Ideas y creencias
En Ideas y creencias, obra publicada en 1940, asistimos a una sensibilidad sobresaliente al respecto del concepto de cultura. El conocimiento, a juicio de Ortega, ha de responder siempre a ciertas exigencias: es decir, las bases cognoscitivas deben estar bien fundamentadas. Además, nuestra vida discursiva se caracteriza por la relación con el otro, de ahí la importancia de la cultura común, compartida. La regeneración que tanto pedía Ortega en la sociedad española no se cifra principalmente en los logros académicos, sino más bien en un estado general de la sociedad. Así, el problema para el que nuestro autor busca solución es el del nivel cultural: no basta con tener buenas universidades, sino que la sociedad ha de confiar en sus propias capacidades para ejercer sobre sí misma una permanente crítica de lo heredado.
De este modo, distingue Ortega, apreciar de manera implícita la importancia de la vida cultural (algo que todos podemos hacer) es muy distinto a poseer de hecho un elenco de conceptos con los que valorar mejor esa vida cultural. Tal es el cometido de la filosofía en su vertiente crítica. Por eso se hace fundamental una correcta distinción entre ideas y creencias. Para Ortega, en las representaciones que llevamos a cabo sobre el mundo se deben distinguir las que son voluntarias (es decir, nuestras ideas) y un conjunto de supuestos que no son connaturales al hombre, sino que se adquieren con el ejercicio de la propia cultura, y que poseen, en fin, la característica de articular esas mismas representaciones del mundo (creencias). Las ideas se asientan, así, en un mundo de creencias, que funcionan como condición de posibilidad de aquellas. En cierto modo, las creencias del hoy fueron ideas ayer.
Si recurrimos al ejemplo de Goethe, diremos que este no puede ser de cualquier manera, pues ya está dispuesto de cierta forma, apunta a una determinada perspectiva que consta de disposiciones que, en determinadas circunstancias, van a conducir a puntuales representaciones y a actuar de una manera o de otra. Con ello, Ortega quiere decirnos que el individuo, a fin de cuentas, nunca termina de completarse, siempre está por realizar. Aunque, como vimos, es posible traicionar nuestra vocación, ser infieles a nuestro proyecto.
Ortega asegura que apelar a las creencias supone a la vez apelar a tres ámbitos distintos: las ideas presupuestas en una determinada tesis (al defender una opinión); el individuo y su vocación o determinación, que le conducen a llevar a cabo determinadas acciones; y, finalmente, la sociedad y su organización. Así, Ortega pasa de un cuestionamiento del proyecto nacional (regeneración) a una idea que se refiere a la razón occidental en su conjunto y donde el problema no está tanto en encontrar la mejor explicación como en lograr un tejido de creencias o prácticas sociales que permitan al hombre comunicarse e incorporarse a su propio mundo. Nuestro pensador estima que le ha tocado vivir una época de crisis de creencias, sin minorías ejemplares, con una razón no fundamentada, no justificada.
Mientras que las creencias son inconscientes y rigen en el interior (en el alma, podemos decir) de una sociedad o un pueblo, las ideas son conscientes, libremente elegidas. Ortega asegura que además de nuestra existencia individual poseemos una vida social interpersonal donde aparece ante los demás nuestra biografía, traducida en actos, que obedece a una suerte de ley dialógica por la que somos alguien para otros, así como para nosotros mismos, en la medida en que tratamos con lo ajeno. Lo que permite que las creencias se desarrollen como actitudes, como acciones, es el uso: el envoltorio en el que consiste nuestro comportamiento, del que no tenemos consciencia (por ejemplo, dar la mano al saludar). El uso permite poner en práctica, de manera irreflexiva, nuestras creencias, que nunca denotan una toma de posición, sino que hacen referencia a un peso inercial grabado en todos nosotros por el hecho de pertenecer a una sociedad, lo que muestra, expresa Ortega, la fragilidad del ser humano frente al entorno. Sin embargo, la creencia también posee un aspecto positivo: nos permite vivir, interpretar la realidad: estamos inseparablemente unidos a nuestras creencias.