La filosofía y el presente

En 1916, un joven Ortega imparte un curso muy enjundioso en la Universidad de Buenos Aires sobre los «problemas actuales de la filosofía».

Cada pueblo, cada sociedad, explica el filósofo, es un nuevo ensayo sobre la forma en que se lleva a cabo la vida, una nueva forma de sentir la existencia. Como escribe en una magnífica expresión el propio Ortega, «El tesoro eterno de angustias y alegrías que nunca cambiará encuentra en el alma de cada pueblo un medio específico donde viene a refrescarse peculiarmente, produciendo irisaciones exclusivas». Ahora bien, ningún pueblo, por la necesidad metafísica que posee el hombre, puede contentarse con su riqueza económica: tiene que aspirar, igualmente, a ser una potencia espiritual. Tal será uno de los temas que, como hemos visto, interesen intensamente a Ortega: la regeneración española (y europea) de las minorías para que, guiadas por ellas, el pueblo encuentre una nueva forma de enfrentarse con armas críticas a su coyuntural circunstancia.

Tanto la filosofía como la ciencia no son más que reacciones de nuestra mente ante problemas que se nos imponen. Y es que «Quien no percibe con precisa, hiriente, intolerable claridad la contradicción no tiene problema y quien no tiene problema no puede pensar, no puede hacer ciencia», asegura Ortega. Tal es el legado capital de la duda metódica de Descartes en su Discurso del método: la duda, antes que nada, consiste en romper nuestras más ingenuas creencias: «el saber no es un acertar, sino un probar». Es necesario que rompamos con la tradición críticamente para, de forma espontánea, hacer nacer nuevas formas de acción y pensamiento. Debemos, al decir del filósofo alemán Fichte, afrontar con todas garantías el carácter peligroso de nuestra vida, la desorientación de la que nos hablaba Ortega, el estar arrojado de Heidegger. Este será otro de los problemas actuales de la filosofía: dar al individuo la importancia que se merece, invocando su fuerza de actuar en conformidad al proyecto que se ha elegido (a la vocación).

Las creencias son remedios puntuales para solucionar nuestros problemas; pero el auténtico y genuino modo de hacer que las divergencias y las contradicciones salgan a la luz en todo su esplendor es la filosofía. Se ha de filosofar no para practicar un elitismo absurdo, una erudición vacía de contenido, sino para pensar qué debemos hacer en cada momento de nuestra vida desmantelando la creencia de que el destino nos conduce sin que exista capacidad de decisión por nuestra parte.

En definitiva, la filosofía de Ortega nos aboca al abismo de la existencia, a la incertidumbre del futuro, que solo puede (y debe) ser afrontado en nuestra propia circunstancia. No hemos de caer en la trampa del «señorito satisfecho», fórmula que Ortega emplea en La rebelión de las masas , del hombre vulgar que se entrega al más descarnado fatalismo. Debemos afirmarnos tal cual somos, en nuestra condición de seres naufragados, topándonos enteramente con la problematicidad intrínseca de la realidad. Pues nunca deciden nuestras circunstancias, sino que, como explica Ortega, son estas el dilema ante el cual debemos decidirnos.