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POR estos días vi a mi amigo harto preocupado. En una ocasión diome a leer periódicos de Valencia con las últimas noticias de la guerra. Del mando del Ejército del Centro, liberal, se había encargado el ministro de la Guerra, don Joaquín Jovellar, que iba a dar impulso a las operaciones en aquella vasta extensión de terreno. Aumentóse considerablemente el ejército y se le dio organización nueva, formando cuatro divisiones, aparte de las columnas que operaban aisladamente.
—Lo peor no es esto —comentaba Morinchón— sino que nuestro generalísimo parece ayudar al plan del enemigo.
—¿Dorregaray?
—Sí, don Antonio Dorregaray, marqués de Eraul, a quien conocerás en breve, porque está camino de Cantavieja. Es un buen general, valiente, buen organizador, pero aquí no lo entiende. Ya ves lo que dicen los periódicos liberales y cómo esbozan el plan de campaña. Contempla cómo el enemigo adelanta la línea de operaciones y nos arrebata Chelva, fortifica Lucena y San Mateo, hace levantar el sitio de Morella y estrecha Cantavieja en un círculo de hierro. El plan de Jovellar consiste, sin duda, en acorralar a los carlistas en cierto espacio de terreno, alejarles de los focos más fértiles y reducirles más fácilmente en los áridos y pedregosos; bien se conoce que este general ha leído también a César y practica el aforismo castrense suyo, de cuando se movía precisamente en este camino del Ebro a Tortosa, persiguiendo a Afranio: fame potius, quam ferro superandi; más hace el hambre que la espada. Presiento que esto se acaba y que tú llegaste a tiempo de caer en la ratonera.
—¿De veras, mi comandante?¿Y por qué dice usted que Dorregaray no lo entiende?
—Escucha y juzgarás: una vasta extensión del territorio español, Aragón, Valencia, Cataluña, Navarra y las Vascongadas, están ocupadas a esta fecha por nuestros partidarios. Como ya entiendes de milicia, añadiré que nuestro ejército apoya sus alas en Aragón y las provincias Vascongadas, y su centro está en Cataluña. La guerra no es la misma en los tres puntos; en el Centro y Cataluña impera el orden de guerrillas; pero en el Norte, grandes masas de fuerza armada sostienen una guerra de líneas formal y seria, siendo este plan el más acertado que pudieran idear los nuestros. Con ese hormiguero de partidas en el Centro y Cataluña, ala derecha y centro de nuestros ejércitos, tenemos entretenidos en una guerra de alpargatas, fatigosa y no siempre afortunada, a gran número de batallones enemigos; mientras las condiciones topográficas del Norte les sirven de auxiliar poderoso para sostenerse, ya derrotados, sin llegar al desastre, ya vencedores, para cobrar nuevos bríos, y esta prolongación de la lucha nos favorece tanto como perjudica a las armas liberales. ¿Qué te pareció el golpe de Cariñena?
—Superiorísimo, mi comandante.
—¿Te acuerdas cuan a la callada dimos el asalto y cómo después nos guindamos del muro?
—¿No me he de acordar, si todavía me duran las agujetas de tanta marcha y contramarcha? Hubiera preferido una buena batalla campal.
—No sabes lo que te dices, pero ya te dará gusto Dorregaray cuando venga... Aceptar batallas campales en el Maestrazgo es ir derecho al fracaso. La guerra de partidas es la única que puede preparar la formación de un ejército faccioso; vagar por los montes, destruir comunicaciones, sacar impuestos a los pueblos indefensos, llevarse de grado o por fuerza mozos, huir siempre, disgregarse, reunirse para dar un golpe sobre seguro, mantener la alarma en el país, todo esto da tiempo a que los reacios se incorporen y los tibios se decidan y se desprestigien los jefes de las fuerzas del Gobierno. Mientras haya un hombre en armas, está la esperanza en pie. Cuando la guerra de Independencia, Mina, dueño del Centro (Navarra), batió a 60.000 franceses dueños de la circunferencia, aun cuando estos eran los primeros soldados del mundo. Además, con la prolongación de la lucha los rebeldes ganan tanto como pierden las fuerzas del Gobierno, pues siempre obtiene una victoria sobre el derecho y la ley el que contra la ley y el derecho se mantiene en rebeldía: prescindo ahora de quién tenga razón.
—Permítame, mi comandante, le objete que ese aforismo encierra un gran fondo de inmoralidad...
—Convenido; pero no has de olvidar que aquí hablo, no de lo que a la moralidad toca sino de lo que a los rebeldes conviene. Siendo esto así, teniendo que admitir como indispensable el llamado aforismo, convendrás en que el plan hasta ahora seguido por los nuestros era acertado, y el apartarse de él, insensato desde el punto de vista militar.
—Ya le veo apuntar usted a Dorregaray.
—En efecto, a él voy a referirme. En el Centro no teníamos líneas ni bases de operaciones; todo lo sacábamos del país, y en caso de apuro, nos dispersábamos; pero viene Dorregaray e idea organizar las partidas sueltas y dar principio a una guerra formal, por donde la faz de la campaña aparece muy distinta en esta segunda mitad del año 1875. Los carlistas presentamos algo concreto y determinado que vencer, una forma, una personalidad, valga la frase; ofrecemos ante los tiros enemigos un corazón en el Centro, Cantavieja; y otro en Cataluña, la Seo de Urgel; corazones hacia donde ellos dirigirán sus golpes... Aquí otra vez de mi oráculo, el autor de los Comentarios: sive casu, sive consilio deorum inmortalium; sea por casualidad, sea predisposición de los dioses, ha llegado el momento de apretarse bien la boina.
—¿Para correr?
—Tú lo has dicho; no parece sino que nuestro emblema es el de Villadiego.
—¿Si los carlistas la habremos adoptado por esto?
—No seas malicioso; fue la casualidad la que hizo de la boina el símbolo del carlismo.
»Cuenta Zaratregui, ayudante y biógrafo de Zumalacárregui, y lo corrobora el general Córdova, primer marqués de Mendigorría, que la susodicha prenda es hija del viento y nació en un puente. Los primeros batallones con que Iturralde se lanzó al campo en pro del rey absoluto y la Inquisición componíanse, en su mayoría, de voluntarios realistas; estos varones llevaban como remate de sus uniformes un a modo de tubo de chimenea, alto de dos palmos, negro como sus intenciones y de equilibrio poco estable, pese al auxilio de las doradas carrilleras.
»Cuando el coronel Zumalacárregui, llevado, más que por afición a la idea carlina, por amarguras y postergaciones sufridas en su carrera, fue a unirse al comandante Iturralde, tomó el mando y revistó las fuerzas, destacamentos, guardias y puestos. Uno de ellos, compuesto de un sargento y varios números, hallábase en un puente, sobre una cañada donde el viento, encajonado entre montañas, soplaba con tan desmesurada furia, que no había carrilleras ni manos capaces de mantener en sus respectivos y absolutistas colodrillos los enhiestos morriones de los voluntarios. Acertaron a pasar el puente una recua no escasa de carretas: los boyeros llevaban sus boinas bien caladas; el sargento, ya en pelo porque el aire habíale llevado el morrión, consideró buena presa una boina; imitáronle sus soldados y el destacamento quedó uniformemente tocado con aquellas prendas, novísimas en los arreos marciales.
»Llegó don Tomás, y apenas desembocó en el puente, la ráfaga le arrancó, no el morrión, que no lo llevaba, sino la alta gorra de picos, usual entonces en el Ejército; ofreciéronle los del puesto una boina, y hallóla tan de su gusto y cómoda y le pareció tan práctica, que dijo a sus acompañantes: "Esto ha de ser lo que llevemos los carlistas".