VI

EL comandante Morinchón era un hombre bien parecido, que tenía a gala cantar las cuarenta, por más que aparentaba menos edad. Así como en la mesa del banderín me trató de usted, al recibirme en su alojamiento me tuteó, y yo, en lugar de ofenderme, se lo agradecí. Quiso que le contara mi historia, y aunque él no me contó la suya por el momento, como la supe después, la pondré ahora para completar su retrato.

Pertenecía a una buena familia de Zaragoza. Para gozar de un pingüe beneficio eclesiástico a ella anejo, sus padres le hicieron entrar en el Seminario. Morinchón aprendió humanidades y teología y se hizo un consumado latinista, pero no le tiraba la carrera y antes que ser un mal abate, renunció a la capellanía. Viajó algo por el extranjero y regresó a Zaragoza, donde vivía como un hidalgo, a expensas del hermano mayor.

Pero el mayorazgo vino a menos y el segundón llevaba vida precaria. Por este tiempo estalló la guerra civil, y Cavero, paisano y amigo de Morinchón, le brindó con un puesto de oficial en las filas carlistas. Vino Dios a verle con esta oferta; fue al Norte, se portó como bueno y a los dos años, ascendido a comandante, pidió el pase al Ejército del Centro, para moverse en su tierra y estar entre sus paisanos. Era uno de tantos militares improvisados, procedentes de los salones de la aristocracia, pero que había tomado en serio su papel, figurando en primera línea por su pericia, su táctica y su valor personal.

Esto lo sabían bien sus camaradas; pero a simple vista la impresión que causaba Morinchón con la bondad que se retrataba en su semblante, con las gafas que traía puestas y con su lenguaje erudito y académico, era la de un canónigo de la Seo que se había dejado crecer la barba e iba vestido de comandante carlista. Los dos años de Seminario habían impreso sus huellas, como en blanda cera, en este hombre que, a vivir un siglo atrás, hubiera colaborado en la Enciclopedia. Se las daba de volteriano, pero en el fondo era un creyente.

Dicho queda que tenía cuarenta años, es decir, que casi me triplicaba la edad. Por esto, y por ser mi comandante, me tuteó de buenas a primeras, como también he manifestado.

—Me encuentras traduciendo —díjome sin levantarse—, ¿sabes qué? Un libraco latino. ¿No es verdad que es rara ocupación en un militar en campaña? Yo recurro a ella cuando no tengo nada que hacer, porque no comprendo un militar ocioso; el arte es el descanso del pelear. Tú debieras ayudarme en esta labor, y así lo pensé cuando te oí decir que eras estudiante. Ante todo, ¿sabes latín?, ¿sabes francés?

—Tengo aprobadas estas asignaturas —contesté sin soltar prenda.

—Verás por qué te lo pregunto: Ando divertido traduciendo de primera mano De Bello Gallico de César; sus Comentarios de las Galias, como suelen llamarse. Me encanta esta obra, porque como yo también pienso escribir mis memorias, aprendo en estos comentarios, a todas luces muy estimables. Son naturales, castizos y bellos; desnudos de todo adorno en la dicción, como de atavío superfino. Verdad es que habiéndose propuesto él juntar materiales para los que quisieran escribir historia, podrá ser que se lo agradezcan los necios que piensan engalanarlos con bucles: Julio se muestra en ellos lo que fue en toda su vida; César y sin rival. Razón tienen, Tácito en llamarle Summus auctorum divus Julius y Cervantes cuando le titula «capitán prudentísimo, animosísimo, valentísimo». No cabe duda que las mejores historias son las que se escriben por quienes las vivieron y actuaron en ellas de uno u otro modo... Pero mi labor es lenta, porque traducir del latín no es cosa fácil. Muchas son las buenas traducciones castellanas de los Comentarios; pero esto no me desanima, y aun hago caso omiso de ellas, para no incurrir en imitaciones; tanto es así, que para el cotejo me valgo de la versión francesa del príncipe Luis Napoleón, o Napoleón III, pues has de saber que el vencido de Sedán tradujo también a César. Y en verdad que sólo un militar puede desmenuzar tantas partes de máquinas de guerra, explicar la forma de tantas evoluciones, dar el pormenor de las fortificaciones, describir la manera y circunstancias de las marchas y contramarchas, deslindar los campamentos, estancias y reales. En resumidas cuentas: tú serás colaborador en esta forma: me traducirás de viva voz al castellano los Comentarios en francés, mientras yo leo sottovoce mi versión del original latino.

¡Qué confusión la mía! Hube de confesarle que mis conocimientos del francés no daban para traducir de corrido.

—Debí haber previsto tu respuesta —repuso benévolo el comandante—, porque a mí me ocurrió lo mismo, cuando hube de necesitarlo. Esto fue en París. Quise ayudarme con traducciones francesas y me encontré con que el francés que me enseñaron no me servía de nada. Tuve que aprenderlo de nuevo para ganarme la vida con él. Así pasa con casi todo lo que nos enseñan. Nos envanecemos con el título de bachiller, de licenciado o de doctor, cuando ellos no son más que la iniciación de aquellos estudios que mejor se adaptan a nuestras aficiones o aptitudes personales. Las carreras literarias son un lujo que a muy pocos resuelven el problema de vivir. Ahí tienes dos ejemplos prácticos: un bachiller como tú, que se escapa de casa y tiene que apencar al chopo; y un teólogo y humanista como yo, que al verse arruinado tiene que recurrir al chafarote...

Esto era hacerme muy poco favor, porque era tanto como decirme que sentaba plaza por no servir para nada; pero como él se ponía en la cuenta, me di por desagraviado.

—Sí —continuó el disertante—, nuestras Universidades clásicas debieran modernizarse con Facultades de Ingeniería y de Comercio que son las que forman los ejércitos del trabajo. Por no suceder así, salen de las Escuelas, aun de las Superiores, jóvenes sin otras iniciativas que solicitar del Estado una sinecura o prebenda, más o menos disimulada. Todo se resuelve en un concurso de funcionarios y empleados, con la agravante que todos quieren ser generales, ninguno soldado. Los españoles tenemos extraordinaria disposición para todo, pero somos víctimas de nuestra inferioridad de medios educativos y de instrucción. De ahí resulta que en vez de tener arraigada la convicción de que cuanto hayamos de conseguir, en bien o en mal, es resultado positivo y lógico de nuestra propia voluntad, hallamos comodísimo hacerlo derivar de la suerte, de Dios o del Gobierno. Hoy se requiere algo más que la enseñanza elemental y técnica. Ahí tienes el foot-ball de los ingleses, que puede servirte de ejemplo para que compares un método con otro. Los españoles jugamos a la pelota mano a mano; los ingleses, aun jugándola con los pies, ponen el concurso de todos los esfuerzos de la habilidad y de la fuerza para asegurar el éxito, en lucha contra un equipo... A otra cosa; ¿tú eres carlista de veras?

—Sí, señor —contesté categóricamente, faltando a la verdad, porque en aquel entonces yo no tenía ninguna convicción política.

—Vamos a ver, explícame la Ley Sálica, porque ya sabrás que todos los derechos de don Carlos VII derivan de la interpretación que a aquella se dé.

Otra vez me vi turulato, porque con toda mi Historia de España de bachillerato, no podía precisar qué fuese la Ley Sálica.

—No me extraña tu silencio —añadió el comandante— porque de cada cien diputados de Madrid, los noventa y nueve tampoco lo saben. Gracias que se hayan enterado muy por encima a fuerza de machacarles los oídos Nocedal, y Aparici y Guijarro. Tú habrás leído los discursos de este último.

—Sí, señor —volví a contestar como un doctrino. Esta vez sin mentira, pues con tanto oírlo citar en los periódicos, érame familiar el nombre del leader del carlismo en el Parlamento, y aun había leído algunos de sus famosos discursos de la Constituyente del 69.

—¿Te han convencido sus alegatos en pro de los derechos de nuestro Rey?

—La verdad, mi comandante —respondí avergonzado de tanto monosílabo—, como el estilo de Aparici es tan florido, más me he fijado en las flores que en las razones.

—Muy bien dijiste; pero pues estamos en esto, he de confesarte que a mí no, por lo que toca a la Ley Sálica. ¿Cómo negar la real potestad en la nación de una Berenguela, de una María de Molina, de una Isabel, sobre todo; hembras que gobernaron mejor que muchos varones? Pues si la supradicha ley se hace derivar de Francia, por lo que nuestro primer Borbón la adoptó para su sucesión hereditaria, tampoco es verdad. Oye esta cita que tengo apuntada, precisamente por ser poco conocida, y que es nada menos que de Shakespeare.

—¡Shakespeare! —exclamé satisfecho de pisar al fin en tierra firme. Y con aire pedantesco añadí—: el autor de Otelo, de Hamlet, de Romeo y Julieta...

—Basta —interrumpió el comandante—. Eres un buen loro de Retórica. Además, tú no acertarás la obra a que voy a referirme, porque no es de las que se representan. Es el Enrique V, en la escena segunda del acto primero.

»Habla el arzobispo de Canterbury. "Los derechos de vuestra majestad al trono de Francia no encuentran otro obstáculo que este principio que se hace remontar a Faramundo: In terram salicam mulieres ne succedant; en la tierra sálica no heredan las mujeres. Los franceses sostienen sin razón que esta tierra sálica es el reino de Francia, y atribuyen a Faramundo esta ley que excluye a las mujeres; y, sin embargo, sus propios autores afirman, sin dar lugar a dudas, que la tierra sálica está situada en Alemania entre el Sahl y el Elba. Allí fue donde Carlomagno, después de subyugar a los sajones, dejó una colonia de franceses que, descontentos de las mujeres alemanas, a las cuales creían tener qué echar en cara, instituyeron la ley en cuestión, a saber: que ninguna mujer heredaría en tierra sálica. Ahora bien...". No leo más —prosiguió Morinchón soltando el cuaderno de notas de que había echado mano—, porque el texto es tan largo como empalagoso; un pegote jurídico que desdice del buen gusto del gran dramaturgo, pero que de todos modos es sumamente instructivo.

—¿A la cuenta le ha convencido a usted el texto shakesperiano? —pregunté.

—Es verdad.

—Entonces ¿por qué defiende usted la causa antisálica? —me atreví a argüirle.

—Joven, te lo diré en latín para atenuar la palinodia: Video meliora, deteriora sequor... Pero ya es hora de que hablemos de cosas del oficio. Sentaste plaza de voluntario. ¿Te has dado cuenta de lo que has hecho? ¿Sabes en qué berenjenal te has metido? A ti te habrá entusiasmado aquella máxima de Napoleón el Grande: cada soldado lleva en su mochila el bastón de mariscal; pero esto es como sacar el premio gordo de Navidad. A lo que debes atenerte es a las privaciones de campaña, a las fatigas de las marchas, a las caricias de las balas. No te creo apto para tan rudas pruebas; pareces muy señorito. Estás a tiempo de volverte atrás. Si quieres ir a Valencia te haré puente de plata, es decir, te daré dinero para el viaje si lo necesitas.

—No, muchas gracias, mi comandante —repuse con energía—. A lo hecho, pecho. No me vuelvo atrás, sobre todo habiendo encontrado un jefe tan bueno y tan simpático como usted.

—Gracias por el piropo, muchacho. La verdad es que me interesas y quiero ser tu amigo. ¡Lástima no estemos a principios de la guerra; que si no, te hacía sentar plaza de oficial, como el general Cavero hizo conmigo! Ahora no puede ser; los batallones están organizados militarmente y los veteranos no se dejan mandar por un bisoño. ¡Tan siquiera sabrás el manejo del fusil!

Contesté que en mi vida había disparado una escopeta.

—Esto se aprende pronto —añadió Morinchón—, mayormente cuando el arma que te darán será un fusil de chispa, porque escasea el armamento, y los pocos Berdan y Remingtons se reservan para los buenos tiradores... Ahora, en confianza, le voy a hacer otra proposición. La vida militar presenta dos fases distintas: la vida de oficina y la de campaña. En la una se come la sopa boba, se está a la mira de los acontecimientos, se papelea con prudente reserva y se consigue el ascenso sin imponerse sacrificios de ningún género; en la otra se trabaja de firme, se expone la vida y se consigue menos. Algo por el estilo de lo que acontece también en la milicia religiosa. A este propósito quiero contarte una anécdota de un jesuíta de La Veruela, noviciado aragonés a la parte de Tarazona. Me estaba enseñando el padre la galería de retratos de los generales y sabios de la orden: "Este es san Ignacio —me decía—, este san Borja; o este Suárez, y el otro Salmerón...". Frontero a estos primates había un lienzo que representaba los jesuítas martirizados en el Japón. "Estos son los tontos de la orden —me dijo el jesuíta—; es decir, tontos en la tierra, pero santos en el cielo...". Moraleja: que a ti te convendría sentar plaza de tonto y no de héroe. En casi todos los pueblos importantes que ocupamos hay lo que se llama depósitos: una aglomeración de parásitos, con la sola obligación de pedir las raciones y la paga y ocupar un alojamiento. Esto debías hacer: quedarte en Cantavieja en cualquier oficina de la Intendencia o de la Diputación, y dejar que otros batan el cobre; porque te advierto que de un momento a otro nuestro batallón saldrá de operaciones. Esto debes decidirlo ahora mismo, y si te resuelves, interpondré mi influencia.

—Y usted, mi comandante, ¿irá con el batallón?

—¡No faltaba más! Yo amo la guerra por deporte.

—Pues entonces iré donde usted vaya.

—Veo que eres un barbián dispuesto a todo. Pues no hay más que hablar: sabe que perteneces a la compañía que manda el capitán Gouvión, zuavo francés. Preséntate en su alojamiento, y dile que vas recomendado por mí. Conque adiós, y hasta cuando tú quieras.

Acto continuo averigüé dónde vivía mi capitán, y le encontré en casa. Era un francés pur sang; alto, rozagante, cabello rubio, ojos azules y cutis sonrosado... Era de alguna más edad que Morinchón, sólo que él trataba de disimularlo con unturas y cosméticos en la barba y en el cabello. Sus bigotes, sobre todo, eran famosos, con unas guías rígidas horizontales, largas y puntiagudas, a l'empereur. Pero lo más llamativo era su uniforme de zuavo: pantalón bombacho grancé, chaleco encarnado y chaqueta azul con sinfín de presillas, de alamares, de galones y de botones, en más numero que ojos tiene la cola de un pavo real. Por complemento, la boina con un borlón que le llegaba al hombro.

Me recibió como si tal cosa, y no le merecí las distinciones que a Morinchón, si bien me dijo tendría presente la recomendación del comandante. Más tarde supe su historia; pero la pondré ahora para conservar la unidad de acción.

Era un Morinchón galicano, es decir, un hidalgo bretón que de muy joven se llevó sus rentas a París, huyendo de la triste monotonía de las costas y de los bosques de la Bretaña, en los que sus ancestrales empolvaron las barras y los escudos de sus escudos. Fue ansioso de placeres; gustó de todas las dichas fáciles, amó a muchas mujeres costosas, sufrió bastantes desengaños, y un buen día sorprendióle amargamente el terrible aviso del más viejo de sus administradores. Habíanse acabado las rentas, habíanse hipotecado los viñedos; hubo que talar sin piedad los pinares macizos; estaban las vajillas de plata repujada en las casas de empeño, en la dolorosa compañía de las pesadas cadenas de oro fino, de los pendientes enormes cuajados de pedrería fina, de las espadas de empuñadura de diamantes. Sólo quedaba el viejo solar, mitad castillo, mitad alquería, necesitado de una reparación costosísima. Gouvión vendió las mil chucherías que impone la moda a los jóvenes ricos, las pocas joyas que de su ciega liberalidad le habían perdonado sus amantes, y volvió a Bretaña. Sólo le quedaban su educación y el de, que no se caía de sus tarjetas. Mientras sus parientes le preparaban un destino de categoría y de sueldo en Argelia —que ha venido siendo el Jordán que lava culpas y redime de deudas a muchos señoritos franceses, como fueron Cuba y Filipinas el bálsamo de Fierabrás para muchos señoritos españoles—, Charette, general de los zuavos pontificios, le invitó a ir a Roma. Gouvión peleó contra los garibaldinos, defendiendo el poder temporal del Papa, y enseguida contra los alemanes, cuando los zuavos se trasladaron a Francia a defender la patria invadida. Terminada la guerra franco-prusiana, los zuavos se quedaron demás por la intransigencia de su general. Thiers dispuso que se licenciaran todos los voluntarios de aquella guerra; pero quería conservar el batallón de Charette, a condición que este aceptara la República. Charette se negó, porque quería quedar libre para acudir al primer llamamiento del Papa o del Rey.

—Pero, general —dijo Thiers—. ¡Si vuestro Papa es el último de los Papa-Reyes, y vuestro Rey acaba de suicidarse con el manifiesto de Chambord!

Fortuna fue para los zuavos que se encendiese la guerra carlista de España, porque entonces don Alfonso, hermano de Carlos VII, los llamó a su lado; pero no dieron resultado; su condición de extranjeros y el orgullo de la oficialidad les indispuso muy pronto con el resto de las fuerzas legitimistas, y no hubo más remedio que licenciarles. Quedaron algunos oficiales repartidos entre los batallones de Cataluña y del Centro, y entre ellos Gouvión, con el grado de capitán.