VII

EL pañero, mi amigo, estaba bien enterado cuando me dijo que los reclutas de Cantavieja eran los quintos de Dorregaray.

Al encargarse este general del mando del Ejército del Centro, dio orden de que se reforzaran los batallones para activar la campaña, pero se encontró con que no había uniformes ni fusiles para tanta gente. El armamento de las fuerzas de Cantavieja era, en general, de tiro español o inglés y rayado antiguo, muchas escopetas de caza, trabucos y armas recortadas. Tan heterogéneo como el armamento era el personal: en su mayoría, carne de hospital y de presidio; algunos estudiantes sin medio de seguir estudios y algunos entusiastas enardecidos ante el tronar de una banda de tambores; náufragos casi todos de la vida que buscaban su amparo a la sombra de las banderas, como en otros tiempos lo encontraban, y bastante más propincuo, entre las cogullas de las Comunidades.

A mí me tocó en suerte un fusil de pistón, cuyo manejo era harto sencillo: cebar el arma por la boca, atacar la munición con el taco y poner el pistón en el disparador; sólo que había que precaverse mucho al hacer fuego, no fuera que reventara; de todos modos, el retroceso del arma era formidable y echaba para atrás. Proveyéronme asimismo de canana y bayoneta y de un uniforme viejo, parecido en todo al del infante de ejército. Lo único nuevo que se me dio fueron las alpargatas y la boina, esta encarnada, con una chapa en la coronilla con las iniciales C. 7. entrelazadas.

Al hombro la escopeta y llevando en la otra mano el lío de mi ropa de señorito, volví al parador a presentarme al pañero, a quien hallé enalbardando las bestias, preparándose para la partida. Antes que me viera, solté el lío en el suelo y, apuntándole con la escopeta, le eché el alto:

—¡Atrás, paisano!

—¡Otra! —exclamó mi hombre—. Ya me lo disfrazaron a usted de carca.

—¿Qué es esto de carca? Si vuelve usted a decir esta palabra, le fusilo. Soy un almogávar.

—Pues que le vaya bien, señor almogávar, que yo me las guillo.

—Habrá que arreglar antes la cuenta del viaje, porque a lo que se me figura, yo salgo alcanzado.

—No vale la pena; conque me convide usted en Valencia cuando volvamos a vernos, estoy pagado.

—¿En Valencia?

—Sí; porque como ha de cansarse usted muy pronto de esta vida, se volverá a casa.

—Primero me matan... ¿De modo que usted piensa volver a allá?

—Es mi oficio: de Valencia a Teruel y de Teruel a Valencia.

—Pues le voy a dar un encargo; ¿ve usted este lío de ropa? ¿Tendría usted inconveniente en llevarlo a mi casa y de paso contar mi calaverada? (En un papel le apunté las señas). Al mismo tiempo, llévese mi caballo, que para nada lo necesito.

—Véndalo aquí a cualquiera, porque en Valencia no lo querrá nadie.

—No es para que lo devuelva usted, sino para que se quede con él; lléveselo como un recuerdo mío.

—Así lo haré, y muchas gracias por el regalo.

Contento el pañero y yo también, recogió mi animal de la cuadra, lo puso de reata con sus mulas y salió del aparador, acompañándole yo hasta el arrabal. En una cantina llenó de morapio la bota, echamos el trago de despedida y, tras abrazarnos, nos separamos. Supe posteriormente que el buen hombre cumplió a maravilla el encargo, y que mi madre recibió mi ropa, causándole el efecto que a Jacob la túnica ensangrentada de José.

Despedido el viajero, volví a la población a posesionarme del alojamiento que, como militar, me correspondía, el cual estaba reducido al usufructo en común de una amplísima cocina en la planta baja de una casa de labrador. Cada tres o cuatro números formábamos un rancho; cada uno aportaba la menestra que daba el furriel todas las mañanas, comprábamos a prorrateo vino y aceite con la peseta de pre que se nos repartía a diario; el más hábil de todos cocinaba y se aderezaban excelentes condumios. La sal, el combustible y la luz eran a cargo del patrón o dueño de la casa. Para dormir se improvisaba la cama en cualquier sitio con un montón de paja y un cabezal, sin descuidar la manta, porque en el Maestrazgo hay noches de verano tan frías que hace falta arder leña para calentarse.

Cantavieja estaba bien abastecida. Un día que me tocó ir de provisiones, vi amontonados en almacenes militares sacos a granel de patatas, de habichuelas, de garbanzos; pastaba en las afueras de la villa un buen rebaño de ovejas para el consumo de la guarnición y los hornos de la intendencia proveían de pan tierno todos los días.

Fechas antes se había copado un convoy enemigo, y como en el botín figuraba una buena partida de tabaco, tropa y oficiales fumaban como turcos.

Bien ganado teníamos todo esto, porque desde el toque de diana al de retreta eran continuas las llamadas de batallón o de compañía para el servicio de patrullas exploradoras por las cercanías o para maniobras de instrucción. A los quintos nos llevaban mañana y tarde al Calvario, como llaman en estos pueblos de Aragón a un descampado del ejido que sirve para romerías y víacrucis en días de rogativas y de Semana Santa. Achicharraba el sol; pero esto no era obstáculo para que nos moviéramos como muñecos a la voz de un sargento implacable. ¡Dichoso Calvario! Si dura más tiempo la instrucción, sí que se cumple la predicción del pañero: me deserto.

Bien o mal, en pocos días aprendimos lo que se nos enseñó y quedamos incorporados al resto de las fuerzas veteranas. La gente se agita cada vez que el corneta da al aire las notas apremiantes de toque de parte; se espera la salida inmediata, pronta, en pos de lo desconocido, y esto tiene para los jóvenes un atractivo indefinible.

Por fin, salimos a campaña, con gran satisfacción mía, harto ya de las delicias de aquella Capua.

El último día de mayo se reunió la brigada, púsose Gamundi al frente de ella y se emprendió la marcha.