IV
CUMPLIDO que hubo el cabo Mínguez, con la comisión que se le confiara y con su turno de vigilancia en el resguardo, quedó franco de servicio, a mi entera disposición. Recordamos ambos a un tiempo que Teresa nos esperaba con un excelente arroz, y dejando el Grao nos encaminamos a la ciudad.
Comida la paella, dijo Teresa a su marido que me llevara a ver el teatro y el castillo romanos, pero pareciéndome que Mínguez se hacía el remolón, sin duda porque querría dormir la siesta, yo, que estaba en ascuas pensando no se descubriera mi fuga, dije que no me hacía falta compañero, y que ya me daría maña para verlo todo. Entonces el buen hombre, agradecido a mi deferencia, me facilitó un caballejo que tenía para ir a la viña, diciéndome:
—No olvide preguntar el señorito por el algarrobo de Martínez Campos —refiriéndose al árbol, a la sombra del cual don Arsenio proclamó a Alfonso XII, sublevando la brigada Dabán; por donde un prosaico alcornoque vino a eclipsar las demás glorias saguntinas.
Salí, pues, al campo, y al verme solo y a caballo me asaltó un mal pensamiento —¡tan cierto es que un pecado llama otro pecado!—: apropiarme el animal, y hacer con él el viaje a Mosqueruela. No me detuve en barras: al primer muchacho que vi le pregunté por el camino de Segorbe; hízome dar un rodeo al cinturón de tapias con aspilleras, sistema de castramentación con que los modernos saguntinos pensaban defenderse de los carlistas, y al final me dejó al pie de un poste que decía: Carretera de Teruel.
El caballo no era ningún corcel; pero como yo le hostigaba continuamente, cumplió como bueno, entrándome anochecido en Segorbe, ciudad episcopal en la falda de dos pintorescas colinas.
Junto al palacio de Medinaceli vi la muestra de un parador, y en él entré con mi compañero, al que alojé cumplidamente en la cuadra, haciendo que le llenaran el pesebre. Una zagala, vestida como las hortelanas del Turia, me guió a una habitación del primer piso, y a mi vista hizo la cama, para que yo me convenciera de lo aseado del servicio. De vez en cuando la picara me miraba y se sonreía; pero preocupado yo con mi fuga de Valencia y la ratería de Murviedro, no pude corresponder a la amable Maritornes como ella se merecía.
Hecha la cama, le pedí recado de escribir, y sobre una mesa de pino escribí esta carta a Teresa y su marido, en los siguientes o parecidos términos:
—No pasen ustedes cuidado por mí ni por el caballo. Los dos estamos buenos, y andamos buscando los carlistas para que nos mantengan. Lleven la noticia a casa, para que se enteren y Mínguez se indemnice del animal.
Fui a dejar la carta en el correo y volví al parador para cenar.
Sirviéronme, como primer plato, un par de huevos con sebo, que yo devoré con gran apetito; luego una chuleta de vaca matusalénica y de postres, una ración de forraje, compuesta de escarola, pepino y tomate, de que di cuenta ayudándome con buenos tragos de vino, tan bien servido este, que, sin yo pedirlo el mesonero lo renovaba constantemente.
O por el sopor de la digestión, o por el cansancio de la jornada, ello es que permanecí un buen rato de codos sobre la mesa, haciendo tiempo para acostarme. En esto, se sentaron adonde yo estaba dos advenedizos, y, sin que yo les invitara, echaron un trago sirviéndose de mi vino. Repitieron esto otra vez, con lo que agotaron la jarra. Vi que el mesonero procedía a llenarla y la ponía a mi lado, como dando a entender que yo era el pagano.
—Oiga usted —le dije, harto ya de tanto abuso—, yo ya cené y tengo bastante; el que quiera vino que se lo pague.
—Mocito —gritó uno de los bebedores invitados por sí mismos—, ¿lo dice usted por mí?
—Hablo con el mesonero; pero a quien le pique que se rasque —repuse valientemente, apostándomelas con el matón.
Al ruido de las voces, los arrieros que estaban en el comedor se congregaron en torno de mi mesa, como quien va a asistir a una riña de gallos.
—Es que si lo dice usted por mí... —decía el matón, mirándome con aire de lástima.
—Sí, señor; lo digo por usted y por su compadre de usted —repliqué amostazado—. ¿ Desde cuándo acá un forastero tiene obligación de convidar a unos desconocidos, y mucho menos de que la tomen con él? Si es costumbre de la tierra, que lo digan estos señores —y señalé con ademán tribunicio a la redonda—; si es burla, no paso por ella...
Un murmullo de aprobación salió del círculo arrieril; el matón vio que eso que llaman el ambiente, no le era favorable, y mirándome altiabajo me dejó en el gallinero; pero no quedé solo, porque otro desconocido se me juntó.
—Veo que sabe usted sacudirse las pulgas —me dijo—; pero vaya con cuidado, porque esta clase de gente se venga a traición... ¿Adonde va usted? Si quiere serme franco, quizás encontrará en mí un compañero de viaje. Soy un pañero que va con una arría a Teruel. ¿Sigue usted el mismo camino?
—Casi, casi —respondí, agradecido a oferta tan desinteresada—; mi viaje es a Mosqueruela.
—Pues hasta allí iremos juntos, o hasta donde sea.
Nos dimos la mano el pañero y yo, y ambos a dos sellamos alianza fraternal.
Muy de mañana pedí el desayuno y la cuenta. Subió la zagala con un tazón de chocolate y una ensaimada encima de una jarra de leche que dejó sobre la mesa, sacando enseguida del seno con las puntas de los dedos un papelito con la cuenta. No recuerdo a punto fijo lo que me cobraban, pero sí que me asusté creyendo quedarme sin una blanca antes de llegar a Mosqueruela, si todos los mesones del tránsito eran tan careros como este de Segorbe. Me quejé al pañero y este me dijo que mi condición de jinete y el elegante terno que vestía tenían la culpa.
En el segundo día no pudimos pasar de Montanejos y el tercero de San Vicente, ya en la raya de Teruel.
Dexarevos las posadas,
non las quiero contar.
El polvo del camino y el ajetreo de la marcha nos hacían detener a cada instante en cantinas y ventorros, para refrescar las fauces y descansar las asentaderas.
Me internaba, sin saberlo, en tierras del Maestrazgo, especie de provincia aparte entre Valencia, Alcañiz y Castellón de la Plana, perteneciente un tiempo a las órdenes militares; país sumamente accidentado con más montañas que llanuras, y más piedras que árboles. Con tantas subidas y bajadas, las distancias parecen doble largas de lo que son: de este sitio al otro hay cuatro leguas largas —dice la gente del país—; ¡Dios sabe a través de qué barrancos, de qué abruptas sendas por las que apenas puede andar el caballo!
Los pocos arrieros que encontraba me miraban atónitos, pues veían un jinete serrano, vestido de señorito, ni más ni menos que si paseara por la Alameda de Valencia. Por más cierto, llevaba un sombrerito semi-cónico, una montera a lo Felipe II, artefacto muy de moda entonces entre la pollada, y como no había soltado la caña de paseo, parecería la efigie ecuestre de un principito de Velázquez.
Mi salvaguardia era el pañero de Teruel, que por trajinar cargas de bayetas, estameñas y paños comunes era práctico del terreno. Su compañía me fue harto provechosa, pues aparte que defendió mi bolsillo de las escandalosas sangrías venteriles, se avino a servirme de escudero en el resto de la jornada.
Mi estómago, acostumbrado a los melindres caseros, hízose buenamente a los comistrajos peregrinos que mi compañero aderezaba por su mano en los fogones de ventas y posadas. Guardo imperecedero recuerdo de sus huevos bobos y huevos en calzoncillos: los primeros, una tortilla de pan rallado, muy caldosa; los segundos, duros, con ensalada y ajiolio; y del indispensable ajo arriero, compuesto de bacalao sin espinas, partido en rajas y guisado con ajo espeso.
Cuando más descuidado estaba, me hacía echar la ley, con un trago de su bota, siempre llena y siempre fresca.
Como el cocinado es lo que más cuesta en los caminos, y él se lo hacía todo, ahorrábamos dinero. En punto a resistencia, jinete y cabalgadura aguantábamos perfectamente, y yo iba muy a gusto en el machito; me iba acostumbrando a la idea de que por algo se reza en las letanías por los peregrinantes, sin duda, sabiendo lo que les aguarda en los caminos de nuestra España.
Me iba acostumbrando también al polvo y a los baches de la carretera.
Todo el que haya andado por caminos reales, con los ojos abiertos, habrá tropezado muchas veces con reatas de cuatro o seis carros, marchando uno tras otro y cargados hasta los topes. Durante el trayecto por el llano o por la cuesta abajo, esos carros van hendiendo la carretera con sus llantas como cuchillos; llegan a una cuesta, y como no tienen fuerza para subirla, se ayudan unos a otros, desenganchando las mulas que hagan falta, para engancharlas en el carro que va a la cabeza. Para arrancar hacen girar a la mula de varas, iniciando con ello un bache; siguen rompiendo el camino con el enorme peso, descansan varias veces en la subida, vuelven a guiar para arrancar, iniciando un nuevo bache a cada descanso; y cuando ya el primer carro venció la cuesta, se desenganchan todas las mulas para subir el segundo carro, y luego el tercero, y después el cuarto, sembrando así la destrucción por donde van pasando.
A todo esto, lo que más me extrañaba era no ver una sola boina en todo el camino, eso que todo aquel distrito era un hervidero de carlistas, quedando como quedaban muy cerca Mosqueruela y Cantavieja, esta última cuartel general de las facciones del Maestrazgo.
Nadie diría que aquello era el foco de la guerra civil en el Centro: las sementeras crecían ufanas, las viñas apuntaban sus brotes y los pastores apacentaban sus rebaños, sin que por aquellas quebradas se viera el trasegar de partidas y de columnas. Me encontraba en la situación de ánimo de Tartarín cuando se internó en Argelia a matar leones, y no encontraba uno ni para un remedio.
En esto aparecieron los míos, es decir, las boinas por las que yo tanto suspiraba. Lucíanlas dos jinetes con arreos militares; el uno, terciada gallardamente a un lado, con borla de estambre derribada atrás, que sería el oficial; el otro, con lanza en la cuja, que sería el ordenanza. Tal aparición me produjo el efecto de un caballero andante con su escudero. Ellos en cambio me supondrían un señorito acompañado de su criado.
Fue el encuentro junto al río Linares, poco antes de llegar a Castelvispal. Según nos íbamos acercando a Mosqueruela, las patrullas carlistas menudeaban, yendo y viniendo de los fortines avanzados. Llegamos, por fin, al pueblo y el pañero me llevó en derechura a un hostal que él conocía.
Como Mosqueruela estaba considerada como plaza de armas, el hostelero fue más exigente que los otros con que habíamos tropezado en nuestro viaje.
—¿Van ustedes a quedarse esta noche aquí? —nos dijo—; no puedo recibirles si no traen la cédula personal firmada por una autoridad carlista.
Como el pañero estaba hecho a estos trotes, exhibió una que traía con este requisito; pero no hubo más remedio que ir a sacar la mía. Esta clase de pasaportes los expedían los comandantes de armas, y costaban una peseta. Me alegré de la noticia, pues eso me facilitaba el designio de presentarme ante una autoridad carlista, y sin pérdida de tiempo fui donde el comandante.
En una calle topé con la compañía de cadetes que venían de hacer ejercicio en las afueras. ¡Lo que hubiera pagado por verme en sus filas! Confiaba, sin embargo, en que pronto vería satisfecho este deseo. Iban bien equipados; lo mismo que los del Ejército, incluso los cordones de oro que se estilaban entonces en las academias militares, diferenciándose, como es natural, en la boina. Iban armados con excelentes carabinas Remington. En su mayoría eran jóvenes de mi edad, a quienes no les había apuntado todavía el bozo.
Viles desfilar, y lleno de envidia pasé a la Comandancia. Un inválido me llevó a presencia de un hombre con aspecto más de pelotari que de militar. Vestía de paisano, iba completamente rasurado a lo labrador, y llevaba puesta una boina navarra, de un vivo color rojo. Hizóme sentar y enseguida vino el preguntarme qué deseaba.
Díjele de sopetón, que presentarme para cadete del colegio militar, pues lo de la cédula lo dejaba para lo último.
—Entendámonos —replicó el hombre de la boina—, ¿viene usted a presentarse o a cubrir plaza?
Vacilé ante esta disyuntiva.
—Porque son dos cosas distintas —siguió diciendo—; para ser cadete de Mosqueruela no basta presentarse voluntario; precisan otros requisitos. «¿Trae usted documentos, recomendaciones sobre todo? ¿Es usted hijo o huérfano de jefe u oficial del Ejército Real?
—No soy más que un estudiante que viene a sentar plaza.
—Para esto están los batallones de línea. Veo difícil, por no decir imposible, su ingreso en el colegio. Se han cubierto con exceso todas las plazas, y quedan muchos esperando vacante.
—Entonces, estoy dispuesto a todo —concluí yo, cortando por lo sano—, si no puedo ser cadete, seré simple voluntario.
—Esto es sencillísimo —replicó mi interlocutor—. Cantavieja está a un paso, y allí puede usted engancharse en el banderín... ¡Así me gustan los jóvenes! Animo, qué demonche. ¿No dice usted que es estudiante? Pues acuérdese del Estudiante de Tortosa.
Se refería a Cabrera, que, efectivamente, cambió la beca de seminarista por la canana de guerrillero, y llegó a famoso general.
Consolado con esta esperanza, le pedí me extendiese la cédula personal, creyendo que me la perdonaría en vista de que iba a ser voluntario; pero no fue así, me la dio y me hizo pagar la correspondiente pesetilla.
—No tengo más remedio que cobrársela a usted —me dijo para disculparse—. La causa está tan necesitada que hay que arrebañar con todo. ¿Ve usted Mosqueruela? Pues además de las raciones de carne, pan y vino para los alumnos, y sin perjuicio de racionar también a las fuerzas que a diario llegan, el Ayuntamiento tiene que aflojar mil reales diarios.
Ya en el parador, mientras se hacía la cena, el pañero me dio pormenores acerca de estos comandantes de armas, de que yo no tenía noticia.
Estos funcionarios, mitad paisanos, mitad soldados, al frente de una corta partida o ronda de la misma ambigüedad, dominaban los pueblos desguarnecidos de la zona, que pudiéramos llamar, carlista. A la aproximación de una columna liberal, el comandante de armas desaparecía con la partida para volver a entrar en el momento que el enemigo se ausentaba. Si la persecución continuaba, los dispersos se ocultaban, y no era raro encontrar en los campesinos que tranquilamente labraban la tierra, los mismos que horas antes estaban tiroteando. Pregúntase, tómanse informes, todo en vano. Nadie ha visto al enemigo; nadie sabe la dirección que ha tomado. Por fin, al día siguiente, las tropas se detienen desalentadas, después de una estéril persecución, sin saber si los carlistas están cerca o lejos, a la derecha o a la izquierda, al frente o a retaguardia. Desde la frontera de Francia, hasta casi los límites de la provincia de Madrid —siguiendo, por supuesto, la zona antedicha— apenas había población que no estuviese dotada de un comandante de armas carlista, formándose de este modo un verdadero cordón de espionaje entre el Centro, el Norte y Cataluña. Además de mantener las comunicaciones entre las fuerzas carlistas, las proveían de subsistencias y las avisaban oportunamente de los movimientos del enemigo.
Gracias a ellos, marchaban tranquilos de una parte a otra los carlistas que se separaban de las filas, encontraban en los pueblos socorros y bagaje, y atravesaban provincias enteras sin tropezar con el enemigo ni dejar de ver boinas un solo día. En el Maestrazgo sobre todo, las comandancias militares eran una institución floreciente. Por no haberlo sabido yo antes, en vez de ir socorrido en todas las etapas de Segorbe a Cantavieja, todavía hube de pagar un pasaporte de a peseta.