Heráclito y la experiencia estética

José Or­te­ga y Ga­sset fue un in­­fa­­ti­ga­ble lec­tor, es­critor y eru­dito, cuyo re­co­no­ci­mien­to en Eu­ro­pa hi­zo de él uno de los fi­ló­so­fos más im­por­tan­­tes de la histo­ria de la fi­lo­so­­fía es­pa­ño­la.

Como hemos podido ver, la influencia de Nietzsche en Ortega es palpable, hasta el punto de que para este el papel del arte consiste en poner en evidencia el carácter ejecutivo de la conciencia. Es decir, y a través de un ejemplo: no siempre es lo mismo responder a la pregunta «¿Qué hora es?» con la afirmación «Son las nueve y media», puesto que, aunque tal expresión no posee un valor estético, su valor sí será distinto dependiendo de la trama en la que uno se encuentre. Por eso, si la expresión «Son las nueve y media» es proferida por un actor que la declama lleno de emoción, sí existiría una presencia estética, consistente en la capacidad de introducirnos en la experiencia del otro y de identificar los rasgos que hacen que tal expresión, así dicha, contuviera un valor estético.

El valor del arte, por tanto, no se encuentra para Ortega en el propio contenido de una obra en particular, sino en la forma en que tal contenido se muestra. Muy en la línea del vitalismo de Nietzsche y Heráclito, lo fundamental para el pensador madrileño es el cómo de la existencia, en la que siempre nos vemos instados a tomar decisiones. La pregunta que se hace Ortega, a raíz de la experiencia estética, es la de si todo es fijo o cambiante, un debate clásico en la historia de la Filosofía.

Al contrario que Parménides, que pensaba que el Ser es uno e indivisible, Heráclito pone su atención sobre el carácter asombroso de la realidad en lo que a su diversidad se refiere. El fluir continuo de todo lo concreto y el cambio constante son condiciones fundamentales de la experiencia sensible humana. Ahora bien, esta aparente discordancia que se da ante nosotros incansablemente, este contraste que nos causa desazón, trae a la vez un principio de concordancia y unidad entre todo lo existente. Como Heráclito asegura en uno de sus fragmentos, «los hombres ignoran que lo divergente está de acuerdo consigo mismo. Es una armonía de tensiones opuestas, como la del arco y la lira».

Mientras, en Parménides nos topamos con un llamativo reparo hacia la noción de devenir. En el mismo momento en que el sentido del Ser sale a la luz, aparece a la vez la necesidad, la Verdad. Todo aquel que preste sus oídos generosamente a la Verdad, sabrá de modo inmediato que el Ser es y que además se hace imposible que no sea. Si nos atrevemos a decir del Ser que no es, se afirma a la vez con ello que el Ser es No-Ser: un absurdo que la misma Verdad prohíbe mencionar. Parménides explica que aquella vía «que afirma que el Ser es y el No-Ser no es significa la vía de la persuasión, puesto que acompaña a la Verdad».

«¿Cómo puede uno ponerse a salvo de aquello que jamás desaparece?», se pregunta Heráclito al respecto del constante devenir. Y él mismo contestará: de nosotros depende enteramente desplegar la razón (logos), en un camino arduo y abnegado, que permita desenterrar la estructura racional de la naturaleza. En un debate que recogerán más tarde Platón y Aristóteles, y mucho tiempo después Ortega, Heráclito hace explícita la contraposición entre el conocimiento de la verdad que subyace a la aparente discordancia de los contrarios (filosofía), y la manera común de pensar de los seres humanos. Un pensamiento que nos conduce, de modo inexcusable, a nuestra tarea más propia —y siempre inacabada, como explica Ortega y Gasset—: lograr la paz en la razón, aquella que es común a todos los hombres que están «despiertos» y no se ciñen a su propio mundo, pues «El pensar es común a todos», asegura Heráclito, y «Está en poder de todos los hombres conocerse a sí mismos y ser sensatos».

A juicio de Heráclito, cuanto encontramos de idéntico en cada cosa es precisamente la contraposición entre cada cosa misma con las otras, lo que concede, sin embargo, una llamativa unidad a la naturaleza. Como afirma en otro de sus fragmentos, «lo contrario se pone de acuerdo, y de lo diverso la más hermosa armonía, pues todas las cosas se originan de la discordia». Esta noción es la que tan cercana le resulta a Ortega en lo tocante a su caracterización de la experiencia estética: vivir supone estar produciéndose constantemente, manifestándose y, por lo tanto, creándose como si de una obra de arte se tratara. La creación, así, no es un simple juego de la imaginación, sino que expresa una naturaleza constitutivamente productiva. Por ello, el vitalismo orteguiano se consagra a la experiencia estética, que considera la forma de desarrollo humano más alta, a la que somete el saber común. Vivir es, pues, estar siempre en contacto con lo otro, y a la vez, la ejecución de nuestros deseos.

Y es que la vida no se da en la abstracción, es siempre manifestación de un carácter en una determinada circunstancia. Por eso, como escribe Ortega al final de La deshumanización del arte, «es muy fácil gritar que el arte es siempre posible dentro de la tradición. Mas esta frase confortable no sirve de nada al artista que espera, con el pincel o la pluma en la mano, una inspiración concreta».