Contexto de la circunstancia orteguiana
Aunque el periplo vital de Ortega ha de entenderse en correspondencia directa con la redacción de sus obras y escritos, es conveniente revisar su biografía con cierta objetividad cronológica, teniendo en cuenta que sus diversos contactos y los distintos contextos en los que transcurre su vida conforman, poco a poco, su propia forma de pensar. José Ortega y Gasset nace en Madrid en 1883, en el seno de una familia acomodada, económica y socialmente, en cuyo domicilio puede iniciarse desde muy temprano en la lectura de los clásicos de la literatura universal. Aquella época, tan próxima a los avatares que conducirían a España a perder sus últimas colonias y a la conformación de diferentes corrientes de pensamiento en el terreno nacional, encierra un idóneo caldo de cultivo que el mismo Ortega nunca desaprovechará.
Aunque generacionalmente no se siente unido —desde luego no como discípulo (aunque sí exista en ocasiones gran similitud en el abordaje de ciertos temas)— a autores tan sobresalientes como Unamuno, Azorín o Pío Baroja (a quienes conoció y trató personalmente), nunca dudará en reconocer la necesidad de plantear un proyecto intelectual común que logre arrancar a España de su nada lúcido sueño regeneracionista. Un pensamiento que Ortega refleja muy bien en la quinta parte de El tema de nuestro tiempo, cuando distingue dos estratos claramente diferenciados: «la cultura sólo pervive mientras sigue recibiendo constante flujo vital de los sujetos. Cuando esa transfusión se interrumpe y la cultura se aleja, no tarda en secarse y volverse hierática. Tiene, pues, la cultura una hora de nacimiento —su hora lírica— y tiene una hora de anquilosamiento —su hora hierática—. Hay una cultura germinal y una cultura ya hecha. En las épocas de reforma, como la nuestra, es preciso desconfiar de la cultura ya hecha y fomentar la cultura emergente».
En opinión del filósofo madrileño, la España de finales del XIX y principios del XX, que Ortega experimenta en su efervescente y cada vez más altiva juventud, precisa de una llamada de atención proveniente de las más altas capas intelectuales del país. Sin embargo, la inteligencia no es suficiente. El pensamiento, la filosofía, la lógica, la argumentación, las humanidades, la ciencia pura…, todo ello constituye el bagaje necesario para que el hombre pueda analizar su presente de manera exhaustiva. Pero nuestro protagonista estima que la razón, como instrumento puramente lógico, ha menguado, se ha apocado y no resulta eficaz para conducir a los ciudadanos a la acción. De alguna manera, la razón se ha desvitalizado, se ha arrancado el corazón de su pecho y, en fin, ha caído víctima de la peor de las enfermedades: la ausencia de vitalidad. Como apuntaba Ortega en la cuarta parte de El tema de nuestro tiempo, «el pensamiento es una función vital, como la digestión o la circulación de la sangre».
Y es que, como muy bien recuerda en el prólogo de su recomendable obra sobre Ortega el catedrático de Literatura Española Jordi Gracia, «Ortega solo será Ortega visto a la vez en los frentes solapados de una actividad muy calculada en ritmos y tiempos, capaz de repentizar series febriles de artículos políticos mientras perfila los fundamentos de una filosofía de la razón vital». El propio filósofo explica en su imprescindible escrito Pidiendo un Goethe desde dentro que la vida humana alberga una inexcusable vertiente narrativa. Antes que nada, la existencia se traduce en una suerte de narración, bajo la forma de historia de un sujeto que reacciona ante lo que pasa. De esta manera, concibe Ortega la biografía personal como un intento de resolver los problemas ante los que, coyuntural o permanentemente, nos enfrentamos.
Ya en sus primeros pasos como escritor, en sus artículos para distintas publicaciones españolas de prestigio, topamos con la ambición de un joven estudiante que desde muy pronto considera insensata y artificial la distinción entre razón y vida. Toda abstracción o concepción puramente lógica de la existencia tiende a despreciar lo más cotidiano, lo más cercano, como carente de importancia. Y la vida, como la belleza o el amor, requiere un «hartazgo», un choque frontal con lo que acontece, para exprimir todas sus posibilidades. En un fragmento perteneciente a sus «Glosas» de 1902 (Ortega tenía apenas diecinueve años), publicadas en Vida Nueva, el futuro profesor nos confiesa que en una ocasión, mientras hablaba con un amigo, se dio cuenta de que este era «uno de esos hombres admirables que se dedican seriamente a la caza de la verdad, que quieren respirar certezas metafísicas», para acabar calificándolo contundentemente como «un pobre hombre».
A juicio de Ortega, no debemos alimentar —a riesgo de convertirnos en mistificadores de la realidad— lo que él denomina «carnes indudables». El desarrollo de la vida no permite fórmulas mágicas, concepciones puramente racionales que puedan ser aplicadas a cada caso en particular. La imparcialidad no es posible, en tanto que conduce a la frialdad ante las cosas y los hechos. Y nos interroga: «¿Creen ustedes que la vida se deja taladrar y arrastrar sin lucha?». Todo atisbo de generalización, todo intento de crear un método inductivo que considere cada hecho un ejemplo particular de ejemplos generales, supone un «error de perspectiva», y «mirar las cosas de lejos» significa salirse de la vida, aunque se pregunta Ortega si tal cosa es posible.
En estos primeros años de escritura periodística observamos una clara influencia de dos figuras clave de la Europa de finales de los siglos XVIII y XIX, respectivamente: Thomas Carlyle y Friedrich Nietzsche, a quienes Ortega citará en abundancia. Del primero tomará la noción de «héroe», que, en palabras del propio Carlyle, es «el hombre a quien siguen otros hombres, fue siempre sincero, primera condición de su ser». Una figura que Ortega contrapondrá desde muy temprano a la masa, que es impersonal y «no tiene la memoria de su propia identidad en virtud de la cual el individuo se reconoce hoy como el mismo de ayer». También de Nietzsche absorbe Ortega el impulso de la voluntad individual, cuando cita, por ejemplo, un texto de Aurora: «todo cambio intentado sobre esa cosa abstracta, el hombre, homo, por los juicios de individualidades poderosas, produce un efecto extraordinario e insensato sobre el gran número», nociones que el pensador de Madrid desarrollará por extenso en La rebelión de las masas.
Ortega fue educado desde los nueve años, tras pasar por El Escorial y Córdoba, en el Colegio San Estanislao de Kostka, un internado jesuita situado en Málaga, donde descubre el defecto en el que un profesor auténtico nunca debe incurrir: el desconocimiento de la propia ignorancia. Su inteligencia deslumbró desde el principio a cuantos rodeaban al jovencito madrileño, lo que en ocasiones le granjeó miradas envidiosas de los mayores, que observaban cómo aquel niño de familia pudiente se convertía, poco a poco, en un adolescente con un llamativo juicio propio. Para que el lector se haga una idea de la curiosidad intelectual del impúber Ortega, con apenas doce años solicita en su casa la primera parte de la Ilíada, con la que disfrutó mientras compaginaba los avatares de Héctor y Aquiles con las obras de los trágicos griegos y los clásicos romanos.
Ortega se aburre entre las paredes asfixiantes del internado malagueño, aunque pasará —esta vez en Bilbao— dos años más con ellos mientras estudia Derecho y Filosofía. En el fatídico 1898, mientras Miguel de Unamuno diagnostica los problemas de aquella decadente España y arenga a la juventud para sumarse al proyecto regeneracionista. Ortega pone a prueba sus conocimientos de griego con el maestro de Salamanca. Ya por entonces, Unamuno colaboraba de manera asidua en el periódico que dirigía el padre de Ortega, El Imparcial, y acaso este temprano encuentro de desigual jerarquía entre el incipiente filósofo y el catedrático de griego supusiera la antesala de las diferencias que aparecerían con el correr del tiempo.
Por aquel entonces, con quince tiernos años, José Ortega y Gasset es ya todo un intelectual que domina el francés, ha leído a clásicos literarios y filosóficos de toda índole, y comienza a preguntarse por la pertinencia de los métodos pedagógicos que se estilaban en las instituciones educativas del momento. Entre 1901 y 1902 culmina sus estudios en Filosofía (no así los de Derecho), ya en la Universidad Central de Madrid, y comienza a tomarse en serio la escritura.