Los primeros pasos de Ortega: en busca de un sistema filosófico

Referentes ineludibles: Meditaciones del Quijote, Aristóteles y Sartre

Si, como ya se ha dicho, a juicio de Ortega el concepto de perspectiva implica una subjetividad única e individual que, a la vez, puede ser comunicada a otros, debemos pensar que es necesario un mismo lenguaje, común, y un mismo referente, para que los individuos logren entenderse entre sí. Es decir: para que el sentido pueda ser compartido, es preciso el uso de referentes comunes, compartidos, que presupongan no solo una cercanía conceptual entre seres humanos, sino también una afinidad anímica o sentimental. La esencia de la comunicación, para el filósofo madrileño, consiste en deshacer esta divergencia: siendo muchos y distintos, podemos, sin embargo, comunicarnos gracias a la existencia de temas y asuntos que a todos nos interpelan. Solo a partir de esta información compartida se hace posible el juicio sobre las cosas.

En el caso del pueblo español, el personaje de Don Quijote representa un tema por antonomasia, el que por entonces tanto traía de cabeza a Ortega: el ahínco por ser sí mismo a pesar de los impedimentos externos. Todos hemos oído hablar de él, e incluso quienes no lo hayan leído conocen la historia del Caballero de la triste figura. Es por ello que el inmortal personaje al que dio vida Cervantes se alza como un tipo universal al que acudir para ocuparnos de los asuntos más acuciantes que por entonces asolaban España.

Las Meditaciones del Quijote, que erróneamente muchos han catalogado de elucubración sociológica, suponen en la trayectoria de Ortega la primera tentativa seria y extensa por hacerse cargo de la situación puntual que vivía el país. Como su discípulo Julián Marías comenta en el prólogo de una de las ediciones del libro, esta obra «emerge de una situación concreta, de la circunstancia española que hay que esclarecer, ejemplificada, y más aún, ejemplarizada en el Quijote». A ojos de Marías, en esta obra se da una original teoría del amor en la que Ortega «trata de ligar las cosas, de entretejerlas, unas con otras y todas ellas conmigo mismo. Lo amado es lo único conocido, es decir, comprendido, no meramente “sabido”».

Y, en efecto, el autor de estas Meditaciones asegura que la filosofía, como «ciencia general del amor, dentro del globo intelectual representa el mayor ímpetu hacia una omnímoda conexión». El papel del intelectual no ha de ser meramente académico, no debe ceñirse sin más a la defensa de temas técnicos, sino que debe resolver los particularismos de toda índole. Con su ejemplo, ha de inducir a la creación de un diálogo razonado que conduzca a la defensa de posiciones justificadas. Tanto en política como en filosofía, los regionalismos han de ser superados. En este sentido, Ortega se plantea una triple tarea en la obra que comentamos: por un lado, regenerar el pensamiento español y que este contribuya a la confección de una nueva España: en segundo lugar, redactar una obra que pueda ser leída por cualquier español y con cuya lectura se sienta interpelado; por último, plantear una nueva doctrina filosófica que es a la vez filosofía y política.

Como indica en el comienzo de la obra con su lenguaje característico, «hay dentro de cada cosa la indicación de una posible plenitud. Un alma abierta y noble sentirá la ambición de perfeccionarla, de auxiliarla para que logre esa su plenitud. Esto es amor, el amor a la perfección de lo amado». Por mucho que cada cosa pueda aparecer como un simple complejo material, toda realidad contiene, al decir de Ortega, «un hada que reviste de miseria y vulgaridad sus tesoros interiores y es una virgen que ha de ser enamorada para hacerse fecunda». Lo peculiar de aquello que amamos consiste en su ser imprescindible: no imaginamos nuestra vida sin todo a lo que profesamos un sincero amor. Por eso, al amar donamos a lo otro una parte de nosotros, como si se tratara de «una ampliación de la individualidad» que se funde con nosotros.

El ser, en expresión de Aristóteles, se dice de muchas maneras. Y en sus múltiples manifestaciones siempre se esconde un fondo espiritual del que solo nos hacemos conscientes a través de esta peculiar doctrina orteguiana del amor. El amor liga todas las cosas entre sí en una estructura esencial, por lo que, en expresión del filósofo madrileño, «amor es un divino arquitecto que bajó del cielo». Por el contrario, todo cuanto supone inconexión y desmembramiento encierra la más pura y violenta destrucción, cuyo baluarte es el odio.

A juicio de Ortega, es el pueblo español, muy proclive a proveerse de un «corazón blindado», el que hace que los pueblos se separen, provocando a la vez un «incesante y progresivo derrumbamiento de los valores». La finalidad que nuestro protagonista persigue en estas tempranas Meditaciones del Quijote es hacer recapacitar a la sociedad española, y en concreto a los más jóvenes, sobre la malévola y perniciosa acción del odio. Solo el amor debe administrar el universo de los asuntos humanos. Y a continuación sugiere Ortega las armas que a su alcance posee para llevar a cabo tal empresa: «para intentar esto no hay en mi mano otro medio que presentarles sinceramente el espectáculo de un hombre agitado por el vivo afán de comprender».

Como en la Metafísica aristotélica o El Criticón de Baltasar Gracián, es el asombro que procura la filosofía el motor que debe guiar la ambición por conocer, y sobre todo, por despertar las conciencias más dormidas. Debemos fomentarla curiosidad intelectual de manera que nos sintamos interpelados por «temas innumerables», por multitud de asuntos que «hieran nuestra alma» con el objetivo de comprender mejor el mundo. Una «locura de amor», como expresaba Platón en su diálogo Fedro, que ha de dirigirse a todas las cosas existentes.

Al igual que el odio supone la cara contraria del amor, es el rencor uno de sus brazos armados más potentes. Para Ortega, el rencor no es más que «conciencia de inferioridad» que nos empuja a deshacernos de quien no podemos hacerlo. Tal imposibilidad llena el corazón de desazón y lo convierte en un órgano del que solo emana inmisericorde pujanza por acabar con el objeto de nuestro odio. Por eso, el rencor denota miedo y, también, pereza, puesto que ahuyenta el afán de superación individual. El impulso por conocer requiere un esfuerzo no solo intelectual, sino anímico, casi sentimental, por dejarse aprehender por el magnetismo que toda realidad desprende. Como hemos indicado, todo contiene en su interior un «hada», una potencia que hace de cada cosa algo irrepetible, acaso sagrado.

Muy influido por algunas de las ideas de Nietzsche, Ortega estima que el amor encierra también una capacidad luchadora, de combate, que encontramos en «toda alma robusta». Por mucho que comprendamos la posición del enemigo, el amor nos empuja a combatir cordialmente (por imperativo moral, que viene de dentro) los ideales que consideramos equivocados. En oposición a esta característica robustez, encontramos el espíritu débil y rencoroso, que se atrinchera en un fanatismo estéril y anquilosado. Si de verdad existe un ideal moral, debemos bregar por alcanzarlo, derribando el imperio de las moralidades más perversas (que, en opinión de Ortega, son todas las morales utilitarias). Si queremos que la libertad sea el auténtico corazón de nuestras acciones, debemos desterrar Lodo dogmatismo de nuestro ideario. Y es que, para Ortega, solo podemos ser morales cuando nuestro ánimo examina, una a una, cada acción que podemos llevar a cabo, interrogándonos por la calidad y cualidad de cada una de ellas. De ahí que el pensador se muestre aquí tan determinante: «será inmoral toda moral que no impere entre sus deberes el deber primario de hallarnos dispuestos constantemente a la reforma, corrección y aumento del ideal ético».

Ortega dedica el capítulo 17 de las Meditaciones del Quijote a indagar quién es el individuo destinado a empuñar la daga de la moralidad, a combatir el odio que solo siembra separatismos y rencillas innecesarias entre seres humanos y sociedades. Solo es «héroe», asegura Ortega, aquel que de verdad desea ser él mismo: «la raíz de lo heroico hállase, pues, en un acto real de la voluntad».

Don Quijote representa la figura paradigmática del héroe, que puja con las circunstancias a pesar de que estas se interpongan en su camino, y, como escribía Unamuno, se dirige siempre adelante, sin mirar atrás y sin miedo al porvenir. El tema trágico por antonomasia, dirá Ortega, es el que se ocupa de la voluntad. Al héroe de la voluntad no le maneja el destino (es decir, no se permite creer en la fatalidad, en el destino ni en su posible influjo).

A pe­sar de ha­ber na­ci­do vein­te años más tar­de que Or­te­ga y Ga­sset, el es­pa­ñol y Jean-Paul Sa­r­tre com­par­ten diver­sos as­pec­tos de sus doc­tri­nas fi­lo­só­fi­cas.

La tragedia de este héroe es la ambición por querer ser él mismo bajo cualquier coyuntura. Una decisión que a la vez comporta una obligación capital: la responsabilidad de los propios actos, de las propias acciones, y por tanto, la responsabilidad de cómo ponemos en práctica nuestra libertad. Quien decide ser héroe de la voluntad sabe que le ocurre cuanto le ocurre porque así lo quiere. Una afirmación que mucho tiene que ver con la influencia de Aristóteles en el pensamiento de Ortega y con la relación de este con la doctrina de Jean-Paul Sartre.

Cuando el pensador griego define en su Ética a Nicómaco las «acciones mixtas» (por ejemplo, arrojar en plena tormenta la valiosa carga de un barco a fin de sobrevivir), se pone de manifiesto una primacía del mundo respecto a nuestra voluntad. Podemos definir las acciones mixtas como aquellas en las que hacemos algo que en realidad no queremos hacer, forzados por las circunstancias. Se trata de acciones voluntarias pero con una parte involuntaria:

En cuanto a lo que se hace por temor a mayores males o por alguna causa noble (por ejemplo, si un tirano que es dueño de los padres e hijos de alguien manda a este hacer algo vergonzoso, amenazándole con matarlos si no lo hacía, pero salvarlos si lo hacía), es dudoso si este acto es voluntario o involuntario. Algo semejante ocurre cuando se arroja el cargamento al mar en las tempestades: nadie sin más lo hace con agrado, sino que por su propia salvación y la de los demás lo hacen todos los sensatos[4].

Para un pensador como Sartre, comprometido con el ejercicio de la libertad, este tipo de acciones no encuentran lugar en su sistema. El francés habla del carácter absoluto de la elección: siempre se podría haber elegido hacer otra cosa. A juicio de Sartre, existe en cualquier situación una alternativa posible a como de hecho se ha actuado, aunque en el caso del barco y la tormenta se optara por lo que en ese caso beneficiaba al marino: la causa de su acción fue el amor a sí mismo (un aprecio de sí que, por cierto, no está reñido en Aristóteles con el amor a la virtud).

El filósofo griego afirma, sin embargo, que tras la realización de una acción mixta, siempre queda un poso de arrepentimiento. Sartre desea alejarnos de este tipo de argumentación (también Ortega, con su ejemplo del héroe de la voluntad), y arguye que nuestra deliberación no puede ser prisionera de las circunstancias: todo estriba en el precio de nuestra decisión, en lo que dejamos de lado cuando elegimos. De esta manera se desdibujan las fronteras entre lo voluntario y lo involuntario: la frontera entre hacer algo o no hacerlo se encuentra ahora antes de la acción, y no después, un límite que solo puede estar marcado por nuestra libertad. Somos nosotros quienes, en el libre ejercicio de nuestra capacidad de elección, decidimos si algo merece la pena o no; el para-sí (el individuo libre), dirá Sartre, y no el mundo circundante, tiene —y ha de tener— la última palabra. La tormenta que amenaza con hundir el barco pertenece al terreno de lo en-sí, supone una adversidad que no sobrepuja el poder de nuestra voluntad. Sartre niega de esta forma el poder del mundo para decidir por nosotros: no somos una herencia, un producto hecho, ni siquiera estamos determinados por nuestro pasado; está en nuestras manos poder poner en tela de juicio cualquier suceso ya acontecido. Poseemos el poder de la destrucción de lo inamovible.

Estamos perpetuamente comprometidos en nuestra elección, y somos perpetuamente conscientes de que nosotros mismos podemos invertir bruscamente esa elección y virar en redondo, pues proyectamos el porvenir con nuestro propio ser, y lo roemos perpetuamente con nuestra libertad existencial, anunciándonos a nosotros mismos lo que somos por medio del porvenir, y sin dominio alguno sobre este porvenir, que permanece siempre posible sin pasar jamás a la categoría de real. Así, estamos perpetuamente sometidos a la amenaza de la nihilización de nuestra elección actual, a la amenaza de elegirnos —y, por consiguiente, de volvernos— otros de lo que somos[5].

De este modo, el ser humano es para Sartre aquel ser cuya existencia precede a la esencia. Si nos es posible olvidar nuestro pasado para constituir un nuevo presente es por un motivo ontológico: el mundo no se dirige a nosotros coactivamente (al modo en que el peligro lo hace en el ejemplo aristotélico del barco), sino que somos nosotros los que ponemos en él los obstáculos o facilidades en función del fin que persigamos. Ningún suceso posee la fuerza suficiente como para convertirse en causa de nuestra acción: es el yo quien da ser a las cosas.

Si no conferimos sentido a las cosas, ellas no serán nada. Aquel peligro que parece irrevocable e irrenunciable puede ser convertido, precisamente, en nada, y ello a causa de nuestra facultad para dotar de sentido a la realidad, a lo en-sí. Sartre asegura que la inteligencia del para-sí, del ser humano, puede compararse con una fábrica de nada que no cesa de generar sentido: de hecho, nuestra existencia consiste en la conquista de este sentido.

Lo importante es para el filósofo francés que el agente reconozca lo que ha hecho: asumir el avance hacia la dirección que se ha elegido (que a su vez proviene de un proyecto personal). Por eso, los accidentes están ya incluidos en lo que pudiera parecer un futuro indomable: estamos destinados a elegir, aun cuando no queramos. Por eso, a pesar de que no podamos prever los acontecimientos venideros, siempre seremos los autores de su sentido.

Orestes: No soy ni el amo ni el esclavo, Júpiter. ¡Soy mi libertad! Apenas me creaste, dejé de pertenecerte[6].

Cuando nos vemos doblegados por ciertas situaciones. Sartre hablará de una libertad «mixtificada», de un comienzo segundo: somos puestos en un segundo plano, ninguneados por el mundo, por aquella tormenta inesperada que sacude el barco. El marino que echa por la borda la carga a fin de sobrevivir ha sido vencido, elige lo que eligen sus circunstancias y, así, es puesto en una situación precaria, menesterosa, de manera que lo que haga finalmente no podrá ser ni siquiera reconocido como obra suya. Deja de ser responsable de su libertad.

La situación es mía, además, porque es la imagen de mi libre elección de mí mismo y todo cuanto ella me presenta es mío porque me representa y simboliza[7].

En definitiva, a juicio de Sartre, en cada instante es posible tomar distancia de lo pasado, y por ello, también podemos decidir qué es lo que somos, qué tipo de agente vamos a ser. Las acciones presentes de cada ser humano, y no la presunta tendencia al bien o al mal, son las que nos configuran como seres en libertad, una libertad que nos convierte en superadores de lo real, de lo en-sí, de lo en apariencia fijado en el espacio y en el tiempo. Solo nosotros podemos proyectar constantemente nuestro propio porvenir. Nuestro destino no se encuentra en manos de ningún poder absoluto, sino en las nuestras.

The Sea of Ice

El pin­tor ro­mánti­co Ca­s­par-Da­vid Frie­dri­ch re­­cu­­rrió en nu­me­ro­sas oca­sio­nes a pai­sa­jes de hie­lo que evo­ca­ban in­mo­vi­li­dad, una quie­tud mor­­tal: un ma­cizo en sí que bien po­dría opo­ner­se a la con­cep­ción or­te­guia­na de la li­ber­tad.

El hombre es libertad, no existe determinismo alguno ni valores que puedan orientar nuestra conducta de manera definitiva: estamos condenados a ser libres. También somos responsables de nuestras pasiones —a las que en numerosas ocasiones recurrimos para justificar acciones que, decimos, no estaba en nuestra mano evitar (lo que Sartre llamará «conductas mágicas»). Una posición del todo similar a la defendida por Ortega en Meditaciones del Quijote, cuando asegura que «lejos, pues, de originarse en la fatalidad lo trágico, es esencial al héroe querer su trágico destino». Solo el auténtico querer es creador, emancipador.

Aristóteles no entendería que en un caso como el del barco resultase viable una responsabilidad absoluta, mientras que para Sartre no hay más virtud ni valor que los creados de la nada por nosotros (por el para-sí). Para Sartre, tanto lo accidental de la tormenta como la asunción de valores han de responder siempre ante el ejercicio de nuestra libertad. Su sentido es dado por nosotros, no podemos atribuir lo involuntario a lo fortuito: hemos de garantizar siempre nuestra autonomía, que lo hecho sea llevado a cabo libremente desde el para-sí: en una vida no hay accidentes, todo sentido es configurado por alguien, por un agente.

Nadie sabe lo que puede hacer un hombre de sí mismo hasta que alguien lo muestra a la luz de su proyecto; hay tantas maneras de existir el propio cuerpo, explicará Sartre, como personas existen. El mundo no opone obstáculos o resistencias absolutas, sino contingentes, como todo lo que pertenece a lo en-sí, cuyo coeficiente de adversidad es evaluado por nuestra libertad. El para-sí sostiene valores que después de elegidos pueden ser eliminados: posee una potencia nadificadora que impone sentido, rebasando constantemente lo que ha sido. Vivimos siempre fuera de sí, consistimos y somos expertos en este rebasamiento.

Todo hombre que se refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo hombre que inventa un determinismo, es un hombre de mala fe[8].

En definitiva, podemos decir a hombros de Ortega y de Sartre que no hay un afuera de la subjetividad: la pasión la padecemos y la ponemos nosotros, es tan nuestra como la verdad o el bien. La mera reflexión no es la que ilumina lo que hay que hacer, sino que llevamos a cabo una operación que nos hace rebasar el presente hacia un estado futuro que constituye nuestro fin, el para qué. En el lenguaje propio de Sartre, la forma de la ley que se da el para-sí consiste en una nada: pensar que el mundo tiene algún poder sobre nosotros es entrar en el reino de la pasividad. Aspectos que, quizás, el propio Sartre podría haber tomado de Ortega, cuando este asegura que «el carácter de lo heroico estriba en la voluntad de ser lo que aún no se es», y que por eso «el personaje trágico tiene medio cuerpo fuera de la realidad». Por eso, en expresión elocuente del filósofo madrileño, la adaptación darwiniana al medio no es más que «sumisión y renuncia»: si algo hace Darwin, a juicio de Ortega, es borrar los héroes «de sobre el haz de la tierra».

La vida solo tiene sentido cuando nosotros se lo damos: nada hay dado de antemano hasta que estructuramos el mundo en virtud de un proyecto. La tormenta a la que alude Aristóteles solo tendrá el sentido que nosotros decidamos otorgarle; si la tormenta no se diera para nadie, si existiera únicamente en un remoto punto del océano, sería pura materia, puro macizo en-sí. Y donde solo hay en-sí, comienza la náusea, el poder de lo otro, de lo ajeno…