Arte y filosofía: el pensador como nexo entre disciplinas
«El hombre de cabeza clara es el que se libera de las ideas fantasmagóricas y mira de frente a la vida, y se hace cargo de que todo en ellas es fantasmagórico, y se siente perdido.»
ORTEGA, La rebelión de las masas
El filósofo como artista: el diálogo de Ortega con Nietzsche
Nietzsche dejaba escrito en Crepúsculo de los ídolos (8, «Para la psicología del artista») que, «para que haya arte, para que haya algún hacer y contemplar estéticos, resulta indispensable una condición fisiológica previa: la embriaguez. La embriaguez tiene que haber intensificado primero la excitabilidad de la máquina entera: antes de esto no se da arte ninguno». Más adelante explicaba que se refiere a «la embriaguez de la voluntad, la embriaguez de una voluntad sobrecargada y henchida. Lo esencial de la embriaguez es el sentimiento de plenitud y de intensificación de las fuerzas. De este modo hacemos partícipes a las cosas, las constreñimos a que tomen de nosotros, las violentamos, idealizar es el nombre que se da a este proceso». Observamos así en Nietzsche un interés central por la fuerza creadora de las imágenes. Con el concepto de «voluntad de poder» (que sería también el título de una obra que Heidegger nunca terminó de escribir, un proyecto inacabado) Nietzsche aludía a lo que compete al hecho mismo de existir: la voluntad de poder es el último factum al que nos es posible llegar, y, por ello, todo lo que es ha de ser pensado desde la perspectiva de la voluntad de poder. Ella es la suprema determinación del ser, el núcleo de lo que es. Sin embargo, como es sabido, el ser en Nietzsche es observado como un devenir que queda caracterizado en última instancia por la actividad y acción de un querer, de una voluntad.
A Ortega le llaman especialmente la atención tres conceptos clave en la concepción nietzscheana del arte: la propia voluntad de poder, el eterno retorno y la transvaloración de los valores. Pensar tal tríada, explica el madrileño, nos conduce a una unidad de sentido: las tres remiten a sí mismas como un todo. La voluntad de poder denomina el carácter fundamental de todo lo que es. Cada ente, en la medida en que es ente, es también voluntad de poder. Sin embargo, en Nietzsche no encontramos una definición fija de tal expresión. Por su parte, el eterno retorno (al que Nietzsche se referirá como «el pensamiento más pesado») nos sitúa ante la necesidad de pensar el tiempo, que desde los comienzos de la filosofía se ha observado como tiempo de la permanencia o como tiempo del cambio o del devenir. En uno de los fragmentos póstumos de Nietzsche leemos: «dar al devenir la impronta del carácter del ser. He aquí la suprema voluntad de poder». Heidegger explicará que la eternidad del retorno se refiere al ahora, que se proyecta a sí mismo —y no en tanto que un ahora que se sucede hasta el infinito—. Nos encontramos ante la esencia oculta del tiempo, que es pensada desde la contraposición del tiempo secuencial o lineal (el tiempo como sucediéndose al infinito) y el tiempo curvo, el del retorno, que hace que el pasado y el futuro se actualicen en el ahora, en el instante, en el eterno retorno de la identidad. Es así que la idea del eterno retorno produce «angustia», «náuseas», porque es pensar el ser desde el horizonte de la temporalidad, lo que producirá, andando el tiempo, ciertas posturas existencialistas.
Así, se piensa el tiempo como un ahora que se proyecta sobre sí mismo, fuera de la linealidad que tiende a un futuro, con lo que el tiempo queda conciliado en el ahora, y queda situado en la perspectiva de la creatividad, donde pasado y futuro se actualizan: un presente en el que todo está por crear. En contraste con las concepciones de Platón y Aristóteles (el ser como ousía, como sustancia), desde Nietzsche el ser se piensa sobre el concepto móvil que es la voluntad de poder. En Ortega, sobre el concepto de vida, como ya comprobamos.
En La deshumanización del arte, pretende precisamente Ortega llevar a cabo una sociología del arte, muy en consonancia con los dictados nietzscheanos. En opinión del pensador español, el «arte nuevo», contemporáneo, no gusta a la masa, es antipopular. Cualquier obra de arte nueva, explica, divide al público en dos sectores: «una, mínima formada por reducido número de personas que le son favorables; otra, mayoritaria, innumerable, que le es hostil». Y es que toda obra de arte suscita gustos de todo tipo, pero lo que manifiesta el arte de principios del siglo XX, a ojos de Ortega, es tal distinción entre aquellos que la entienden y aquellos que no. «El arte nuevo, por lo visto, no es para todo el mundo, sino que va desde luego dirigido a una minoría especialmente dotada. De aquí la irritación que despierta en la masa».
Es por eso que, al igual que Nietzsche, en Ortega, frente al modo tradicional de fundamentación de los valores, se busca un genuino modo que dé razón de una nueva instancia desde la que pensar los propios valores, también los artísticos: así, lo importante es saber cuál es el valor que compromete a todo ser (búsqueda de una nueva axiología, un novedoso establecimiento de la jerarquía de los valores). Frente a la perspectiva tradicional del deber, en la perspectiva de la voluntad de poder nietzscheana los valores son la consecuencia del ser, de la existencia: la vida es la única fuente de las jerarquías, y no hay autoridad que pueda establecerla previamente. Es el ser el que jerarquiza los valores: la autoridad emana de la propia vida. Por eso no hay lugar para dioses o legisladores que dicten sentencia sobre la importancia de un valor u otro. Una concepción muy similar a la que Ortega mantendría al respecto de la existencia humana, que siempre se da como proyecto, como por-hacer y nunca determinada para siempre. El uso de la libertad, así, tanto para el alemán como para el filósofo español, adquiere en la vida una importancia capital.
Muy en consonancia con lo escrito en la rebelión de las masas de 1929, Ortega sugiere que todo atavismo y atraso cultural vendrá a solucionarse a través de la escisión entre masa y minoría. A juicio del filósofo madrileño, la gente no modifica su disposición anímica cuando se enfrenta a la contemplación estética: «es natural, no conoce otra actitud ante los objetos que la práctica, la que nos lleva a apasionarnos y a intervenir sentimentalmente en ellos. Una obra que no le invite a esta intervención le deja sin papel», escribía Ortega.
Nietzsche, al igual que Ortega en su reflexión sobre el arte, no busca establecer expresiones formales ni jerarquías, sino el principio que lleva a poder pensar cómo se dan las nuevas jerarquías: de ahí la fuerte crítica a las instituciones que generan valores, como la religión, el Estado, o la «moral establecida», de tal modo que el movimiento nietzscheano que tanto influyó en Ortega gira en torno a dos tareas fundamentales: buscar el fundamento de la jerarquía y ejercer una crítica de las instituciones generadoras de valores. El nihilismo se correspondería con el reconocimiento de la acción del tiempo a lo largo de la historia: aquel proceso inherente al propio modo en que la propia historia transcurre. Es una nadificación, un proceso que conduce a la pérdida de contenidos y de compromiso, de la virtud imperativa. El cometido último es el cuestionamiento de la fijeza del estatuto de los valores, reconocimiento de que el ser humano es tiempo: un modo fundamental del movimiento de la historia que solicita y favorece un impulso creador. Pero no confundamos: Nietzsche no habla de aniquilación, sino de redefinición, igual que Ortega se refiere a la regeneración, no a la destrucción; el nihilismo no es un proceso meramente negativo, sino también positivo. Se refiere al acontecimiento histórico por el que se llevan a crítica los valores supremos. Igualmente, aunque de modo distinto (pues Ortega cuestiona la teoría del eterno retorno, y cree en la linealidad histórica), para el pensador madrileño debemos cuestionar todo establecimiento que se nos da bajo una capa de moralidad definitiva o inamovible. Para Ortega, la realidad, en definitiva, se encuentra sometida al proceso histórico, decidido en todo momento por cada generación determinada de individuos.
Por su parte, la archiconocida sentencia de «Dios ha muerto» preconiza el triunfo del propio nihilismo, ya que Dios se situaba como base a la que remitía todo valor, que a ojos de Nietzsche ha quedado desgastada; los valores que de él emanaban han quedado debilitados («hemos perdido nuestro sol», en expresión del filósofo). Frente a esta visión de desaparición del fundamento, Nietzsche habla del espíritu con el que enfrentarnos a tal desaparición: afrontarla o no afrontarla es un riesgo, pero ineludible, del que el pensamiento no puede escapar. El alemán dialoga en este punto con la metafísica occidental (sobre todo con cierta tradición platónico-agustiniana), y plantea una «nueva filosofía». Frente a la prioridad del ser de Nietzsche, aquellos filósofos antiguos querían establecer un deber anterior al propio ser. Sin embargo, el nihilismo ha carcomido las viejas estructuras del deber y es necesario partir del ser hacia un nuevo deber ser que tenga la vida como patrón. El fundamento, una vez que Dios ha muerto, ha de situarse en el ser, pues el deber acaba por marchitarse. Nietzsche no reivindica un «tener que ser malvado», el mal, sino situarse en la perspectiva de la transvaloración, en la inversión de los valores, buscando fórmulas mostrativas de la propia existencia, y no meramente demostrativas o deductivas, una tesis que influyó grandemente en el primer Ortega.
«Arte», para Nietzsche, no es ni la música de Wagner ni las tragedias griegas, sino aquel fondo común al que esas obras aluden, el fundamento sobre el que se asienta la posibilidad de la instauración de ciertos valores. Como también pensará Ortega, el arte es una constante fuente emanadora de valores. Frente a posiciones como la de Schopenhauer, que tiende a ver en el arte un aquietador de la voluntad de vivir (siempre incómoda, siempre viva), Nietzsche y Ortega estiman que el arte es lo estimulante, lo que excita e intensifica la vida, hasta el punto de querer hacerla permanecer. La vida y el arte son estructuras de la voluntad de poder; más aún, Nietzsche colocará la Estética en la base de todas las disciplinas filosóficas. La voluntad de poder no es una ley o una sustancia absoluta, sino que queda expresada en nuestra vida como fuerza, como tensionalidad: aparece como una autoafirmación y, a la vez, como ambición de ir más allá de la propia esencia del sí mismo. Es un querer que es un querer ser: querer es un movimiento hacia, desde-hacia, donde se da de nuevo la tensión. Pensar el querer es pensar algo con dirección, un poder-ser (como una suerte de «afecto original»): un afán de hacerse más fuerte, un plus de poder, de fuerza, de existencia. De ahí que la naturaleza sea inocente: no hay crueldad, la vida no precisa de justificación; es proceso destructivo y creativo.
La voluntad de poder no supone —como suele pensarse— una simple exaltación del sí mismo, sino un ser dueño de sí, estar en posesión de sí mismo, es decir, una forma de reafirmarse en el ente. En Nietzsche no encontramos —como sí en Darwin—, la permanencia del más fuerte en virtud de un instinto de conservación, sino una tendencia que solo quiere ser como de hecho se es, que a la vez se constituye como un poder de transformación. Ortega expresará este pensamiento nietzscheano en La rebelión de las masas: «Es falso decir que en la vida deciden las circunstancias. Al contrario, las circunstancias son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter».
Heidegger enumera cinco proposiciones relativas al arte en el pensamiento de Nietzsche, que resumimos de esta manera: 1) el arte es la estructura más transparente y conocida de la voluntad de poder; 2) el arte ha de ser (comprendido desde el punto de vista del artista (desde un «poder producir»); 3) el arte, según el concepto del artista, es el acontecimiento fundamental del ente; 4) el arte constituye, así, el movimiento contrario al nihilismo (puesta en crisis de las instituciones tradicionales de las que emanan los valores); y, finalmente, 5) el arte vale más que la verdad, esto es, la creatividad vale más que la concepción platónica (transcendente) de la verdad (muerte de Dios, transvaloración de todos los valores). De esta manera, se pretende hacer presente aquello que la voluntad de poder es en su trasfondo.
¿Qué significa, entonces, «ser artista»? Un poder producir, un poner algo que antes no era en el ser. Mediante tal acción, la voluntad de poder se nos manifiesta, y el comportamiento del artista se muestra finalmente en su trasfondo como voluntad de poder: se transparenta el proceso de transformación hacia el ser. Por esta razón, Nietzsche denominará la vida como «la forma más conocida para nosotros del ser»: arte y vida son estructuras de la voluntad de poder, porque tanto el artista como la vida crean y destruyen a la vez. Así, el arte no es la simple producción de los artistas, sino la fuente desde la que los artistas crean sus producciones (el arte como poder creativo). En resumen, reivindicar el arte es el proceso contrario al platonismo; para Platón el arte nos alejaba de la verdad, mientras que en Nietzsche nos conduce a la transvaloración, la realidad queda a través de ella redefinida en otros términos. Llegamos, pues, a la ebriedad, a la embriaguez como un estado estético, que supone a su vez el contramovimiento del nihilismo.
Esta concepción del arte nos conduce a la observación de que, en Nietzsche, la estética no es más que una fisiología aplicada: una exploración de los estados y motivos del ser humano. Su auténtico sentido se sitúa en una fisiología de la creatividad, cuya condición previa es la ebriedad, que ha de ser entendida como una plenitud e intensificación de las propias fuerzas: la indiferencia no crea; la apatía genera inactividad. El cuerpo es un cuerpo que se siente, que se vive: el arte es sentido desde una fisiología, desde un cuerpo (para que haya arte o exista contemplación artística es indispensable esta embriaguez). Observamos en esta tensión de la ebriedad lo revelado en el conflicto de lo apolíneo y lo dionisíaco: una tensión, pues, entre la permanencia y la disolución. Ser artista solo se consigue mediante un continuo estado de embriaguez, que constituye la tonalidad afectiva del propio arte, y tal experiencia habrá de ser vivida desde el cuerpo.
Así, el sujeto-artista no sanciona la realidad, sino que la transfigura: crea vida. El arte y la vida, desde la voluntad de poder, quedan convertidos en las únicas fuentes de toda jerarquización de valores. El artista doblega el caos y hace aparecer una configuración nueva que devora al nihilismo. En este sentido, desde la perspectiva de la voluntad de poder se dan dos nociones de arte (que en absoluto son contradictorias en el esquema nietzscheano, sino compatibles si son contempladas desde la perspectiva de la vida como manifestación de la voluntad de poder): el arte como objeto de la fisiología, de un cuerpo viviente, y como una fuente instauradora de valores.
El hombre-artista nietzscheano se identifica, en última instancia, con el hombre egregio de la minoría por el que tanto lucha Ortega en su tiempo, en oposición al hombre-masa, que carece de proyectos y «va a la deriva». El arte, así, proporciona a juicio de Ortega (bajo el influjo de Nietzsche) un modelo al que el ser humano ha de acoplarse para desarrollar todas sus posibilidades vitales. El hombre que decide salir del rebaño que compone la masa y desea distinguirse es aquel que, como el artista con su obra, se hace capaz de transitar más allá del esfuerzo estrictamente impuesto «como reacción a una necesidad externa» —escribe Ortega—, y logra hacer de sí un proyecto que desarrolla sus posibilidades vitales sin encontrarse sujeto a dogmas, vanos imperativos o mojigaterías varias.
En definitiva, para Ortega las obras de arte deben introducirnos en un terreno espiritual muy distinto del que ponemos en funcionamiento en la vida común, pues «tenemos que improvisar otra forma de trato por completo distinto del usual vivir las cosas; hemos de crear e inventar actos inéditos que sean adecuados a aquellas figuras insólitas».