¿Qué es filosofía?

Una de las vertientes más señeras y peculiares del pensamiento de Ortega es su ambición por pensar el propio pensar. En ¿Qué es filosofía?, Ortega practica una reflexión sobre los caracteres básicos del pensamiento, es decir, filosofa sobre la misma filosofía, horadando un camino que pocos autores habían señalado e investigado hasta aquel momento. Siempre se ha dado por hecho que se filosofa; pero en muy pocas ocasiones se han preguntado los filósofos por la naturaleza del filosofar, como sí hace nuestro protagonista: «no me propongo hacer una introducción elemental a la filosofía sino todo lo contrario. Vamos a tomar el conjunto de la filosofía, el filosofar mismo y vamos a someterlo a vigoroso análisis».

En las primeras líneas de esta obra, una de las más bellas y reconocidas del filósofo madrileño, Ortega asegura que el esfuerzo intelectual que nos aboca a pensar nos distingue, a la vez, de los otros, de la masa, y nos conduce «por rutas recónditas» que solo descubrimos a través del pensamiento. Convencido de la importancia que posee la circunstancia histórica (y no solo individual) de cada sociedad, para Ortega las distintas variaciones que se dan en la historia del pensamiento, los diferentes virajes que la filosofía va experimentando, no se deben a que se descubra falsedad en las verdades pasadas, sino a la muy distinta orientación que los seres humanos adoptan en cada coyuntura histórica: «no, pues, las verdades sino el hombre es el que cambia y porque cambia va recorriendo la serie de aquellas, va seleccionando».

Ortega practica así una teoría de los cambios de paradigma en filosofía muy apegada a la antropología. Si no cambia el tipo de hombre, asegura, no puede cambiar de ningún modo el pensamiento. No son las ideas propiamente lo que se modifica con el paso del tiempo, sino el ser humano que las piensa. Y este viraje en el modo de sentir y pensar, este cambio de sensibilidad, es el que permite que aparezca nuevo material filosófico que, a la vez, propicia el cambio histórico. Quien no se atreve a pensar por sí mismo, a cambiar sus hábitos con respecto al pasado histórico e individual, se verá arrastrado por la ola de lo pretérito, y quedará así sumergido en la resaca irremediable de la tradición.

Y es que, introduciendo fuerza vital en el pensamiento de Descartes («pienso, luego existo»). Ortega estima que si de algo no puede dudar el filósofo es de que filosofa, pues la auténtica raíz de la filosofía es la vida, y esta, si es pensada, ha de serlo a través de la filosofía. Es por eso, en expresión del autor español, que la filosofía «es el cuento de nunca acabar», puesto que donde hay vida siempre existirá, en mayor o menor medida, un ahínco por pensar la circunstancia de cada ser, de cada pueblo, de cada nación. Siempre existirá filosofía.

De ahí que para Ortega sea capital cuestionar la aparente infalibilidad de la ciencia objetiva, o al menos su método, pues las verdades de carácter científico, a pesar de su exactitud y rigor, siempre planean en un ámbito secundario, dejando intactas las cuestiones más fundamentales y últimas, las realmente decisivas: «la ciencia experimental es solo una exigua porción de la mente y el organismo humanos. Donde ella se para no se para el hombre».

De este modo, la verdad de la física, y en general de las ciencias exactas, a pesar de su enjundia metódica y científica, es siempre incompleta, «penúltima», nunca se basta a sí misma. Dicho en pocas palabras: la ciencia requiere de la reflexión filosófica para investigar los más profundos misterios humanos. El objeto de la ciencia resulta siempre parcial, «es solo un trozo del mundo y además parte de muchos supuestos que da sin más por buenos». Los problemas no terminan nunca donde terminan las afirmaciones científicas, pues al hombre de ciencias le hace falta en todo momento una verdad «integral», global, en la que apoyar sus investigaciones. Por eso dirá Ortega que existen dos tipos de verdad: la científica y la filosófica.

Sin embargo, a pesar de que lo que la filosofía ofrece no puede en ocasiones aportar pruebas contundentes de su verdad, posee, incluso así, un carácter mucho más radical que los postulados de la ciencia. Mientras que el científico espera algún día llegar a conocer del todo su objeto, «solo el filósofo hace ingrediente esencial de su actitud cognoscitiva la posibilidad de que su objeto sea indócil al conocimiento». El filósofo es consciente de que la fiera a la que hace frente siempre mantendrá amenazantes sus fauces.

La actitud del filósofo, así, es la del hombre audaz, la del héroe trágico (como ya vimos en capítulos anteriores). Es el filósofo el único que se atreve a negar provisionalmente el ser y, «al negarlo, convertírselo en problema, crearlo como problema». Tal es la actitud fundamental del talante filosófico del que Ortega llama homo theoreticus. El auténtico filósofo es quien parte de que todo cuanto hay es en cierta medida inescrutable. Pero, entonces, ¿para qué filosofar?

Esta pregunta, que a Ortega le resultaba molesta, recoge el sentido último de la filosofía, que nunca ha de encerrar una finalidad meramente utilitarista ni prestarse al servicio de los caprichos veleidosos del hombre. Pues filosofar es, en última instancia, ser conscientes del «problematismo del problema», acoger en nuestro intelecto la eterna inquietud y angustia que acosa al intelecto. La filosofía, si es ciencia, es ciencia sin suposiciones anteriores, es ciencia heroica: «Es, pues, la filosofía ley intelectual de sí misma, es autonómica», es decir, se da leyes a sí misma y es ella misma la que debe plantear y desarrollar, desde cero, los problemas que la acucian. El ser humano precisa de la filosofía para orientarse, para labrar un camino que lleve de la reflexión a la acción, y en el que la acción pueda ser cuestionada con las herramientas de la filosofía.

Frente a la religión, un campo en el que, a juicio de Ortega, solo caben la plegaria y la docilidad frente al dogma establecido, la filosofía hace del ser su problema, y son las dudas, la incertidumbre y la desazón sus motores fundamentales, que la conducen a cuestionar irremisiblemente las bases más seguras de la vida. La filosofía no afirma que no exista nada en absoluto: más bien postula que «ni la existencia ni la inexistencia del mundo en tomo es evidente».