de detrás de un coche patrulla modelo Omega. Lo había llamado «papá», nada menos. Menuda desfachatez la suya…
Cuando llegó a casa, Mags estaba en el salón con la televisión encendida. Llevaba un pantalón de pijama y una vieja sudadera de Ray, y estaba sentada con las piernas encogidas como una niña pequeña. El presentador de las noticias resumía los detalles del atropello mortal con fuga por si algún residente local se había perdido la extensa cobertura del suceso la semana anterior. Mags miró a Ray y sacudió la cabeza.
—No puedo dejar de mirarlo. Esa pobre criatura…
Ray se sentó a su lado y buscó el mando a distancia para quitar el sonido. En la pantalla desfilaron imágenes de archivo de la escena y Ray vio la parte posterior de su propia cabeza mientras él y Kate caminaban después de bajarse del coche.
—Sí, lo sé —dijo, y rodeó a su mujer con el brazo—. Pero lo atraparemos.
La imagen volvió a cambiar de ángulo y esta vez la cara de Ray inundó la pantalla mientras hablaba a la cámara, con el entrevistador fuera del encuadre.
—¿Sí? ¿Crees que lo atrapareis? ¿Tenéis alguna pista?
—La verdad es que no. —Ray suspiró—. Nadie vio el accidente o, si alguien lo vio, no dice nada… Así que dependemos de la policía científica y del Departamento de Información.
—¿Cabe alguna posibilidad de que el conductor no se diese cuenta de lo que había hecho?
Mags se incorporó en el asiento y se volvió para mirarlo de frente. Se remetió el pelo con impaciencia por detrás de la oreja. Desde que Ray la conocía, Mags llevaba el pelo exactamente igual: largo y liso, sin flequillo. Era tan oscuro como el de Ray, pero, a diferencia del suyo, no tenía una sola cana. Ray había intentado dejarse barba poco después de que naciera Lucy, pero cambió de idea al cabo de tres días, cuando quedó claro que iba a ser muy canosa. Ahora se afeitaba todos los días y procuraba hacer caso omiso de las pinceladas de blanco en las sienes que, a juicio de Mags, le daban un aire «distinguido».
—Imposible —respondió Ray—. Se estrelló directamente contra el capó. —Mags no se estremeció. La emoción que Ray había percibido en su rostro al entrar había sido sustituida por una expresión de concentración que recordaba perfectamente de sus días juntos en el cuerpo—. Además —prosiguió él—, el coche se detuvo y luego dio marcha atrás y media vuelta. Puede que el conductor no supiera que Jacob había muerto, pero no podía no saber que lo había atropellado.
—¿Y tenéis a alguien en los hospitales? —dijo Mags—. Es posible que el conductor también resultase herido y…
Ray sonrió.
—Lo estamos investigando todo, te lo prometo. —Se levantó—. Oye, no te lo tomes a mal, pero ha sido un día muy largo y solo quiero una cerveza, ver un poco de tele e irme a la cama.
—Claro, claro —dijo Mags con convicción—. Ya sabes, la deformación profesional y todo eso…
—Lo sé, y te prometo que atraparemos al autor. —La besó en la frente—. Siempre lo hacemos.
Ray se dio cuenta de que le había prometido a Mags justamente aquello que se había negado a prometerle a la madre de Jacob porque no podía garantizar que pudiesen cumplirlo. «Haremos todo cuanto esté en nuestra mano», le había dicho a ella. Solo esperaba que todo cuanto estuviese en su mano fuera suficiente.
Entró en la cocina a buscar algo de beber. El hecho de que la víctima fuese un niño era lo que había afectado a Mags. Tal vez contarle los detalles del accidente no había sido muy buena idea: a fin de cuentas, ya le estaba costando bastante a él mismo mantener a raya sus propias emociones, así que era comprensible que Mags sintiese lo mismo. A partir de entonces se esforzaría aún más en guardarse esas cosas para sí.
Ray se llevó la cerveza al salón, se sentó junto a su mujer a ver la televisión y cambió de canal para ver uno de los reality shows que sabía que a ella le gustaban.
Al llegar a su despacho con un puñado de archivos que había recogido de la sala de correo, Ray soltó los papeles encima de su ya abarrotado escritorio e hizo que la pila entera cayera deslizándose al suelo.
—Mierda —exclamó, mirando su mesa con aire inexpresivo.
La empleada de la limpieza había pasado por allí, había vaciado la papelera y hecho un vago intento de quitar el polvo alrededor de todo aquel jaleo, dejando una estela de pelusa alrededor de su bandeja de documentos. Dos tazas de café frío flanqueaban su teclado y en varios de los pósits pegados a la pantalla de su ordenador se leían mensajes telefónicos de distintos grados de importancia. Ray los arrancó de allí y se los pegó en la cubierta de su agenda, donde ya había un pósit de color fucsia neón recordándole que debía hacer las evaluaciones de los miembros de su equipo. Como si no tuviesen ya todos bastante trabajo. Ray libraba una batalla constante consigo mismo por la burocracia de su trabajo diario. No se decidía a protestar abiertamente contra eso —no con el suculento ascenso al alcance de su mano—, pero tampoco lo aceptaría nunca de buen grado. En su opinión, una hora empleada en hablar sobre su evolución personal era una hora malgastada, sobre todo cuando había que investigar la muerte de un niño.
Mientras esperaba a que el ordenador arrancase, se reclinó en la silla y miró la foto de Jacob, clavada en la pared de enfrente. Siempre había guardado una foto de la víctima principal en una investigación, desde sus comienzos en el departamento, cuando su superior le había recordado con malas maneras que eso de practicar un arresto estaba muy bien, pero Ray no debía olvidar nunca «para qué aguantamos toda esta mierda». Las fotos solían estar en su mesa, hasta que Mags había ido a su despacho un día, varios años antes. Le había llevado algo, en ese momento no recordaba el qué, un expediente olvidado, o un túper con el almuerzo, pero sí recordaba que le molestó la interrupción cuando lo llamó desde el mostrador de recepción para darle una sorpresa, y que el fastidio se transformó en remordimiento cuando se dio cuenta de que había ido allí con el único propósito de verlo. Habían parado de camino al despacho de Ray para que Mags pudiese saludar a su antiguo jefe, a quien habían ascendido a comisario.
—Debes de sentirte muy rara, volviendo a estar aquí —le había dicho Ray cuando entraron en su despacho.
Mags se había reído.
—Es como si nunca me hubiese ido. Ya sabes, la cabra siempre tira al monte.
Parecía animada al pasearse por la oficina, recorriendo su mesa con las yemas de los dedos.
—¿Quién es esta otra mujer? —había bromeado, cogiendo la foto que estaba apoyada en el retrato enmarcado de ella y los niños.
—Una víctima —había contestado él, quitándole la foto con delicadeza y devolviéndola a su mesa—. Su novio le asestó diecisiete puñaladas porque tardaba demasiado en preparar la cena.
Si aquello conmocionó a Mags, lo disimuló muy bien.
—¿Y no la guardas en el expediente?
—Me gusta tenerla donde pueda verla —dijo Ray—. Donde no pueda olvidar qué estoy haciendo, por qué trabajo tantas horas o por quién es todo esto.
Ella había asentido al oír aquella respuesta. Entendía a Ray mejor de lo que él imaginaba, a veces.
—Pero no la pongas al lado de nuestra foto, Ray. Por favor.
Había extendido la mano reclamando la foto de nuevo y había paseado la mirada por el despacho, buscando un lugar más adecuado. Detuvo la vista en el superfluo tablón de corcho de la pared del fondo y con una chincheta que cogió del bote de su mesa, Mags había colgado la foto de la mujer sonriente —ahora muerta— en mitad del tablón.
Y allí se quedó.
Hacía tiempo que el novio de la mujer sonriente había sido acusado de homicidio, y una sucesión regular de víctimas había ocupado su lugar: el anciano al que unos atracadores adolecentes habían dado una paliza mortal, las cuatro mujeres violadas por un taxista, y ahora Jacob, sonriendo con su uniforme de la escuela. Todos dependían de Ray. Examinó las notas que había escrito en su libreta el día anterior, preparándose para la sesión de esa mañana. No contaban con mucho. Cuando su ordenador emitió un pitido para avisarle de que había arrancado al fin, Ray salió de su ensimismamiento. Puede que no tuviesen demasiadas pistas, pero aún había trabajo por hacer.
Poco antes de las diez, Stumpy y su equipo desfilaron por la puerta del despacho de Ray. Stumpy y Dave Hillsdon se acomodaron en dos de las sillas bajas en torno a la mesita de café, mientras que los demás se quedaron de pie al fondo o apoyados en la pared. Habían dejado la tercera silla vacía en un acto de caballerosidad y a Ray le hizo gracia ver cómo Kate hacía caso omiso del ofrecimiento y se sumaba a Malcolm Johnson, quedándose de pie en el fondo. El equipo había aumentado en número de forma temporal con la incorporación de dos agentes que habían tomado en préstamo del cuerpo regular de policía, con aspecto de sentirse incómodos en los uniformes prestados deprisa y corriendo, además del agente Phil Crocker de la Unidad de Investigación de Accidentes de Tráfico.
—Buenos días a todos —dijo Ray—. No os tendré aquí mucho tiempo. Os presento a Brian Walton, del Grupo Uno, y a Pat Bryce, del Grupo Tres. Me alegro de contar con vosotros, chicos, hay mucho trabajo que hacer. Así que nada, gracias por venir a echar una mano. —Brian y Pat asintieron en señal de reconocimiento—. Está bien —continuó Ray—: el propósito de esta sesión es repasar lo que sabemos sobre el atropello con fuga de Fishponds y decidir qué hacer a continuación. Como podéis imaginar, el comisario jefe está muy pendiente de este caso. —Consultó sus notas, a pesar de que se sabía el contenido de memoria—. A las 16.28 del lunes 26 de noviembre, los operadores de Emergencias recibieron una llamada de una mujer residente en la avenida Enfield. Había oído un fuerte golpe y luego un grito. Cuando salió a la calle, todo había terminado y la madre de Jacob estaba agachada junto a él en la calzada. El tiempo de respuesta de la ambulancia fue de seis minutos y Jacob fue declarado muerto en el lugar de los hechos.
Ray hizo una pausa para dar tiempo a asimilar la gravedad del asunto. Miró a Kate, pero la expresión de esta era neutra, y no supo si sentirse aliviado o entristecido al ver que había conseguido levantar sus defensas de forma tan exitosa. Ella no era la única que aparentaba no sentir ninguna emoción: cualquier extraño que hubiese estado presente en la habitación podría dar por sentado que a aquellos policías les traía sin cuidado la muerte del pequeño Jacob, cuando Ray sabía que los había afectado a todos. Prosiguió con la sesión.
—Jacob cumplió cinco años el mes pasado, poco después del comienzo del curso en la escuela Saint Mary’s, en la calle Beckett. El día del atropello, Jacob había acudido a una actividad extraescolar mientras su madre estaba trabajando. Según la declaración de esta, volvían a casa andando y charlando sobre el día cuando ella soltó la mano de Jacob y este echó a correr para cruzar la calle en dirección a su casa. Por sus palabras, es algo que el niño ya había hecho otras veces: no tenía percepción del peligro al cruzar una calle y por eso su madre siempre lo cogía de la mano cuando se acercaban a una carretera. —«Excepto esta vez», añadió para sus adentros. Un segundo de despiste y aquella mujer nunca sería capaz de perdonarse a sí misma. Ray sintió un estremecimiento involuntario.
—¿Qué detalles del coche pudo ver la mujer? —preguntó Brian Walton.
—No muchos. Asegura que, lejos de frenar, el coche estaba acelerando cuando golpeó a Jacob, y que ella misma esquivó al coche de milagro; de hecho, cayó al suelo y se hizo daño. Los agentes que acudieron al lugar advirtieron que tenía heridas, pero se negó a ser atendida por los servicios médicos. Phil, ¿nos explicas cómo fue la inspección ocular del lugar del accidente?
El único agente uniformado de la sala, Phil Crocker, era investigador en los casos de accidentes de tráfico y, debido a sus años de experiencia en el Departamento de Tráfico, era la persona a quien Ray recurría siempre para todas las cuestiones relacionadas con el tráfico.
—No hay mucho que decir. —Phil se encogió de hombros—. Como llovía, no había huellas de neumáticos en la calzada, de modo que no puedo ofrecer ningún cálculo sobre la velocidad ni decir si el vehículo frenó antes del impacto. Recogimos un trozo de una carcasa de plástico a unos veinte metros del lugar de la colisión, y el técnico especialista en vehículos nos ha confirmado que se trata del piloto antiniebla de un Volvo.
—Eso parece prometedor —comentó Ray.
—Le he pasado la información a Stumpy —dijo Phil—. Por lo demás, me temo que no tengo nada.
—Gracias, Phil. —Ray releyó sus notas—. El informe de la autopsia de Jacob muestra que murió por traumatismo contundente. Presentaba múltiples fracturas y rotura del bazo.
Ray había asistido personalmente a la autopsia, no tanto por la necesidad de avanzar en la investigación como porque la idea de pensar en Jacob allí solo en la fría morgue le resultaba insoportable. Había mirado sin ver, mantenido los ojos lejos de la cara de Jacob, y se había concentrado en las pruebas que el patólogo forense del instituto de medicina legal había ido formulando con frases cortas a la vez que las registraba en una grabadora. Los dos se alegraron cuando el proceso hubo terminado.
—A juzgar por el punto del impacto, buscamos un vehículo pequeño, por lo que podemos descartar los monovolúmenes y los cuatro por cuatro. El forense recuperó fragmentos de cristal del cuerpo de Jacob, pero entiendo que no hay nada que lo vincule con un vehículo en particular, ¿no es así, Phil?
Ray miró al experto en accidentes, que asintió.
—El cristal en sí no es específico de ningún vehículo —dijo Phil—. Si tuviéramos un sospechoso, tal vez encontraríamos partículas coincidentes en su ropa, es casi imposible eliminarlas. Pero no hallamos cristales en la escena del accidente, lo que indica que el parabrisas se resquebrajó por el impacto, pero no se hizo añicos. Si dais con el coche, podremos realizar un cotejo con los fragmentos hallados en el cadáver de la víctima, pero sin eso…
—Bueno, eso al menos ayuda a confirmar qué clase de daños podríamos encontrar en el coche —dijo Ray tratando de dar un énfasis positivo a las escasas averiguaciones que habían hecho en la investigación—. Stumpy, ¿por qué no repasas lo que se ha hecho hasta ahora?
El sargento miró a la pared del despacho de Ray, donde la totalidad del caso se desplegaba en una serie de mapas, diagramas y hojas de papel, cada una con una lista de acciones.
—Las visitas casa por casa se hicieron la misma noche del suceso, y lo mismo hizo al día siguiente la patrulla policial correspondiente. Varias personas oyeron lo que describieron como un «fuerte golpe», seguido de un grito, pero nadie vio el coche. Hemos enviado a agentes municipales de apoyo a la ruta escolar para que hablen con los padres y hemos dejado cartas en los buzones de las casas a ambos lados de la avenida Enfield, solicitando la colaboración de los vecinos para ver si hay algún testigo. Las señales de carretera siguen fuera y Kate está haciendo un seguimiento de las pocas llamadas que hemos recibido a raíz de eso.
—¿Algo relevante?
Stumpy negó con la cabeza.
—No pinta bien, jefe.
Ray hizo caso omiso de su pesimismo.
—¿Cuándo aparecerá en Crimewatch?
—Mañana por la noche. Tenemos una reconstrucción del accidente y también van a enseñar unas imágenes computerizadas con el aspecto que podría tener el coche, luego emitirán la pieza que el comisario grabó en el estudio con el presentador del programa.
—Necesitaré que alguien se quede hasta tarde por si aparece alguna pista fiable en cuanto se emita el programa, por favor —dijo Ray al grupo—. Los demás podemos pasar a la espera. —Se hizo un silencio y miró alrededor con aire expectante—. Alguien tiene que hacerlo…
—A mí no me importa.
Kate levantó la mano y el inspector le dedicó una mirada agradecida.
—¿Qué hay del piloto antiniebla del que hablaba Phil? —dijo Ray.
—Volvo nos ha facilitado el número de pieza y tenemos una lista con todos los talleres mecánicos que han recibido una en los últimos diez días. He asignado a Malcolm la tarea de ponerse en contacto con todos, empezando por los locales, y que consiga los números de identificación de los coches a los que se les ha sustituido la pieza desde el accidente.
—Está bien —dijo Ray—. Tengámoslo en cuenta cuando hagamos las averiguaciones, pero recordad que solo es un indicio; no podemos estar absolutamente seguros de que el coche que estamos buscando sea un Volvo. ¿Quién se encarga de las cámaras de seguridad de la zona?
—Nosotros, jefe. —Brian Walton levantó la mano—. Hemos requisado todo cuanto hemos podido: todas las imágenes de las cámaras del ayuntamiento y cualquier cosa de las gasolineras y los comercios de la zona. Hemos restringido el visionado a la media hora de antes y de después del accidente, pero aun así son más de cien horas de imágenes las que hay que ver.
Ray se estremeció solo de pensar en el presupuesto para las horas extra.
—Enseñadme la lista de las cámaras —dijo—. No vamos a poder verlas todas, así que me gustaría conocer vuestra opinión sobre qué debemos priorizar.
Brian asintió.
—Hay mucho por hacer —prosiguió Ray. Sonrió con aire de seguridad, a pesar de sus dudas. Habían pasado quince días de la «hora de oro» inmediatamente posterior a la comisión de un delito, cuando las posibilidades de efectuar una detención eran más altas, y aunque el equipo estaba trabajando a toda máquina, no habían conseguido avanzar. Hizo una pausa antes de soltar la mala noticia—. No os sorprenderá saber que se han cancelado todos los permisos hasta próximo aviso. Lo lamento, y haré todo lo posible para que todos podáis disfrutar de algo de tiempo con vuestras familias en Navidad.
Se oyó un murmullo de desacuerdo mientras desfilaban para salir del despacho, pero nadie se quejó, y Ray sabía que no lo harían. Aunque nadie lo había expresado en voz alta, todos estaban pensando en cómo sería la Navidad ese año para la madre de Jacob.