XX
EN la dispersión de Villafranca, los almogávares nos vimos cortados del cuartel general, y desde Iglesuela seguimos a Cantavieja.
Dorregaray se dirigió a Fortanete y desde este punto a Villarluengo, donde tuvo consejo de generales para acordar una solución que salvara el Ejército del Centro. La opinión fue unánime: Palacios, Gamundi, Adelantado y Boet, estuvieron conformes en que había llegado el triste e inevitable caso de evacuar el territorio, y que la resolución adoptada debía efectuarse sin dilación. En consecuencia, se avisó a la guarnición de Cantavieja que clavara los cañones y evacuara la plaza. Pero los acuerdos de Villarluengo fueron el día 1 de julio, y para esta fecha Cantavieja estaba ya sitiada.
Dicho queda que el brigadier Albarrán estaba encargado de la defensa. Las obras de fortificación, que venían construyéndose desde el mes de mayo, aún no estaban terminadas, porque no se esperaba ser sitiados tan pronto; así es que aquellas se reducían a una trinchera en toda la extensión del frente posible de ataque, a unos quinientos metros de la villa, en dirección a Fortanete y Mosqueruela; a otra segunda en el mismo frente, a 150 metros, y a un lienzo de muralla de metro y medio de espesor con cinco órdenes de aspilleras, cuyos entrantes y salientes proporcionaban múltiple y eficaz flanqueo. Dos cañones bajos, con dos piezas de artillería de las tomadas en Cuenca, facilitaban barrer con fuegos rasantes las inmediaciones de la puerta de entrada; y aprovechando todo el maderaje del destruido arrabal, se pusieron numerosos traveses para retardar la entrada en las calles, caso que entrara el enemigo. Pero todo esto incompleto, porque quedaban todavía en pie algunas casas del arrabal; las granadas no eran para los cañones rayados de a ocho que teníamos, sino para los de sistema Plasencia; en el interior de la villa no se había hecho obra alguna para desenfilar las calles de indispensable tránsito, viéndose todo su trayecto expuesto a los fuegos exteriores; municiones para la infantería las había muy escasas, y aunque los víveres parecían suficientes, como no se había hecho evacuar la plaza a los viejos, convalecientes y demás gente inútil para la defensa, aquellos llegarían a faltar. Y por este estilo, otra porción de detalles.
La guarnición consistía en tres mermados batallones, dos de Castilla y el tercero de Aragón; una compañía de veteranos, o de la Tos, la de cadetes y la Junta Superior carlista de Aragón (Diputación e Intendencia), sumando entre todos 170 jefes y oficiales, 50 cadetes y 1.075 individuos de tropa. De toda esta gente, estorbaba la mitad, porque no había fusiles para todos.
Así las cosas, el día 1 de julio el enemigo hizo alto a un kilómetro de la población, adoptando disposiciones para sitiar la plaza y privarla de exteriores auxilios. Desde lo alto de las aspilleras, o bien desde los terrados de las casas, veíamos los sitiados el avance del enemigo, sin poderlo remediar. Sólo cuando, como saludo, nos enviaron los primeros cañonazos, nuestros artilleros correspondieron disparando las pocas granadas disponibles. Después silencio absoluto, precursor de la tempestad.
A las seis de la tarde se oyó un cañoneo distante en las posiciones enemigas. Dijeron algunos que ello obedecía a que los batallones de Dorregaray o los de Adelantado venían en auxilio nuestro, pero pronto se averiguó la verdad: era que Martínez Campos acababa de llegar de Morella para completar el cerco y los dos generales en jefe, el del Centro y el de Cataluña se saludaban al cañón.
¡Ya no había remedio para nosotros! Se hacía imposible la escapatoria. Sin embargo, al cerrar la noche, hízose una intentona por si podíamos escurrirnos por el barranco de Mirambel, que parecía tener descuidado el enemigo; este se percató enseguida y cerró el paso con un puesto armado, quedando así formalizado el bloqueo.
Al llegar a este punto de mi Diario, lo transcribiré tal como lo apunté en aquellos días, si bien ampliando ciertos pormenores que entonces ignoraba.
Día 2 de julio.- Desde los altos de Mosqueruela, de Fortanete y desde las cañadas de Tronchón y Mirambel, los cuatro puntos cardinales del cerco, nos despiertan las dianas de los batallones enemigos allí acampados. Disipada la niebla matutina, se ve el humo de los fuegos del vivac. Como nos tienen seguros, almuerzan con todo sosiego, y después será ella; nos dejan en paz, como diciéndonos que también nosotros nos desayunemos. A ello nos disponíamos cuando nos encontramos con la novedad que nos han cortado el agua del manantial que alimenta las fuentes del pueblo. No nos queda más sino proveernos de una cisterna del Calvario en una explanada que da al barranco, abierta por todos lados a los fuegos de enfrente. Tanto es así, que apenas entran en funciones nuestros aguadores, los tiradores enemigos se divierten en cazarlos. A esto se ocurre, cubriéndose aquellos de medio cuerpo arriba con ollas y tapaderas de rancho, hasta salvar la zona peligrosa. Para evitar bajas, se ordena aplazar la aguada hasta la noche, cuando no puedan vernos; a este efecto se nombran diez hombres por compañía que van a sacar el agua y la conducen en aportaderas y marmitas.
El enemigo aprovecha la mañana adelantando sus cañones en la primera trinchera; dos baterías de a cuatro piezas cada una, frente al punto que tendrán señalado para el asalto; otra del mismo número de bocas de fuego, en posición intermedia; dos piezas en el mas de Perales, sobre la margen izquierda del barranco, para enfilar el frente del ataque, y otras dos en la extrema derecha de la línea para batir de revés nuestros cañones, ¡nuestros cañones!, y el fuego de las aspilleras del muro.
Se oponen a estos trabajos nuestros tiradores sin conseguir nada, porque la artillería sitiadora contesta con 400 disparos, dando tiempo a que sus ingenieros construyan espaldones y caminos cubiertos para emplazar nuevas baterías.
Además de abrir brecha, hacen fuegos parabólicos sobre nuestras cabezas; es imposible andar por las calles y se corre peligro en las casas, que empiezan a destecharse. El espectáculo, en medio de todo, resulta interesante. Las explosiones en el aire parecen astros que estallan; mil trayectorias de balines y cascos silban con ruidos estridentes: unos, graves como los del bordón de una guitarra gigantesca; otros, agudos, lastimeros, como un quejido humano. El gobernador Albarrán dicta órdenes para que se abran boquetes en las paredes medianeras y se pueda transitar a cubierto de las bombas. Entre la tropa causa mal efecto ver a los señores de la Junta ponerse a seguro en la iglesia, edificio que por su maciza construcción ofrece más garantías de seguridad. ¡No que no! Bien tontos serían si no lo hicieran así. También la chusma en los descansos de las guardias se acoge al seguro de silos y cuevas de los alojamientos.
Me toca la guardia en una aspillera de quinto piso. La tal aspillera es una raja de medio metro de altura hecha a través del muro, con un repecho interior para comodidad del tirador; y hacia la parte externa la hendidura justa para embocar el fusil. Reúne, por consiguiente, la doble ventaja de ser un magnífico cazadero y un soberbio observatorio. Hay la consigna de tirar a discreción en cuanto se ponga alguien a tiro; pero como el enemigo hurta el cuerpo y todo lo encomienda a la artillería, los tiradores nos aburrimos en los andamios. Unos se tienden a la bartola, otros cantan, otros juegan a los naipes, y yo me entretengo en otear el horizonte.
Por el camino de Mirambel contemplo ondular una masa de infantes, de jinetes y de acémilas que acaban por desdibujarse en los repliegues de la sierra; es la división de Martínez Campos que va a traer de Morella un convoy de boca y guerra, para el campamento. Se supo posteriormente, que las mujeres de Morella pasaron toda una noche amasando treinta mil panes que pidió el general.
Llega la tarde, y los cañones enemigos envían sus destructores proyectiles. Al cabo de cuatro horas de incesante cañoneo, los disparos se reducen a uno cada cinco minutos, y finalmente, cada ocho; sin duda para ahorrar municiones. Los tiros van con preferencia al lienzo de muralla donde está mi puesto y a una casa que hace ángulo con él. Los indinos tiran con tanta precisión, que de cinco en cinco minutos, ponen una granada donde pusieron la anterior. No hay quien pare allí; pero en cuanto cesa el fuego, trabajamos a porfía en reparar los desperfectos con esportillas de piedras y con vigas.
También entre los nuestros hay buenos tiradores, no de cañón, porque nuestras bombardas se quedaron sin voz, sino de fusil, sobresaliendo entre todos el famoso Chepa de Montalbán.
En mi andamio está y en la aspillera junto a la mía; que no obstante ser teniente de caballería, trabaja como un fusilero. Es un perfecto jorobado, es decir, casi enano, con corcova delante y atrás. La enorme boina que cubre su cabezota le da la apariencia de un hongo. Su barba es rala y sus ojos exudan bilis.
Está al acecho de dos piezas que el enemigo tiene situadas a pocos metros, entre los escombros del arrabal. Chepa está retrepado en la tronera; empuña buen Remington y atisba por entre la raja de la aspillera. En cuanto asoman los servidores de la pieza, Chepa les pone los puntos, y de cada tiro un hombre en tierra. Es tanta su destreza, que en el acto de estar cargando un cañón, y estando abierta la recámara, metió una bala, inflamando la carga y produciendo heridos y muertos. ¡Qué satisfacción la suya! No ya la del que obra en legítima defensa, sino por el placer de hacer daño.
Cuentan las crónicas de Indias que allá en la batalla de Xaquixaguana, así cuando vio Francisco de Carvajal el campo real, pareciéndole que los escuadrones venían bien ordenados, dijo: Seguramente el diablo o Valdivia está entre ellos; porque era notoria la pericia táctica del conquistador de Chile; evocación histórica que viene a cuento, porque en nuestro campo contrario era famosa la puntería de Chepa, como se verá por un detalle que viene después.
Como de costumbre, se reza el rosario a las siete, y después se hacen rogativas a la Virgen para que no nos abandone y nos envíe el beneficio de la lluvia para llenar los aljibes. Anochecido, el enemigo descansa y nosotros también. Vuelven a encenderse las fogatas del cerco y a oírse las alegres notas de la retreta.
Desde los puestos más inmediatos, frente a los tajos de Cantavieja, nos gritan:
—¿Carcas! Buenas noches. ¿Qué tal os va? Preparaos para ir a Valencia.
—Entregaos, que os daremos cuartel —responden los nuestros— como el portugués del cuento. No entraréis, no.
—Maricas.
—Hijos de la gran...
Y tales y tales.
Cenamos espléndidamente, porque como en la plaza quedan 300 ovejas y se barrunta ellas han de perderse, por si nos las quitan se carnea sin tasa.
Hace un viento huracanado y un frío de invierno. Los sitiadores no tienen más alojamiento que las peñas por lecho y el cielo por techumbre. Su cuartel general lo tienen establecido en una masada[3].
Día 3.- Empieza el bombardeo muy temprano. Nos vamos acostumbrando a los regalos de los cañones; y llamamos pepinos a los proyectiles. Hay quien se va a la plaza o a otro descampado, por el gusto de ver venir una bomba; yo también hago la prueba, que no resulta tan peligrosa como parece. Vese un pequeño bólido que hiende los aires con su penachito de humo; que cae en tierra y explota abriéndose como una granada. De ahí su otro nombre. Como uno tenga la precaución de echarse de bruces al verle caer de cerca, sale indemne, porque los cascos se despliegan en abanico. Por esto habréis leído que en los sitios de Zaragoza y de Gerona, se avisaba con un tambor la caída de uno de estos aerolitos, para que los que estaban distraídos se espatarraran en el suelo; así se comprende también que los gaditanos se rieran de las bombas francesas el año 12.
Parece mentira; pero en los tres días que llevamos de bombardeo no hemos tenido ni un herido ni un contuso.
Como entre nosotros abundan los aragoneses, los muchachos se divierten improvisando coplas de jota; pero es una jota triste, porque no hay mozas a quien dedicarla y está jaleada por tiros y cañonazos.
Me acuerdo muchas veces del pobre Morinchón y de su Delenda est Cartago. Empiezo a entrar en cuidado. ¿Qué pasará, Dios mío? Capitular, bien; pero si logran sorprendernos antes... Tanto como la angustia me ahoga el calor; ¡qué lástima de la Alameda de Valencia y de los baños del Cabañal que me pierdo por hacer el héroe en los muros de Cantavieja! Peor castigo no podía desear mi madre para este hijo pródigo.
—Pelillos a la mar —me dice un veterano filósofo, fumando su pipa, con el que pego la hebra de firme y le hago confidente de mis cuitas—; cuidémonos de las balas, que de los cuchillos no hay cuidado. Cantavieja es inexpugnable, así vengan cien mil demonios sobre ella. Capitularemos, ¡qué duda cabe! Plaza sitiada, plaza tomada; pero hay que resistir para hacernos valer. La vida de nuestros jefes garantiza las nuestras; buen cuidado se tendrán estos de capitular en el momento oportuno; ¿ni qué remedio les queda, si estamos abandonados?
Me corrobora esto último alargándome un periódico que en una piedra tiró con honda un soldado y en el que se daba cuenta de la dispersión de nuestro Ejército del Centro. Weyler había batido en Tronchón los seis batallones de Gamundi y Boet, que andaban por las inmediaciones de Cantavieja; y Dorregaray pasó el Ebro, dejándonos por perdidos... En esta retirada el general carlista anduvo la enorme distancia de 100 kilómetros en cuarenta horas; para animar a su gente dijoles que iba al encuentro de una división navarra, que con cuatro cañones venía a levantar el sitio de Cantavieja.
Como la luna sale cada vez más tarde, se refuerzan los puestos y pasamos sobre las armas el primer cuarto de noche. En ocasiones se oye tan de cerca el fusileo enemigo, que nuestros oficiales salen de sus alojamientos en averiguación de lo que ocurre, temiendo que fuera atacado algún puesto o retén.
Muy de tarde en tarde, disparan un cañonazo, que en el silencio de la noche retumba como un trueno. Un aficionado carlista toca la flauta con gran primor en uno de los baluartes. Los sitiadores más próximos premian el concierto con aplausos; pero a lo mejor se ve la espoleta de una bomba que se viene encima, y calla la flauta, volviéndose a oír en cuanto se ha repuesto del susto el tañedor del instrumento.
Día 4.- Está lloviendo desde media noche, y el enemigo debe de haberlo pasado muy mal, porque desahoga su mal humor azotando la plaza a tiros y cañonazos. Para resguardarse del frío y de la lluvia ha improvisado un pueblo de chozas que llaman Cantajoven; pero, como siga el temporal, eso no será una población, sino un acuarium.
Es muy posible que la compasión pública no se de cuenta exacta de lo que significa el mal tiempo para un ejército en operaciones. La lluvia en la guerra abate el ánimo, acongoja el espíritu. El cielo, como una bóveda negruzca, se apesadumbra y cae deshecho en agua; unas veces con furia de enemigo y a ratos mansamente, cual si tomara alientos para otra acometida. La trinchera comienza a ponerse resbaladiza, y pronto es una balsa, en la que chapotean los centinelas; los pobres se cubren la cabeza con las mantas, ocultando el fusil, el amigo inseparable, que hay que preservar de la humedad.
El piso del campamento se enfanga con el lodo, y ya no se podrá dormir echado hasta que el sueño rinda y no se detenga en barro más o menos. Tampoco se podrá cocinar al aire libre; la leña, húmeda, se niega a arder, y los rancheros, de rodillas, apoyadas las manos en la mojada tierra, soplan y lloran, no sólo por el humo que ennegrece sus ojos, sino porque la olla no cuece...
El servicio avanzado se refuerza; no se ve a veinte pasos; un telón de agua, que unos minutos cae vertical y otros sesga el viento, borra del todo las sinuosidades del terreno. Y así llega la noche, y la tropa nombrada de trinchera entra en la zanja junto al parapeto, con agua a la rodilla. Y llega la aurora, y una luz gris sustituye a la claridad del día; la diana, alegre cuando precede al sol, tiene sonidos de tristeza acompañada por el sordo rumor de la lluvia. Ya nadie se preocupa de mojarse más o menos; no hay nada seco. Se come el rancho por vivir, por tener fuerzas, no porque apetezca; se duerme en el charco, porque ante el sueño nada se resiste. No hay enfermos, porque no hay sanos; todos tiemblan, todos tienen frío.
«A mal tiempo, buena cara, muchachos», dicen los oficiales para animar a la tropa; y los muchachos sonríen con sus caras llenas de churretes de lodo, sus trajes pegados al cuerpo y reluciendo de agua. No tocan las músicas la marcial retreta; no se oye guitarreo junto a las cantinas; no se escucha más que el incansable llover, siempre igual, siempre desesperante, y algún juramento lanzado por un cristiano que resbala y cae sobre la charca.
Es preciso ver todo esto, siquiera sea con la imaginación, para comprender lo que significa la noticia del mal tiempo en la guerra...
Abonanza, y el enemigo adelanta el tren de batir haciendo estragos formidables en la muralla y en el casco de la población. El rebote de tanta metralla ocasiona las primeras víctimas del sitio: dos heridos; el uno en un brazo, el otro en una pierna. Se les lleva al hospital de sangre y los físicos resuelven que procede la amputación; pero tropiezan con el magno inconveniente de no tener aparatos de operar. Esto da idea de lo mal servidos que están nuestros servicios castrenses; todos los batallones tienen cura, pero ninguno médico.
A las dos de la tarde, el gobernador Albarrán, previas las formalidades de parlamento y suspensión de hostilidades, envía un oficial sanitario al campamento enemigo con una carta al general en jefe, en la que, invocando sentimientos de humanidad, pide que las baterías respeten el hospital de sangre y envíe, por gracia particular, un botiquín de cirugía para amputación. Jovellar se hace el farruco; expresa al parlamentario que la última petición no está dentro del derecho de la guerra, y en cambio da ocasión a treguas que contrarían sus propósitos de atacar rudamente hasta lograr la rendición de la plaza; pero, al fin, accede a la demanda.
Dada su embajada, se entabla el siguiente diálogo entre el emisario carlista y los ayudantes de Jovellar:
—Deben ustedes tener un frío horrible estando al raso con tan mal tiempo —dice el carlista.
—Bastante —le contestan—. El agua está pesada; quiere sin duda desquitar a ustedes de la que les hemos cortado.
—Verdad; mejor les vendría el sol, aunque también aprieta.
—Las boinas deben de preservar poco del sol —observa otro de los edecanes.
—Muy poco; hacen caer el pelo —responde el carlista descubriendo una calva magna.
—Bien se conoce por la muestra, camarada.
—Es que estoy calvo de estudiar...
—Hermoso defecto; ¿y qué es usted?
—Soy veterinario.
Es decir, que un veterinario hacía de médico cirujano en Cantavieja. De todos modos, Jovellar dispuso que dos oficiales de Sanidad militar fueran con el enviado a la plaza, a entregar lo pedido.
El intermezzo es divertido. Acompañando a nuestro emisario, que está de vuelta, llegan a la puerta dos oficiales de Sanidad militar, y allí se les venda los ojos por pura fórmula; porque yo, que estoy entre la gente que les abre camino, observo que los tapados andan sin tropiezo y sortean sin lazarillos los obstáculos de las calles.
Llegados al hospital se les quitó la venda, y allí harían entrega del material, previo recibo: otra vana fórmula también que ha determinado el viaje de los sanitarios. Se les vuelve a vendar los ojos y se les acompaña afuera.
Durante la tregua, sitiados y sitiadores se asoman al descubierto, hablándose y preguntándose algunos por amigos y parientes. ¡Cosas de las guerras civiles! Lo más chusco es una voz que desde la muralla pide al general Esteban unos cigarros, de parte de Albarrán. Esteban, que es amigo particular del gobernador carlista, de cuando era éste coronel de Ejército, le manda algunas brevas de su petaca y un cajón de habanos de parte de Jovellar...
Tropiezo con mi veterano filósofo, comentamos el incidente, y me dice:
—Esto no sucedía en la guerra de los siete años. Tigres y leones se arañaban de firme y se hacían guerra sin cuartel. ¿Etiquetas entonces? Los recaditos entre Cabrera y Pardiñas eran para desafiarse cuerpo a cuerpo en el campo de batalla. Además, al que le toque el guante que se lo chante; ¿porque se gangrenen una pierna y un brazo vamos a descubrir al enemigo la vergüenza de nuestros recursos, y, sobre todo, vamos a dejarle que nos espíe a sus anchas? ¡Caro vamos a pagar este parlamento!
El veterano fue zahori. Arriada nuestra bandera blanca, el enemigo prosiguió el fuego con mayor intensidad que antes, y ocurrió un caso singular. Detrás de la puerta, abarrotada de vigas y tablones, acostumbraba reunirse un grupo de gente a la hora de la sombra, por creerlo el sitio más seguro. Formaba aquel lado ángulo recto con la muralla, y no le enfilaba ningún fuego. Era naturalmente imposible que por allí viniera una bala, como no fuera una bomba por elevación. Pues esta bomba vino, y con una precisión tan matemática, que cayó sobre el grupo que allí estaba descuidado; señal evidente que el aviso partió de los parlamentarios enemigos.
Resultaron varios heridos y dos muertos, entre estos el corneta de Villafranca, el Inútil de Dorregaray. Al pobre muchacho le llevaron a enterrar, dejándole el cornetín y la cruz que le dieron en Cantavieja. Un responso y una bendición fueron todas las exequias fúnebres del pequeño héroe. Yo asistí a su sepelio, y como estaba enterado de la historia del muchacho, me condolí de su suerte, reflexionando que estuvo a las duras y no a las maduras; es decir, en la arrebatiña de bollos no atrapaba ninguno, y la muerte la hacía en él. ¡Triste sino de muchas criaturas!
Día 5.- Toda la noche hemos visto al gobernador taciturno recorriendo la muralla, enterándose de los boquetes que ha hecho la artillería.
Al toque de diana se nos hace ir formados a la iglesia, a que nos confesemos, señal cierta de que la catástrofe se avecina. Varios capellanes castrenses nos aguardaban en los confesonarios. Uno de ellos sube al púlpito y hace la aplicación de las doctrinas de Jesucristo, todas dulzura y mansedumbre, a los deberes militares, todo energía y bravura. La tropa escucha silenciosa aquellos conceptos, en que el matar y el morir por la causa, se sobreponen a los mandamientos de la ley de Dios. El páter, soldado, no puede sustraerse al recuerdo de sus campañas, y comunica a su plática piadosa algo sonoro y marcial como el tintineo de las espuelas.
La confesión es rápida. En los pecadillos mundanos se roza apenas. Los capellanes conocen muy bien en qué puede pecar un soldado; son indulgentes, y no incurren en la falta de pesadez. En campaña la absolución es colectiva y la bendición coge desde la punta de vanguardia hasta la extrema retaguardia. No es preciso llegar al tribunal de la penitencia; el buen cura se contenta con que se llegue a las posiciones del enemigo. Un breve responso al romper el fuego, cuando las balas preludian la sinfonía; una bendición de cabeza a cola de la columna, y ya lleva uno todos los requisitos y el pasaporte espiritual.
Y, sin embargo, ¡qué grandeza tiene ese perdón bajo la inmensa bóveda del cielo y en el mismo lugar donde se mezclan la muerte y el valor!
No se comulga porque, ni aun partiéndolas en cachos, hay sagradas formas para todos. Luego, a la salida del templo, tomamos la mañana con aguardiente con pólvora, que es un botafuego; y a la hora del rancho nos dan vino a discreción. Síntomas son todos estos de que vamos a entrar en el desenlace del sitio...
El enemigo reconcentra los fuegos de las baterías en la casa esquina a la muralla, y hace todo el día descargas por salvas para abrir la brecha que le indique el sitio del asalto; camino cuajado de peligros, estrecho y difícil, cobijado por las negras alas de la muerte, pero camino al fin. Nuestros ingenieros están alerta, y todos les ayudamos a formar barricadas con sacos de arena, piedras y vigas en punta.
Llega la noche y en el campo enemigo no se ven fogatas ni se oyen toques de banda. Nuestros oficiales recorren los puestos y encargan suma vigilancia, porque este silencio es sospechoso. Se refuerzan los puntos vulnerables, que son la muralla de los cinco pisos de aspilleras y el chaflán de la casa aportillada.
La chusma va armada hasta los dientes. Algunos no se fían de su bayoneta y fusil, y se ponen una navaja en los ríñones, a estilo matancero. Yo me conformo con mi provisión de cartuchos, y aguardo los acontecimientos.
Hay algo que oprime el ánimo en esta clase de emboscadas. Afrontar el peligro, la muerte, aunque sea en campo abierto, es lance de la guerra que enardece; pero luchar en la oscuridad, clavado al boquete de una aspillera, siempre con el temor de que el enemigo se cuele y le coja a uno entre la espada y la pared, es horripilante. Tales consideraciones se agravan en el asaltante; este ha de venir a pecho descubierto; avanzar entre una rociada de balas invisibles; llegar a la brecha, subir y después entrar, lo cual supone tres riesgos de muerte: ataque, escalo y asalto.
Sea como fuere, el vino con que se les hinchó todo el día, tenía a los defensores de Cantavieja convertidos en unos titanes, dispuestos a aplastar a cuantos asaltaran la plaza.
No tardó en llegar la prueba.
A esto de las ocho y media, en la oscuridad más completa, un cañoneo general y fuego de fusilería desde toda la línea, sobre la brecha, anunciaron la intención del enemigo; luego un punto de silencio y a poco sus cornetas que anuncian un falso ataque por el flanco derecho para desviar la atención de la columna asaltante, que silenciosa, sin disparar un tiro, avanzaba hacia la brecha.
Venía en dos fracciones. Brava, resuelta y decidida, adelantaba la primera, sufriendo con indiferencia estoica el chaparrón de balas que se les vino, cuando los de adentro se apercibieron del movimiento. Llegan al pie del codiciado paso; pero lo áspero de la rampa formada por los escombros, y los sacos y fuertes vigas colocadas en puntas, que obstruían la entrada, les hace comprender las dificultades de la empresa. No se arredran por esto; intentan montar la brecha, pero inútilmente; el vivo fuego del contrario desde la quíntuple línea de aspilleras, no menos que las piedras y objetos inflamados que arroja, les obliga a retroceder, y a que entre de tanda la otra media columna, ya aprestada a veinte pasos del muro.
Hay un momento de vacilación entre los defensores de la casa, que es el centro de aquel infierno; ya van a cejar, cuando aparece un hombre con una tea en la mano y les grita: —¡Cobardes! Aún no han entrado; ¿por qué huís? Todos se rehacen, forcejean con las bayonetas, y mientras unos arrojan camisas embreadas, otros con grandes piedras aplastan a los asaltantes.
De tan poca cosa dependió la salvación de dos mil vidas; si no es por esto, las tropas entran aquella noche en la plaza, y antes de que se cumpliese el novenario de la muerte de mi gran amigo Morinchón, le iba yo hacer la visita de ultratumba...
El resto de la noche se pasó sosteniendo el fuego los defensores con las tropas replegadas en el arrabal, a la distancia de veinticinco metros.
Día 6.- Conjurado el peligro, cundió en la plaza la noticia de que los jefes superiores estaban reunidos en consejo, en los sótanos de la iglesia, discutiendo los términos de la capitulación. Comprendían, y comprendían bien, que Cantavieja no tenía condiciones de defensa, que nadie de afuera nos ayudaría y, sobre todo, que si de la primera habíamos librado, caeríamos a la segunda o a la tercera embestida.
Izóse bandera de parlamento y el gobernador salió a conferenciar con el enemigo. Los soldados que se dejaban ver en las posiciones avanzadas ya no lanzaban chirigotas, sino que contemplaban las murallas con el religioso respeto que infunden el valor y la muerte que tras ellas se parapetaban. La capitulación se firmó sobre un cajón de municiones delante de una de las baterías de brecha. Acordada que fue, nos hizo saber nuestro jefe que cuantos, por una u otra causa, no quisieran entregarse, se fugaran como pudieran. A ninguno le pasó por las mientes hacerlo, porque para entonces no se habían inventado los aeroplanos, y ello equivalía a exponerse como palomas en campo de tiro; pero el famoso Chepa, que bien sabía que para él no había de haber cuartel, preparó la fuga.
De qué medios se valdría, ni qué camino tomó, no ha llegado a mí noticia; quizás como un íncubo volaría por las nubes en un palo de escoba, y nadie le vio. Ello es que se fugó, y dio la gran desazón al invasor cuando preguntó por él para sentarle la mano; a bien que el Cuasimodo de Montalbán las pagó todas juntas, días después, cuando incorporado a las fuerzas de Madrazo fue sorprendido con estas, en su mismo pueblo, y fusilado como un facineroso.
Volvió a la plaza Albarrán, acompañando a Martínez Campos, seguido este de un solo ayudante. Con su eterna sonrisa, el general vencedor nos miraba a todos y por un momento creí que se fijaba en mí.
—Mi general —estuve por decirle, acordándome del episodio del Raimundo Lulio— sálveme usted.
Pero don Arsenio no me conoció sin duda, pasó de largo y haciéndose conducir a la cárcel, lo primero que hizo fue dar libertad a los prisioneros y rehenes de Cariñena y otros puntos.
Ido Martínez Campos, y hasta tanto se hacía la ocupación por el contrario, la intendencia echó la casa por la ventana, repartiendo a porrillo tabaco y alpargatas a los voluntarios. Algunos se amotinaron, pidiendo también el reparto de las pesetas; pero se les hizo saber que las cajas estaban vacías; no hay duda que lo estarían, después que entre cuatro o cinco las limpiaron. Las otras cosas sustanciosas de que estaban abarrotados los almacenes, incluso las ovejas, que en gran número quedaban, no hubo más remedio que dejarlas a disposición de la Administración militar del enemigo.
Una de las bases de la capitulación era que quedaban prisioneros toda la guarnición, los diputados a guerra y el personal afecto a la intendencia y parque; los jefes y oficiales, bajo palabra de honor, en libertad con residencia a elegir, y los individuos de tropa presos a los depósitos, hasta que les correspondiera ser canjeados, si la guerra continuaba.
Con esto, cada cual fue haciendo su petate para desalojar Cantavieja, y a eso del mediodía, comido el primer rancho por tirios y troyanos, un batallón de cazadores vino del campamento a la explanada frente a la puerta. A la voz de firme y tercien armas, las fuerzas sitiadas desfilaron ante él, a tambor batiente, a cuyo tiempo las baterías del cuartel general celebraron el triunfo con una salva de veintiún cañonazos.
Luego que los prisioneros hicimos pabellón de nuestras armas, nos arrearon en montón camino de Morella y Vinaroz. El vecindario de esta población nos recibió a naranjazos y pedradas, porque meses antes habían entrado allí los carlistas y cometido mil atrocidades. Recuerdo que nos gritaban: ¡Lladres de la religió!, que una vieja me arañó en la cara y que un soldado me arrancó de aquella arpía.
Nos encerraron en la plaza de toros, donde abrevamos en las carricubas de regar el redondel, y enseguida a embarcar en tres vapores de guerra que nos estaban esperando.
Nos metieron en el sollado, como si fuéramos negros, y hasta llegar al Grao de Valencia no respiramos aire libre. Por fin, vinieron órdenes de Madrid de que se nos trasladara al castillo de la Mola, de Mahón, y en él estuve hasta que acabó la guerra y me dieron pasaporte.
Si algún día estoy de humor les contaré a ustedes los lances de este cautiverio, que también tienen su miga.
Y pues he llegado al fin de mi relación, séame lícito terminar con otra cita de aquel Cieza que puse en el comienzo:
«... mi escritura no se hace solamente para dar contento a los presentes, sino para satisfacer a los que han de nacer en el tiempo futuro; cuando las escrituras se hacen, muchas cosas los escritores dejan de poner por parecerles menudas; mas después, andando los tiempos se tienen por grandes, lo cual por mí mirado, en el curso de nuestra historia no busco estilo subido ni adornado de ornato, pues conozco mi facundia cuan poca es y mi mano ser muy escambrosa; pero a lo menos precieme de decir la verdad, con la cual satisfago bastantemente a mi honor allegándome a la sentencia de Tulio, que dice que para escribir no es menester orar, ni más que componer la escritura cierta y verdadera» (Op. cit.,cap. 137).