El análisis de la situación política: España invertebrada
Quizás por encima de cualquier obra, es España invertebrada donde el lector español puede verse más interpelado. En ella se formula un planteamiento de unidad y legitimidad para la nación. Más tarde, Ortega retomará algunos de los asuntos tratados en este libro en La rebelión de las masas (sobre todo, en lo tocante a las minorías y las mayorías). Pero mientras que en esta última Ortega planteará el tema de Europa como una solución a las cuestiones nacionales, en España invertebrada se ciñe a escribir sobre los problemas que acucian a sus conciudadanos. En concreto, Ortega se centra en un asunto que le parece de la mayor enjundia: los particularismos y los compartimentos estancos, no solo referidos a los nacionalismos, sino también a los gremialismos (como el que supone, por ejemplo, el ejército).
Siempre hay conflicto entre los intereses de clase, pero al mismo tiempo existe un cierto sentimiento de solidaridad frente a la individualidad diluyente (como vimos más arriba, son el odio y el rencor los facilitadores de la disgregación nacional y social). Ortega considera que tales problemas, traídos a causa de un particularismo de estrechas miras, vienen de lejos: de la Revolución francesa, nada menos, con la creación del Estado-Nación, que trajo consigo la participación política de los ciudadanos a través del sufragio y el sentimiento de pertenencia afectiva a la propia nación (origen del moderno patriotismo, vigente hasta los albores de la Segunda Guerra Mundial).
A juicio de Ortega, España constituye una mala e insuficiente versión del Estado-Nación. La unidad afectiva de un país solo puede tener lugar a través de un programa con ambiciones de totalidad, de completitud e inclusión, que presente a los ciudadanos un proyecto de futuro común y que se legitime a sí mismo por su propio carácter valioso. De aquí deriva una de las principales ideas del pensador español, la de la participación en la vida social y política de la nación. Esta participación no ha de darse únicamente en las urnas (votar cada cierto tiempo al partido de turno), sino que consiste más bien en compartir un determinado elenco de valores que, en una coyuntura determinada, sean vigentes y valederos para todos.
¿Qué significó, en este sentido, el estallido de la Segunda Guerra Mundial? Sin duda, aduce Ortega, la quiebra del Estado-Nación como ideal político. Como contrapartida, el saldo arrojado por este terrorífico conflicto armado será la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Desde esta perspectiva inclusiva, tanto España invertebrada, como las Meditaciones del Quijote y El tema de nuestro tiempo buscarán la regeneración política e intelectual de España, con distintos planteamientos. Aunque se trata de tres libros complementarios, conviene leerlos como si constituyeran un único cuerpo en el que se reconoce la especificidad de cada obra.
Tras las reflexiones de clara raigambre oscura y en ocasiones derrotista de los miembros de la Generación del 98, Ortega desea practicar un análisis aséptico (pero contundente y esclarecedor) en el que España sea considerada como auténtico problema filosófico. Nuestro protagonista quiere plantear la enjundia y alcance de la crisis histórica española de finales del XIX no para emitir quejidos que a ninguna parte llevan, sino para renovar las ansias intelectuales en universidades y centros culturales.
La idea principal que empuja a Ortega a escribir España invertebrada es la de nación como proyecto. No solo los individuos poseen una historia, una biografía; también los países y las sociedades que aquellos contienen pueden ser estudiados de manera orgánica, como si fueran seres vivos a los que les es posible practicar un género muy particular de medicina. De hecho, podemos considerar esta obra como un auténtico preludio o antecedente que sentará las bases de La rebelión de las masas.
Como el propio Ortega nos sugiere, España invertebrada pretende definir «la grave enfermedad que España sufre». De nuevo, el autor hace hincapié en la importancia de la perspectiva, es decir, del valor que otorgamos a cada elemento de un conjunto. Y es que, «la diferencia de los caracteres, dada la homogeneidad de la materia humana, es ante todo una diferencia de localización espiritual. Por eso, el talento psicológico consiste en una fina percepción de los lugares que dentro de cada individuo ocupan las pasiones; por tanto, en un sentido de la perspectiva».
Ortega estudia en esta obra, imprescindible para entender la coyuntura española de principios del XX, la razón por la que España padece una desilusión respecto al mañana. En la Europa de Ortega, asegura el filósofo, no se desea (o si se hace, se hace en masa, en forma de rebaño): «no hay cosecha de apetitos. Falta por completo esa incitadora anticipación de un porvenir deseable, que es un órgano esencial en la biología humana».
En España invertebrada Ortega se entrega de lleno al estudio histórico, no político (como explica él mismo en uno de los prólogos de la obra), de la situación que el país atravesaba. Es por ello que se hace partícipe de las conclusiones a las que, por ejemplo, había llegado un siglo antes Arthur Schopenhauer (1788-1860) sobre la historia, bajo el amparo del adagio latino eadem, sed aliter (cuyo significado puede traducirse como «lo mismo, pero de otra manera»). Apenas cumplidos los veinte años, Schopenhauer confesaba amargamente al poeta Wieland que la vida es un asunto deplorable: desde aquel momento concentraría su principal propósito en reflexionar sobre ella y en desarrollar una explicación metafísica del mundo (el gran jeroglífico, como gustaba llamarlo). ¿Significa algo la realidad? ¿Por qué el ser humano —supuestamente dotado de una razón omnipotente— ha de vivir siempre con las armas en la mano, enfrentándose a terribles sufrimientos y tribulaciones constantes?
Como dejaría escrito el propio Schopenhauer (y a buen seguro que Ortega leyó estas reflexiones) «el carácter de las cosas de este mundo, particularmente del mundo de los hombres, no es tanto la imperfección, como se ha dicho a menudo, sino más bien la distorsión en lo moral, en lo intelectual, en lo físico, en todo».
En respuesta a autores como Lessing (La educación del género humano) o Kant, defensores de un progreso paulatino hacia la moralidad de los hombres —no exento de penosos intermedios—, Schopenhauer plantea la eterna repetición de los acontecimientos: «el círculo es el símbolo de la naturaleza». Es imposible reconocer un objetivo final, una meta de las acciones del hombre, que, a pesar de albergar notables fuerzas corporales y sobresalientes disposiciones espirituales, no puede dejar de atormentar a sus congéneres como si sus fines tuvieran alguna importancia real. Nuestra existencia, como la del resto de los seres vivos, solo representa la eterna repetición de lo mismo. Comemos para vivir y vivimos bajo la condición de encontrar alimento: cualquier existencia encuentra su base en una pulsión carente de sentido, un impulso irracional (grundlos, en alemán, sin fundamento, sin suelo firme).
Por ello supone una ilusión y una notable cortedad de miras, aduce Schopenhauer, pensar en el perfeccionamiento del género humano: nuestros constantes esfuerzos por desterrar el sufrimiento no logran sino cambiar su apariencia, por todas partes vemos la imagen del retorno, desde el movimiento de los astros hasta la vida de todo ser. Es la esencia de la naturaleza.
Al contrario que Hegel, con el que mantuvo duras discusiones a través de sus obras, Schopenhauer considera que en la historia universal nunca ocurre nada razonable (lo que nos acerca al particular y en ocasiones indebidamente llamado irracionalismo de Unamuno —el sentir es anterior al pensar—).
Schopenhauer declara así la absoluta bancarrota de los ideales europeos propugnados por la Ilustración: la razón queda supeditada a un impulso anterior, primigenio, a la voluntad que quiere, sin más, mantenerse en la existencia a cualquier precio. El «tiempo de la consumación» del que Lessing nos habla, el estadio final de la verdad racional, es sustituido por la imagen de un teatro en el que siempre se representan las mismas escenas —aun cuando los personajes sean distintos. Eadem, sed aliter. La aspiración al progreso queda desmantelada en el sistema tejido por Schopenhauer, y con él, la oportunidad de ofrecer un sentido definitivo del mundo: nunca ocurre —ni ocurrirá— nada nuevo, nada mejor, recordando las palabras del Eclesiastés donde leemos «nihil novum sub sole».
Algo muy distinto ocurre en el pensamiento de Ortega, en contraste con el pesimismo social de Schopenhauer. En opinión del filósofo español, los individuos pueden convivir, y de hecho conviven, para hacer algo juntos, bajo una misma ilusión que conduzca a la realización de un proyecto común. A diferencia de Schopenhauer, convencido de que el pasado condiciona de una vez y para siempre el presente y el futuro, Ortega estima que no es el ayer ni la tradición lo decisivo para que una nación se desarrolle y persista. Es necesaria una particular «cirugía histórica». Solo «la idea de grandes cosas por hacer engendra la unificación nacional».
Contra los nacionalismos separatistas. Ortega propone un proceso «incorporativo» que consiste en una labor de totalización, de unión y cohesión de la nación a través de sus diversos pueblos y grupos sociales: al contrario, «la desintegración es el proceso inverso: las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte. A este fenómeno de la vida histórica lo Llamo particularismo», definido por el afán de cada grupo por dejar de sentirse parte del todo. Un ahínco disgregador que a fin de cuentas redunda en un no compartir los sentimientos de los demás.
Así pues, la enseñanza principal de Ortega en España invertebrada es la lucha y pujanza que debemos mostrar frente a los impulsos regionalistas que emplean el pasado como arma arrojadiza, cuando vivir es siempre algo que se hace hacia delante, «es una actividad que va de este segundo al inmediato futuro. No basta, pues, para vivir la resonancia del pasado, y mucho menos para convivir».