La influencia del perspectivismo de Nietzsche en Ortega
El perspectivismo orteguiano tiene una clara raigambre nietzscheana. La vida, en opinión del filósofo alemán, no puede no interpretar: «no hay hechos, sino interpretaciones». La interpretación posee en Nietzsche un carácter ontológico básico, orgánico. En el fragmento 14 [152] de sus Fragmentos póstumos, escribe: «la voluntad de poder como conocimiento […], no “conocer”, sino esquematizar, imponer al caos regularidad y formas suficientes de manera que satisfaga nuestra necesidad práctica».
¿Es Nietzsche acaso un hermeneuta? ¿Por qué se dice en diversos contextos que fue él quien instauró las bases de la hermenéutica? Si ponemos el pie en Gadamer y Heidegger (este último, gran influencia del más maduro Ortega), observamos cómo parten siempre de una estructura de precomprensión, de un «estar previo» en el mundo, lo que supone ya una trama de significatividad que se sitúa como condición de posibilidad de la interpretación. La interpretación orgánica de Nietzsche, así como la introducción de sentido por parte de la voluntad de poder, son momentos previos a la precomprensión de la que hablan Heidegger y Gadamer.
Nietzsche se expresaba del siguiente modo en el fragmento 2 [151]: «no se debe preguntar: ¿entonces quién interpreta?, sino que el interpretar mismo, en cuanto una forma de voluntad de poder, tiene existencia (pero no como un “ser”, sino como un proceso, un devenir) como un afecto». Así, podemos distinguir dos niveles en la «hermenéutica» nietzscheana: por un lado, una introducción de sentido absoluta —radical—, en la que se introduce regularidad en el caos, y por otro lado una oposición de unos sentidos y otros, que no es ya un poder originario, sino hecho «a partir de». Y este desenvolvimiento de la voluntad de poder en tanto que instancia interpretativa es la razón de que en Nietzsche no existe un sentido en sí: el sentido se da solo en relación a la interpretación de quien lo pone. Un sentido en sí es un contrasentido.
La vida no puede no interpretar, decíamos con Nietzsche. El hombre ha de reconocer que todo cuanto realiza, cuanto hace, es ya una creación, es decir, interpretación y no una mera constatación. El ser ya no es el paradigma de lo fijo, de lo permanente, porque la vida no puede dejar de interpretar; por ello, como asegura también Ortega, no hay supremacía de unas interpretaciones sobre otras, sino un constante conflicto y complementariedad.
El problema capital al que se enfrenta Nietzsche en esos textos es que el mundo del ser ha devenido en lo válido, en lo que es (en palabras del filósofo: «el auténtico primum mobile es la no creencia en lo que deviene, la desconfianza ante lo que deviene, el menosprecio de todo devenir…»). El mundo del ser, para Nietzsche, es el mundo —se quiera o no— del devenir, que ha acabado soterrado bajo el mundo que debería ser. Pues (fragmento 9 [60]) «el hombre busca “la verdad”: un mundo que no se contradiga, no engañe, no cambie, un mundo verdadero. […] No duda de que haya un mundo como debe ser; quisiera buscar el camino que conduce a él». El giro que propone Nietzsche consistirá en demoler la relación entre un «mundo aparente» y un «mundo verdadero», reconduciéndola a estimaciones de valor, que expresan, según el autor, «condiciones de conservación y crecimiento» (fragmento 9 [38]). Una vida que no deja de interpretar… y de luchar.