IX

LA división aragonesa quedó situada en Tronchón y Villarluengo, estacionándose los almogávares de guarnición en Cantavieja. Los prisioneros y rehenes, todos en montón, soldados, mujeres y paisanos, fueron a la cárcel. A los oficiales se les dio por prisión la casa donde se alojaban, y al teniente coronel Cosío, para más decoro, se le hospedó en un local de la Diputación.

Era el señor Cosío de León, un militar irascible a quien tenía revuelta la bilis el recuerdo de la sorpresa. Aunque tenía centinelas de vista, se le guardaban toda clase de consideraciones, hasta el punto que los capitanes del principal, instalado en el edificio, tenían orden de presentarse a saludarle a cada relevo. Un día le tocó de guardia al capitán francés y con él a mi compañía. Distribuyéronse los centinelas y a mí me pusieron a la misma puerta de la habitación que ocupaba el jefe Cosío. Esta puerta, como es natural, estaba entornada y nada se veía de lo que pasaba adentro.

Hecho el relevo, Gouvión, parecido a un papagayo con su traje de zuavo, muy acicalado y muy tiesos los mostachos, subió la escalera a presentarse al jefe liberal. Paró a la puerta y le tercié el arma, y él se dignó contestarme. La educación más elemental requería anunciarse al de adentro con un golpe de nudillos en la madera; pero con el francés no rezaba esto; empujó una hoja, y arrastrando el alfanje, que no sable, se coló en la sala. ¡Lo que pasó entonces! Cosío, que padecía de almorranas, estaba en el orinal, y al verle entrar tan de sopetón y sin pedir permiso, se indignó, es decir, se incorporó, asió del bacín y lo volcó íntegro sobre el intruso.

Gouvión enloqueció de rabia.

Olvidó el español, echó por aquella su boca sapos y culebras de legítima marca galicana, y acabó por precipitarse airado sobre el agresor. Este, que le esperaba, se atacó las bragas y cogiendo su sable se puso en guardia. Al ruido de la contienda fisgoneé y vi a Gouvión destilando churretes, y no de algalia, en esgrima con el enemigo. Como toda mi consigna se reducía a no dejar salir de la habitación al prisionero, traté de inhibirme de lo que pasaba dentro, e híceme el sueco. Pero Gouvión, acordándose que en la puerta tenía un soldado, cambió el papel de Bayardo por el de Breno, y abusando de su autoridad se vino a mí vociferando: «¡Nom de Dieu! n'as tu pas entendu. ¡Appelle la garde!». Ante este mandato, Cosío le tiró el sable a los pies diciéndole:

—Es usted tan cobarde, como mal educado... Daré parte de su atropello al gobernador de la plaza.

Gouvión no le contestó. Echando espumarajos se batió en retirada, creyendo preferible ir a lavarse la pringue a esperar el refuerzo.

Cuando Morinchón supo el suceso, se rió a mandíbula batiente. Tenía ojeriza al francés por su fanfarronería; de modo que se alegró de la lección que le dio nuestro paisano. Y como se sabía al dedillo los latinos, me sopló este epifonema:

—¿Los galos? Prima eorum proelia, plus quam virorum; postreme minus quam feminarum[2].

Tanto rieron en Cantavieja el incidente entre el capitán de zuavos y el jefe liberal, que pusieron en berlina a Gouvión. A este no se le ocurrió otro medio de vindicarse que el obligado de concertar un desafio con su ofensor; pero antes fue a consultarlo con el comandante, por ser este el jefe accidental del batallón. Estaba yo presente cuando fue a verle, así que puedo dar testimonio de la entrevista.

—La partida es desigual —le decía Morinchón—; Cosío es un prisionero y no puede batirse hasta que recobre su libertad.

—Yo no puedo esperar tanto —respondía Gouvión retorciéndose el mostacho—. Me ha puesto en ridículo ante todo Cantavieja y el desagravio debe ser inmediato y que llegue a conocimiento de todos.

—Cálmese usted, capitán Gouvión; ¿cómo quiere usted que el gobernador autorice este desafío? Si mata usted en duelo a Cosío, dirán que los carlistas le han asesinado, y esto perjudicaría nuestra honorabilidad. Además, no veo que la ofensa haya sido tan grande; después de todo, usted es capitán y él teniente coronel, siquiera sea enemigo, pues sabido es que en ley de guerra se guardan sus preeminencias a los prisioneros.

—¿Qué quiere usted decir con esto?

—Quiero decir, que el acto de Cosío vino a ser como una especie de reprensión, bastante grosera, lo reconozco, del superior al inferior.

—¿Inferior? Usted quiere hacerme salir de mis casillas, comandante. Paso por la diferencia de grados entre él y yo; pero como caballero no cedo en rango al señor Cosío.

—Pues mire usted —argüía Morinchón, con cierta sorna— que él se hace llamar don Sebastián Cosío de León; fíjese usted en este de, ejecutoria de hidalguía.

—Pues yo me llamo —replicaba el francés con expresión olímpica—, me llamo Charles de Saint-Cyr Gouvion, y desciendo del marqués de Saint-Cyr. Soy noble.

—Entonces, ¿por qué se hace usted llamar Gouvión a secas?

—¡Ah! Ello vale la pena de contarse. Allá en tiempos de la Convención, un tribunal popular citó a declarar a mi abuelo, a quien su título de marqués hacía sospechoso de realista, y se entabló este diálogo entre él y el presidente:

«—¿Cómo os llamáis?

«—Je suis le marquis de Saint-Cyr.

«—Il n'y a pas de marquis.

«—De Saint-Cyr —repuso mi abuelo, rebajando la medida.

«—Il n'y a pas de DE.

«—Saint-Cyr.

«—Il n'y a pas de Saint.

«—Cyr.

«—Il n'y a pas de Sir».

»Con lo que mi ancestral quedó reducido a Gouvión, otro apellido que tenía de reserva y por el que hemos venido llamándonos los segundones de la familia.

—Pues bien, capitán Charles de Saint-Cyr Gouvión —dijo Morinchón, riéndose—, comprímase como su abuelo y que no se entere el gobernador de su porfía con Cosío, porque si no el Collado será con usted. (Que era el castillo donde iban arrestados los oficiales carlistas del Ejército del Centro).

Tal fue el epílogo del incidente Cosío-Gouvión.