Capítulo 22

Loretta no supo que se había quedado dormida hasta que no se despertó con la deliciosa calidez de los labios de Cazador en su cuello. Abrió los ojos lentamente y comprobó que él estaba a su lado. Un rayo de luna se colaba por el agujero para el humo de la tienda y resplandecía en los anchos hombros que la cubrían. Un pecho sólido, cálido y sedoso, la tenía prendida contra las suaves pieles. Un brazo duro y maravilloso la rodeaba y su gran muñeca le presionaba la espina dorsal. Tenía unos dedos largos extendidos por la parte de atrás de sus hombros. Dejó caer la cabeza para encontrarse con la boca que la reclamaba.

—Hola, hites —susurró ella.

—Hola —le murmuró él en la oreja, despertándole hermosos deseos por la espalda.

Fue despertar y tomar conciencia de la desnudez de su cuerpo a la luz de la luna. Se miró y se sintió avergonzada de dormir con él así. Su cuerpo se tensó, pero el roce de sus labios en el cuello fue suficiente para robarle la voluntad de moverse. Aunque tampoco hubiese podido hacerlo si hubiese querido. Había una urgencia en la forma en la que él la abrazaba que… su cuerpo estaba tan duro que… Movió las caderas hacia ella, y entonces no tuvo ninguna duda de que él la quería, otra vez.

—Cazador… ¿qué pasa con Amy? Fuera está oscuro.

—Cerré la piel. Se irá con mi madre. —Tenía la voz ronca, vibrante. Le pasó la mano desde la espalda hasta las nalgas y tiró firmemente de ella para que se pegara a él. Su excitación le atravesó el abdomen, y Loretta se estremeció. Él se echó hacia atrás y la miró, con un brillo plateado en los ojos—. ¿Te duele?

Loretta sabía que se había esforzado mucho en ser amable con ella antes, pero aun así le dolía. Era normal que le doliese, estaba segura de ello, y probablemente desaparecería en uno o dos días.

—Estoy bien.

Él le puso la mano en el vientre, probándola con los dedos y mirándole a los ojos en busca de lo que estos le decían.

—Ah, Ojos Azules, creo que mientes.

Tanta amabilidad y preocupación la conmovían.

—No es tan malo, de verdad. Si quieres… —El rubor le subió a las mejillas al darse cuenta de lo que había estado a punto de decir.

Cazador apretó los labios en una sonrisa llena de comprensión.

—Este comanche lo quiere mucho, pero esperará.

La frase quedó apuntalada con un ruido de caballos en el exterior. Cazador se apoyó en un codo y movió la cabeza para escuchar. Un momento después oyeron la voz de Búfalo Rojo.

—¡Primo! Traigo un regalo de bodas para tu pelo amarillo.

Cazador sonrió incrédulo y al verlo, Loretta se dio cuenta de lo mucho que significaba para él que ella y Búfalo Rojo fueran amigos.

Se deslizó fuera de la cama y cogió los pantalones para ponérselos. A la luz de la luna, las aristas de sus miembros parecían esculpidos en plata, el contorno de su cuerpo dibujado contra las sombras. Tapándose con una piel, Loretta se sentó y pretendió no mirarle. Pero lo hizo y lo que vio le quitó la respiración. Quizá bello no fuera la mejor palabra para un hombre, pero era la única que se le ocurrió en esos momentos.

Al mirar, tomó consciencia por primera vez de la forma masculina, del suave juego de músculos en movimiento, de la sutil gracia de su fuerza. Sus nalgas y sus muslos eran pura fibra. Al girarse, pudo vislumbrar la forma de su miembro, orgulloso, duro y potente, sobresaliendo de un nido de vello rizado. Se le cerró la garganta y en lo más profundo sintió cosas que apenas podía creer, cosas como deseo, ternura, excitación… y orgullo. Se sentía orgullosa de que un hombre como él la amase y la desease. Apenas podía creerlo. Podía tener a cualquier chica del poblado, a alguien ágil y morena de ojos oscuros, podía elegir entre una docena de mujeres como él, pero en vez de eso, la había elegido a ella, una delgaducha y pálida chica de granja.

Cazador se ató los pantalones a la cintura con un nudo de varias vueltas y extendió una mano hacia ella. Por un instante, Loretta volvió a aquella primera tarde, cuando él le había pedido que pusiera la mano sobre la suya. Entonces había tenido un miedo atroz, un miedo que había desaparecido ya por completo. Su brazo era su escudo, justo como él le había prometido.

—Ven, mujer. Mi primo trae un regalo, ¿eh?

—Cazador, ¡estoy sin vestir!

Riéndose, cogió una piel de búfalo y se la puso por los hombros. Después de envolverla en la piel, la sacó de la cama y la condujo a la puerta, desatando la cortinilla para ponerla a un lado.

Búfalo Rojo le esperaba en su montura junto al trípode. Se inclinó sobre el cuello del caballo y dejó ver unos dientes blancos y azules que contrastaban con su piel oscura, su melena color ébano al viento de la noche.

—Un regalo para ti, Pelo Amarillo. Para cantar la canción de mi corazón por tu boda con mi primo.

Loretta bajó los ojos al paquete envuelto en piel que le entregó. Apretándose la piel de búfalo al cuello, dio un paso adelante.

—Gracias, Búfalo Rojo.

Al extender la mano para coger el regalo, Loretta vio un brillo en los ojos de Búfalo Rojo. Aunque trató de convencerse a sí misma de que solo era el reflejo de la luna, no pudo evitar sentirse incómoda. Cerró los dedos sobre el paquete y se dirigió hacia la tienda para unirse con su marido, que estaba en la entrada. Cazador dijo algo a Búfalo Rojo en comanche y después llevó a Loretta dentro, cerrando la cortinilla.

—Lo mirarás, ¿eh?

Loretta forzó una sonrisa y cruzó la habitación para ponerse bajo los rayos de luna que entraban por el hueco del centro. Dudaba que Búfalo Rojo le hubiese traído nada bonito, pero pretendió sentirse excitada para agradar a Cazador. A través de la piel, pudo notar que lo que había en el interior era blando. ¿Algún tipo de ropa? Era demasiado pequeño para ser una prenda de vestir. ¿Lazos para el pelo, quizá? Después de desatar el cordel, Loretta desdobló la envoltura y levantó el contenido con el pulgar y el dedo índice. Con el pulgar notó una superficie húmeda y pegajosa, y con el otro algo grueso y blando. Unos mechones sedosos le rozaron los dedos. En la sombra, le llevó un momento identificar lo que sostenía. Era una cabellera.

Loretta bajó los ojos. El pulso comenzó a martillearle la cabeza y el mundo se movió de forma incontrolable alrededor suyo. El pelo era largo, de un color muy parecido al suyo. Se balanceó, horrorizada. La humedad pegajosa era sangre, sangre fresca. La cabellera se deslizó por sus paralizados dedos y cayó botando al suelo.

—¿Qué es? —preguntó Cazador.

Él se acercó para ver la forma que había a sus pies. Loretta se sentía a punto de desmayarse. Intentó hablar y no pudo. Cazador se puso de rodillas y cogió la cabellera. Emitió un gruñido bajo de rabia. Antes de que ella pudiera detenerle, se puso en pie y dejó la tienda, gritando el nombre de Búfalo Rojo.

Loretta se quedó allí, con el estómago contraído y el sudor mojándole el pecho. Oyó gritar otra vez a Cazador, esta vez a más distancia. Búfalo Rojo estaba loco, loco de odio. Si Cazador se enfrentaba a él, las consecuencias eran impredecibles.

Búfalo Rojo y sus amigos estaban reunidos junto al fuego central. A la luz de las llamas, Cazador pudo ver las cabelleras que colgaban de sus monturas. Oyó a Boñiga de Coyote alardear de las cabezas que habían cortado durante los asaltos. La rabia le nubló la vista. Tirando la cabellera que llevaba al fuego, caminó hasta Búfalo Rojo, le agarró por el hombro y le hizo darse la vuelta.

Búfalo Rojo sonrió con suficiencia.

—¿A tu mujer no le ha gustado el regalo? ¿Le he hecho un gran honor, no es así?

A Cazador se le atragantaron las palabras. Los dos sabían que la intención de la cabellera no era honrar a Loretta sino asustarla y provocarle rechazo. Que Búfalo Rojo se atreviese a disfrazar su mezquindad y pretendiese hacerle creer que el regalo iba con buenas intenciones era un insulto a la inteligencia de Cazador y a su amistad.

Cazador le pegó un puñetazo en la boca. Búfalo Rojo se tambaleó, inclinándose hacia atrás sobre el fuego. Cazador le cogió del brazo, se hizo a un lado y volvió a golpearle. Búfalo Rojo cayó de espaldas, sacudiendo la cabeza y pestañeando.

Con las piernas abiertas y los puños cerrados, Cazador lo miró fijamente.

—No vuelvas nunca más a hacer daño a mi esposa, Búfalo Rojo. Si lo haces, puedes estar seguro de que te mataré.

Búfalo Rojo se limpió la sangre que le caía de la comisura del labio, los ojos ardientes de rabia.

—Yo estoy ya muerto para ti. Desde que encontraste a la pelo amarillo, todos estamos muertos para ti. ¡La eliges a ella en vez de a mí!

—¡Y tú eliges tu amargura en vez de a mí!

Fabricante de Flechas rodeó el fuego y tocó a Cazador por el hombro.

—Búfalo Rojo no quería hacer ningún daño. Ella es tu mujer, ¿sí? ¡Una del pueblo! Debería sentirse honrada de que Búfalo Rojo le presentase una cabellera. Una mujer comanche lo estaría.

Cazador apartó la mano de Fabricante de Flechas de su hombro.

—Mi mujer no es comanche. Presentarse ante ella con una cabellera de pelo amarillo es una crueldad, y los dos lo sabéis.

Búfalo Rojo se incorporó.

—¿Te he oído bien? ¿Tú mujer no es comanche? Pero, primo, ¿cómo puede ser posible? Ella es tu esposa, aceptada ahora como una del pueblo. ¿Quieres decir que su lealtad sigue aún con la tierra tosi tivo? ¿Que nuestra gente no es la suya?

Cazador apretó los dientes, tratando de controlarse. Después de un momento, contestó:

—No he venido aquí a jugar con las palabras, Búfalo Rojo.

—¡Porque no tienes palabras para defenderla!

—¿Tengo que defender a mi mujer frente a ti? ¿Mi primo, un hombre que fue una vez como un hermano para mí? Cuando te miro, solo veo a un extraño. —Cazador movió el brazo hacia los caballos—. ¿A cuántos tosi tivo habéis matado? ¿Discutisteis lo de hacer la guerra en el Consejo? ¡No! ¡No puedes ver más allá de tu odio! ¿Qué le pasará a nuestra gente cuando los tosi tivo decidan vengarse? ¡Morirán! ¡A centenares! ¡Los demás tenemos derecho a elegir! A decidir si queremos hacer la guerra o buscar la paz. Los hombres como tú estáis negándonos a los demás nuestro derecho a decidir. ¡No luchas la gran guerra por el bien de nuestra gente, luchas por Búfalo Rojo!

Búfalo Rojo se puso en pie.

—¡Los tosi tivo nos atacaron! No tuvimos otra opción que defendernos. Pregunta a Fabricante de Flechas y a Boñiga de Coyote, ellos te lo dirán.

Cazador retorció el labio.

—¡Los tosi tivo tenían mujeres con ellos! ¡No hubiesen atacado a un grupo de veinte guerreros!

Búfalo Rojo entornó los ojos.

—Yo no soy un amante de los ojos blancos, como alguien que conozco. ¡Mírate! ¡Te enfadas porque un guerrero ha presentado a tu mujer una cabellera! Utilizas tus puños como una niña. Ella te está haciendo débil. Si fueras un hombre, lucharías como un hombre… a muerte.

Conteniéndose las ganas de aplastarle la cara, Cazador abrió las manos.

—Eres mi primo. Mi corazón siente un gran amor por ti. Pero no tanto como para dejarte que hagas llorar a mi mujer. ¡Aléjate de ella! Si no lo haces, te retaré a muerte.

—¡Estás renunciando a todo lo que eres! —gritó Búfalo Rojo—. ¿Y para qué? ¿Por una mujer que te volverá la espalda? ¿Me llamas ciego? Ódiame si quieres, primo. Mátame. Prefiero morir que quedarme a tu lado y ver cómo destrozas tu vida.

Cazador dio la espalda a los gritos enardecidos de su primo y se adentró en la oscuridad.

Una hora más tarde permanecía tumbado junto a Loretta, mirando el fuego que hacía dibujos sobre las paredes de la tienda. Las palabras de Búfalo Rojo le hacían daño. Si Loretta tuviese que elegir, ¿renunciaría a su gente por él? Sabía que estaba despierta por el sonido de su respiración, pero aun así se asustó al oírle hablar.

—Cazador, ¿qué ocurre? Espero que no sigas aún preocupado por lo de la cabellera. Me ha molestado, pero ya pasó.

Él se giró para mirarla. Había sombras en sus ojos, y estaba tan pálida como la muerte.

—Mientes, Ojos Azules. Muchos de los tuyos han muerto a manos de mi primo, y sus espíritus gimen y te llaman.

—No fuiste tú quien los mató. Eso es lo que cuenta. —El pecho de Cazador se contrajo. Un día él tendría que ir a luchar de nuevo… para matar a ojos blancos. Era inevitable. ¿Cómo se sentiría cuando llegase el momento?—. Tú eres una comanche ahora, ¿si? —dijo él esperanzado—. Una de los nuestros.

Una mezcla de emociones indefinibles recorrió su rostro.

—Estoy casada con un comanche. Le amo. Pero yo nunca seré una comanche.

Cazador examinó sus facciones, las que una vez le resultaron tan repulsivas y ahora le eran tan queridas. Recorrió con el dedo la frágil línea de su nariz y después trazó una línea por sus pómulos, palpando los huesecillos que formaban su rostro. Él solo quería protegerla.

—Eres parte de mí, parte de los míos. No puedes tener un pie en la tierra comanche y otro en la de los tosi tivo.

—Mis dos pies están aquí, Cazador, pero parte de mi corazón está en la casa de madera. Por mucho que te quiera, eso nunca cambiará. Tú también eres parte de mí. ¿Significa eso que eres parte de los tosi tivo?

En ese momento, Cazador sintió un miedo innombrable. Se sintió como varios veranos atrás cuando se vio atrapado en una riada, arrastrado por las aguas descontroladas del río. La lucha del comanche por sobrevivir era así, avanzando siempre, y arrastrando a todo aquel que se encontrase por el camino. Los hombres como Búfalo Rojo alimentaban esta furia.

—Tengo miedo —susurró Cazador—. Por mi gente y por ti. Búfalo Rojo no se fue de cacería. Se fue a hacer una incursión. No reunió al Consejo. Muchos de nosotros creemos que mantener la paz con los tosi tivo es la única manera de sobrevivir. Pero los hombres como Búfalo Rojo cogen esa oportunidad de sembrar la paz y la arrojan al viento. Los tosi tivo devolverán el ataque, ¿lo entiendes? Y muchos de los míos morirán. En este poblado o en otro. —Le puso una mano en el pelo, cepillándole los mechones con el pulgar—. Si atacan, tendré que cabalgar con los otros para vengarme.

Loretta tragó saliva.

—Y matar a mi gente, quieres decir.

—¿Eso hará que me mires con odio?

Loretta era un pozo de emociones. Búfalo Rojo había hecho mucho daño. Si los blancos atacaban, no podría culparles. Entonces, ¿cómo podía culpar a Cazador si él hacía lo mismo? De repente se encontró en la nada envidiable posición de ver y comprender a las dos partes. Y lo que era más difícil aún, simpatizaba con ambas. ¿Sería menos horrible si los blancos hacían daño a Mirlo que si los comanches hacían daño a Amy?

—Ah, Cazador, ¿si yo cabalgase a este poblado con los tosi tivo y matase a tu gente, cómo te sentirías?

Se le endureció la cara.

—¿Matarías a mi madre? ¿A Guerrero o a Doncella? ¿A los niños?

—No. Y tú no podrías hacer daño a tía Rachel ni a Amy ni a tío Henry. Esa no es la cuestión, ¿verdad?

—Este comanche no puede cambiarse la cara.

—Y yo no puedo cambiar la mía.

Trazó el hueco de su cuello, y su boca dibujó una sonrisa triste.

—Me gusta tu cara, Ojos Azules. Está grabada en mi corazón.

—Estamos atrapados en el medio, ¿verdad, Cazador? Desde el principio, sabíamos que pasaría de este modo.

—No haré la guerra contra los indefensos —le susurró con voz tosca—. Ni a las mujeres ni a los niños. ¿Está bien así?

Aún con timidez, le tocó con el dedo el labio superior.

—¿Podrías levantar el cuchillo contra un hombre con ojos azules y no pensar en mí, Cazador?

Hizo un sonido de dolor y tiró de ella con brusquedad para rodearla con los brazos y tocar su pelo con los labios. Ninguno de ellos habló. No había nada que decir. Buscaron consuelo en lo único que tenían, la calidez del uno con el otro.

Al día siguiente Cazador y Loretta escaparon de la tensión que Búfalo Rojo había sembrado en el poblado llevándose a Amy y a Antílope Veloz a jugar junto al río. Antílope Veloz sacó el tema del asalto solo una vez. Cazador le informó de que ya se hablaba bastante de ello en el poblado, y de que nadie sabía a ciencia cierta si Búfalo Rojo había instigado el ataque. Por tanto, no tenía sentido pasar el día preocupándose de ello.

Loretta estaba contenta de que el tema fuese tabú. Por primera vez en semanas se sentía tranquila. Las preguntas que le atormentaron la noche anterior seguían en algún rincón de su mente, a la espera. Pero por ahora había elegido olvidarlas y tratar de disfrutar de la compañía de Cazador.

A lo largo del día, le reveló una parte de él que no conocía y que le pareció encantadora: la del niño travieso. Tan pronto se comportaba como el perfecto amante, deslizándole los dedos por el escote del vestido o bajo los brazos mientras andaban, que se convertía en un granuja, encandilándola y amenazándola con tirarla al agua o saliendo de entre los arbustos para asustarla, con la misma ferocidad que un oso.

A Loretta se le aceleraba el pulso con todos estos excesos. Sabía que Cazador solo estaba jugando, pero era demasiado convincente cuando se hacía pasar por un salvaje. Bajo su amable apariencia se escondía un lado oscuro, y en estos momentos era cuando mejor se podía vislumbrar. Aunque se había convertido en su amigo y amante, era también la encarnación de todo lo que ella había temido durante los últimos siete años. Hacer el amor con él no había borrado por completo este recuerdo. Algunas veces se preguntaba si el pasado estaría persiguiéndola toda la vida.

Cazador desapareció una vez, y volvió a los pocos minutos con un ramo de flores. Cuando Antílope Veloz y Amy no miraban, tiraba de Loretta para besarla detrás de los matorrales. Varias veces, cuando empezaba a anochecer, le puso la mano en el estómago levantando una ceja inquisidora. Loretta se sonrojaba, consciente de lo que le estaba preguntando. Se sentía aún dolorida tras haber hecho el amor, pero no tanto como la noche anterior. ¿Pero cómo podía hacérselo saber? Las mujeres no hablaban de esas cosas, ni siquiera con sus maridos.

Al anochecer, de vuelta a casa, los cuatro se detuvieron a medio camino para sentarse en la orilla bajo un grupo de hibiscos. Loretta se abrazó las rodillas dobladas, mirando el reflejo de las hojas y de la luz mortecina del sol sobre el agua. Solo escuchaba a medias lo que decían Amy y Antílope Veloz. Cazador se apretó junto a ella, sujetándose la cabeza con una mano, sin dejar de mirarla ni un momento. Ella era consciente de su mirada, y cuando empezó a ponerse nerviosa, se la devolvió. Lo que vio fueron unos ojos abrasados de pasión.

Sonriendo, Cazador cogió un puñado de hierba y rozó con ella su brazo hasta llegarle a la axila. A continuación, se centró en una de sus piernas, trazando un círculo alrededor de la parte alta de los mocasines, rozándole la curva de la pantorrilla, la parte trasera del muslo, bajo la falda. A Loretta se le encogió el estómago y unos escalofríos maravillosos le recorrieron la espalda. Se le erizó el pelo de la nuca.

La intención de Cazador era hacerle recordar todo lo que le había hecho la noche anterior, algo que un hombre blanco no hubiese hecho nunca, no en compañía de otros. Pero él se había criado como un salvaje, al aire libre con otros niños y niñas, cubierto solo con un poco de tela. A ella, sin embargo, la habían ahogado con reglas de propiedad, capa sobre capa de muselina. Para él, hacer el amor era tan natural como comer cuando se tiene hambre o beber para satisfacer la sed. No sentía vergüenza, ni timidez, ni concebía el concepto del secretismo. «Lo que quiero, lo cojo. Es algo muy simple.» No era simple, sin embargo. Al menos no para ella.

A Cazador le divertía observar a Loretta. Cuando le dirigía una mirada lasciva, él notaba que sus pupilas se dilataban hasta que el iris se volvía casi negro. Las mejillas se le ponían de color carmín, y un rubor rosado coloreaba su esbelto cuello. Cazador se preguntó si tendría el resto del cuerpo igual de rosado y deseó estar a solas con ella para descubrirlo. Lo haría pronto. Esta noche encendería fuego para que ella no pudiera esconderse en las sombras, y él podría conocer cada palmo de su cuerpo, poco a poco.

Tanta timidez le excitaba. Imaginaba el momento en el que ella vendría a él sin reservas, pero quería antes saborear también esta fase de la relación en la que todavía las cosas se hacían poco a poco. Como ahora, cuando podía jugar con una brizna de hierba y observar las emociones que se dibujaban en su rostro, imaginar el momento en el que podría reclamar lo que ella guardaba con tanto celo.

—Deberíamos volver —dijo ella con suavidad—. Va a hacerse de noche. Y estoy cansada.

Con la energía que da la juventud, Antílope Veloz y Amy se levantaron al instante, dispuestos a volver. Cuando Loretta se puso en pie, Cazador la sujetó por el tobillo.

—Nosotros volveremos un poco más tarde —dijo con voz ronca.

Antílope Veloz sonrió, comprendiendo, y cogió a Amy de la mano para dejarles solos. Loretta les siguió con la mirada, cada vez más ruborizada. Cuando miró a Cazador, tenía los ojos muy abiertos, cautelosos.

—¿Por qué no nos vamos ahora?

—Ya lo sabes. —Le apretó el tobillo y la obligó a acercarse, rodando para tumbarse de espaldas y tener una vista mejor. Sabía que ella desconocía lo insinuante que podía ser una falda que llegase hasta las rodillas cuando un hombre miraba desde abajo, y consiguió que su cara no le delatara para que no lo adivinara.

—Ven aquí, pequeña.

—Quiero volver.

Él deseó que se quedara allí discutiendo durante un tiempo.

—Obedece a tu esposo.

Ella arrugó la nariz.

—Estamos a plena luz del día.

Keemah, ven.

Cansado de tener que conformarse con mirar pudiendo tocar, Cazador movió la cabeza y dejó que ella descubriera la mirada lasciva que guardaban sus ojos. Fue recompensado con la irresistible visión de unos muslos cremosos y esbeltos. Ella jadeó y se puso de rodillas, como si alguien le hubiese dado un golpe en la parte de atrás de las piernas.

Tirándose de la falda, gritó.

—¿Es que no tienes vergüenza?

Le contestó con una sonrisa. Cogiéndole la muñeca, tiró de ella.

—No tengo vergüenza. Eres mi mujer.

Loretta perdió el equilibrio y cayó sobre su pecho. Revolviéndose, pero también complacida, dijo:

—Hay un lugar y un momento para cada cosa, y no es precisamente ahora.

—¿No? —Le metió la mano por la blusa—. Yo digo que es muy buen momento.

Ella se contrajo al notar unos dedos que recorrían sus costillas.

—Me haces cosquillas.

Sin avisar, rodó con ella y se puso encima. Le besó ligeramente los labios mientras cambiaba la mano de sus costillas a sus pechos. El pequeño montículo de carne se ajustaba perfectamente al hueco de su mano, y el pezón se erguía orgulloso al roce de su piel. Se le sonrojaron las mejillas. Incapaz de resistirlo, Cazador le levantó la blusa y se apartó para ver lo que tenía enfrente, inmovilizándole las piernas con sus muslos. No se había equivocado. Cuando se ruborizaba, se ponía rosa por todo el cuerpo.

—¡Cazador! —Trató de cubrirse otra vez con la blusa—. ¡Alguien podría venir!

—Nadie va a venir.

Fascinado, tocó la punta rosada de su pezón con sus dedos oscuros. Se ponía duro y expectante, exigía toda la atención… atención que él estaba dispuesto a darle. Hundiendo la cabeza, chupó con la punta de la lengua la montaña rosa, y después cogió la cresta con los dientes.

Ella gimió y le agarró el pelo con los puños.

—¿Cazador?

—¿Sí? —Se pasó al otro pecho—. ¿Qué quieres, pequeña?

Se quedó sin respiración al notar unos dientes que se cerraban sobre ella.

—Quiero irme.

Con la determinación que daba la experiencia, Cazador siguió atormentándola hasta que las puntas de sus pezones se hincharon, moradas y calientes, contra su lengua.

—Cazador, por favor… —gimió y lo atrajo hacia ella, arqueando las caderas contra él—. Cazador…

Él la complació y se metió el pezón en la boca. Ella gritó al notar el tirón, y él glorificó el sonido, sabiendo que podía hacer que se rindiera a él. Después de ocuparse de los dos pechos, empezó a besarle en los labios, pero ella le agarró fuerte del pelo y le obligó a volver a los pezones, arqueándose, ansiosa por recibir su boca. Con una carcajada de placer, Cazador respondió a la silenciosa prerrogativa y saboreó la dulzura de su cuerpo. Después la besó en los labios.

Loretta abrió los ojos y miró a su marido comanche con deseo. Poco a poco se le fue calmando el pulso y recuperando el sentido. Una sonrisa cargada de ternura abría la boca de Cazador.

—Mi corazón se entristece por tener que decir estas palabras, Ojos Azules, pero alguien podría venir. Mi mujer que no tiene vergüenza debe esperar, ¿verdad?

Ella buscó a tientas la camisa para arreglársela. Cazador se echó hacia atrás para dejar que se sentara, y sus ojos centellearon con picardía. Ella se colocó la ropa, aún ruborizada. Cazador la cogió de la mano y la puso en pie, deseando haber estado un poco más lejos del poblado para poder terminar lo que había empezado. Pero no quería arriesgarse a que les vieran.

—Iremos a mi tienda, ¿sí? Te haré feliz allí, donde nadie puede vernos.

Ella le pellizcó el hombro.

—¡Lo has hecho a propósito!

Él se rio y le pasó el brazo por los hombros para atraerla hacia sí mientras caminaban. Cuando estuvieron junto al poblado, Loretta se apartó. Se sentía culpable. Cazador echó atrás la cabeza para reírse. Para vengarse de él, cogió un puñado de guijarros y empezó a tirárselos. Tenía muy mala puntería, pero Cazador los hubiese esquivado de todas formas… Cuando hubo terminado con todos, él se volvió hacia ella y la alcanzó antes de darle tiempo a coger otro puñado.

Loretta chilló y salió corriendo. No pudo llegar muy lejos. Cazador tenía las piernas demasiado largas. La levantó y la cogió en brazos, pasándole un brazo por debajo de las rodillas. Ella le golpeó la espalda, jugando. Del mismo modo, él le metió la mano libre por debajo de la falda y le pellizcó las nalgas.

Después de todo, decidió Cazador, había sido un gran día.

Búfalo Rojo estaba sentado fuera de la tienda de Cazador cuando llegaron. Cazador puso a Loretta en el suelo pero sin retirar un brazo protector sobre sus hombros. Redujeron el paso, y Cazador fijó la vista en su primo. Él miró para otro lado.

—Cazador, necesito hablar contigo —dijo en voz baja—. ¿Puedes venir a mi tienda?

Cazador dijo a Loretta que volvería en un momento. Después acompañó a su primo sin decir una palabra. Búfalo Rojo tenía el fuego encendido dentro de su tienda. Los dos hombres entraron por la izquierda e hicieron un círculo completo antes de sentarse con las piernas cruzadas junto a las llamas. Abrazándose las rodillas, Cazador hundió los hombros y observó a su primo. Búfalo Rojo no ofreció a Cazador la pipa de la paz, por lo que no pudieron fumar juntos como hermanos. Por mucho que Cazador odiase el tabaco, le hubiese gustado que su primo tuviera ese gesto con él.

Búfalo Rojo tiró otro trozo de leña al fuego y después se quedó mirando fijamente las llamas. Tenía el labio ligeramente amoratado en el sitio en el que Cazador le había golpeado. Pasó aún un rato hasta que dijo algo.

—Mi corazón yace sobre la tierra —dijo suavemente—. No quiero que haya malos sentimientos entre nosotros.

Cazador apretó la mandíbula y fijó la vista en el círculo de humo.

—Me cuesta creerlo. No es la primera vez que me engañas. Tú pusiste la serpiente en su cama, ¿verdad?

Lentamente, Búfalo Rojo asintió.

—No volveré a hacerle daño de nuevo. La amas, ¿verdad? Más que a tu pueblo, más que a ninguna otra cosa.

Cazador cerró los ojos un momento. La misma pregunta parecía perseguirle, una y otra vez.

—La amo, sí. ¿Pero más que a mi pueblo? Yo soy mi pueblo. ¿Debe el amor entre un hombre y una mujer matar a los otros amores?

—Si tuvieses que elegir, la elegirías a ella. Si ella tuviese que elegir, ¿cuál crees que sería su elección?

El rostro de Cazador se contrajo.

—¿Por qué es eso tan importante? Nunca la obligaré a elegir.

—Tal vez no esté en tus manos. Ella es tu enemigo, ¡Cazador! ¡Su gente nos está matando! ¡Abre los ojos y ve la verdad! Al final, ¡te destruirá! Terminará por obligarte a dar la espalda a todo lo que eres, dejará tu corazón inerte y te abandonará.

—¿Para esto me has hecho venir? —bufó Cazador—. Si es así, me voy.

—¡No! —Búfalo Rojo alargó el brazo para coger el de Cazador a través del fuego—. No te vayas, primo. Lo siento. Olvida lo que he dicho.

—Tus palabras me cortan en dos. Nunca podré olvidarlas.

Búfalo Rojo se pasó una mano por la frente y suspiró.

—Lo siento. La aceptaré como tu esposa, Cazador. De verdad que lo haré.

—Tus palabras son poco profundas, como un río en época de sequía. Muéstrame tu dolor. Así puede que te crea.

Búfalo Rojo se puso en pie.

—Te lo mostraré. Mira lo que tengo aquí. Un regalo, ¿sí? Para tu mujer. Un regalo como ningún otro.

Sacó algo brillante de una alforja y se lo puso en la palma de la mano, acercándoselo a Cazador.

—Luz de luna sobre el agua, primo. Una peineta para tu esposa tosi.

Cautivado por el brillo de las piedras preciosas, Cazador levantó la peineta y la giró para verla a la luz del fuego. Por un instante imaginó la expresión en la cara de Loretta si le diese algo tan delicado. Después apartó el pensamiento de su mente.

—Se lo quitaste a una de las mujeres que has matado. Ella escupiría sobre ello.

—¡No! Fue un intercambio con los comancheros.

Cazador se sintió algo más animado. Quería con todas sus fuerzas poder regalar a Loretta cosas bonitas, cosas que fuesen valiosas para una mujer blanca. Sabía que su mundo era muy diferente al de él. Una peineta como esa la consolaría.

—¿Cuánto?

—¡Es un regalo!

—Ah, no. Solo el marido de una mujer debería darle algo tan hermoso.

—Te costará una manta —dijo Búfalo Rojo encogiéndose de hombros.

Cazador gruñó.

—Dos caballos, no menos.

—Uno. No aceptaré más. —Búfalo Rojo se rio—. Esto lo hacemos sin que se entere nadie, ¿eh? Somos buenos comerciantes.

Fascinado por la belleza de las piedras, Cazador levantó los ojos.

—Vale mucho más.

—La pena que me causa el haber hecho daño a tu mujer hace que estemos en paz.

Cazador sonrió y cerró los dedos alrededor de la peineta. Estaba tan ansioso por dárselo a su esposa que se levantó.

—Te traeré el caballo ahora mismo.

—Mañana es suficiente.

Cazador puso una mano en el hombro de su primo. Mirándole a los ojos, dijo:

—Mi corazón está contento, Búfalo Rojo. El sol no brilla igual cuando tú no estás a mi lado.

La sonrisa de Búfalo Rojo se desvaneció.

—Nunca te he abandonado, Cazador. Somos hermanos. Si parece que te vuelvo la espalda, no es por falta de amor.

—Eso es pasado. —La voz de Cazador temblaba de emoción—. Ahora caminas un nuevo camino, ¿no es así?

Búfalo Rojo sonrió y le dio un empujón amistoso.

—Ve a casa con tu pelo amarillo.

Cazador dudó en la puerta.

—Hay algo que he querido decirte desde hace un tiempo. Estrella Brillante quiere que la mires.

—¿Estrella Brillante? —Una expresión incrédula cruzó la cara marcada de Búfalo Rojo—. ¿Me quiere? Tú hablas boisa, primo.

—Es así. Si te interesa, será mejor que la reclames antes de que algún otro lo haga. Es encantadora.

—Sí —dijo Búfalo Rojo, un poco ausente—. ¿Estás hablando de la hermana de tu mujer?

Cazador se rio.

—Es demasiado tímida para acercarse a ti, pero sus ojos te siguen cuando tú no miras.

Cazador encontró a Loretta acurrucada en su lado de la cama cuando él entró en la tienda. No pudo evitar sentirse desilusionado. Si estaba dormida, tendría que esperar a mañana para darle el regalo. Estaba impaciente. Quería agradarle ahora.

—¿Ojos Azules?

Ella se incorporó sobre un codo y lo miró adormilada.

—¿Por qué tienes esa sonrisa tan grande?

Cazador escondía la peineta detrás de la espalda. Se sentó en el borde de la cama y se volvió hacia ella para que no pudiera verlo.

—Te traigo un regalo de bodas.

La curiosidad la despertó por completo. Se sentó y trató de ver lo que tenía en la mano.

—¿Qué es?

—Algo muy fino. Algo tan brillante como mi mujer dorada.

Ella se inclinó a un lado.

—¡Cazadooor! ¿Qué es?

Lentamente, sacó la mano. Loretta no dijo nada al principio. Después le miró inquisitiva.

—¿Es una broma? ¿Qué haces metiendo la mano en mis cosas?

La sonrisa de Cazador pareció congelarse y sus ojos se movieron hacia donde estaba la cartera negra de Loretta. A Loretta se le endureció la garganta. Ella también se volvió para mirar la bolsa. Un miedo helado le atravesó la espalda. Bajó de la cama y cruzó la habitación. Se le aceleró el pulso al estirar la mano para coger la cartera. El broche se abrió entre sus temblorosos dedos y al mirar dentro vio la peineta de diamantes de su madre.

Fue como si el tiempo se hubiese detenido. Allí suspendida, Loretta asimiló lentamente el hecho de que, siete años después de la muerte de Rebecca Simpson, la pareja perdida de su peineta había aparecido en manos de Cazador. Por un instante, la conclusión más obvia le dio en la cara: Cazador había sido el hombre que había cortado la cabellera a su madre. Pero muy pronto pensó con claridad. No podía ser Cazador. Había llegado a conocerle lo suficiente como para saber que él no lo había hecho. Aun así, el dolor la atravesó, un dolor que la hería en lo más profundo. Las piernas le fallaron y tuvo que caer de rodillas, incapaz de hablar, de levantar la cabeza. Por el rabillo del ojo vio a Cazador que se levantaba de la cama, la peineta caída en el suelo, olvidada.

Como un hombre que se acerca a la guillotina caminó hacia ella. Lo oyó tomar aire cuando se acercó a mirar lo que había en el interior de la cartera negra.

—Pertenecía a mi madre —lloró—. Llevaba las dos peinetas puestas el día que murió. Esta la encontré cerca de donde ella yacía. La otra se la llevó el comanche que la mató.

—No. —La palabra salió de su garganta como un susurro atormentado.

Loretta se puso una mano en la boca para ahogar el grito que luchaba por salir de su garganta. Cazador se hundió de rodillas junto a ella.

—No. —Volvió a decir, esta vez con más convicción—. Yo no… El día en que ella murió, yo no… —Su voz se quebró, y vio que le cubría con los dedos sus puños blancos—. Ojos Azules, no te he mentido.

Dejando caer la mano, luchó por un poco de aire, tragándose los sollozos, intentando hablar. Se giró para mirarle, con lágrimas en los ojos.

—Te lo ha dado Búfalo Rojo, ¿verdad?

Cazador la miró fijamente, sin contestar.

—¿Verdad?

Huh, sí —admitió por fin, resistiéndose a creerlo—. Se lo cambió a unos comancheros.

—Es mentira. —Loretta apretó los ojos. Cazador, el hombre al que amaba, su marido, era el primo del asesino de su madre. Todo encajaba ahora, el odio que Búfalo Rojo le tenía, sus continuos esfuerzos por deshacerse de ella. Los recuerdos giraron en su mente, recuerdos de su madre, del ágil y esbelto joven indio que le había cortado la cabellera. Búfalo Rojo. Con la cara desfigurada, Loretta no había podido reconocerlo—. ¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío!

En ese instante, el matrimonio de Loretta se convirtió en su mayor pesadilla. Al menos treinta hombres habían participado en aquel asalto. Todos eran de este poblado, seguramente. Hombre Viejo, Cerdo, Fabricante de Flechas, Boñiga de Coyote, Guerrero, el padre de Cazador, cualquiera de ellos podía haber estado allí. Tal vez incluso su marido. Unos rostros borrosos volvieron a estar frente a ella, provenientes del pasado. No quería creer que Cazador hubiese estado allí ese día, ¿pero cómo podía estar segura? ¿En cuántos ataques a los tosi tivo había participado él? Un centenar, ¿tal vez en mil? ¿Podía incluso recordar una pequeña y polvorienta granja y a la mujer que habían asesinado allí?

Fijó la vista en el poste de las cabelleras. Ninguna de ellas tenía el pelo largo, lo que probaba que solo hacía la guerra contra los hombres. Esto no significaba que no hubiese estado presente cuando se atacaba a las mujeres, solo que él no había participado. ¿Estaba la cabellera de su padre en su colección? Loretta clavó los ojos horrorizada en una madeja de pelo castaño, después en otra…

—Ojos Azules… —Quiso tocarle el hombro.

Loretta se apartó de él.

—No, Cazador. Por favor, no. —Miró al suelo con los ojos cubiertos de lágrimas y vio una mata de hierba que resistía en medio de la arena que formaba el suelo de la tienda. El odio entre ella y el pueblo de Cazador era como esa hierba, capaz de sobrevivir a todo. Sintió un vacío innombrable en su interior.

—Búfalo Rojo me dijo que compró la peineta. Debe de ser así, ¿sí?

—Con lo grande que es Texas, sería bastante coincidencia, ¿no crees?

Cazador no estaba seguro de lo que significaba coincidencia, pero entendió lo que quería decir. Por primera vez en su vida estuvo tentado a mentir, a decir cualquier cosa que pudiera convencerla de que se equivocaba. La costumbre de toda una vida lo detuvo. Sin su honor no era nada.

—Búfalo Rojo estuvo en ese ataque, Cazador. Tú lo sabes. Yo lo sé, y él también. Por eso me odia tanto.

Para probarlo, metió la mano en la cartera y sacó el retrato de su madre. Se lo dio a Cazador, observando su expresión.

—Es mi madre.

—Dos gotas de agua —susurró.

Cazador miró el parecido, y recordó aquel primer día en el que Loretta salió de su casa y se acercó a ellos en el jardín, con el pelo dorado brillando al sol, los ojos centelleantes en su pequeño rostro. Casi inmediatamente, Búfalo Rojo había empezado a pedir a Cazador que la matara, que pusiera fin a su vida. Le cayó el sudor por la cara. Cuando Loretta había delirado la primera noche que la tuvieron cautiva, había revelado en sus gritos que había visto la muerte de su madre. Desde entonces, el odio de Búfalo Rojo por ella se había intensificado. Debió de temer que algo pudiera hacerle recordar, la manera en la que caminaba, el sonido de su voz, y que antes o después lo reconocería como el asesino de su madre y lo revelaría a los demás.

Con una voz que parecía provenir de lo más profundo de su estómago, Loretta dijo:

—Búfalo Rojo tuvo que saber que yo estaba relacionada con ella en el momento en que me vio. No soy tan guapa como ella, pero el parecido no puede pasar desapercibido.

Cazador levantó la cabeza. ¿Que no era guapa? Se moría por trazar con el dedo la exquisitez de sus facciones, de atraerla a sus brazos y abrazarla para siempre, de no dejarla marchar nunca. Pero se le estaba escapando, podía verlo con sus propios ojos. Cogió la foto por el marco y el miedo que sintió no se parecía a ninguno que hubiese podido sentir antes. «¿Búfalo Rojo, los hombres de su poblado?» Si algo así era cierto, y Cazador sabía que lo era, podía perder de nuevo a la mujer que amaba, tan seguro como había perdido a Sauce Junto al Río, de forma igualmente irrevocable. Una mujer podía pasar por alto muchas cosas cuando amaba a un hombre, pero nunca nada así. Este pensamiento le aterraba.

Loretta respiró hondo y expulsó el aire lentamente. Pasándose la mano por la frente, dijo:

—Esta es la forma que tiene Búfalo Rojo de vengarse por haberle pegado ayer. Después de todo lo que ha hecho para evitarlo, tú le has dado la espalda de todas formas. Ya no tiene nada que perder. —Se rio con una risa casi histérica—. Desde el principio ha intentado separarnos. —Se le encogió el cuerpo—. Por fin lo ha conseguido.

—No. —Le agarró la barbilla y la obligó a mirarle—. Eres mi mujer, para siempre. Dijimos las palabras de Dios. Suvate, todo se ha cumplido. No puedes volverte atrás.

Soltándola, devolvió la foto a la cartera, colocándola en el compartimento de lino con extremo cuidado, como si su delicadeza pudiera de algún modo deshacer los errores que se habían cometido.

—¡Los hombres de este poblado mataron a mis padres, Cazador! ¿No entiendes lo que eso significa? —Las palabras se rompían en la garganta de Loretta, cada sílaba abría más y más la fosa que los separaba—. No puedo quedarme aquí sabiendo algo así. ¡No puedo! Y si me amas, no me pedirás que lo haga.

—¡Eres mi mujer! —Movió la mano en dirección a la puerta—. Lo he dicho ante mi gente. Debes andar siempre mis pasos. Es la costumbre. Una mujer no deja a su marido. Está prohibido.

Loretta levantó la barbilla.

—¡Según tus costumbres!

—Mis costumbres son las tuyas. Mi gente es tu gente. ¡Soy tu marido!

El eco de los gritos de su madre golpeaba las paredes de su mente. Aunque viviese cien años, nunca podría olvidarlos.

—¿Significa eso que mis costumbres son también las tuyas? —Se enfrentó a su mirada con una intensidad sobrecogedora—. ¿Vengarás a mis padres?

La cara se le puso pálida.

—¿Y matar a mi primo?

—¡Y todos los que estuvieron allí! Esa es tu costumbre, ¿no? ¿Vengar a tu gente? Eso es lo que dijiste anoche. Si tu gente es mi gente, entonces mi gente es la tuya.

La mirada que vio en la cara de Cazador la asustó. Loretta lo miró fijamente, sin apenas poder asimilar lo que acababa de decir.

—Cazador… —Lo cogió del brazo—. ¡No quería decir eso!

Él escapó de su brazo y se levantó.

—No quería decir eso. —Volvió a gritar—. Sería como partirte el corazón. ¿Crees que quiero eso? Ya ha habido suficientes muertes.

Alarmados por los gritos de Loretta, Amy y Antílope Veloz entraron en la tienda. Los ojos azules de Amy, preocupados, miraron primero a Loretta y después a Cazador.

—¿Qué ocurre?

Sin dejar de temblar, Loretta extendió una mano en dirección a la cama.

—La peineta perdida de mamá.

Amy cruzó la habitación. Después de mirar la pieza de diamantes un momento, se giró con una expresión desconcertada y miró a Cazador.

—¿Tú? —susurró. Después, como si fuera un animal salvaje, dejó escapar un grito ronco y se lanzó violentamente sobre él, pegándole y arañándole—. ¡Eres un carnicero! ¡Un carnicero asesino!

Cazador cogió a Amy por las muñecas y la rodeó con rapidez con el brazo, atrayéndola hacia él. Antílope Veloz dio un paso hacia ellos, sin saber muy bien si debía proteger a Amy o mantenerse leal a Cazador.

—¡Mataste a su madre! ¡Mataste a su madre! Ella llevaba esa peineta el día que murió. —Amy se revolvió, luchando por soltarse—. ¡Cortaste la cabellera a mi tía Rebecca! Solo así se explica que puedas tener su peineta. ¡Suéltame! ¡Quítame tus sucias manos de encima!

Las acusaciones de Amy golpearon a Cazador como si le hubiesen tirado una roca en el pecho. Poco le consolaba que Loretta no hubiese reaccionado así. Volviéndose hacia Antílope Veloz, gritó:

—¡Llévatela con mi madre!

Antílope Veloz cogió a Amy por el brazo y tiró de ella para sacarla de la tienda. Sus gritos fueron disminuyendo poco a poco. Cazador se giró para mirar a su esposa. Se abrazaba la cintura, con una mirada oscura y triste en los ojos.

Con un gruñido de rabia, Cazador se dio la vuelta y salió de la tienda, con la mente puesta en la tienda de Búfalo Rojo. Guerrero vino corriendo hacia él.

—Cazador, ¿qué ocurre? ¿Qué es lo que tu Aye-mee está gritando?

Sin dejar de andar, Cazador le explicó.

—Lo mataré por esto. Sea mi primo o no, lo mataré.

Guerrero le cogió del brazo y le obligó a detenerse.

—¡Se ha ido, Cazador! Hace solo unos minutos… con todos sus amigos.

—¿Se ha ido? ¿Por qué no me lo has dicho?

—¡No lo sabía! —Guerrero levantó las manos—. ¿Cómo iba a saberlo, Cazador? Va y viene todo el tiempo.

Por un instante, Cazador consideró la posibilidad de seguirle, pero entonces la imagen de la cara blanca de Loretta cruzó su mente. No podía dejarla así de enfadada. Respiró hondo y emprendió el camino de vuelta a su tienda.

—¿Cómo se lo está tomando tu mujer? —preguntó Guerrero.

—Tiene el corazón en la tierra.

Guerrero suspiró.

—Esto es malo, Cazador, muy malo. ¿Su madre? ¿Su padre? Nunca podrá perdonarte por esto.

Cazador aumentó el paso, cada vez más preocupado por haber dejado sola a Loretta.

—No tiene otra opción. Hemos dicho las palabras, ¿no es así? Es mi mujer.

—¡Pero Búfalo Rojo mató a sus padres!

—Aún sigue siendo mi mujer.