V

AL otro día dimos vista a Cantavieja desde los altos de Mosqueruela.

No obstante su elevación sobre el nivel del mar (1.239 metros, según Coello), la villa está dominada en todas direcciones por alturas inaccesibles, siendo la más característica La Muela, nombre que indica la configuración de la pétrea mole desde la cual, en días muy serenos, se descubre el mar de Castellón.

La población está asentada sobre una enorme roca que sirve de pavimento a sus calles, y bordeada de barrancos. No se ven más caminos que los que vienen de Iglesuela del Cid por el sureste y de Mirambel por el noreste. La roca de Cantavieja aparece en medio del severo anfiteatro como un castillo de la Edad Media. Después de Morella es el punto más estratégico del Maestrazgo; un tiempo fue la metrópoli de los bailíos templarios y ahora estaba convertida en metrópoli carlista del Centro.

Cerrando la parte que el caserío dejaba abierta, corría una muralla de cal y canto con aspilleras, única defensa que por el momento aprecié, porque daba a la parte por donde veníamos. Una cuadrilla de prisioneros hechos al Ejército, trabajaba en las obras de fortificación, bajo la vigilancia de unos carlistas con bayoneta calada. Daba lástima verles trabajando como forzados mientras sus guardianes les contemplaban indiferentes, sentados en el suelo, al reparo de la sombra de los paredones.

Pocos meses antes, Lizárraga había abandonado la plaza a la aproximación de Despujols y este hizo demoler el muro del recinto. Soldados de la brigada de este, quizá los mismos que operaron la demolición, se empleaban ahora en volverlo a levantar, pues es de advertir que casi todos ellos procedían de la sorpresa de Daroca, cuya guarnición pertenecía a la división de Despujols.

En la única puerta que daba acceso a la población, estaban dos centinelas que nos miraron pasar sin decirnos nada. A juzgar por la muestra, la guarnición no debía estar sobrada de gente, puesto que se echaba mano de los inválidos para el servicio de las guardias. Los centinelas aquellos, eran dos veteranos de la guerra de los siete años, antiguos soldados de Cabrera, sin duda, pero que ahora, no pudiendo ir a campaña por sus ajes, pertenecían a la pacífica y anodina compañía de la tos.

En efecto, si bien Cantavieja era el centro de operaciones de los carlistas del Centro, casi siempre estaba desguarnecida por andar las columnas en continuo movimiento, quedando reducida a un vivero de individuos sueltos de varios cuerpos, transeúntes y convalecientes, y de inútiles y parásitos adscritos a la Diputación y a la Intendencia. Pero el mal efecto que esto me causó, quedó borrado muy pronto con la entrada que a poco de mi arribo hizo Pascual Gamundi al frente de su brigada, tan marcial y tan apuesta como cualquiera otra del Ejército liberal. Era la primera fuerza carlista que veía desfilar a tambor batiente, en columnas de compañía.

La fuerza hizo alto en la plaza de la iglesia, y como en el pueblo no había cuarteles los brigadas fueron repartiendo alojados por las casas, misión que facilita la costumbre que tienen estos pueblos de indicar en las fachadas la calidad y el número de huéspedes militares que pueden alojar, así: un jefe; capitán; dos oficiales; sargento y cuatro soldados, etc.

No gozando yo todavía de este fuero me alojé con el pañero en el parador, y entre los dos tuvimos este diálogo, a la hora de comer:

—Pienso quedarme en Cantavieja —dije a mi amigo.

—¿Pero es de veras que va usted a sentar plaza?

—Pues no faltaba más: después de haber andado tanto ¿iba a hacer el viaje en balde?

—Comprenda usted que va a tirarse a un pozo y vuélvase atrás.

—Si lo oye Gamundi, le manda fusilar porque le quita un voluntario.

—Pero si me oyeran en casa de usted, me bendecirían. ¿Quiere que le cuente la bola del hijo pródigo tal como se la he oído contar al abad de mi pueblo?

—Parábola querrá usted decir. Pero bola se dijo, dejémosla que ruede...

A este punto se oyó el ruido de una cabalgata en el empedrado del zaguán. Era Gamundi con su escolta que venía a alojarse en el principal del parador. Desde mi observatorio vi al general apearse del caballo, acariciarle, y recogiendo luego el chafarote subir las escaleras acompañado de algunos jefes superiores. Gamundi era un veterano de la otra guerra, un viejo de sesenta años, bien conservado, delgado y con bigotillo y mosca.

Casi al mismo tiempo irrumpieron en el patio un pelotón de mozos de cachirulo en la frente y mochila al hombro, conducidos por un sargento y un cabo. El pañero díjome eran quintos que venían a incorporarse.

—¿Quintos? —le objeté—. ¿Quintos entre los carlistas?

—Así como suena. El año pasado Dorregaray decretó una leva de todos los hombres de diez y ocho a treinta y cinco años. En Chelva se logró reunir un batallón de quintos de más de mil plazas; pero como no había armamento disponible, se les hubo de dar licencia ilimitada para sus casas; porque eso sí, entre los carlistas del Centro, muchas brigadas, muchos batallones, pero pocos soldados, porque no hay armas que darles.

No me engañaba el pañero.

Acostumbrados los pueblos a no ver empleados ni fuerzas del Gobierno de Madrid, pagaban a los carlistas las contribuciones, incluso la de sangre. Se cuenta de un alcalde que al recibir la visita de un general del gobierno, le saludó como a general republicano, porque aún no había llegado a noticia del monterilla el advenimiento de don Alfonso XII. Otro fue más cuco; tenía un loro amaestrado que, según la ocasión, así gritaba «Viva don Alfonso», que «Viva don Carlos». (Histórico).

Los reclutas se esparcieron por el patio, se aligeraron de sus petates y diéronse a comprar provisiones en la posada, con gran contentamiento de la dependencia venteril, que no daba abasto para tanta gente. En medio de este desorden borreguil, entre la chupandina y los gritos de los mozos se puso una mesa adosada a la pared donde estaba la sombra, y ante ella se sentaron un comandante y dos sargentos secretarios. Se pasó lista a la mozada, y a medida que iban despachando, se les dejaba hacer lo que quisieran. No pocas veces el sargento que tomaba la filiación, tenía que levantar la voz y llamar al orden a los gritones. Entretanto, leyendo él y el otro escribiendo, bajo la presidencia del comandante, iban llenando hojas.

Testigo yo de esa escena, quise aprovechar la coyuntura para hacer mi presentación. Con este objeto, me puse detrás del último recluta que faltaba filiar y esperé turno. El acto se deslizaba plácidamente, fumando y bebiendo el comandante y escribiendo los secretarios, que de cuando en cuando se divertían tomando el pelo a los reclutas. Así se comprenderá la escena que voy a referir.

Dicho está que quedaba el último mozo por inscribir; un baturro de cachirulo y calzón corto.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el sargento.

—Qui... qui... ri...

—Aquí no se cacarea —interrumpió el sargento.

El recluta, después de un violento esfuerzo:

—Qui... qui... rico.

—Bien, Quirico. ¿Y tu apellido?

—Be... be... be...

—¡Vaya, ahora hace el cordero! —repuso el otro sargento que escribía, siguiendo la broma al primero.

—Ya, ya tenemos para un rato —añadió este.

—No... no...

—¿Cómo que no? Pues yo digo que sí —replicó uno de los sargentos.

—¿Sabes escribir? —preguntó el comandante—. Que escriba y acabemos.

Y el tartamudo puso este nombre en el papel: Quirico Benot.

Entonces me tocó a mí.

—¿Es usted recluta? —me preguntó el comandante, dándome tratamiento porque me veía bien vestido.

—No, señor; soy un estudiante que desea sentar plaza de voluntario.

El comandante me miró de pies a cabeza.

—Muy bien —repuso—. Extienda usted su filiación —dijo al escribiente.

Tuve la candidez de dar mi nombre y apellidos verdaderos.

El comandante se había levantado, dando por terminado el acto, y antes de irse me llamó aparte y díjome:

—Me intereso por usted, joven; soy el comandante Morinchón, del batallón de almogávares; preséntese en mi alojamiento.

Le di las gracias y nos separamos. Hallé al pañero en la cuadra llenando el pesebre a las caballerías, y le espeté este exabrupto:

—Salude usted a un pequeño almogávar.

—¿Qué es esto?

Como el pañero no había de digerir la parrafada erudita que suponía la explicación de aquella palabra[1], salí por la tangente diciendo:

—O lo que es lo mismo, al voluntario del batallón de almogávares. Todo está arreglado.

—Dicen que los aragoneses somos tercos, pero para tozudo usted.