XIV

A vida de guarnición se desliza monótona, insoportable.

En las horas de sol es imposible dar un paso por la pequeña Cantavieja. Los calvos peñascales que la circundan, quemantes como piedras de horno, irradian su calor en la hoya de la población, convirtiéndola en una sartén, en la que se achicharran los dos mil y pico de hombres allí almacenados. Si se mueve el aire, lo acaba de estropear, levantando nubes de polvo de las calles y de las obras de fortificación.

Entregados al ocio, oficiales y soldados dormimos como marmotas, hasta que el agudo toque de las cornetas llama a los deberes militares.

A media tarde, la vida se reconcentra en los cafés, improvisados en cualquier caserón por la iniciativa de expertos vivanderos. La oficialidad joven mata el tiempo tirando de la oreja a Jorge. En algunos sitios se sacan las mesas al aire libre y se juega en medio de la calle. Los soldados, por no ser menos, se ponen a las puertas de sus alojamientos a jugar a la carreta o a cantar rondallas.

Hoy 15 de junio llegaron las pagas atrasadas del mes y aparece en la orden de la plaza el consabido párrafo:

«Mañana pasarán la revista de comisario los cuerpos de esta guarnición...».

Ha luengos años, el capitán alistaba y enganchaba hombres para formar su compañía. Un su alférez, con su cortejo de tambor y pífano, levantaba bandera por los pueblos, con el reclamo de sus coletos amarillos, sus acuchilladas calzas, sus galoneados sombreros y su marcial y gárrulo relato de lances amorosos, de hazañas estupendas y del botín en Flandes o en América.

Mas no pocos de aquellos capitanes, cortados por la misma plantilla del que con muchísimo respeto ahorcó el Alcalde de Zalamea, tenían en sus compañías plazas supuestas, soldados de alquiler, hombres imaginarios, cuya soldada se guardaban bonitamente, si es que el erario, como de costumbre, y la necesidad, no les obligaba a vivir de lo que garbearen con sus manos. Pero la disciplina, tolerante con el desacato a la propiedad particular, era inflexible con los desafueros administrativos y preceptuó que las compañías «pasasen muestra», para cerciorarse de que todos sus soldados eran de carne y hueso. De aquel «pasar muestra» desciende directamente la actual revista de comisario.

La pantomima es algo teatral y entretenida.

Ante una mesa se sientan un general y un comisario de Guerra. Llamados por su nombre por el comisario, desfila la plana mayor del batallón. Bien saben el general y el comisario que el coronel es don Fulano; pero todos los meses se cercioran de que está vivo.

Comienzan las compañías: primero pasan y saludan los oficiales, también llamados por el comisario; después, un sargento se detiene ante la mesa, da frente y con el «llamador» en la mano va gritando el nombre y apellido de cada soldado; estos pasan uno a uno y dicen a grito pelado el segundo apellido, si no se les ha olvidado en tan solemne momento. A los que no están presentes por cualquier causa, el sargento no los nombra, o si lo hace, dice muy serio: «hospital, licencia por enfermo, de guardia, de cuartel, ordenanza del Gobierno, etc.» y ¡que se averigüe!

Mientras tanto, los jefes de la mesa charlan amigablemente y la charanga toca un bailecito. Y acaba el desfile, y ni el general ni el comisario han mirado una sola vez las listas que tienen delante; y la revista de comisario no es más que un ratito de conversación.

A últimos de mes, el general Dorregaray partió a Mosqueruela, donde se estableció el cuartel general como punto más estratégico, ora al socorro de las fuerzas de Aragón y Maestrazgo, ora al de las de Valencia y Castilla.

Quedé cesante de mi escribanía, pero me vi indemnizado con las jinetas de sargento que el general pidió para mí.

Más que ciencia militar, requiere este empleo práctica cuartelera y marrullería de veterano; de todos modos, el comandante Morinchón me alivió del compromiso, nombrándome brigada o auxiliar del capitán ayudante, con la obligación de ir al Gobierno militar a copiar la orden diaria de la plaza y comunicarla a los sargentos de semana, con la particular del cuerpo que dicta el ayudante.

Morinchón seguía, como de costumbre, enfrascado en sus Comentarios, que yo, con mucho gusto, le ayudaba a escribir, y en recompensa me convidaba a cenar todas las noches. Tenía un machacante que era un prodigio; con arroz, patatas y judías; y judías, patatas y arroz, invariables adminículos de la doble ración asignada al militar en campaña, con la correspondiente parte alícuota de carne fresca, aderezaba platos exquisitos con variada profusión de salsas y purés.

Estando cenando, pues, con Morinchón, ya en los postres, entró un gastador con un pliego. El comandante se enteró del contenido y dijo:

—Está bien, puedes retirarte.

—Esta noche —me comunicó Morinchón— no nos acostamos; recibo la orden de salir con una columna a operar por los alrededores y como jefe de ella determino hacerlo con la fresca de la noche. Tú, como sargento brigada, vete a llamar al ayudante del batallón, que venga a recibir instrucciones.

Apuré la taza de café y tomé el portante. Llegué al alojamiento del capitán ayudante, pregunto por él y me dicen que estaba en el casino. Como iba para un asunto de servicio, subo las escaleras, y quitándome la boina, me cuelo en la «sala del crimen», a dar el parte al ayudante.

Era el tal, un chico aragonés muy llano, muy simpático, con el que me llevaba muy bien. Había sido boticario en Tronchón y dejó la farmacopea por la guerra.

Le vi muy entretenido viéndolas venir, en una partida de monte, alrededor de una mesa llena de puntos; pero como el parte era urgente me puse detrás de él, y después de una talla le comuniqué que el comandante le llamaba con urgencia, anticipándole la noticia de que íbamos a salir a campaña aquella misma noche.

—Espérame aquí, que enseguida voy.

Seguí detrás de él, hasta cuando quisiera. A la cuenta, estaba perdiendo. La piña de jugadores se veía muy animada, porque como Dorregaray había puesto al corriente las pagas, la oficialidad andaba boyante. Junto al tapete verde, las bocas eran chimeneas de humo de tabaco, los ojos ascuas de codicia, y los dedos, tentáculos que retiraban o apartaban apuestas. Circulaba mucho oro en onzas, centenes y monedas de dos duros.

Hacía de banquero, un teniente de caballería, El Chepa de Montalbán, de triste nombradía por sus actos de ferocidad cuando mandaba la ronda de aquel pueblo. Era antipático a todos por su ruin figura, por su villanesco origen y malos sentimientos, pero a él le tenía sin cuidado con tal de ganarles los cuartos. De sus rapiñas por los pueblos, tenía reunida una sumita que acrecentaba como «banquero» en Cantavieja.

La banca de Chepa no tenía rival; cuando él pedía ases, boca abajo todo el mundo, porque nadie tallaba el dinero que él. Por una vez que le desbancaban, hacía mesa limpia cien veces. Era, pues, afortunado en el juego, y nada fullero, que de esto se hubiera guardado mucho entre tantos «bravos».

Sirva todo esto para manifestar que Chepa tallaba al monte, que siempre tiraba la descargada y que uno de los puntos perdidosos era el capitán ayudante.

Cada jugador tiene su manera de perder: unos aguantan silenciosos, impasibles, al parecer, todo lo más se muerden los labios, se tiran del bigote; otros, más nerviosos, sueltan las válvulas de su contrariedad, gesticulan, gritan, maldicen su suerte y blasfeman. El ayudante pertenecía a la segunda categoría. No bien Chepa echaba la carta contraria, había que oír al otro soltar una interjección más que aragonesa. Las tallas eran rápidas, las pérdidas seguidas, y el capitán pasó de las interjecciones a los juramentos, escalonados también; es decir, que primero dijo: ¡Me caso en San Apapucio!: y luego, ¡Me caso en las once mil vírgenes! Por último: ¡Me caso en Dios! Pero dicho con toda su alma, y cambiadas las eses en ges.

Preocupados todos con su propia suerte, ninguno le hacía caso, sino es el capellán del batallón, que no jugaba y como yo estaba de espectador detrás del capitán; el cual «páter» creyó del caso intervenir. Hízolo, sin embargo, con mesura, con verdadera diplomacia, pues le vino a decir por todo:

—Pero, Quílez —así se llamaba el ayudante—. ¿Cómo quiere usted ganar con estas palabrotas que claman al cielo? ¿Cómo quiere usted que Dios le ayude, si le insulta?

—Tiene usted razón, ¿pero qué quiere que haga?

—Calma, amiguito, calma... Se me ocurre una idea, Quílez; haremos una vaca, me la deja administrar a mí, y ya verá cómo con cachaza y resignación, se cambian las tornas.

Accedió Quílez, dejando su sitio al capellán. Con verdadera unción, con mucho sosiego, hizo este su primer envite, y ganó. Volvió la cara a Quílez, como diciéndole:

—¿Lo está usted viendo?

Jugó la doblada y ganó también.

—Hay que despachar pronto —dijo Quílez—, porque el comandante me espera...

—Sí —replicó el páter—; ni a mí tampoco me está bien que me vean en esta silla. Pues nos lo jugaremos todo.

Seguía tallando Chepa y sacó una sota contra un caballo. El capellán puso todo el capital de la vaca al caballo. Arañó el banquero los naipes y salió la sota.

—¡Me caso en Sanrediós! —vociferó Quílez, mesándose los pelos.

—¡Aprobado, aprobado! —reforzó sentenciosamente el páter, mirando con ojos contritos cómo Chepa arramblaba con el dinero de la sociedad...

Entonces Quílez me empujó y salimos juntos a la calle.

Morinchón le dio las órdenes para la marcha, y el ayudante las transmitió a los capitanes de compañía por mi conducto. Fue un trasiego de partes y llamadas a oficiales y tropa, hasta que por fin, al filo de la medianoche, la media columna, con Morinchón al frente, salió de Cantavieja.