XIX
DADAS las órdenes oportunas por el general Jovellar, su ejército empezó el movimiento de avance, y hubo encuentros parciales entre las columnas de uno y otro bando.
En la madrugada del 29 de junio, el comandante Morinchón recibió orden perentoria de acudir en auxilio del general en jefe, amenazado por el enemigo en Villafranca del Cid, distante siete kilómetros de Iglesuela. En un periquete, se cumplió la orden, y las compañías de almogávares quedaron incorporadas al cuartel general.
Venía Jovellar por el barranco de Monlleó, con la división Esteban, fuerte de ocho batallones, un escuadrón y siete piezas de montaña. El camino entre Vistabella y Villafranca es llano y de suave descenso al principio; pero después hace una cuesta áspera, cerca de hora y media, para volver a bajar a un terreno de pendientes más suaves, con bosque claro y cercas de ganado de un metro de altura.
A pesar de lo muy encargada que estaba la vigilancia, y de las disposiciones que se habían adoptado, el aviso de la aproximación del enemigo no se recibió con la anticipación debida, y esto impidió que los carlistas pudieran situarse en las posiciones más favorables para ellos. De todos modos, para llegar Jovellar a Villafranca, necesitaba cruzar el Monlleó, a cuya desembocadura está la Casa Leandra, y tomar Coll-Divoll y Loma de Bart para salir al llano Movorra, desde el que se divisa Villafranca del Cid.
Noticioso Dorregaray de la aproximación del enemigo, mandó tocar llamada a la carrera, reuniéndose la brigada de Villalaín, que escasamente sumaba 1.300 hombres y aun mal armados. Lo que más valía era el batallón Guías del Centro, formado de los restos del famoso batallón de Lozano, en número de 600 hombres aguerridos, con Remingtons y Berdan.
A las diez de la mañana estaba ya formada nuestra línea, apoyando la derecha en la Casa Leandra, y la extrema izquierda a la salida del barranco. Aún no se veía al enemigo, que había hecho alto a la orilla derecha del Monlleó, temiendo una emboscada.
Desde el flanco izquierdo en que me hallo se divisa una nube de polvo que se levanta sobre una loma cercana; el sol, que brilla sin nubes, muestra a poco las blancas boinas y los relucientes sables del escuadrón de Guías que ya corona la eminencia. Dorregaray se acerca: las agudas notas de los cornetines de órdenes van recorriendo la línea de la brigada; los soldados presentan sus armas; relucen los sables de los oficiales al movimiento del saludo, como relámpagos: charangas y clarines rompen a tocar la vieja Marcha conforme pasa el general ante las fuerzas. La tropa está inmóvil; hay en la escena una majestad marcial que se armoniza con la militar figura de Dorregaray, bien puesto a caballo, muy soldado.
La fisonomía del general es la misma que en el despacho de Cantavieja; el peligro y la responsabilidad no alteran un solo músculo de su tostado rostro. Como de costumbre, lleva el brazo en cabestrillo, y saluda con una inclinación de cabeza, porque la mano derecha la necesita para manejar las bridas.
Le preceden los batidores de la escolta y dos ayudantes. A la derecha y un poco a retaguardia, el jefe de Estado Mayor, brigadier Oliver; y entre el pelotón, Villalaín y Cucala, y ayudantes de campo y de Estado Mayor. Cerrando la comitiva, los 86 caballos del brillante escuadrón de Guías.
La revista termina. Dorregaray y su séquito desaparecen al galope por una hondonada; deben ir a colocarse en la posición que hemos de ir a atacar. Vuelve a pasar Villalaín, y casi al mismo tiempo el coronel Ordóñez con los Guías de a caballo, parte hacia vanguardia para explorar, reconocer y descubrir. Nuestro objetivo es la Loma de Bart y tenemos la misión de envolver. Despliegan dos batallones; las guerrillas se dibujan sobre el fondo verde de las ondulaciones del terreno; el batallón de Guías también se despliega, y las guerrillas de Morinchón se dan la mano con las primeras. Toda la masa está en movimiento; un enjambre de liebres, sorprendidas en sus canias, corren alocadas por entre infantes y jinetes; algunos de aquellos animales son hechos prisioneros con el mayor silencio y orden; no se oye una voz.
La preocupación es cubrirse, aprovechar el terreno avanzando, producir lo que se llama «el vacío del campo de batalla»; pero es dificilísimo; primero, porque la posición del enemigo es muy dominante, y después porque se dispone de poco terreno para que cada fracción de tropa pueda elegir camino; hay que contentarse con el encuadre que se tiene.
El cañón enemigo suena ya; su sección de montaña se desprende de la línea y colócase en batería. Empiezan a aparecer por las crestas sus compañías de infantería de Marina. Una de ellas avanza rápida, valerosa, indomable, allí donde más fuego hacemos en oposición a la metralla de los artilleros. Aparece Dorregaray entre nosotros con el cuartel general, y comprendiendo que es indispensable un supremo esfuerzo para contener aquellos valientes, nos anima, nos arenga y manda una carga a la bayoneta. La compañía de Marina, agobiada por el número, se retira.
El combate sigue con más rudeza y más bravura en la zona del bosque, donde el valiente Villalaín está a punto de envolver el ala izquierda enemiga. Vamos a ayudarle. El comandante Morinchón se encuentra al brigadier junto a un pino, y extrañándole verle a pie y sumamente triste, le pregunta qué le sucede.
—¡Qué he de tener! —contesta el general—. Que me han matado el caballo y el macho.
Villalaín tenía un caballo y un macho que eran casi unas fieras y a los que trataba con mucho mimo; el caballo, sobre todo, era célebre porque le alimentaba con pan y vino.
Pocos instantes después, junto al mismo pino, el general cae muerto de un balazo en la sien. Su ayudante Cardona, a pesar del fusileo que le rodea, pone el cadáver a la grupa de su caballo y lo retira del campo de batalla. Cuando se enterró a Villalaín en Mosqueruela, se vio que tenía en diferentes partes del cuerpo 17 heridas recibidas en varias acciones de una y otra guerra.
El momento es crítico, terrible. Los dos bandos extreman su empuje para alcanzar una victoria que creen estar tocando. Los heridos juntan sus ayes a los clamores de los combatientes. Vese un infante contrario que avanza solo al frente nuestro y mata tres carlistas, en combate personal. Un corneta, un pobrecito imberbe, avanza resuelto, le pone los puntos, y de un disparo le deja fuera de combate. Parece la escena al vivo de Goliat vencido por David. Dorregaray, que anda por allí cerca, se entera del suceso y quiere felicitar personalmente al muchacho.
—Bien, pero muy bien —le dice, estrechándole la mano—. ¿Cómo te llamas?
—¡Se ha olvidado usted de mí, mi general!... Soy El Inútil.
—¡Ah! Conque tú eres... Pues bien —repuso Dorregaray volviéndose a los demás—: ahí tenéis un valiente que en Cantavieja era incapaz de conquistar un bollo al asalto y ahora se ha ganado la Laureada...
Sigue el fuego. A cada paso se sortean cadáveres en posición supina o boca abajo, en charcos de sangre. Cuento diez, veinte, treinta, cuarenta de los nuestros, pero muy pocos de los contrarios, sin duda porque su ambulancia se apresura a retirar los heridos.
O porque fuese más vivo nuestro avance del flanco izquierdo, o porque el que tiene que envolver necesita siempre darse más prisa que el resto de la línea, el centro se retrasó, de lo que supo aprovecharse el enemigo reforzando su posición y rompiendo un horroroso fuego sobre nuestras escasas fuerzas. Su caballería se había reunido a la salida del pinar para acuchillarnos; pero el escuadrón de Guías, con Ordóñez a la cabeza, sale al llano y le hace retroceder con dos valientes cargas.
Pero no había tiempo que perder si queríamos salvarnos. Dorregaray, que no hurtó el cuerpo un solo instante, como que le mataron el caballo y recibió una fuerte contusión, viendo que a la infantería se le acababan las escasas municiones con que había entrado en fuego, y que el enemigo extendía su línea por ambos flancos, mandó tocar retirada... ¡Qué vergüenza! ¡Mi primera batalla, y la perdí!
Porque el combate de Villafranca tuvo el aspecto de una verdadera batalla: duró toda la tarde; se inició a la una y a las cinco se había decidido.
Los nuestros se dispersaron en el mayor desorden, unos hacia Mosqueruela con Dorregaray; otros hacia Cantavieja por Iglesuela, con Oliver. Las fuerzas de Morinchón efectuaron la retirada por el segundo itinerario; pero era tal el acoso del enemigo, que el comandante dio orden de volver caras y repeler el ataque. Como el terreno nos favorecía y además empezaba a oscurecer, los perseguidores optaron por dejarnos en paz, no sin despedirnos antes con una granizada de balas.
De esta hecha, el batallón tuvo más bajas que en todo el combate; Gouvión cayó junto al comandante, y este, el excelente Morinchón, recibió un balazo que le rompió el brazo izquierdo y le entró por el pecho. Yo me había desviado con una sección de la compañía para recoger a los fugitivos que salían de todas partes, y al incorporarme al grueso de la columna, supe la desgracia del comandante. Corrí a informarme de su estado. Entre cuatro hombres le llevaban en una angarilla improvisada con ramas de árbol. Estaba el pobre tendido boca arriba y sumamente pálido. Sus ojos, de un brillo vivo especial por el reflejo de los espejuelos, ahora aparecían velados.
Se le había despojado de la guerrera y mostraba la camisa ensangrentada, el brazo roto mal vendado, y el pecho agujereado por una bala que aún no se le había extraído. Quedé asustado de la alteración de rasgos del herido. Al estrecharle la mano derecha con efusión, me preguntó si nuestras pérdidas eran muchas. Le participé que al capitán Gouvión le habíamos dejado atrás, muerto.
—¡Pobre Gouvión! —exclamó Morinchón—. ¿Conque el papagayo ha hincado el pico? Yo también lo hincaré pronto...
Traté de disuadirle de tan fúnebre presentimiento. Se quejaba de violentos dolores y le atormentaban el calor y la sed. Le dimos a beber agua y le abaniqué el rostro con la boina para engañarle, porque lo que no podía conseguir la brisa nocturna, mal podía lograrlo un abanico cualquiera. Lo peor era que no teníamos un mal físico que hiciera sobre el terreno la primera cura.
La humareda que el viento traía del lado de Villafranca, producida, sin duda, por los cadáveres de mulas y caballos que quemaba el enemigo, entristecía el ambiente y aumentaba el bochorno. Yo no me separaba del lado del comandante, al que por momentos veía más abatido. En una naturaleza enérgica como la suya, eso era un indicio terrible; él, que no tenía costumbre de quejarse por nada, suspiró una vez: «¡Sufro horriblemente!». Es imposible decir el acento triste con que pronunció estas palabras.
Conseguimos llegar a Iglesuela e instalar al herido en su alojamiento. Al apartarme de su lado me apretó la mano, y, sin poder articular palabra, rompió a llorar.
—¿Quería usted algo de mí, mi comandante? —le dije.
—Sí; que me pusieras al pie de la cama la Virgen del Cid, y si me muero hazme enterrar con ella... ¡Me recuerda tantas cosas!... A cambio de este favor te nombro mi heredero, es decir, heredero de unas pocas pesetas y de mis Comentarios. Guárdalos como recuerdo de un amigo; pero no se te ocurra publicarlos, porque como nadie los leerá, perderías tu dinero... Por último, avisa al guardián del Cid, que venga enseguida.
Fui a cumplir el encargo y el guardián se apresuró a acudir junto a Morinchón. Por el camino íbamos hablando de este hombre singular, de su bondad y de tantos otros méritos que él trataba siempre de ocultar; nos dolía pensar que una naturaleza vigorosa como la suya se abatiese así, tan de golpe. Por mucha prisa que nos diéramos, ya estaba agonizando el herido. En estos últimos momentos su semblante parecía indicar un alivio, ¡engañosa ilusión!, primer síntoma de la suprema belleza que debía revestir en su eternal reposo aquel espíritu privilegiado y noble.
Me vi en la necesidad de dejar al comandante, porque me llamaron para reconocer el fúnebre cortejo de muertos y heridos de Villafranca y dar parte de las bajas de mi compañía. Finida esta comisión, al volver al alojamiento del comandante tropecé con el guardián: —¡Dios le tenga en su santa gloria! —me dijo—. Estas palabras me hicieron daño en el corazón.
El cuerpo del querido comandante fue trasladado a una especie de capilla ardiente que entre el guardián y yo improvisamos en la sala despacho. A la luz de los cirios contemplé la cara del pobre Morinchón como si ella fuese de mármol. ¡Tales eran la calma y el reposo de las facciones y las líneas esculturales de los rasgos, llenos de nobleza y majestad, como si toda su alma se hubiera grabado afuera antes de volar al espacio! El cadáver fue velado toda la noche por algunos camaradas que tuvimos a grande honra tributar este último y piadoso honor a un jefe querido.
Las exequias fueron al día siguiente, 30 de junio, muy temprano, y todo lo solemnes que lo consintieron las circunstancias. El fúnebre cortejo se componía de seis ataúdes de tabla, en los que iban otros tantos oficiales muertos en la retirada de Villafranca, entre ellos el capitán Gouvión, y un féretro más lujoso que con el dinero de Morinchón compré al sacristán del pueblo, y que era el que servía para las misas de aniversario en la parroquia; en él iba el comandante, amortajado con su uniforme y llevando consigo la espada y el cuadro del Papa Luna; y sobre la tapa una corona de flores, modesta ofrenda de sus ahijados de la víspera.
Al llegar al camposanto, el baturro, padre de la recién desposada, no consintió que el cadáver del comandante fuese enterrado en la fosa común y le dio reposo en un nicho de su propiedad. Una descarga cerrada fueron todos los honores postumos tributados a Morinchón, comandante; en cuanto a Morinchón, hombre, es de suponer que ni el guardián le olvidaría en sus oraciones, ni la hija del baturro, con siemprevivas, en cada aniversario.