En este primer período de la producción orteguiana, y tras su paso por las anquilosadas estructuras pedagógicas de los jesuitas, la fuerza de la pasión cobra una importancia capital: aunque a veces dolorosas y desbordantes (pero también, y a la vez, purificadoras), tales pasiones han de ser afrontadas sin tapujos, tanto a nivel individual como colectivo. Ortega cobra consciencia de que el concepto va más allá de la pura racionalidad, es decir, que está unido también a nuestra biología. Nos es imposible pensar sin un trasfondo que dé profundidad a nuestras intelecciones. De hecho, los conceptos solo adquieren peso en la medida en que se inscriben en la vida cotidiana y se convierten en un valor originario. En definitiva, en nuestro discurrir cotidiano y concreto estos principios conceptuales se hallan apuntalando nuestra conducta. Por ejemplo, no es que debamos comprender la idea de Belleza tal cual es por sí misma, pero sí la presuponemos como principio para entendernos a nosotros mismos y a cuanto nos rodea. El concepto, así, proporciona cierta seguridad. Nuestra vida es capaz de fluir gracias a estas invenciones, una idea que sirve a Ortega para criticar a los componentes de la Generación del 98, a los que en ocasiones ve como grandes hombres que, a pesar de su gran preparación y sus grandilocuentes pretensiones, son incapaces de crear nuevos valores y actitudes. Su intención, a fin de cuentas, es la de reformular el modo de plantearse las cosas: la vida cotidiana es un texto que se lee, y necesitamos una hermenéutica (un sistema de interpretación) para poder entenderla.
El filósofo, en este sentido, ocupa para Ortega un lugar privilegiado del que debe cobrar profunda consciencia (si no, no sería en absoluto filósofo, sino pura momia erudita). Es él quien debe guiar a las turbas desorientadas con el objetivo de sacar del adocenamiento a los individuos dormidos, inmersos en la mortífera corriente de la masa. Así, escribe en El tema de nuestro tiempo que «el filósofo, el intelectual, anda siempre entre los bastidores revolucionarios. Sea dicho en su honor. Es él el profesional de la razón pura, y cumple con su deber hallándose en la brecha antitradicionalista. Puede decirse que en esas etapas de radicalismo consigue el intelectual el máximum de intervención y autoridad».
En 1906, Ortega publica un interesante y extenso artículo para El Imparcial, que firma (como es costumbre en estos años) de manera anónima bajo las letras «X. Z.», sobre el papel que la universidad, como institución educativa, debe jugar en la vida de los hombres. En él compara, tras sus primeros años en Alemania, los sistemas universitarios español y teutón, llegando a importantes conclusiones. A juicio de nuestro protagonista, la idea de educación se traduce en la idea de «devenir», es decir, en una concepción tal que las cosas son entendidas como un proceso de generación, desarrollo y decrepitud. Nada nace de la nada, pues todo es «desviación de algo anterior, preparación de algo que sobreviene, y que es ello mismo trasformado. Las cosas no son, devienen».
Sin embargo, en España sucede todo lo contrario. En el país que le vio nacer, Ortega explica que cuanto ocurre lo hace bruscamente: los imperios caen de la noche a la mañana, el ánimo se desploma o se ensalza de forma repentina, las sociedades se rebelan contra el poder establecido sin aparente cadencia ni orden… Y así, igualmente, sucede con la universidad española. En territorio nacional, los profesores se dedican a impartir sus asignaturas para no perder la cátedra que a cada uno le ha sido otorgada, con el único objetivo de mostrar su valía personal sin hacer hincapié en el objeto de su estudio. Pero nadie pensó en España que la culpa estaba repartida; el espíritu nacional siempre ha pecado de esparcir las responsabilidades hacia fuera, nunca hacia uno mismo, hacia adentro. Nadie cayó en la cuenta de que la degeneración cultural y educativa formaban parte de «lo más íntimo de nosotros», que «era la causa del rápido pero continuo ir muriendo», y es que en el país de don Quijote siempre «hace falta algo sólido, externo, concreto, es decir, aporreable en que descargar la angustia del malestar». A falta de este acicate tangible, la inercia nos lleva al suicidio colectivo, algo similar a cuanto ocurre en la universidad que Ortega tanto denunciaba aquellos primeros años de periodismo oficial: «no está mal la enseñanza universitaria, porque el alumno no vaya a clase, sino que el alumno no va a clase porque no existe sino un fantasma de enseñanza universitaria».
Por eso, desde muy pronto Ortega cree firmemente en la heroicidad del auténtico intelectual, siempre comprometido con su tiempo y su sociedad. Cualquier asunto, tomado en su globalidad, reviste una dimensión política, común, que el pensador no puede despreciar salvo riesgo de no tomar en serio todas las aristas de cada problema. «Lo lamentable», escribía el filósofo en uno de sus artículos, «es que la propensión unilateral nos imposibilita la acción».
Muy pronto Ortega cree que su vocación consiste en contribuir a la mejora de su país, un pensamiento que pasa por el ejercicio activo de la política. El carácter de los españoles ha de modificarse si de verdad se desea un cambio de perspectiva, tanto existencial o vivencial como social o político. En definitiva. Ortega exige que la acción, y no tanto el pensamiento, tome la iniciativa. Tras su paso por Alemania, nuestro filósofo vuelve a España con fuerzas renovadas y con un ansia exacerbada por regenerar la situación nacional. Como apunta muy atinadamente Jordi Gracia, para Ortega la «política no es lo que todo el mundo entiende por política; política es higiene social y fértil porque la carencia española es de teoría y pensamiento, no de maniobra y encasillamientos caciquiles». España necesita, en fin, lo que el pensador madrileño llama «acción especulativa», es decir, desarrollar, más que nuevas concepciones filosóficas, innovadores y rigurosos argumentos que empujen a la sociedad, a través de sus intelectuales, a poner nuevas bases que permitan un cambio de rumbo.
En septiembre del año 1909 Ortega ocupa el cargo de profesor de Psicología, Lógica y Ética, a pesar de haber arremetido duramente, como hemos explicado, contra el sistema educativo español. Sigue ejerciendo una activa tarea periodística, aunque en el fondo desconfía de este oficio y de quienes lo ejercen con el único objetivo de obtener réditos económicos. Muy influido por las concepciones sociales de Cohen y Natorp, a quienes casi venera, Ortega escribe diversos textos de tendencia europeísta, en los que aduce, tajante, que «España es una posibilidad europea. Solo mirada desde Europa es posible España». Simultáneamente a este impulso europeizador. Ortega propone desarrollar también lo propio del carácter mediterráneo, de la «emoción española ante el mundo». No solo importa pensar lo genérico, los grandes temas trascendentales de la filosofía de todos los tiempos, sino (a)traer hacia nosotros lo propio de las cosas más cercanas, de los asuntos que a todos nos repercuten; en definitiva, se hace necesario poner el acento sobre lo momentáneo, que, precisamente por tratarse de algo efímero, en ocasiones se pasa por alto. Este pensamiento se verá reflejado más adelante en su fenomenología de la circunstancia. Pero, al mismo tiempo, el pensamiento español debe enriquecerse de lo universal, del impulso por reflexionar lo más próximo desde un punto de vista sustancial, profundo.
A Ortega le obsesionará en los años posteriores la posibilidad de que lo español no contenga (ni haya contenido nunca), en cuanto a filosofía se refiere, nada de original. Es entonces, recién estrenada la segunda década del XX, cuando le asalta una suerte de impulso «de verdad», de desechar lo heredado para llevar a cabo una renovación del pensamiento español, alejado (o cuando menos independizado) de las quejas y temores que los diferentes autores de la Generación del 98 habían hecho suyos tras el fin de siglo. A nuestro protagonista le interesa, sobre todo, sacar a relucir lo que en el fondo somos, ser nosotros mismos en su sentido más global: no solo el individuo, sino también la sociedad, ha de marcarse como única y más genuina meta la de ambicionar ser él mismo. De nuevo, observamos, en Ortega, que filosofía y política van de la mano. Será por estos años cuando se publiquen dos de los primeros libros del filósofo: uno dedicado a uno de los literatos más respetados del momento (Pío Baroja. Anatomía de un alma dispersa, de 1912) y otro en el que lleva a cabo un personal estudio de la inmortal obra de Cervantes (Meditaciones del Quijote, de 1914).