III

MURVIEDRO está edificada sobre las ruinas de la antigua Sagunto; de ahí que a esta ciudad se le conozca por uno y otro nombre.

De los monumentos romanos, no quedan más que los cimientos. Aquí de la pasquinada tan sabida: quod non fecerunt barbari, fecerunt Barbarini, porque como lo explica un terceto de Bartolomé L. de Argensola:

Con mármoles de nobles inscripciones,

teatro un tiempo y aras, en Sagunto,

fabrican hoy tabernas y mesones.

Al pasar por la calle Mayor, me llamó una mujer desde la puerta de su casa. Yendo como iba escapado, me alarmé; pero quien me llamaba era una cocinera nuestra de Valencia, que se despidió para casarse con un cabo de carabineros de Murviedro. Poco trabajo me costó hacerla creer que mi viaje a la ciudad era para visitar las ruinas romanas. Por pura fórmula la pregunté por su marido, que yo conocía, y me dijo que estaba prestando servicio en el Grao, que fuera a verle, que él se alegraría mucho con mi visita, y al mediodía volviéramos juntos, que ella nos esperaba con una buena paella. Sabiendo qué tal cocinera era ella, acepté la proposición y me avine a hacer una caminata al Grao para ganarme el convite. Eran las ocho nada más, y hasta la noche quedaban muchas horas por delante.

El Grao en todos los puertos de Valencia, es la playa. El de Murviedro está obra de unos cinco kilómetros de la ciudad y a él se llega enseguida cruzando un sendero entre pitas y olivares. Al frente se divisa el mar Mediterráneo, manso y apacible, que en las mañanas de sol parece una inmensa balsa de azogue.

Volvían al puerto las barcas pescadoras que habían pasado la noche tendiendo las redes. Se las veía entrar de una en una, doblar la punta de la escollera y pasar a lo largo del muelle como bestias cansadas a la acostumbrada hora del descanso.

En los productivos meses de verano, la vuelta de las barcas pesqueras constituye la fiesta diaria y, sin embargo, siempre nueva, de los pequeños puertos del litoral.

Así como en los pueblos del interior se va a la estación a la llegada de los trenes, en las costeras, la gente acude a la playa para ver llegar las barcas.

Es un espectáculo que no cansa nunca, y a fe que lo merece, porque pocas escenas habrá tan animadas y pintorescas. Diríase una caravana inmensa evolucionando en la plateada llanura del mar. Las velas latinas, blancas y triangulares como alas de gaviota, parecen andar solas a ras del agua, y cuando se acercan las barcas, las caras curtidas de los marineros se representan hermosas y nobles. Parecen argonautas venidos de una navegación fabulosa.

Y cuando amainadas las velas, las tripulaciones vuelcan en el muelle sardinas a millares; las mujeres que las van acomodando en cestas y aportaderas, se antojan hadas manoseando copioso botín de nácares, carbunclos y joyeles.

Aquella mañana la playa de Murviedro estaba muy concurrida; unos por diversión y otros por interés. Entre los segundos, pescadores, acaparadores y compradores sueltos que, con achaque de las sardinas, van a la búsqueda de tal cual congrio o anguila que copó la red; entre los primeros la gente desocupada que circula por allí como en un mercado.

A la pareja de carabineros pregunté por el marido de Teresa —la cocinera— y la contestación fue que estaba de servicio en el resguardo. A este punto me dirigía ya, cuando noté algo insólito entre la concurrencia y pasé a ver lo que era.

Habían atracado unas seis barcas; a estas siguieron otras seis y cuando llegó la décima tercia, propagose extraño rumor entre los curiosos. Algunos grupos se deshicieron y dieron cara al mar.

Una barca había abatido el lino, La Revoltosa, y a bordo ocurría alguna novedad. ¿Cuál? No se sabía, pero se presentía; algo grave, muy grave. Uno de los marineros iba tuerto, otro tuerto y manco a la vez; el patrón llevaba la frente vendada con un pañuelo y el grumete el brazo en cabestrillo. En suma, un hospital flotante. La gente que tal les vio, se arremolinaba para enterarse.

A todo esto La Revoltosa atracó. El patrón, de un salto, se puso en tierra. Traía el rostro desencajado, la ropa en desorden y el pañuelo, humedecido con agua del mar, le tapaba la mitad de la cara.

—¿Qué ha pasado, Carreño? —le preguntó solícito uno de los carabineros que salió a su encuentro—. ¿Habéis reñido a bordo?

—Ya se contará, pero no aquí —contestó malhumorado el lobo de mar—. No puedo decir más. Es un pleito que se ha de ventilar en tierra. Así lo quieren ellos —añadió enseñando los puños a los de la barca—. ¿Quieren que la autoridad lo resuelva? Pues vamos allá.

Y volviendo la espalda a la pareja, gritó a los dos marineros heridos que acababan de saltar de a bordo, dejando al grumete en la barca:

—Andando, pero deprisa.

Sin embargo, por mucha prisa que quisieran darse, los tres lisiados creyeron conveniente pulirse un tantico, porque a la verdad, estaban hechos una lástima. Sus caras eran un mosaico de rasguños y chichones; lo que se veía de piernas y brazos estaba cubierto de llagas que la áspera ablución del agua salada enconara más; las camisas hechas jirones. Los tres marineros se arrimaron a una fuente, laváronse lo que pudieron y poniéndose las chaquetas, única prenda de su indumentaria que no padeció detrimento, echaron adelante.

El gentío no les dejaba andar, abrumándoles a preguntas. Ninguno de los tres abrió la boca, hasta que una joven, presunta novia del que iba tuerto y manco a la vez, abriéndose paso dijo al herido:

—¡Qué guapo estás, Miguel! Talmente pareces un novillo ensangrentado después de una capea.

Entonces, el llamado Miguel, agradecido al cumplido, hubo de contestar:

—Y lo que te rondaré, morena. Antes jugaron los brazos, ahora jugarán las lenguas, porque yo no me acobardo y sabré defender mis derechos.

—Puedes hablar de brazos —repuso la joven—. ¡Buenos los traes! ¡Qué vergüenza! Reñir por algo que no valdría la pena.

—¿Que no vale la pena, dices? Si tú supieras...

—¿Qué, Miguel?

—Se trata de una barrica de oro —contestó el marinero, bajando la voz, en tono misterioso.

El mar tiene sus espejismos y en su litoral se acogen los mitos marinos con la ardiente fe de otras edades. La noticia de la barrica de oro fue engrosando como bola de nieve entre la gente y cada uno la veía a su manera. Ni faltó quien diera las dimensiones exactas de aquella y evaluara la fortuna que contenía.

Este fue un contramaestre retirado quien, por inducción, supuso además cómo la encontraron. Uno de los marineros de La Revoltosa tirando del copo notaría cierta resistencia, como de un cuerpo pesado flotando a flor de agua; otro compañero correría a ayudarle y entre los dos acercaron la barrica. Pesaba mucho y costó un triunfo izarla a bordo.

—Pesaba quintales —añadió el orador—. ¡Qué sorpresa la de los pescadores cuando la desfondaron! Creían ver derramarse un caldo cualquiera, aguardiente, ron o coñac, jerez por lo menos, y lo que vieron fue un chorro interminable de oro acuñado, redondo, luciente y sonante; un río de peluconas, de onzas de oro. Del tiempo de Carlos III —recalcaba—; de suerte que al precio actual vienen a valer el doble.

El montón de gansos amontonados frente al cuartelillo de carabineros, donde ya eran llegados los de La Revoltosa, oían extáticos al improvisado orador, que hablaba como si fuera uno de los de la barca.

—Sí, señores —siguió diciendo el contramaestre—. ¿Qué tiene de particular la aventura? Fue cuestión de suerte, de tropezar con ella, porque tesoros así se encuentran muchos en el mar. Os lo puedo probar matemáticamente. ¿No se iba antes a las Américas por barricas de oro, como se va ahora a Noruega por bacalao? ¿No habéis oído hablar de los galeones que venían cargados de oro y plata y perlas de las Indias? Precisamente por el peso que traían se perdieron muchos; porque estos barcos estaban mal construidos, tenían mal velamen, gobernaban peor y cuando les sorprendía una tempestad se iban a pique. Otras veces varaban en la costa huyendo de la persecución de los piratas. ¿No tenéis noticia del puerto de Vigo? En sus arenas hay enterrado el tesoro de una flota; yacen allí riquezas inmensas a trescientas brazas en el fondo del mar; un cementerio de millones de oro y plata en barras o acuñados, que harían la felicidad de todos los pescadores del mundo. Pues como en Vigo hay también galeones perdidos en aguas de Cádiz. Supongamos que uno de estos galeones, a causa de una perturbación submarina acaba de dislocarse. ¡Crac! Uno de los cajones, por ley natural, sube o boga a la deriva y arrastrado por la primera corriente que encuentra... Ayuda a mi hipótesis la circunstancia de que las corrientes de esta costa suben a engolfarse hacia las Baleares, que están al frente. Ahí lo tenéis explicado todo.

La demostración del contramaestre pareció tan palmaria, que ninguno de los oyentes puso en duda que efectivamente la barrica no viniera con rumbo directo de Cádiz. Acerca de la batalla suscitada a bordo, no se necesitaba gran penetración para adivinar los motivos. Evidentemente disputa por el reparto. El mismo contramaestre, que conocía muy bien al patrón, lo explicaba satisfactoriamente.

—Sé quién es Carreño y cómo las gasta. A pretexto que es el patrón de la barca, habrá querido adjudicarse el tesoro.

Dejé al contramaestre en el uso de la palabra y entré en el cuartelillo en demanda del cabo Mínguez, el marido de Teresa, a quien tocaba estar de guardia aquella mañana. El veterano me recibió alborozado, lamentando que aún faltaran tres horas para la paella. Por mí había desatendido a los tripulantes de La Revoltosa, que estaban esperando en una pieza de al lado, triste, pero espaciosa; de paredes grasientas, sin más adornos que algunos edictos oficiales y un entarimado húmedo de las huellas de los chanclos marineros apestando a sardina, brea y otros efluvios marítimos.

El cabo Mínguez me rogó le esperara en el contiguo cuerpo de guardia, y hasta tanto despachaba a los recién llegados, me distraje escuchando lo que hablaban.

—¿Se puede ver al teniente? —oí le decía el patrón.

—¿El teniente? —repuso el cabo Mínguez—. Cualquiera se mete con él a estas horas. Aún es temprano para despertarle.

—Pero si le llama usted, vendrá. Hágale ver que se trata de un asunto urgente, importantísimo, y si no, vea usted cómo nos encuentra a los tres.

—Pues esto precisamente hará que no venga; porque tratándose de riñas entre marineros, lo remite a un juicio de faltas. No va a dejar ahora la cama para hacer de amigable componedor.

—No importa. Dígale que Carreño, el patrón de La Revoltosa, necesita hablarle para un asunto de importancia.

—Todos dicen lo mismo, y luego nada entre dos platos. Crea usted, Carreño, que no conseguirá nada. El teniente no querrá molestarse.

—Pues largúele usted la escandalosa. Dígale que se trata de una barrica de oro.

—¡Cara...pe! —exclamó el cabo Mínguez—. ¡No haberlo dicho antes! ¡Voy, voy enseguida! Verá usted qué pronto viene.

Salió Mínguez; pero al pasar por donde yo estaba, me dijo con aire convencido:

—Me ha traído usted la buena; lo menos me gano ahora una mesada de propina.

Desde un ventanillo me puse a mirar a los mal feridos. Estaban sentados en un banco corrido empotrado en la sala; el patrón a un extremo, y al otro, mano a mano, los dos marineros.

Las rabietas de los marinos se han comparado con los huracanes del mar; son ciclones pasajeros. Los de La Revoltosa, olvidando la reyerta y los golpes dados y tomados, rumiaban a qué diablos habían venido allí, a encallar en aquel recinto sombrío, cuando les hubiera sido mejor haber hecho las paces ante un buen pichel de vino, en cualquiera cantina del muelle. La manera de recibirles el cabo y el interés mediante el que los servía les tenía disgustados. Empezaban a comprender lo ridículo de su situación.

Añádase a esto que el local les imponía tanto como el pretorio de un juzgado y que no estaban seguros que su litigio valiese la pena de llevarse ante la autoridad. El teniente era capaz de estimar el asunto insignificante, para sacrificar el sueño de la mañana... ¿Y si le daba por ir contra ellos? La soga se rompe siempre por lo más delgado; ellos eran simples marineros y su contrincante, patrón... ¡Ah, si pudieran zafarse del compromiso! Pero ya estaban en el ajo.

A este punto de las cavilaciones de ambos, se presentó Mínguez a decir que el teniente ya venía; siendo de ver la afabilidad, la cortesía extremada con que les daba la noticia. Tan breve ausencia había cambiado por completo el curso de las ideas del marido de Teresa; creo que allá en su interior veía transfigurados a los tres marineros, y convertidas en gloriosas heridas las cicatrices y los grotescos chichones de aquellas caras villanescas.

—¿Pero es posible —les decía, hablándoles en plural—, es posible que no declararais a boca de jarro cuando os presentasteis aquí y así se hubiera ganado tiempo?... ¡Vaya una suerte la vuestra! Pescar oro en vez de sardinas. En una hora habéis ganado más que un armador en un año. ¿Tan grande es la barrica que no la habéis podido traer con vosotros?... Pero, punto en boca, aquí está el teniente.

El cabo Mínguez hizo el saludo militar, los tres pescadores se incorporaron y atravesó la estancia un teniente de carabineros, acompañado de un sargento secretario.

—Vamos allá, amigos míos —les dijo sonriente el oficial, empujando la puerta de su despacho.

¡Amigos míos! Estas palabras eran para animar a cualquiera.

Los tres pobres diablos, gorro en mano, entraron de uno en uno hasta llegar a la barandilla del estrado. El patrón, que iba el primero, se detuvo ante aquella barrera sagrada, y con religioso respeto se dispuso a quitarse los chanclos. Los dos marineros quisieron hacer lo mismo; pero el oficial lo estorbó, diciéndoles:

—Adelante, suban ustedes.

Llegó su condescendencia hasta rogarles que se sentaran en el estrado, en sillones nunca hollados por posaderas marinescas. Los tres de La Revoltosa hiciéronlo cohibidos, en actitud tímida e inestable, completamente desorientados.

El sargento se puso junto al teniente, el cabo Mínguez de guardia a la puerta y yo a hurtadillas viéndolo todo. Hubo unos segundos de silencio solemne. Al fin habló el oficial.

—Vamos a ver, procedamos con orden. Algo sé del asunto, pero a bulto; lo que me ha dicho el cabo y lo que he oído a la gente pasando por la calle. Necesito oíros para poner por escrito vuestra declaración. Sin embargo, antes de interrogaros es deber mío poneros al corriente de las instrucciones del Código relativas a los hallazgos marítimos.

—Muy bien, señor teniente —exclamó el patrón haciendo señales de aquiescencia—. ¡Ahí le duele! Lea usted la ley a estos imbéciles que no la saben.

Este alarde de superioridad sobre sus marineros demostraba la convicción que tenía de mejor derecho sobre ellos. El teniente se sonrió y continuó en tono benévolo:

—Escuchen, pues, lo que dicen los Reglamentos de Puerto que regulan esta materia. Los marineros cruzaron los brazos en inmovilidad hierática y quedaron como dos estatuas de piedra. El oficial leyó en voz alta recalcando las palabras:

«Los objetos caídos en el mar a consecuencia de naufragio u otra avería y encontrados después, serán vendidos por el Estado. Una tercera parte del producto de la venta —¿lo entendéis bien? Una tercera parte— será propiedad de quien hiciere el hallazgo y los dos tercios restantes pasarán a la Hacienda Pública, a menos que no reclamen los primitivos dueños en el término de un año...».

»Creo que en lo tocante a vuestro hallazgo no tendréis quien reclame ni en un año ni en diez.

Los tres marineros, interpretando esta observación como una broma, se sonrieron, y exclamaron casi a un tiempo:

—¡Oh, no; no hay cuidado!

El oficial prosiguió en tono conciliador.

—Ahora vamos a determinar la posición de cada uno. Si no me equivoco, los tres sois los descubridores del hallazgo; os toca, por con siguiente, una tercera parte a repartir entre los tres; es decir, cada uno de vosotros tiene derecho a la novena parte de la tasación del botín.

—¡Ah! —exclamaron con voz triunfal los dos marineros, queriéndose comer con la vista al patrón. Este a su vez palideció, y en brusco sobresalto que hizo crujir la silla y desató sobre su cuello el pañuelo ensangrentado que ceñía las sienes, gritó:

—Dispense el señor teniente... Se olvida de la parte que corresponde al buque.

—¿La parte del buque?

—Claro está, señor teniente. El buque tiene derecho a una parte. Esto lo sabe usted tan bien como yo.

El oficial respondió con la suavidad de antes:

—Amigo Carreño, lo que dice usted es cierto en pactos y contratos de pesca. La embarcación con su aparejo y sus artes de pescar es un instrumento de trabajo, un útil esencial; representa en la asociación el capital, y es justo que perciba su remuneración. Pero el asunto que ventilamos es otro. La Revoltosa no se armó exclusivamente para la pesca de presas marítimas, que yo sepa. ¿Tropezó con una por casualidad? Pues pertenece a quien o quienes se la encontraron, salvo las restricciones consabidas. Ni más, ni menos.

—Muy bien dicho —contestaron los litigantes contrarios a Carreño.

Este les echó una mirada furibunda; luego, volviéndoles las espaldas y poniendo el codo en un brazo del sillón, balbuceó con desaliento:

—De manera, señor teniente, que es como si dijéramos que la ley no es ley... No, no, señor —añadió animándose—. Primero me dejaré romper la cabeza como una sandía antes que tragarme esto.

—Lo cual quiere decir —agregó el teniente— que por este motivo habéis esgrimido los puños a bordo y os habéis roto las caras... Siempre seréis los mismos.

—Sí, y estoy dispuesto a volver a la contienda. ¿Es posible que no haya justicia para las barcas como para los hombres?

—Basta ya —dijo el teniente empezando a impacientarse.

Y como viese que Carreño, exasperado, se disponía a salir, le conminó severamente a volver a sentarse.

—Pasemos a la declaración —sentenció.

No obstante, viendo que por el momento no podría sacar nada del patrón, obstinado como un salvaje en una idea fija, se dirigió a uno de los marineros, a Miguel, a aquel a quien el rumor público atribuía la invención del maravilloso hallazgo.

—Ea, amigo mío, dime lo que sabes.

El marinero, rojo como un ladrillo cocido, empujó con el codo a su compañero, y murmuró con voz pastosa:

Che, parla tú. Pero el otro tenía la boca medio obstruida a causa de la avería de la mandíbula inferior, y rehusó hablar.

—Hable cualquiera de los dos —reiteró el teniente—. Cuando queráis... no tengo prisa.

La verdad es que el buen señor se la prometía buena, por aquello que: Inter duos litigantes tertius gaudet. El primer marinero no tuvo más remedio que tomar la palabra. No sabía cómo explicarse, porque el asunto era asaz complicado, pero al fin soltó la lengua.

—Oiga el señor teniente: La Revoltosa volvía al puerto después de la pesca de la noche. Yo manejaba el timón, y a mi lado este, que se llama Justo, y el patrón Carreño. El grumete Julián estaba haciendo café en la hornilla de proa. Hablábamos por hablar, para matar el tiempo, porque hacía poca brisa. Entre tantas cosas de que se trataron, el patrón me hizo bromas a propósito de mi novia, preguntándome cuándo sería la boda. Yo le contesté:

—Cuando haya encontrado la barrica de oro de los romanos.

—¡Rara coincidencia! —exclamó el teniente.

—Son cuentos de viejas; ya lo sabe usted —continuó el declarante—. La gente de Murviedro cree que a consecuencia de un naufragio que aconteció cuando el sitio de Sagunto...

—Bien está; vamos al caso —interrumpió el oficial.

—Pues sí, señor teniente. No bien acabé de decir aquellas palabras, que el patrón, como si le hubiese picado un áspid, brincó a mi lado vociferando:

—Es que toda la barrica no será tuya; habrá que repartirla.

—Es verdad —contestó Justo, mi compañero—; nos tocará a mí, a ti, al patrón y al grumete.

La opinión de mi compañero parecía tan razonable, que el patrón nada tuvo que objetar de momento; pero después fue otra cosa. Sin duda echó sus cuentas y quiso reservarse la parte del león; reclamó las dos terceras partes: la suya y la de la barca. ¿Le parece esto bien al señor teniente?

—¡Nunca, jamás! —dijo mi compañero Justo—; primero me matan que disminuyo la parte que me toca.

—Digo lo mismo —repuse yo—. Antes desfondo la barrica en el mar, y que se pierda todo.

De ahí la disputa.

—¡Iremos a la Capitanía! —gritaba el patrón.

—Como usted quiera —contestábamos nosotros.

—Tengo la ley en favor mío...

—¡No!

—¡Sí!

—¡Sois unos asnos!

—¡Y usted un tramposo!

Y tras estos piropos anduvimos a linternazos. ¡Pin, pam, pum! Gracias que el viento estaba encalmado, que si no, la barca zozobra.

—¿De suerte —preguntó el oficial— que os zurrasteis la badana antes de encontrar la barrica?

—Claro que fue antes...

—Pues buenos os pusisteis, porque da lástima veros.

El cabo Mínguez en la puerta, y el sargento en el estrado, ahogaban la risa por respeto jerárquico.

—Acabemos —dijo el oficial—. ¿Cómo y cuándo la encontrasteis?

—¿Encontrado? —repitió maquinalmente el joven pescador entornando los ojos estúpidamente, al mismo tiempo que el patrón, que pareció sordo al relato del declarante, fruncía ahora las cejas y exclamaba a su vez:

—¿Encontrado qué, señor teniente?

—¡Qué ha de ser! La barrica. ¡O es que pensáis tenerme aquí hasta la noche!

Los dos marineros se miraron, y el patrón repitió:

—¿Qué barrica, señor teniente?

—¡Cuál ha de ser! ¡La barrica de oro! Hablad de una vez.

—No, señor teniente; no hay tal barrica de oro.

—¿Cómo se entiende? ¿Es decir, que en final de cuentas no hay nada?

—Ya comprenderá usted que si la hubiéramos hallado no vendríamos a depositarla aquí —repuso con cierta sorna el patrón.

—¡Bribones! —exclamó el oficial saltando de su asiento, lívido y con los ojos inyectados en sangre—. ¿De modo que os habéis divertido a costa mía, habéis alborotado el Grao, me habéis sacado de la cama, habéis...?

La cólera no le dejaba hablar; las palabras se estrangulaban en la garganta. Los tres marineros temblaban como hojas en el árbol, y hubieran preferido encontrarse a veinte leguas virando a la redonda en el mar, aunque fuera en mar tempestuoso, azotado por la tramontana.

—Señor teniente —balbució el marinero declarante—, nosotros no hubiéramos venido aquí, pero el patrón se empeñó. El tiene la culpa de todo; quería a todo trance la parte de la barca.

—¡La parte de la barca! —rugió el teniente—. Yo me encargo de daros la vuestra. ¡Al calabozo! Cabo Mínguez, llévese usted estos imbéciles al calabozo. ¡Dé usted parte de ellos!

—¿Qué motivo alegaré, mi teniente?

—Diga usted que por pasarse de brutos.

Véase cómo los de La Revoltosa, tras haberse desangrado por un tesoro imaginario expiaron de sobretasa en un calabozo el crimen de querer saber lo que sucedería si se lo hubieran encontrado. ¡Tantos castillos de naipes se fabrican por el estilo! ¡Que se derrama sangre por defenderlos, y al fin vienen abajo con ridículo estrépito!