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La casa de Beaufort Crescent era mucho más grande que la antigua. No me concedieron una hipoteca por el valor total, así que pedí un préstamo personal y esperaba poder pagarlo. Satisfacer las cuotas supondría un esfuerzo extra, pero valía la pena. La casa tenía un amplio jardín para tu estudio, y vi cómo te brillaba la mirada cuando señalamos el lugar donde lo instalaríamos.

—Es perfecto —dijiste—. Tendré todo lo que necesito en este lugar.

Me tomé unos días libres en el trabajo y me puse a construir el estudio la misma semana que nos mudamos, y tú te deshiciste en agradecimientos conmigo. Me traías tazas de té recién hecho hasta el fondo del jardín, y me llamabas para comer sopa con pan horneado en casa. No quería que aquello terminara y, sin pretenderlo, comencé a trabajar más despacio. En lugar de bajar al jardín para empezar a las nueve de la mañana, lo hacía a las diez. Prolongaba la pausa de después de comer, y, por la tarde, me quedaba sentado en el interior de la estructura de madera del estudio y dejaba pasar el tiempo sin hacer nada hasta que me llamabas para cenar.

—No puedes seguir trabajando con tan poca luz, cariño —me decías—. Y, mira, ¡tienes las manos congeladas! Entra y deja que te haga entrar en calor. —Me besabas y me decías lo emocionada que estabas con la idea de tener tu propio espacio de trabajo; que jamás te habían cuidado tan bien; y que me amabas.

Yo tenía que regresar al trabajo y te prometí tener listo el interior para el fin de semana. Pero cuando llegué a casa ese primer día después del trabajo, tú ya habías metido dentro una mesa vieja y habías desperdigado por todas partes tus barnices y herramientas. Tu horno nuevo estaba en un rincón, y el torno en medio de la habitación. Estabas sentada en un pequeño taburete, concentrada en la arcilla que giraba entre tus manos. Me quedé observándote por la ventana mientras la pieza de cerámica iba tomando forma con ese delicado tacto. Deseé que percibieras mi presencia, pero no levantaste la vista y abrí la puerta.

—¿Verdad que es maravilloso? —Seguías sin mirarme—. Me encanta estar aquí fuera. —Levantaste el pie del pedal y el torno se fue deteniendo poco a poco—. Iré a cambiarme de camisa y luego prepararé la cena. —Me besaste rápidamente en la mejilla al tiempo que tenías la precaución de mantener las manos levantadas para no mancharme la ropa.

Me quedé en el estudio durante un rato, mirando las paredes donde yo había pensado poner unas estanterías; al rincón donde había planeado montarte una mesa especial. Di un paso hacia delante y pisé el pedal del torno. Giró de golpe, apenas media vuelta, y sin tus manos expertas encima, la pieza se inclinó hacia un lado y quedó aplastada.

Después de aquello me sentí como si los días pasaran sin verte. Llevaste un radiador al estudio para poder pasar más horas allí, e incluso los fines de semana te encontraba a primera hora de la mañana poniéndote la ropa manchada de arcilla para ir al estudio en cuanto amanecía. Te monté unas estanterías, pero no llegué a montarte la mesa que había pensado, y tu imagen trabajando en una mesa cutre siempre me ponía de los nervios.

Creo que llevábamos más o menos un año en la casa cuando yo tuve que ir a París por trabajo. Doug tenía un contacto para conseguir un nuevo cliente, y planeamos darles muy buena impresión para que nos hicieran un importante encargo de software. El negocio estaba tardando en despegar, y los dividendos eran mucho menos cuantiosos y frecuentes de lo que me habían prometido. Me había hecho una tarjeta de crédito para poder seguir llevándote a cenar y comprarte flores, pero cada vez me costaba más satisfacer los pagos. El cliente de París podría ayudarnos a conseguir una situación económica más equilibrada.

—¿Puedo acompañarte? —me preguntaste. Fue la única vez que te vi tan interesada en mi empresa—. Me encanta París.

Había visto tontear a Doug una vez que llevé a Marie a una fiesta del despacho, y la forma en que ella reaccionó. No pensaba volver a caer en el mismo error.

—Estaré trabajando sin descanso; no será nada divertido para ti. Vayamos juntos cuando yo no esté tan ocupado. Además, tienes jarrones que terminar.

Te habías pasado lo que a mí se me antojaban varias semanas paseándote por todas las tiendas de regalos y galerías de arte de la ciudad con muestras de tu trabajo, y lo único que conseguiste fueron dos tiendas; cada una quería una docena de jarrones, o poco más, y recipientes para vender por encargo. Estabas tan contenta que parecía que hubieras ganado la lotería, y te esforzabas mucho más en cada pieza de lo que te habías esforzado jamás.

—Cuanto más tiempo inviertas, menos ganarás —te había recordado pero, por lo visto, era un desperdicio compartir mi experiencia en el mundo de los negocios contigo, porque tú seguías invirtiendo horas y horas en pintar y barnizar.

Te llamé al llegar a París y sentí una punzada repentina de añoranza del hogar al escuchar tu voz. Doug invitó al cliente a cenar, pero yo puse como excusa una migraña y me quedé en mi habitación, donde pedí un filete al servicio de habitaciones y deseé haberte llevado conmigo. La cama hecha de forma inmaculada parecía gigantesca y para nada incitadora, y, a las once de la noche, bajé al bar del hotel. Pedí un whisky y me quedé en la barra y pedí otro antes de acabar el primero. Te envié un mensaje de texto, pero tú no respondiste; supuse que estarías en tu estudio sin pensar que podía llamarte.

Había una mujer en una mesa próxima al lugar donde yo estaba en la barra. Iba vestida con un traje a rayas y tacones negros, y tenía un maletín de trabajo en la silla situada junto a ella. Estaba revisando unos papeles y, cuando levantó la vista, me dedicó una sonrisa triste. Correspondí el gesto.

—Eres inglés —dijo.

—¿De verdad resulta tan evidente?

Ella rió.

—Cuando viajas tanto como yo, aprendes a identificar las señales. —Recogió los papeles en los que estaba trabajando, los metió en el maletín y lo cerró de golpe.

—Ya está bien por hoy. —No hizo gesto alguno de querer marcharse.

—¿Puedo acompañarte? —le pregunté.

—Me encantaría.

No lo había planeado, pero era exactamente lo que necesitaba. No le pregunté cómo se llamaba hasta la mañana siguiente, cuando salió del baño envuelta en una toalla.

—Emma —dijo. No me preguntó mi nombre, y me planteé con qué frecuencia lo haría, en habitaciones de hotel con desconocidos, en ciudades desconocidas.

Cuando se marchó, te llamé y me contaste cómo te había ido el día; me dijiste que la dueña de la tienda de regalos estaba encantada con tus jarrones, y que te morías de ganas de verme. Dijiste que me echabas de menos y que no te gustaba nada que estuviéramos separados, y sentí que recuperaba la seguridad en lo nuestro y volvía a sentirme seguro.

—Te quiero —dije. Sabía que necesitabas oírlo, que no te bastaba con ver todo lo que era capaz de hacer por ti; ni lo mucho que te cuidaba. Lanzaste un leve suspiro.

—Yo también te quiero.

Doug se había empleado a fondo con el cliente durante la cena, y por las bromitas de la reunión a la hora del desayuno me quedó claro que habían ido a un club de striptease. A mediodía ya habíamos cerrado el trato, y Doug estaba hablando por teléfono con el banco para asegurarles, una vez más, que éramos solventes.

Le dije al recepcionista del hotel que me pidiera un taxi.

—¿Dónde están las mejores joyerías? —le pregunté.

Me lanzó una sonrisa cómplice que me puso nervioso.

—Un regalo para una señorita, ¿señor?

Ignoré el comentario.

—¿Cuál es el mejor lugar?

Su sonrisa se tornó algo más formal.

—Faubourg Saint-Honoré, monsieur. —Siguió mostrándose solícito mientras yo esperaba la llegada del taxi, aunque su suposición le costó la propina y tardé todo el recorrido hasta la joyería en recuperarme del disgusto.

Recorrí a pie toda la calle Faubourg Saint-Honoré antes de encontrar la pequeña tienda de un joyero con el poco imaginativo nombre de Michel, donde había unas bandejas de terciopelo negro cargadas de relucientes diamantes. Deseaba tomarme mi tiempo para escoger, pero el personal con sobrios trajes revoloteaba a mi alrededor, ofreciéndome ayuda y consejo, y me resultaba imposible concentrarme. Al final escogí el más grande: una sortija que difícilmente rechazarías. Un diamante tallado en forma de cuadrado engastado en un simple anillo de platino. Entregué la tarjeta de crédito al tiempo que me decía a mí mismo que valía la pena.

Viajé de regreso a casa la mañana siguiente, con la cajita de cuero quemándome en el bolsillo del abrigo. Tenía pensado llevarte a cenar, pero cuando abrí la puerta y tú saliste corriendo y me abrazaste con tanta fuerza no pude esperar ni un segundo más.

—Cásate conmigo.

Te reíste, pero debiste percibir la sinceridad en mi mirada, porque te detuviste y te llevaste una mano a la boca.

—Te quiero —dije—. No puedo estar separado de ti.

Tú no dijiste nada, y yo titubeé. Eso no formaba parte de mi plan. Había pensado que te lanzarías a mis brazos, que me besarías, que incluso romperías a llorar pero, sobre todo, que dirías que sí. Busqué a tientas la cajita de la joyería y te la puse en la mano.

—Lo digo en serio, Jennifer. Quiero que seas mía para siempre. Di que lo serás, por favor, di que serás mía.

Negaste de forma casi imperceptible con la cabeza, pero abriste la cajita y te quedaste boquiabierta.

—No sé qué decir.

—Di que sí.

Se hizo un silencio lo bastante largo para que yo sintiera una presión en el pecho por el miedo a que te negaras. Y al final dijiste que sí.