II

JARDÍN de España llaman a Valencia, y no hay que decir cómo se verá en el mes de las flores, que es cuando yo pisé la ciudad.

Disfrutando de las vacaciones y de la patente de corso que se me concedía, paseaba suelto y a todas horas del día las calles y jardines. Joven de quince años, recién salido del cascarón; ¿cómo decir que todo era nuevo para mí, los amigos, las mujeres, las diversiones? A haberme preguntado, qué me gustaba más de todo, hubiera contestado lo que el doncel de la parábola damascena que cuenta Gracián —y que viene a cuento por la semejanza de educación de aquel mancebo y mía.

«... El rey, su padre, le mandó criar en un aposento oscuro, donde estuvo hasta que cumplió los doce años, y después le mandó sacar de él y ver mundo. Como el muchacho hasta entonces no había visto cosa, y se hallaba tan nuevo en todas, íbanle mostrando muchas de las que Dios ha criado, y declarándole lo que era cada una, y sus nombres; aves, peces, flores, frutas, hombres y animales. Entre las otras cosas le mostraron algunas mujeres; y preguntando él cómo se llamaban, un soldado de la guardia del rey su padre, burlándose le dijo que se llamaban demonios, y que eran los que enredaban a los hombres, sus mayores enemigos. Después que hubo visto tanta muchedumbre de cosas, y holgádose y aprendido los nombres de ellas, le preguntó su padre cuál de todas las cosas que había visto le había dado mayor gusto y deleite. El príncipe respondió que lo que más le había agradado eran aquellos demonios (Discurso 57, Agudeza y Arte de Ingenio).

¡Dichosa inocencia y dichosos quince años! Aquel alardear, aquellas primeras batallas de la vida, aquel mirar atrevido, pero ingenuo, y aquellos movimientos ágiles y desembarazados, son ensayos del cachorro que quiere ser león, y brinca, salta y araña el suelo probando las fuerzas de las garras y de la voz. Entonces es cuando apunta el bozo, momento en que, como dice Homero, la juventud tiene más gracia. Entonces se empieza a mirar el mundo por un agujerito, a través del cual, como por el ocular de un caleidoscopio, se ve uno dibujado por el hada de las ilusiones, en gran señor, en glorioso militar, en estadista ilustre, conforme la ambición y las aficiones...

Fue mi primera novia una vecinita que veía de balcón a balcón.

¿Cómo no sentirme alentado por aquellas miradas de soslayo, por aquellas sonrisas que me enviaba, y el gracioso lenguaje de su abanico? El hilo de su voz suave y bien timbrada me embriagaba como al bisoño el licor con pólvora que le dan en vísperas de una batalla.

No está mal la comparación; porque a mi valencianita le gustaban precisamente los militares —hasta el punto de decirme siempre que yo debía procurar serlo—. Con lo que removió mi antigua afición a la milicia, exacerbada con la pescozada de Martínez Campos.

Sí, no cabía duda; entonces, como en todo tiempo de guerra, la mejor carrera para todo joven que no sea un gallina, era la de las armas. Fomentaba mi entusiasmo el ambiente belicoso que se respiraba.

Vencido el cantonalismo, seguían pujantes la guerra carlista y la de Cuba. Cinco años de continuo pelear habían trocado lo anormal en ordinario; y hasta tal punto se había acostumbrado la gente al estado de guerra, que bien puede asegurarse que, a excepción de los soldados rasos, carne de cañón, y de los pequeños contribuyentes, comidilla del fisco, los demás veían desarrollarse la guerra civil como un cuadro escénico, abundante en episodios y peripecias. Sangre de hermanos enrojecía el suelo patrio, pero a todos se les veía contentos. La escasez de brazos hacía más remunerado el trabajo del obrero y del jayán; las cosechas se vendían como nunca, y la falta de vigilancia en las fronteras abastecía los comercios, con notable rebaja para los compradores. Esto sin contar con los acaparadores, proveedores, contratistas, banqueros y demás gente, por quien se dijo que a río revuelto, ganancia de pescadores.

En suma, que aunque parezca extraño a economistas y pacifistas, la gente estaba bien avenida con la guerra, y aunque sea repetirme, muchos la miraban, bien así como una corrida de toros, cuanto más sangrienta mejor. No por esto, se daba fe entera a los partes de la guerra. De ser exactas las bajas que traían la Gaceta o El Cuartel Real, cada uno de estos diarios arrimando el ascua a su sardina, la juventud española no daba abasto a tanto muerto, herido y contuso que los partes sumaban todos los meses.

Lo que sí se aprendía era mucha geografía patria, con tanto reseñar itinerarios, marchas y contramarchas de columnas liberales o carlistas.

Los periódicos, hasta los más pacíficos, estaban convertidos en boletines de guerra. Los militares privaban en teatros, círculos y salones. Fue el tiempo de los rápidos ascensos. Niños recién salidos de las academias, al año de entrar en campaña, como tuvieran influencia o la suerte de que les tocara una bala y rebotara en el Ministerio de la Guerra, se hacían capitanes. Luego, con el extraño sistema de la dualidad de grado y empleo, llegaban a coroneles y brigadieres antes de los treinta años de edad. Los hubo quien, como Pando, llegaron a general antes de rebasar el empleo de capitán en la escala de su arma.

Por este estilo abundaban los muchachos alféreces con grado de capitán, luciendo en las mangas la estrella del alferazgo entre los tres galones superpuestos en ángulo hacia abajo, divisa entonces de la capitanía.

Como siempre, el arma de infantería era la más castigada y su escalafón el más corrido por vacantes de sangre. Ni los oficiales de «cuchara» o «patateros», como se llamaba a los procedentes de tropa, ni los cadetes de Toledo daban abasto a los regimientos. Un decreto de Guerra otorgaba el título de alférez de milicias provinciales a cuantos jóvenes, que siendo bachilleres, se sujetaran a un examen militar, tan ligero, que el Manual para cabos y sargentos era muy suficiente. Después, por acción de guerra o por pase a Cuba, se pasaba a oficial del Ejército.

Leí la convocatoria, me entusiasmé y como lo principal ya lo tenía, que era el bachillerato, dime a estudiar a hurtadillas el programa. A mi madre le saqué dinero con engaños, con que pagué los derechos de examen y comparecí ante el tribunal militar. Hiciéronme cuatro preguntas sobre aritmética, historia, geografía y táctica, y contesté buenamente. Salí aprobado. Supe por un ordenanza que lo que más me había favorecido era mi temprano desarrollo y buena estatura, cosas ambas no despreciables en un cadetillo.

Al siguiente día leí en El Mercantil Valenciano la lista de los agraciados. ¡Cómo me regodeé mostrándosela a mi vecina! ¡Ya era militar; ya me vería ella hecho un pequeño Marte! Faltaba, sin embargo, que aprobaran la propuesta en Madrid y saliese en la Gaceta mi nombramiento; circunstancia que pensaba aprovechar para enterar de todo a los de casa, ya que, a la cuenta, parecía no se daban por enterados. La cosa no tendría remedio y no se podrían oponer.

Pero pasaban días y el despacho no llegaba. Harto de esperar, pasé por la Capitanía y allí me desengañaron.

—Se ha dado carpetazo a su promoción —díjome el oficial del negociado.

—¿Cómo así, señor mío?

—Pues muy sencillo. Al revés de otros que han interpuesto recomendaciones para afianzarse, las de usted se han ejercitado para eliminarle, hasta el punto que ni siquiera su propuesta se llevó a Madrid. Como si no se hubiera usted examinado. ¡Menudas influencias se trae usted, amigo: como que ha intervenido personalmente el capitán general del distrito!

Comprendí de dónde había partido el tiro. Volé furioso de la oficina militar, pero resuelto a salir con la mía. Ya que no me dejaban ser oficial alfonsino, sería oficial carlista.

Recordaba haber leído en los periódicos que Dorregaray había establecido recientemente un colegio de cadetes en Mosqueruela. Consulté el Itinerario de Rozas y vi que este pueblo, perteneciente a la provincia de Teruel, quedaba a 67 kilómetros de Segorbe. Como el ferrocarril llegaba de Valencia a Murviedro, la cuestión era trasladarse de Segorbe a Mosqueruela.

Con esto tracé mi plan de viaje al colegio militar de esta localidad. No traté de averiguar las condiciones que se exigían para ser cadete carlista: daba por sentado que a un joven de mi clase y de mis condiciones le recibirían en palmas. En último caso, manifestaría mi aprobado para alférez del Ejército, y esperaba sería creído por mi palabra.

Siendo el viaje tan corto, podía hacerse con bien poco dinero. Juzgué suficiente las cincuenta pesetas que un platero me dio por un relojito de oro. Y sin decir nada a nadie, despidiéndome a la francesa de mi vecinita, por miedo a que me delatara, callado y silencioso como un zorro, salí de casa una mañanita de últimos de mayo y tomé el tren a Murviedro.