Ecos orteguianos en la teoría política de Hannah Arendt

Jun­to a Ma­ría Zam­brano y Si­mo­ne Weil, Han­nah Aren­dt fue la pen­sa­do­ra más re­­le­van­­te del pa­sa­do si­glo XX.

Hannah Arendt (1906-1975), pensadora alemana de origen judío, constituye una de las contadas excepciones femeninas que por méritos propios ha logrado introducirse en los anales de la eminentemente masculina historia de la Filosofía.

En la actualidad es leída y estudiada en cualquier facultad de Ciencias Sociales y Humanidades, y su obra constituye uno de los momentos cumbre de la reflexión política contemporánea. Para Arendt, el mundo en el que vivimos es el escenario propio de la acción, mundo al que se incorporan de manera constante una infinidad de acontecimientos que son juzgados por sus propios espectadores.

Al agente, sin embargo, le está vedado el completo conocimiento de la relevancia de su acción; mediante nuestra conducta iniciamos y ponemos en marcha un mecanismo cuyas consecuencias desconocemos. Ahora bien: cualquiera de tales acciones queda insertada en un espacio común, un lugar en el que los seres humanos convivimos: en este sentido, con aires aristotélicos, Arendt señalará que lo propio de la ciudad es preocuparse por la vida buena, allí donde se ponen en común palabras y acciones de seres dotados para iniciar acontecimientos.

Hablando y actuando nos insertamos en el mundo de los hombres, que existía antes de que hubiésemos nacido, y esta inserción es como un segundo nacimiento, con el que confirmamos el manifiesto hecho del haber nacido, como si nos responsabilizásemos de ello. […] [Los hombres pueden tomar iniciativas, volverse iniciadores y poner algo nuevo en movimiento[10].

Por otro lado, el pensamiento de Arendt gira en torno a la noción de poder: la autora desea saber por qué nos sentimos tan cómodos y familiarizados con un concepto de poder como el defendido por Hobbes o Séneca: el poder ostentado por un soberano que decide por nosotros. Como súbditos, reconocemos con demasiada facilidad la capacidad de mando del gobernante (cualidad representada por una espada que, más que defender o ser empleada para castigar, cumple una función de constante amenaza).

Al contrario que Simone Weil, otra de las grandes pensadoras de la primera mitad del siglo XX, Arendt pretende establecer un equilibrio entre tres actividades fundamentales: trabajo, fabricación y acción. Por su parte, Weil estimaba que el trabajo pone en exclusividad de manifiesto lo que el hombre es, explicando que este alcanza su plenitud a través de su condición obrera.

El trabajo manual debe llegar a ser el valor más alto no por su relación con lo que produce, sino por su relación con el hombre que lo lleva a cabo; no debe ser objeto de honores o de recompensas, sino constituir para cada ser humano aquello de lo que, más esencialmente, tiene necesidad para que su vida tome por sí misma un sentido y un valor a sus propios ojos[11].

La reflexión sobre el poder que Arendt lleva a cabo tiene como contexto principal las atrocidades cometidas por el III Reich. Lo que esta pensadora llamó la banalidad del mal abarcaba a una comunidad que no solo asimiló, sino que también aceptó sin perturbaciones la eliminación sistemática de personas que hasta hacía poco habían sido vecinos y conciudadanos (el temor a la masa que Ortega tanto profesó). Los alemanes que no se rebelaron frente a aquellos sucesos se refugiaron, a su juicio, en la esfera de su vida privada, concentrando la competencia de su responsabilidad en su trabajo y en los avatares de su vida diaria. Arendt escribía las siguientes líneas en Los orígenes del totalitarismo:

El retiro filisteo a la vida privada, su devoción sincera a las cuestiones de la familia y de su vida profesional, fueron lo último y ya degenerado producto de la creencia de la burguesía en la primacía del interés particular. El filisteo es el burgués aislado de su propia clase, el individuo atomizado que es resultado de la ruptura de la misma clase burguesa. El hombre-masa al que Himmler organizó para los mayores crímenes en masa jamás cometidos en la Historia, presentaba las características del filisteo más que las del populacho y era el burgués que, entre las ruinas de su mundo, solo se preocupaba de su seguridad personal y que, a la más ligera provocación, estaba dispuesto a sacrificarlo todo, su fe, su honor y su dignidad.

El mal queda así desterrado a los límites de lo irrelevante, de lo que puede ser pasado por alto. Sin embargo, la pensadora alemana afirmará que la pluralidad de los hombres, iguales pero únicos, encuentra su mejor expresión en el concepto de esfera política (la responsabilidad social de la que tanto habló Ortega en sus escritos), allí donde las acciones de los seres humanos no tienen como objetivo la mera satisfacción de las necesidades vitales (ni tampoco la fabricación de objetos o el trabajo, como parecía defender Weil); la política se convierte así en la articulación de un mundo compartido, donde precisamente lo que se comparte son acciones y pensamientos.

Por ello, cuando el totalitarismo desea enclavar a todo hombre en un régimen de soledad, de aislamiento, que no es más que una negación de aquella pluralidad necesaria, comienza a perderse la responsabilidad: ser responsables de lo que hacemos y decimos es lo propio del espacio público. No basta la simple convivencia, sino que la polis, más allá de la implantación de sus condiciones materiales, es ante todo una organización.

Lo que hace posible la aparición de campos de concentración y genocidios monstruosos es la total ausencia de pensamiento en el individuo, que se deja llevar por la masa. Todo responde a una escalofriante «normalidad» del ejecutor, que estima innecesaria la reflexión al respecto de lo que hace —puesto que ya otros han pensado y ordenado por él, lo que arrojará como resultado una pasividad masiva y, en última instancia, una normalización individual y colectiva del mal.

El totalitarismo consiste así en apretar a unos hombres contra otros, en expresión literal de Ortega, hasta destruir el espacio que media entre ellos. Todo régimen totalitario destruye el espacio público y obliga a los ciudadanos a retirarse a su reducto privado para no «meterse en política». En los orígenes del totalitarismo, Arendt escribía que «el terror totalitario no ataca o suprime simplemente las libertades, sino que destruye las condiciones esenciales de toda libertad, que son la capacidad de movimiento, y el espacio sin el cual ese movimiento no puede darse». Hay, así, un problema de respiración, de falta de aire; por otro lado, los individuos acaban por ser superfluos, intercambiables, prescindibles.

Si el silencio obligado de los pocos que saben entre la masa ignorante y ciega es ya de por sí siniestro, resulta verdaderamente aterrador el espectáculo de una muchedumbre donde todos saben y se callan, donde cada uno lee la verdad en la mirada huidiza o aterrada de los demás[12].

Los seres humanos son seres históricos, finitos, proceden de un pasado y están dotados de memoria. Por esta razón la historia no puede pertenecer al reino de lo acabado, como si fuera un producto definitivo, una obra terminada; la historia, al contrario, ha de enclavarse más bien en el reino de las acciones, llevadas a cabo por agentes que no pueden dejar de dar razones de su actuar, es decir, se requiere de un juicio por el cual es posible otorgar a las propias acciones de un valor en el tiempo. Toda historia es, pues, un juicio, y la política, entonces, el espacio de las narraciones comunes —y en ningún caso banales.