XIII

ETCÉTERA, etcétera... Morinchón, a quien hice confidente de la escena anterior, me dijo que estos etcéteras eran indefinidos. Los agentes cabreristas y alfonsinos no se descuidaban en Aragón y las deserciones cundían.

Llegó hasta confesarme que los trabajos en que más insistencia mostraban, era en los concernientes a la entrega de Cantavieja por medio de una traición, para lo cual tenían dentro de la plaza algunos agentes que les facilitaban cuantos datos podían necesitar. Sabía de un capitán Mallén que, detenido en Valencia por el gobernador civil Candalija, cuando se ocupaba en la adquisición de cien carabinas Remington para los cadetes de Mosqueruela, trató este de sobornarle. Fingiendo acceder Mallén, se presentó a Dorregaray a darle cuenta de lo sucedido. El general le mandó volver a Valencia a seguir las negociaciones, que versaban nada menos que sobre la entrega de Cantavieja, porque así podrían saberse los detalles y volverlos sobre el enemigo. Dorregaray estaba pendiente del resultado y preparaba una emboscada a las tropas que debían salir de Morella para llevar a cabo la sorpresa de Cantavieja.

Esta vino, al fin, pero de modo muy distinto, como luego veremos.

Entrando después en detalles sobre la entrevista de los dos personajes, Morinchón me contó la historia de Cucala.

—Es un residuo de la antigua raza celtíbera; un almogávar salvaje e independiente como el águila de las montañas, pero como el águila sin la facultad reflexiva de su propio mérito. Nació en Alcalá de Chisvert, y fue pastor en su infancia. Después se hizo ganadero. Consiguió armar una partida en el Maestrazgo, y no pudiendo sostenerse en este territorio, marchó a Cataluña, desde donde regresó más tarde con Vallés, dándole este a mandar una parte de la fuerza reunida. Velasco, comandante general de Valencia a la sazón, definía a Cucala como «hombre soez sin educación de ninguna especie, refractario a todo lo que fuera orden y que sólo se ocupa en cometer tropelías en número incalculable». No obstante, era tan popular, que las viejas cortaban las cintas de las alpargatas que tiraba, para guardarlas como reliquias. El general Rafael Álvarez, cansado de la desobediencia del hombre de Alcalá, se lo envió a Dorregaray. Como de Estella decían que no le mandaran al Norte, porque allí no sabían qué hacer de él, don Antonio, ajustándose a un término medio, lo tiene agregado a su cuartel general.

Comentando a continuación la pretensión de Cucala de suponerse tan general como Dorregaray, Morinchón hizo este comentario:

—Hay una anécdota que puede ser venga al caso. Preguntaron a un organista, delante del que alzaba los fuelles, la misa que había tocado en unas honras—. «La misa de Mozart es la que hemos tocado» —respondió el ayudante. El organista, cuando estuvieron solos, le reprendió agriamente, diciéndole que no se metiera en honduras, puesto que él solo era el que tocaba. Al día siguiente el organista se puso a tocar; dale que le darás a las teclas, el órgano no sonaba—. «Muchacho de Barrabás, ¿por qué no alzas los fuelles?». «—Porque es usted solo el que toca, que ayer mismo me lo dijo, y pues ello es así, toque usted, que para nada me necesita». Moraleja: Cuando canta el ruiseñor, responde el papagayo.

Dorregaray duró algunos días en Cantavieja.

Era don Antonio muy religioso; tenía mandado que los batallones rezaran el rosario todas las tardes, al toque de oración. Las fuerzas se reunían en el Calvario; un capellán castrense rezaba en alta voz la corona de la Virgen, y generales, jefes y soldados acompañaban de pie y con la cabeza descubierta. La asistencia a misa no era obligatoria sino en los días de precepto, pero el general la oía todas las mañanas en el templo parroquial, al que iba acompañado de un ayudante, y no pocas veces confesaba y comulgaba. De su estancia en Cantavieja recuerdo tres anécdotas.

Habiendo sabido oficialmente que el obispo de Teruel pasaba por Cantavieja en visita pastoral, dispuso que las tropas formaran en la carretera por la que había de pasar el prelado. Hacía una tarde como de junio, seca y calurosa. Las compañías, alineadas en doble hilera y en su lugar descanso, aguantaban impávidas los dardos del sol, y el general, con su Estado Mayor, lo mismo; esperando todos con impaciencia la presencia del mitrado, a quien se esperaba por la parte de Iglesuela; se sabía que el obispo estaba en camino, pero ni coches ni cabalgatas anunciaban su aparición. Los soldados murmuraban por lo bajo por la tardanza, y más que todo, por el solazo que esta les costaba; y un jefe a caballo, que estaba a la cola de la formación, se permitió hacer un chiste acerca de la humildad evangélica en contradicción con aquellas molestias que se imponían a los soldados, en el preciso momento que cruzaban ante él dos frailes recoletos, pisando el polvo de la calle.

—Señor coronel —díjole el de más edad—. ¿Esperan ustedes a alguien?

—Sí, padre, esperamos a un señor que nos tiene fritos con su tardanza; como vendrá en coche cubierto, maldito lo que le importa que se achicharren las tropas esperándole.

—¿Y se puede saber quién es?

—El obispo de Teruel.

—¡Ah! Pues entonces pueden ustedes retirarse, porque el señor obispo entró ya en la población.

—¡Ojalá pudiera usted hacérmelo bueno, padre —repuso el jefe riéndose—; pero como no haya venido por los aires!...

—No, señor, ha venido por la carretera...

—¿Y no lo ha visto el general?

—Le ha visto, pero no le ha conocido... El obispo que ustedes esperan soy yo, pobre franciscano a quien su regla manda ir a pie. Avíselo al general, dele las gracias en mi nombre y que le suplico mande retirar las fuerzas.

El jefe se quedó indeciso; pero fijándose en el anillo y el pectoral que llevaba el fraile y más que todo, viendo que el clero que esperaba en el atrio de la iglesia había reconocido a su pastor y se arrodillaba a sus pies, picó espuelas al caballo a comunicar la nueva a Dorregaray. Rió este el incidente y se apresuró a deshacer la formación.

Otra visita de importancia fue la de una dama inglesa, joven y bella, que recorría el itinerario de Santa Teresa cuando sus fundaciones, con el propósito de tomar datos para un libro sobre la santa. Venía muy recomendada de la corte de Estella, y el cuartel real la había proveído de caballos y escolta. Dorregaray salió a recibirla a la entrada de la villa, y juntos entraron a caballo, vestida ella de arrogante amazona.

Como en Cantavieja no había casi más señoras que el ama del cura, pues las demás habían levantado su casa por miedo a las contingencias de la guerra, el general hizo alojar a la inglesita en la abadía. La forastera pasó la noche en la población, y anunció que muy de mañana continuaría el viaje. Dorregaray, a fuer de cortés, mandó llevar un cañón al pie de la ventana de la inglesa, y al salir el sol la despertó con una salva de dos cañonazos. Tras este alarde galante, digno de un caballero de la Tabla Redonda, esperó a que saliera y, ayudándola a poner el pie en el estribo, la acompañó un buen trecho con lucida cabalgata y la aumentó la escolta hasta que llegara a las líneas enemigas.

A ratos perdidos, el general se daba una vuelta a pie por el recinto fortificado, para enterarse de las obras que se hacían. Cuando desembocaba en la plaza del pueblo, le seguía invariablemente una turba de zanguangos, con los que don Antonio gustaba divertirse.

Así como quien no quiere, por distracción, sembraba el camino con un reguero de moneditas de plata, que la muchachada se disputaba a moquetes y arañazos. ¡Qué alegría la de los vencedores! Y la del general, también, contemplando la arrebatiña.

Una mañana en que el séquito era más numeroso que de costumbre, les encaminó hacia la confitería de un vivandero venido a la golosina de los oficiales. Entonces el general, mostrándoles las incitantes pilas de bollos, les dijo, con voz de trueno, como en función de guerra:

—¡Al asalto!

Los chicos se precipitaban sobre el tenderete, como bandada de tordos que caen en un majuelo. Las manos ávidas deshacían los rimeros de pastas; las bocas engullían cremas y ensaimadas; los bolsillos se llenaban de tortas y empanadas.

Al comerciante le era imposible contener el terrible ataque; pero entonces se adelantaba el general, pagaba espléndidamente la devastación y la ira del tendero se cambiaba en dulce sonrisa. Los galopines se desbandaban gritando: ¡Viva Dorregaray!

Pero a don Antonio le sorprendió ver un chico, como de catorce años, suelto e inmóvil, con las manos en los bolsillos y con la cara disgustada. Era un muchacho delgado, casi raquítico, que pertenecía a la banda de cornetas de los almogávares.

—¿Qué te pasa? —le preguntó el general—. ¿Es este todo el efecto que te causan los pasteles?

—Mi general, no he catado ninguno —respondió el rapaz.

—¿Cómo? ¿Ni uno solo en el asalto de un colmado? Tú me engañas.

—No, señor, don Antonio; es que los otros son más fuertes que yo, se me adelantan, me empujan y no me dejan coger nada.

—¿Qué quieres que te diga? Eres un inútil, ¿lo oyes?, un inútil; a tu edad debieras ser más listo... ¿Cómo te llamas?

—Vicente Arnau.

—Pues bien, Vicente Arnau, toma esta peseta para que te consueles; pero ten presente lo que te digo: ya que eres incapaz de conquistar un bollo, cuando no hay más que alargar el brazo, serás toda tu vida un inútil...

El general soltó esta predicción con bronca voz y volvió la espalda.

Hago hincapié en este episodio, porque más adelante volveremos a tropezar con El Inútil.