El tema de nuestro tiempo: el espinoso asunto de la cultura
En El tema de nuestro tiempo. Ortega se ocupa de diversos y variados asuntos, aunque su cometido principal es el de encontrar la significación de su presente en la historia del pensamiento y de la cultura.
Y es que es a través de la historia como los seres humanos intentamos comprender «las variaciones que sobrevienen en el espíritu humano».
En toda época, explica el filósofo, existe una «sensibilidad vital» que nos hace caer en la cuenta de qué significamos en el seno de la historia, en el desarrollo de lo humano. Tal sensibilidad se traduce en el concepto de generación, que define como un compromiso entre la masa y el individuo, el «gozne sobre el que la historia ejecuta sus movimientos». Fiel a su pensamiento. Ortega vuelve a distinguir entre «héroes» y «masas», una dualidad que se da en todo proceso histórico. Por eso, toda generación representa de algún modo una determinada actitud vital desde la que la existencia es considerada de una forma puntual, coyuntural.
A su juicio, la generación con la que convive Ortega es una generación «desertora», en la que el hombre no vive de acuerdo consigo mismo y sus convicciones, y soporta lo que le sobreviene como puede, sin más herramientas que la resignación. Ortega está convencido de que, al igual que la semilla de un árbol, la vida humana contiene su propia ley interna: «los hechos esenciales no caen desde fuera sobre el sujeto, sino que salen de este». A pesar de ello, nuestra historia se ha constituido a través de la lucha que entablamos con lo externo, con lo ajeno al campo propiamente humano. Pero por eso, porque nuestra existencia es poseedora de una ley intrínseca, «de lo que hoy se empieza a pensar depende lo que mañana se vivirá en las plazuelas». De ahí la importancia de pensar el presente desde la filosofía: porque existe un futuro y toda vida se proyecta hacia él.
Pensar, como comer o dormir, constituye una función vital más, aunque las masas no entiendan (o no quieran entender) esta afirmación. Caer en la cuenta de que el pensamiento es un instrumento de nuestra vida, un puro órgano (lo llama Ortega), es el comienzo de la genuina actitud filosófica, la de aquel que mantiene, como la lechuza de Minerva, «los ojos en pasmo» y se asombra por todo cuanto sucede. La masa, al contrario, desea cosas sin querer en verdad realizarlas, sin proponerse la realización de sus (aparentes) deseos; por su parte, el auténtico hombre de acción, además de desear que las cosas sean de cierta manera, ejecuta los actos más eficaces que hacen que la realidad se modifique a imagen de sus exigencias. A esta dimensión de la vida humana la denomina Ortega «trascendente», cuando somos capaces de darnos cuenta de que podemos participar de algo que no somos nosotros mismos, que está más allá de lo que somos aquí y ahora.