Unamuno y Zambrano: complementariedades orteguianas
La pensadora María Zambrano, excelente prosista, fue discípula de José Ortega y Gasset en la Universidad Central de Madrid.
Aunque vivieron períodos distintos de la historia de España, podemos inscribir a Miguel de Unamuno (interlocutor de Ortega) y a María Zambrano (discípula declarada del pensador madrileño) en una línea continua de pensamiento, cuyo cometido principal —aunque no exclusivo— sería el de declarar la cercanía y parentesco directo entre la filosofía y la poesía, rescatando de un sospechoso olvido, ya institucionalizado en las cátedras de universidad, cierta sabiduría poética que podemos rastrear en los orígenes mismos de la filosofía.
En múltiples ocasiones afirma el autor vasco que el sentimiento del mundo y la comprensión que de él tenemos son, necesariamente, «antropomórficos y mitopeicos», y que es de la fantasía de donde surge la razón, y no al revés. Poetas y filósofos son, en este sentido, casi gemelos, si es que no son la misma cosa Paralelamente, ambos autores reivindican el poder cognoscitivo de la metáfora como herramienta original mediante la que nos es permitido percibir el complicado entramado de relaciones presentes en la realidad. Así, la metáfora —rica en sentido y extraña a la abstracción— se opone al hieratismo y sequedad del mero concepto.
Sin embargo, lejos de excluir o dejar a un lado el logos (razón, orden) del que el concepto se halla preñado, tanto Zambrano como Unamuno logran situar en nuestra potencia imaginativa o creativa (mitopeica) el origen del pensamiento: en última instancia, cualquier discurso racional se encuentra colmado de una interpretación previa de la realidad, interpretación que es siempre simbólica, sentimental. «El sentir, pues, nos constituye más que ninguna otra de las funciones psíquicas, diríase que las demás las tenemos, mientras que el sentir lo somos», escribía María Zambrano en Para una historia de la Piedad.
Esta «sabiduría poética» es defendida por ambos como el modo propio en que la filosofía tiene lugar en España, siempre reacia al exceso de abstracción —causa a la vez del escaso éxito los pensadores patrios más allá de las fronteras españolas—. Empero, María Zambrano escribe con firmeza en Pensamiento y poesía en la vida española: «hemos señalado que la razón, el pensamiento en España, ha funcionado de bien diferente manera y que por ello España puede ser el tesoro virginal dejado atrás en la crisis del racionalismo europeo. España no ha gozado con plenitud de ese poderío, de ese horizonte. Nos hemos reprochado muchas veces nuestra pobretería filosófica y así es, si por filosofía se entienden los grandes sistemas. Mas de nuestra pobretería saldrá nuestra riqueza». Zambrano ve en España, por tanto, una posible salida al agotamiento de la razón sistemática, tan desarrollada en otros lugares de Europa.
En esta misma línea, tanto Unamuno como la pensadora malagueña hacen suya una defensa del pathos, del orden pático (siempre previo al meramente teórico), como una puerta de acceso privilegiada, mediante la que el hombre se pone en contacto con la realidad y consigo mismo. Sentirse siendo, sentir el acto de ser, supone la primera forma de autoconciencia y de descubrimiento de uno mismo. De esta manera, el sentimiento representa para ambos el prototipo originario mediante el cual el hombre se experimenta como un ser que —ante todo— existe: en definitiva, la realidad pática es anterior a la realidad noemática (cognoscitiva). De este modo lo expresaba Unamuno: «sentirse hombre es más inmediato que pensar», invirtiendo el cogito cartesiano (cogito, ergo sum), y reconvirtiéndolo en la siguiente afirmación: sum, ergo cogito.
Se puede decir que del pensamiento de Unamuno y Zambrano se sigue el intento de forjar una filosofía estética, cuya más seria reivindicación afecta a la consideración del conocimiento, que ha de ser encarnado en tanto que ligado al cuerpo y a los sentidos del «hombre de carne y hueso», del que sufre y muere; «¿cabe acaso», se preguntaba Unamuno, «un conocer puro sin sentimiento, sin esa materialidad que el sentimiento le presta? ¿No se siente acaso el pensamiento y se siente uno a sí mismo a la vez que se conoce y se quiere?». Una filosofía, por tanto, basada en la afectividad más primordial y originaria, y cuyo sentimiento vital ha de ser el objeto y material propios del pensamiento, pues «nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o no comprender el mundo y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma» (Unamuno).