Capítulo 4
Loretta echó hacia atrás la cabeza. Por un momento, sintió como si fuera a gritar. Entonces la boca de Henry apresó la suya y cualquier sonido que ella hubiese podido hacer fue acallado por sus avariciosos labios. Tenía ganas de vomitar, y cuando consiguió deshacerse de su abrazo fue directa al suelo del carromato. Ella cayó espatarrada, él la cogió por las muñecas y se tumbó sobre ella, atrapándole las caderas con los muslos. Loretta se salió de la paja y fue a parar al suelo desnudo y duro con él subido a horcajadas.
Él se rio entre dientes, mientras avanzaba lentamente. Entonces, con una facilidad que le horrorizó, le clavó los brazos en el suelo con sus piernas. El dolor le llegó hasta los hombros mientras sus puntiagudas espinillas se le clavaban en los huesos de las muñecas. Loretta utilizó las piernas como cuchillos y le golpeó la entrepierna, pero él consiguió librarse de los golpes moviéndose de un lado a otro y cayendo sobre su estómago de un modo tan brutal que pensó que iba a partirle la espina dorsal.
Forzó la garganta, pero con el poco aire que tenía, no hubiese podido gritar aunque hubiese tenido voz. Él siguió botando sobre ella incluso después de que ella dejase de luchar. Tenía la boca hinchada y le daban arcadas. Unos puntos negros aparecieron ante sus ojos.
Cuando ella se quedó quieta, él se sentó en su estómago y sonrió, acariciando la fila de pequeños botones que cerraban el corpiño de su vestido. Loretta apartó la cara y buscó algo de aire que le despejase la garganta.
—He estado mirando estos hermosos pechos demasiado tiempo —susurró, abriéndole lentamente el vestido. Ella podía sentir sus manos arrugadas maniobrando torpemente con los lazos de la combinación. Un aire frío se colaba por la fina tela. «Dios mío, ayúdame. Por favor, que venga alguien a ayudarme.»
De repente una mano apareció y bloqueó parcialmente la visión que tenía de Henry. Ella se quedó mirando a la mano, preguntándose de dónde provenía y a quién pertenecía. Desde luego no a Henry. Era demasiado cuadrada y morena. La mano se movió ligeramente, y dejó al descubierto un cuchillo pegado a la barbilla de Henry. Henry echó hacia atrás la cabeza y se puso de pie de un salto. Retrocedió, estupefacto. Una sombra amenazadora saltó encima del carro.
Loretta rodó hacia un lado en busca de aire y se quedó allí acurrucada. Cuando por fin sintió que la cabeza empezaba a despejársele, dobló el cuello para ver a Henry. El muy cobarde se deslizaba de puntillas hacia atrás para escapar de su atacante, haciendo un surco en la paja con sus pesadas botas. Mientras retrocedía lentamente hacia el borde del carro, levantó la barbilla y bajó los ojos hacia el cuchillo que le amenazaba.
—No me mates —suplicó—. Sé que la has reclamado, y tuya será. Llévatela, vamos, pero no me mates, por el amor de Dios, no me mates.
Con los ojos puestos en su rescatador, Loretta se esforzó por incorporarse. ¿Cazador? ¿Había pedido ayuda, y Dios le había enviado a un indio?
Henry se agarró a la gran muñeca del indio.
—Por favor, tengo mujer e hija. —Mirando hacia abajo, gritó—. ¡Haz algo, chiquilla estúpida! Está claro que va a matarme. Haz algo. ¡La horquilla, coge la horquilla!
Loretta se miró, mareada, las rodillas y después echó un vistazo a su alrededor. ¿La horquilla? Ah, Dios, ¿dónde estaba? Henry, que seguía retrocediendo, dio demasiados pasos de una vez y se salió del carro. Revoloteó un instante en el aire con los brazos, dio un grito y cayó. Cazador apretó la punta del cuchillo mientras este caía y la hoja dibujó una hendidura en su barbilla. Henry aterrizó en el polvo, y se puso de pie como un rayo. Tapándose la herida sangrante de la barbilla con la mano, corrió hacia la casa gritando como un cochino. No miró hacia atrás ni una sola vez.
Loretta se arrodilló y se abrazó el estómago, entre incrédula y aterrorizada. Cazador se dio la vuelta lentamente. Llevaba solo un taparrabos, unos mocasines de caña alta y un cinturón de lana azul, por lo que tuvo una gran vista de sus muslos y caderas antes de verle la cara. Ella nunca había visto a un hombre desnudo, y este estaba tan desnudo como ella podía imaginar. En todos los sitios en los que ella y tía Rachel eran blandas y redondas, él era plano y duro, y donde ellas eran delgadas, él estaba lleno de músculo. Sus piernas eran tan duras y morenas como el tronco de los árboles, sus muslos dos montículos de gruesos tendones.
Los ojos del comanche brillaban tan negros como la obsidiana pulida. Se encontraron con los de ella. El toque de su mirada le hizo estremecerse. Nunca antes había visto una ira tan ardiente. Él avanzó hacia ella con pasos pausados, y ella se encogió, con la vista clavada en el cuchillo ensangrentado que tenía en la mano.
Loretta buscó a tientas el borde del carro. Si pudiese saltar por él y echar a correr, tal vez tuviera una oportunidad. Su mano solo encontró aire. Miró fijamente al cuchillo e imaginó cómo sería tenerlo clavado en el cuerpo. El comanche miró hacia abajo. Cuando vio lo que ella estaba mirando, tiró el arma y mantuvo las manos vacías a ambos lados de su cuerpo. El gesto no dejaba lugar a dudas, pero ella no podía sentirse segura.
Avanzó otro paso, y ella se deslizó en retirada, pegando la espalda contra la pared del carro. Él estaba demasiado cerca como para poder escapar, y seguía acercándose, con los mocasines resonando en el suelo. Entonces puso una rodilla en el suelo de paja revuelta que había frente a ella. Loretta se apretujó contra la madera. Él se acercó un poco más y ella se retorció hacia la esquina. Loretta escuchó un ligero jadeo y se dio cuenta de que era su propia respiración. Él le introdujo la mano por el vestido desabrochado y le palpó las costillas. El calor de su mano traspasó la tela fina de la combinación y le hizo perder el aliento de una forma tan contundente como cuando había sentido la mano de Henry. Se apartó, tapándose con ambos brazos, y dejó caer los hombros. Él susurró algo, una palabra comanche, y sus ojos se encontraron. Desde esta posición, tenía bloqueada cualquier vía de escape. Loretta empezó a temblar.
—Toquet —volvió a susurrar.
No tenía ni idea de lo que significaba esa palabra, pero era un sonido inexplicablemente suave, que en nada se correspondía con la dureza de su expresión. Una cabellera oscura le caía despeinada por los hombros, como si fuera una cortina. Como única decoración llevaba una trenza delgada y larga en el lado izquierdo de la cabeza. Solo la longitud de su pelo era suficiente para hacerle parecer aterrador y extraño. La cicatriz que cruzaba su mejilla, con toda seguridad producida por un cuchillo, enfatizaba aún más esa ferocidad.
La cogió por las muñecas y le apartó las manos del estómago, obligándola a ponerlas a un lado antes de soltarla. Después, tan rápido que no le dio tiempo a reaccionar, le puso la mano en el hombro para inmovilizarla. La otra mano la usó para palparle el cuerpo. Cuando ella empezó a retorcerse, él gruñó algo en comanche que sin duda quería decir que se estuviese quieta. El terror podía ser de lo más persuasivo. Trató de no moverse mientras sus dedos recorrían cada una de sus costillas, presionando y probando, desde el centro del pecho hasta el camino longitudinal de la espina dorsal. Cuando se quiso dar cuenta de que solo quería ver si había resultado herida, él ya había terminado y la había dejado libre.
El indio se sentó en cuclillas, apoyó los brazos sobre las rodillas dobladas y dejó caer los hombros hacia delante. Por muy relajado que pareciera, un gran poder emanaba de su cuerpo, electrificando el aire que les rodeaba como la intensidad creciente del rayo antes de una tormenta. El olor a humo de madera, almizcle y piel se mezclaba con el heno, rodeándola.
La estaba observando…
A Loretta se le secó la boca como si hubiese tragado polvo, e hizo la única cosa que sabía hacer, que era devolver la mirada. Sus ojos se fijaron primero en el pelo. Por el desprecio que leyó en sus ojos, tuvo el presentimiento de que él la encontraba tan vomitiva como él a ella. Después, estudió su cara. El orgullo le hizo elevar un poco la barbilla. Tal vez ella no fuese una belleza, pero tampoco él era ningún galán. Loretta siguió examinándolo, en busca de una imperfección que desmereciese sus facciones. Horrorizada, no pudo encontrarle ninguna. A excepción de la cicatriz, su rostro hubiese podido ser hasta guapo, si hubiese pertenecido a un hombre blanco.
Después de lo que pareció una eternidad, Cazador sacó un pequeño cuchillo que tenía metido en la parte trasera del cinturón. Loretta se olvidó del orgullo y se encogió asustada. Él le levantó la falda y le frotó el tobillo derecho. Por un momento, pensó que trataba de robarle el único par de calzones que le quedaban (esta vez, con ella dentro). En vez de eso, le metió el cuchillo en la bota. Loretta sintió un cosquilleo allí donde Cazador la había tocado. Miró asombrada el puño tallado a mano del arma que descansaba sobre sus calzones. ¿Para qué demonios le había puesto eso ahí?
Cazador se levantó con un movimiento ágil y se agarró con una mano al lateral para saltar del carro. Después se dio la vuelta y le extendió los brazos. Loretta se levantó, sintiéndose aún bastante débil, y dio un paso atrás. Él echó un vistazo a la casa por encima del hombro, y volvió a mirarla después, sin ocultar su impaciencia. Antes de que ella pudiera reaccionar, él la cogió por la cintura y la colocó en el suelo, sujetándola hasta ver que recuperaba el equilibrio. Era al menos una cabeza más alto que Henry, tan alto que, de pie junto a él, ella tenía que estirar el cuello para verle la cara. Sus ojos se encontraron un momento. Después, como si él estuviera hecho de sombras, salió corriendo por la cerca, saltó la valla como si no estuviera allí y desapareció entre los árboles.
Atontada y aturdida por lo que acababa de pasar, Loretta empezó a correr. Al moverse, sintió el frío metal del cuchillo haciéndole cosquillas en el tobillo. Se levantó la falda y sacó esa cosa desagradable de su bota. Con un escalofrío, lo tiró junto al carro y caminó hacia atrás por un momento hacia la casa, restregándose los dedos en la falda.
—¡Loretta!
Al girarse vio que tía Rachel corría rodeando el establo, con las faldas en volandas y un rifle en la mano. Rachel se detuvo deslizándose junto al carro y se puso la culata de la carabina Sharp en el hombro, examinando el bosque.
—Henry me lo ha contado. ¿Dónde diablos están? Ponte detrás de mí, Loretta. Rápido.
Loretta dudó, pero solo un instante. Como tío Henry había dicho, los indios eran impredecibles. Cazador podía dejarla con vida un momento, y matarla poco después. Se puso detrás de su tía, y las dos caminaron cruzando de espaldas la cancela y siguiendo los rieles del carro hasta la casa.
Una vez dentro, encontraron a Henry tendido en la cama, gimiendo. Loretta se detuvo junto a la puerta para abrocharse el vestido, con la atención fija en la sangre que manchaba la camisa de su tío. Estaba segura de que un corte en la barbilla no podía sangrar tanto. La postura que tenía era la de alguien a quien hubiesen rajado el cuerpo. Loretta se acercó un poco más, sin dar crédito a lo que veía. El lado izquierdo de la camisa colgaba hecha jirones. A través de la tela rota, pudo ver cortes superficiales a la altura de las costillas. Amy estaba en la cocina, humedeciendo un trapo con agua de la tetera. Tenía la cara contraída y pálida cuando miró a Loretta.
—¿Estás bien? No te han… —Amy fijó los ojos en la camisa a medio abotonar de Loretta—. ¿Qué te han hecho?
—Calla, Amy, y tráeme ese trapo. —Rachel puso la Sharp contra la pared, al lado de la cama, y se puso de rodillas junto a su marido. Con manos temblorosas, le cogió la parte delantera de la camisa y se la apartó, jadeando al ver las heridas—. Ah, Henry, podían haberte matado.
Henry le pasó la mano por el pelo despeinado.
—Vamos, vamos, estoy bien, y Loretta está bien. Eso es lo que cuenta.
—Gracias a ti —la voz de Rachel se quebró—. Ah, Henry, ¿podrás perdonarme alguna vez por cómo me comporté ayer? Solo un hombre valiente podría enfrentarse solo a esos comanches.
—No he hecho sino lo que cualquier hombre debe hacer. —La mirada azul de Henry cayó sobre Loretta, sonriente. Ella sintió un frío profundo—. En realidad no he sido valiente. Cuando los indios llegaron, me enfrenté a ellos porque no me quedaba otra opción. En la primera oportunidad que tuve, salí corriendo como alma que lleva el diablo. No valemos nada sin un arma. Para salvar a Loretta tenía que llegar a la casa. No fue hasta que estaba a medio camino cuando me di cuenta de que me habían herido. Me dio mucho miedo. Te lo digo, tres viniendo hacia mí y yo sin otra cosa que mi pequeño cuchillo para defenderme.
—Bueno, agradezcamos a Dios que los cortes no son profundos. Es una especie de milagro.
Era más como una especie de fantasía, pero Loretta no podía decirlo.
Henry se miró sus maltratadas costillas.
—Por toda esta sangre, pensé que era más grave. —Levantó la mirada—. ¿Estás bien, chiquilla? ¿Llegó tu tía Rachel a tiempo para detenerles…? —Echó un vistazo a su cuerpo—. No llegaron a violarte, ¿verdad?
Loretta sacudió la cabeza y apartó la cara. ¿Henry se había cortado las costillas con su propio cuchillo? Conociendo a Henry, los cortes serían superficiales, pero aún así era un acto de auténtica desesperación. Si no hubiese sido tan horrible, habría podido reírse.
Amy se acercó a Loretta y se abrazó a su cintura. Loretta intentó devolverle el abrazo, pero después de lo que Henry acababa de hacerle, cualquier roce, aunque fuera el de Amy, hacía que le temblase la piel. Apartándose de ella, subió las escaleras del altillo y se dejó caer en la litera. Hundiendo la cara en la almohada, aporreó la tela con los puños. Odiaba a Henry Masters, lo odiaba, ¡lo odiaba! La vida en esta maldita granja ya era lo suficientemente dura como para tener que estar continuamente cubriéndose la espalda. Ahora ni siquiera se atrevería a dar un paseo sola por temor a que él pudiera seguirla.
Ya más calmada, se puso de lado para mirar por la ventana. Pasaron unos minutos antes de que se diera cuenta de que había algo en el alféizar. Se sentó para ver lo que era. No se lo podía creer. El cuchillo del comanche. Rodeó la empuñadura con los dedos. La madera tallada le transmitía calidez, como si la mano de él aún estuviera en ella. Recordando la mirada perversa que había visto en los ojos de Henry, Loretta apretó el cuchillo contra su pecho. No volvería a tirar el arma otra vez. No se atrevía a hacerlo.
A la mañana siguiente, el nuevo día fue anunciado por la llegada de un grupo de jinetes, y cada miembro de la casa Masters puso pies en polvorosa en un sálvese quien pueda desesperado. No habían tenido tiempo de vestirse cuando una voz profunda resonó fuera.
—Ojos Blancos, venimos como amigos. —Las palabras dejaron clavada a Loretta en el sitio, el pulso retumbándole en las sienes. Tom no había llegado a tiempo.
—¡Ay, Dios mío! —graznó Henry—. Rachel, ¿puedes ver mis botas? Maldita sea, carga los rifles.
Loretta bajó las escaleras tambaleándose, tan asustada que ni siquiera pensó en que Henry iba a verla con el camisón de verano. Solo quería llegar a la trampilla para esconder a Amy. Pero cuando estuvo junto a ella, supo que no serviría para nada. No había tiempo.
Henry gruñó al verla luchar con la base de la cama.
—Olvida eso. Vete a la otra ventana, chica. ¡Rachel! Tú ocúpate de cargar.
—Sal, Ojos Blancos —gritó la voz—. Traigo regalos, no sangre.
Henry, que no llevaba otra cosa que los calzones y las vendas que tía Rachel le había enrollado en el pecho la noche anterior, saltó a la pata coja para ponerse una de las botas. Para cuando quiso llegar a la ventana, ya tenía las dos botas puestas, los cordones sin atar. Rachel le dio un rifle. Él tiró del postigo de las cotraventanas y metió el cañón por debajo de la piel que hacía de cortina.
—¿Qué te trae por aquí?
—La mujer. Traigo muchos caballos para comerciar.
Loretta corrió hacia la ventana izquierda, abriendo las cotraventanas y separando las cortinas para ver lo que estaba pasando. El comanche se giró para mirarla con unos ojos azules inexpresivos y penetrantes. Se los había perfilado con pintura de grafito negro, por lo que parecían aún más luminosos. Las manos de Loretta se agarraron al duro alféizar, las uñas clavadas en la madera.
Tenía que admitir que su aspecto era magnífico. Salvaje, aterrador… pero extrañamente hermoso. Llevaba unas plumas de águila que ondeaban al viento prendidas en la corona de su cabeza, las puntas pintadas hacia abajo. En la fina trenza que colgaba por su oreja izquierda, se iban ensartando otras plumas más pequeñas. La camisa de cazador color crema ensalzaba el ancho de sus hombros, el pecho decorado con un intrincado abalorio hecho de patas de animal pintadas y tiras blancas de piel. Llevaba dos colgantes: uno era de patas de oso, y el otro, un medallón de piedra plano. Los sujetaba al cuello con cintas de cuero duro. Los pantalones de ante los llevaba metidos por debajo de los mocasines de media caña.
Loretta observó la fila de ponis que traía detrás de él. No podía creer el número. ¿Treinta? ¿Tal vez cuarenta? Por detrás de los animales había al menos sesenta guerreros semidesnudos a caballo. ¿Por qué Cazador venía tan bien vestido, con los ojos pintados imitando a un lobo, mientras los otros no llevaban ni camisa ni plumas y traían la cara limpia?
—Vengo a por la mujer —repitió el comanche, sin dejar en ningún momento de mirarla—, y he traído mis mejores caballos para consolar a su padre por la pérdida. Cincuenta, todos domados. —Su montura negra dio un paso hacia delante y relinchó. El indio lo mantuvo bajo control sin problema—. Dame a la mujer, y no tengas miedo. Ella seguirá mis pasos y nadie le hará ningún daño, porque soy fuerte y rápido. Nunca pasará hambre, porque soy un buen cazador. Mi tipi la cobijará siempre de la lluvia en invierno, y mis pieles de búfalo la protegerán del frío. He hablado.
Tía Rachel se santiguó.
—Jesús, María y José, rezad…
—Nosotros no vendemos a nuestras mujeres —respondió Henry.
—Tú me revuelves las tripas, tosi tivo. Después de que te hayas acostado con ella, la venderías a ese hombre sucio. —Con una mueca de disgusto en los labios, levantó la manta de montar de lana de Tom Weaver de la grupa de su caballo y la tiró al suelo—. Mejor que me la vendas a mí. Soy joven. Puedo darle muchos hijos buenos. No tendrá que llorar por mi muerte durante muchos inviernos.
—Preferiría dispararle, bastardo asesino —contestó Henry.
—Hazlo y habrás entonado tu canción de muerte. —El comanche hizo girar al caballo, cabalgando cerca de la ventana en la que estaba Loretta—. ¿Dónde está la herbi de gran coraje que salió a enfrentarse a nosotros una vez? ¿Está aún dormida? ¿Te esconderás detrás de tus paredes de madera y dejarás que los que amas mueran? Sal, Pelo Amarillo, y sigue tu destino.
Loretta empezó a sudar por la espalda. ¿Su destino? Sus ojos volaron a la manta de Tom. Lo habían asesinado. Volvió a cerrar la cortina de piel con las manos temblorosas, recordando lo amablemente que Tom la había abrazado la noche antes de partir.
El rifle que tía Rachel había cargado para ella descansaba contra la pared. La tentación de usarlo le resultaba casi insoportable. Con el corazón en un puño, Loretta miró a su tío, sabiendo antes de que hablara que la mandaría ahí fuera.
—Nos matarán —fue la respuesta de Henry a su mirada suplicante—. Tengo que pensar en mi familia. En realidad, tú no eres de los nuestros. Mis prioridades son Rachel y Amy.
¿Rachel y Amy? Mirando a los ojos de su tío, Loretta leyó el miedo frío y rastrero que sentía y supo que no era por sus mujeres. Una cosa era sacrificar su vida para salvar la de otros, y otra muy distinta ser vendida. Morir, al menos, era rápido. «Muchos inviernos.» Por el amor de Dios, pertenecer a ese comanche significaría una vida de esclavitud, significaría pedir clemencia a un animal que no sabía el significado de esa palabra.
Loretta sacudió la cabeza y captó la mirada suplicante de su tía. Estaba claro que si el comanche estaba dispuesto a pagar cincuenta caballos por ella, buscaría una compra en paz, no una batalla. Él no podía estar seguro de que sus flechas no fueran a caer sobre ella.
Henry apoyó el rifle en la pared.
—Tienes que ir. No tenemos otra alternativa —caminó hacia ella—, y que no se te meta en la cabeza montar un espectáculo, o tendrás que vértelas conmigo, ¿entendido?
—¡No! —Rachel se arrojó a su marido—. ¡No te atrevas a mandarla ahí fuera! Ayúdame, voy a…
Con un movimiento de brazo, Henry echó a Rachel a un lado. Ella se cayó hacia atrás, golpeando el suelo con tal fuerza que su cabeza hizo sonar la madera. Loretta reculó, sin perder de vista a su tío, buscando a tientas la mesa que había detrás de ella. Tenía pensado echarla ahí fuera como si fuera una maleta demasiado pesada. El pánico bloqueó cualquier pensamiento racional que hubiese podido tener sobre la seguridad de su tía y su prima. Al verle avanzar, se dio la vuelta para correr, pero él alargó la mano como una serpiente y la agarró por el brazo. Al segundo siguiente, tenía unos puntos brillantes frente a sus ojos y le explotaba la mejilla de dolor. Se tambaleó, apenas consciente de los dedos que Henry le clavaba en el brazo mientras la arrastraba. A lo lejos oyó a tía Rachel gritar el nombre de Amy. Entonces sintió que el apretón de Henry se aflojaba. Dio un traspié y entrecerró los ojos, tratando de ver claro frente a ella. Cuando por fin enfocó la habitación, se quedó paralizada. La puerta estaba abierta.
Amy estaba de pie en el porche. Tenía apoyado el rifle de Henry sobre su pequeño hombro.
—¡Vosotros, indios, largaos de aquí! —gritó—. No podéis llevaros a Loretta. Fuera de aquí o disparo. ¡Os prometo que disparo!
Frente a Amy, Loretta pudo ver a Cazador. Le pareció ver un brillo de admiración en sus ojos, pero desapareció tan rápido que no pudo estar segura. Estaba sentado cómodamente sobre el caballo, con la cara tan indescifrable como la de una máscara, tranquilo y mortal.
—Aquí estoy —la retó.
La descarga del arma hizo tambalear a Amy. Un reguero de polvo se elevó por encima de su altura. Cazador se inclinó sobre el cuello de su caballo, tratando de no perder el equilibrio y el semental arremetió contra el porche, en un estruendo sordo de cascos. El comanche se agachó y rodeó a Amy con el brazo al pasar. Ella gritó y tiró el arma. El indio la subió a la grupa y le dio un manotazo cuando trató de golpearle.
No había tiempo para pensar. Loretta corrió hacia la puerta, cogiendo el arma que descansaba contra la pared al salir. El vestido se le enredó en los tobillos mientras corría por el porche y descendía las escaleras. El comanche hizo un círculo alrededor de los asustados caballos que se apretujaban sin jinete. Después entregó a Amy a un joven indio que esperaba en la fila. Los gritos de indignación de la pequeña traspasaron el aire. Loretta levantó la carabina Spencer y se la puso sobre el hombro, apuntando al comanche que venía hacia ella. Las campanas de sus mocasines tintineaban alegremente con cada movimiento del caballo.
—¡Deja que me vaya! —gritó Amy—. ¡Apestoso salvaje!
Loretta miró a la niña. Un joven valiente luchaba por mantener a Amy en su caballo. Se rio con gran estrépito al ver que trataba de arañarle. La chica le cogió un mechón de su cabello negro y tiró de él con todas sus fuerzas.
—¡Ayyy! —exclamó el muchacho—. Quiere quitarme la cabellera.
Los otros indios rieron como si formasen un coro. Loretta clavó los ojos en Cazador. Había detenido su montura a unos metros de ella.
—¿Dónde vas a gastar tus cartuchos? —preguntó—. Si la quieres, dispárale. Es sabio.
El grito de Amy se convirtió en un desconsolado llanto. El objetivo de Loretta se movió, y miró a los otros indios en busca de su prima. ¿Qué hacía Henry? ¿Por qué no venía a cubrirla? ¿Cuánto tiempo podía llevar cargar un rifle? Era un cobarde miserable.
—Solo tienes tiempo para un disparo —continuó diciendo Cazador—. Si lo desperdicias conmigo, mi amigo cogerá a tu hermana y me vengará. Tu padre se esconde detrás de las paredes de madera. Estás sola.
El sudor le caía por la frente. Se giró levemente y levantó el cañón del rifle hacia Amy. Cerrando un ojo, metió el dedo en el gatillo. Las lágrimas le cayeron por las mejillas al recordar las preguntas de Amy acerca de la liberación bendita. «Es algo malo, ¿verdad? Es matarse a uno mismo, ¿verdad?» «No siempre», pensó Loretta. Algunas veces, era morir a manos de alguien que te quería.
—Piénsalo bien, Pelo Amarillo —le advirtió Cazador—. He venido en paz a comprar una mujer, no a robar una niña. Ella es demasiado delgada para dar placer a este comanche. Tú no. —Se inclinó hacia delante, alargando un brazo, con la mano abierta hacia ella—. Ven conmigo y tu hermana volverá a los brazos de tu madre.
Loretta lo miró fijamente. ¿Lo decía de verdad? Él le devolvió la mirada. La cicatriz de su cara brilló al apretar los músculos de su mandíbula. Si las historias sobre él eran ciertas, dejaría libre a Amy. Por otro lado, podía muy bien llevárselas a las dos. Recordó lo amable que había sido la noche anterior, y su confusión fue aún mayor.
—Tira el arma y ven —la instó—. Es un cambio justo, ¿no? Ella será libre. He hablado.
A lo lejos, Loretta podía oír aún el coro de risas. Los indios estaban divirtiéndose de lo lindo a costa de la pequeña Amy. La niña volvió a chillar.
—Lo harás, ¿verdad? Tienes coraje. Lo dicen tus ojos. Si luchas la gran lucha, no puedes ganar. Es mejor mantener la cabeza alta y rendirse con dignidad. Baja el arma.