XII
AQUELLA frase tan aguda del comandante Morinchón, «que de las aulas salimos todos generales y ninguno soldado», la veía ahora confirmada en mí. Yo, canuto de doctorcillo; yo bachiller en artes, pero ignaro de todo oficio, resultaba el más ínfimo entre todos mis conmilitones; este tocaba la guitarra, el otro esgrimía la aguja de alpargatero, el de más allá se zurcía la ropa; había quien de una lonja de cuero sabía hacerse unas sandalias; yo, nada, leer, escribir y paren ustedes de contar.
De tanta vergüenza y confusión, vino a librarme una oferta del comandante.
—¿Qué tal letra tienes? —me preguntó en tono ejecutivo, como tenía de costumbre.
—Buena, mi comandante.
—Sí, me olvidaba que eres un Pico de la Mirandola omnisciente, que no retrocedes por nada, pero por esta vez necesito demostración al canto. Siéntate y escribe lo que te dictaré.
Obedecí con la complacencia de quien está convencido de que saldrá airoso de la prueba. Me dictó una carta cualquiera, la repasó, quedó complacido de la letra, y sobre todo de la ortografía, y a seguida añadió:
—Casi, casi eres un pendolista; y sin casi eres un gramático. Dorregaray necesita escribientes para el despacho, los ha pedido al gobernador de la plaza, y este ha recurrido a los jefes de batallón. Me acordé de ti, y te he proporcionado el destino de escribiente de Estado Mayor con el general en jefe; preséntate, por lo tanto, en el Gobierno militar, donde están las oficinas, y que Dorregaray sea contigo.
—Mi comandante —me creí en el caso de contestar—, yo no cambio a Dorregaray por usted; si el nuevo cargo implica darme de baja en el batallón, separarme del lado de usted, disfrazaré la letra, haré tantas faltas de ortografía, a posta, que no tendrán más remedio que devolverme a las filas.
—No te apures —repuso Morinchón, satisfecho de mi deferencia—, tu destino es interino, por muy pocos días; lo que dure la estancia del general en Cantavieja. Seguirás perteneciendo a los almogávares y aun cobrarás dos raciones, la reglamentaria y la de gratificación. Además nada pierdes en ser oficinista; te tratarás con los mandones, y si la causa triunfa, ¿quién sabe si por ahí, llana y rápidamente haces carrera? ¿No has oído hablar de militares que llegaron al generalato sin más méritos que la pluma y el balduque? Pues los hay, lo mismo en Madrid que en Estella. Conque, adiós, y que te vaya bien.
Las oficinas militares estaban instaladas en la Casa de Zurita, que por mucho tiempo guardó los manuscritos del gran cronista de Aragón, y en ellas fui bien recibido, salvo que me mandaron que adecentara mi persona; no que me lavase y peinase, sino que fuera a los almacenes por un uniforme nuevo, porque el que llevaba puesto estaba muy raído y estropeado. Por estos días se había recibido un fardo de vestidos, procedente del Norte, y pude escoger uno a mi gusto; sólo me faltaban las divisas para parecer un oficial.
Así uniformado y bien compuesto, diéronme posesión de mi cargo de escribiente de la secretaría particular del general en jefe. Trabajaba en un principio en un cuartito aparte; pero, en cierta ocasión que corría prisa, Dorregaray hízome llamar a su despacho; me dictó una comunicación, y sin duda quedaría tan satisfecho de la redacción y letra, como antes Morinchón, porque me señaló mesa aparte en un rincón de la sala para tenerme más a mano. Quedé, pues, convertido en amanuense favorito del general.
Los primeros días lo hice algo cohibido, por la importancia del personaje; pero como la cosa era harto sencilla, escribir lo que dictaba o daba a copiar, salía airoso del empeño.
Tenía Dorregaray acento algo valenciano, por más que él era de nacimiento ceutí. Dictaba bien, con relativa elocuencia, pero puesto a escribir era más descuidado; yo no era quién para enmendarle la plana; pero cierta vez que me dio a extender una minuta lo hice con tal primor que él me demostró su complacencía. En un momento de expansión quiso saber quién era yo; y cuando le conté mi escapatoria, exclamó: —¡Qué lástima!
Fue el tercer desahucio, contando con el del pañero y el de Morinchón. ¡Qué lástima!, decían todos, cuando yo creía haber puesto una pica en Flandes...
Pero eran muy contados los ratos que estábamos solos, porque su despacho era un ir y venir continuo de ayudantes y jefes de Estado Mayor, y de generales de paso por Cantavieja o venidos expresamente para ver al general. Con algunos de estos se mostraba Dorregaray tieso y taciturno, limitándose a las frases de rúbrica; a otros les tuteaba y les hacía sabrosos comentarios de los prohombres del partido. Desde mi observatorio de la escribanía pude advertir que en rueda de generales, don Antonio, como muchos le llamaban, era superior a casi todos ellos; más que por su jerarquía, por su educación y cultura.
De toda la plana mayor del Centro, fuera de Boet, Adelantado y Álvarez, los demás eran unos condottieri.
Suele suceder en las grandes conmociones de los pueblos que alguna vez descuella un genio que, sin la instrucción y experiencia necesarias, sólo con su talento natural, llega a ser un gran caudillo; pero como la historia nos demuestra que esto se ve muy de tarde en tarde, y la guerra civil contaba con muy poco tiempo de existencia en aquel país, no podía esperarse gran cosa de la mayor parte de sus jefes, teniendo en cuenta la procedencia de cada cual.
El más singular era Cucala, de quien hablaré más por extenso en otro capítulo; pero los demás eran de la misma telada. Santes fue músico en Marsella y salió a campaña llamado por la Junta de Valencia; José Corredor era otro valenciano sin arraigo en el país: a su batallón se le conocía con el nombre de Atrapa y fuche (pilla y huye), porque sólo se ocupaba de sacar contribuciones y huir constantemente del enemigo; José Piñol Panera, era medidor de aceites en Tortosa, desde donde salió a campaña, y al poco tiempo se llamaba coronel; José Pascual, soldado de la Guardia Civil, mandaba el batallón de Altar y Trono, pero en el país se le conocía a causa de sus tropelías, por el de Altar y Trueno; José Agramunt era el cura de Flix; a Ramón Domingo le apodaban Sierra Morena. A excepción de Valles, que se condujo bien y después rindió cuentas, los demás jefes invirtieron gran parte del dinero que recaudaron en crearse una posición independiente.
Dorregaray tenía que luchar con estos elementos o contemporizar con ellos. En estos últimos días lo que más le preocupaba era el trabajo de zapa de los laborantes cabreristas.
La deserción de Ramón Cabrera, el adalid de la causa legitimista, al bando alfonsino, había corrido con la velocidad del rayo por el campo carlista. Los veteranos de la primera guerra, los del Maestrazgo especialmente, adoraban como a un ídolo la legendaria figura del héroe tortosino; ellos fueron también los primeros en sentirse quebrantados y desilusionados con la apostasía del viejo caudillo y fueron sembrando los gérmenes de desconfianza entre los militantes del partido. Era el principio del cáncer que a pasos agigantados había de descomponer el organismo carlista.
Los agentes cabreristas y alfonsinos se las prometían felices en el Centro, porque en este distrito eran muchos los partidarios que don Ramón tenía en el Ejército, dispuestos a seguirle por cualquier camino; con todo, los resultados no correspondieron a las esperanzas, porque la resuelta actitud de Dorregaray paró el golpe, que pudo ser mortal. Comprobada la frustrada traición, tratos y convenios con el enemigo, por el coronel Monet y el jefe de Hacienda, Codina, los hizo fusilar en el Collado en mayo de este mismo año del 75. A pesar de este escarmiento, el mal iba haciendo progresos, y eran muchos los indicados de traición; Vallés y Cucala entre otros.
Ambos se profesaban un odio mortal desde el tiempo que se disputaban el cacicazgo electoral de su común pueblo, Alcalá de Chisvert, y mutuamente se injuriaban y calumniaban. Dorregaray estaba muy sobre ellos y procuraba ir cambiando paulatinamente el personal de sus fuerzas, en las que la deserción iba haciendo estragos. La conducta de Vallés fue tan ambigua que no hubo más remedio que quitarle el mando de la Comandancia general de Valencia y arrestarle con sus dos hijos. Con Cucala pasaba lo mismo; pero como no se le podía probar nada, Dorregaray mandó que se incorporara al cuartel general para observarle más de cerca; mas tantas eran las reclamaciones que llovían contra don Pascual desde que había cesado en el mando de su brigada, que el general en jefe le llamó a su despacho.
Entró Cucala como el zorro en la cueva del león, con mucha escama, pero dueño de sí mismo. Si hay nombres predestinados, el suyo lo sería, porque don Pascual era un cuco; por más que cucala en valenciano es la cigarra. No había más que echarle la vista encima para comprender qué hombre era: de estatura mediana, regordete, cara redonda, violada de puro cetrina, y mirada de lince.
Saludó militarmente a don Antonio y de ahí no pasó, porque si bien Dorregaray estaba descubierto, él siguió con la boina calada. Mucho me extrañó que el general no me mandara salir del despacho; pero, como se verá, es porque le hacía falta.
Empezó la entrevista invitando Dorregaray a Cucala a que tomara asiento, y diciéndole:
—Don Pascual, le he mandado llamar, porque me veo en el caso de sujetarle a un interrogatorio.
—Usted dirá, mi general.
—Álvarez (el sustituto de Cucala) me ha enviado ciertas comunicaciones, en las que, a la verdad, no sale usted muy bien parado.
—No me extraña; Álvarez es mi enemigo; conspiró para que me quitaran la brigada y ahora cultiva la chismografía para acabar de desacreditarme, o calumniarme, porque es persona de mala intención.
—Álvarez es persona dignísima y de buen criterio, que no ha de dejarse influir por chismes. De lo que me dice aporta pruebas.
—¿Pruebas contra mí? ¿Puede vuecencia mostrármelas? —repuso Cucala dando tratamiento a don Antonio, señal evidente de que pensaba la coartada.
—¡Qué duda cabe! —replicó Dorregaray—. A ver, escribiente —esto era por mí— hojee usted el archivo y tráigase la carpeta de la Comandancia general del Maestrazgo.
Coincidió esta orden con sacar la petaca el general y brindar con un cigarro a Cucala. Tanta prisa me había dado en cumplir el encargo, que llegué a tiempo de ofrecer candela a los fumadores. Al tiempo de aspirar el humo le dio a Cucala un golpe de tos y gargajeó en el suelo.
—Acerca la escupidera al señor brigadier y di al ordenanza que limpie esto —me mandó Dorregaray con la mayor naturalidad.
—Dispense, don Antonio —dijo Cucala sintiendo la banderilla—; no lo volveré a hacer.
—Pues oiga usted lo que me comunica Álvarez desde Chert —repuso Dorregaray, hojeando el cartapacio que yo había puesto en sus manos—. Voluntario, lee esta comunicación al brigadier general.
Esta petición era muy pertinente, por la razón que a don Pascual le estorbaba lo negro, como suele decirse de quien no sabe leer, y don Antonio no había de tomarse la molestia de hacer de lector.
«Excmo. Sr. marqués de Eraul —leí—. A mi paso por Lucena me manifestó el comandante militar de dicho punto que de orden del brigadier don Pascual Cucala había vendido cuatro mulos propiedad del Ejército real. Además el mismo funcionario conserva una nota de personas del mismo pueblo que por dicho medio han adquirido caballerías requisadas por el brigadier Cucala en su expedición a la Ribera. Los hay también que tienen mulas dedicadas a la labor, con mozos que son voluntarios de nuestras fuerzas, cobrando estos su haber por cuenta de la Hacienda, redundando esto en perjuicio de la causa. Lo que traslado...».
—Estas son cuentas pasadas —interrumpió Cucala—. Estos animales fueron mandados requisar por mí porque hacían falta para los bagajes. No es verdad que se los vendiera: los recibí con reconocimiento y tasación de su valor. ¿Qué culpa tengo yo si se han perdido los recibos? Al comandante de armas de Lucena lo fusilo en cuanto le coja por mi cuenta.
—Además —continuó Dorregaray— el subintendente Roca me participa que en venganza de haber reunido los justificantes necesarios para acreditar los fondos recaudados por usted y que ascienden, con bastante exceso, a mucho más de lo que aparece invertido, el coronel Bautista Cucala marchó sobre Vistabella para hacer desaparecer aquellas pruebas; lo atropelló todo de un modo escandaloso y apaleó a muchos de los que allí residían, no cabiendo duda que obró por órdenes de usted... Brigadier Cucala, usted se empeña en ser jefe de banda, por no decir otra cosa, y esto desacredita la causa del Rey.
—Mire, mi general —replicó Cucala con flema, dando una chupada al cigarro—, cada cual tiene su manera de matar moscas. Usted no sabe hacer nada sin disponer de muchos batallones, con oficiales instruidos, y si son pasados del Ejército, mejor; yo me las arreglo con mis paisanos, y los resultados son casi los mismos. En interés de la causa nadie me gana.
—No paso por esto; con los elementos con que usted ha contado, debiera haber hecho más de lo que hizo, en el ataque de Morella, por ejemplo. Si usted fuese tan buen carlista como dice, hubiera antepuesto sus odios y miserias personales con Valles al bien común, y entonces el enemigo no habría forzado el paso.
—En cambio gané la acción de Játiva, entré en Segorbe y en Murviedro, en Amposta y en Minglanilla. Soy el Cabrera de esta segunda carrera.
—Sí, la caricatura de don Ramón.
—Y usted la de Zumalacárregui.
—Bueno, quedamos a pata —repuso Dorregaray, tragándose la pildora...—. En cambio por mal militar es usted responsable del desastre de Villafranca y del reciente descalabro de Vinaroz. Pero no se puede usted quejar, de paisano a coronel, y ahora brigadier.
—Si vamos a esto, don Antonio, me pone en el caso de recordarle que usted de teniente coronel que era con los liberales, se encuentra ahora de teniente general carlista. Dirá usted que su trabajo le ha costado, pues lo mismo digo yo. La verdad es que en nuestro campo ha entrado la discordia desde que los militares de guante blanco tratan de imponerse a los guerrilleros; pero yo me futro de la disciplina y de la subordinación.
—Alto aquí —interrumpió Dorregaray dando un puñetazo en la mesa—. Yo no estoy dispuesto a tolerar desmanes y desobediencias de mis subordinados. O usted obedece, o se retira; estoy harto de contemplaciones.
—¿Contemplaciones? —replicó tranquilamente Cucala—. ¡Y me ha quitado vuecencia el mando de la brigada!
—Lo hice para evitar mayores males; y para que usted se convenza de que no he obrado con arbitrariedad, oiga las quejas que se me han dado.— Lea, voluntario.
Hojeó folios Dorregaray y me fue apuntando las siguientes comunicaciones, a las que di lectura:
«Excmo. Sr.: No me es posible continuar al frente de esta Comandancia general, si vuecencia no llama a su lado o le da alguna comisión al brigadier Cucala. Dios guarde, etc. San Mateo, 14 de mayo de 1875. —Rafael Álvarez».
«Excmo. Sr. D. Antonio Dorregaray. Muy señor mío y de mi mayor respeto: No extrañe vuecencia que el señor comandante general tome la resolución de mandar al señor Cucala a ese cuartel general a recibir órdenes. Este señor es una fatalidad para la causa. Son tantas las arbitrariedades que comete, que para detallarlas sería preciso una semana. Con él es imposible emprender ninguna expedición combinada, porque hace lo que se le antoja, por cuya razón nada sale bien. El por su propia autoridad ha dado libertad a criminales, y hasta ha hecho arrancar causas a fiscales competentes para ponerlas en manos de otros que no lo eran y despacharlas a su antojo, dando con esto lugar a que se dijera que el dinero había sido la causa de todo. En fin, no es para escrito cuanto sobre esto se puede escribir... Me duele en el alma tener que expresarme de este modo, pero mi conciencia de católico y de carlista me obliga a ello...».
—Basta —interrumpió Cucala—. ¿Quién firma?
—Andrés Boet, diputado de la Junta de Valencia —respondí.
—Este señor es un imbécil que no sabe lo que se pesca. ¿Quién le mete a hablar de asuntos de guerra? Mi general, no es extraño que entre unos y otros le hayan puesto a usted la cabeza como un bombo. Veo que tengo más enemigos de los que pensaba.
—Pon estos papeles en su sitio —dijome Dorregaray.
Me extrañó que tratándose de una entrevista tan íntima persistiera el general en mantenerme en la escena. Confieso que me envanecí por la confianza; pero ahora que conozco más a los hombres, deduzco que la confianza de Dorregaray fue más bien la indiferencia, rayana en desprecio, con que un amo o ama de casa hace lo que le viene en gana con sus visitas, a vista del criado... Volví, pues, a mi bufete, y haciendo que escribía, no perdí detalle de la conversación.
Siguió Dorregaray en el uso de la palabra.
—Todavía falta el rabo por desollar. De un tiempo a esta parle vengo recibiendo avisos de que emisarios de usted entran y salen con bastante frecuencia, ocultándose de los nuestros, en Vinaroz y Castellón, sitios ocupados por los liberales. Se aumentó la vigilancia, y las sospechas se convirtieron en certidumbres. Esta gente, es decir, usted, está en relaciones con el enemigo. No me extraña. En Castellón está Patero, el ayudante de confianza de don Carlos, pasado a Cabrera, y desde allí dirige sus trabajos de propaganda y discordia. ¿Qué responde usted a esto?
—Cierto, certísimo, mi general; verdad que estoy en tratos con el enemigo; pero es para ver si le puedo engañar y pescarle cincuenta mil duros en metálico que he pedido para pasarme con mi brigada... pero en realidad, para vestir a mi gente en cuanto los cobre.
—Si esto es así, ¿por qué no lo manifestó antes, y se hubiera ahorrado el parte en que me lo comunica Boet?
—Boet es un joven gótico, adulador y ambicioso. Entre él y Álvarez me han asustado la caza y desbaratarán el negocio.
—Y usted, don Pascual, se considera con suficiente virtud, si le entregan este dinero, para darle el destino que dice?
—El tiempo será testigo, don Antonio. Para que vea si soy franco, el dinero debe llegar a Castellón uno de estos días, y aquí en Cantavieja espero al agente. ¿Va usted también a estropearme el asunto?
—Lo estropearé y pasaré por las armas a cuantos coja en estas comisiones.
—No lo tome usted tan por la tremenda, mi general.
—Es que las cosas han llegado a tal extremo que ya no me fío de nadie. ¿Recuerda usted el escarmiento que hice con Monet y Codina? Sólo quiero a mi lado hombres nobles y leales, defensores de los lemas grabados en nuestra bandera, dispuestos a tenerla levantada hasta que no quede un batallón que la sostenga. Tengo ese convencimiento y creo que este es el modo de sentir de todos mis subordinados.
—Y el mío...
—Pero el que así no piense —continuó Dorregaray, sin hacer caso de esta interrupción y levantándose, dando por terminada la entrevista—, el que así no piense, mejor hará en retirarse, para lo que no encontrará obstáculos, porque estoy resuelto a que se pague con la vida la más pequeña falta de lealtad. Preveo que se dará el caso de repetir aquel parte de Maroto al Rey, cuando la otra guerra: «Es el caso, señor, que he mandado pasar por las armas a los generales Sanz, Güergüé, García, etc., etc.»; estos etcéteras de Maroto... Váyase con cuidado, brigadier Cucala; su cabeza huele a pólvora.