Capítulo 14

Estaba en casa. Loretta traspasó la puerta y empezó a gritar.

—¡Tía Rachel! ¡Amy! ¡He vuelto! ¡He vuelto a casa!

La casa parecía tan silenciosa como una tumba. Loretta se detuvo en seco al llegar al porche. Había visto a Amy en el jardín. ¿Por qué no salía nadie a recibirla? Estaba segura de que no era su intención darle la espalda. Tío Henry, quizá. Pero nunca tía Rachel.

Con las manos temblorosas, Loretta ató las riendas del caballo al poste del porche y avanzó con indecisión. La realidad de su mundo y toda la dureza de sus prejuicios la sobrevinieron de repente. Era una mujer mancillada. Tía Rachel nunca le volvería la espalda, pero Henry podía ser muy convincente. Sus puños lo eran.

Loretta se sintió aterrorizada. No podía haber pasado por semejante infierno para encontrarse ahora con que no tenía casa a la que volver. La piel de ciervo de la ventana izquierda se movió. Loretta echó un vistazo al interior por la estrecha apertura.

—¡Por dios, chica, nos has traído la muerte a nuestra puerta! —gruñó Henry.

Loretta miró por encima del hombro al grupo de comanches que esperaban en lo alto. Avanzó rápido por el porche.

—No van a haceros daño. Cazador me lo ha prometido. Deja que entre, tío Henry.

Se sintió aliviada al oír el sonido de la barra que se levantaba. Después la puerta hizo un crujido al abrirse, apenas lo suficiente como para poder colarse dentro. En cuanto lo hubo hecho, Henry la volvió a cerrar de golpe como si el mismo demonio estuviese ahí fuera. Loretta se giró y miró a tía Rachel agachada ante la otra ventana, lista para disparar. Loretta corrió por el suelo de tablas.

—No necesitáis disparar —le dijo a su tía, quitándole el arma de las manos y poniéndolo contra la pared. Rachel se puso de pie lentamente—. Dichosos los ojos que te ven tía Rachel. Y hueles como el mismo cielo. ¡A agua de rosas! —Loretta se arrojó para abrazar a la mujer mientras la mecía con felicidad—. Ah, gracias a Dios, ha habido veces en los que hubiese dado mi brazo derecho para poder hacer esto.

En lugar de corresponder el abrazo, Rachel se apartó y se quedó allí de pie mirándola con unos ojos azules tan grandes como platos. A Loretta se le encogió el corazón. Tía Rachel, no. Podía soportar el rechazo de todos los demás, pero esta mujer era como su madre.

—Estoy bien, tía Ra… —Loretta se mojó los labios, determinada a solucionar esto, a confiar en la bondad de su tía—. Ya sé que estoy hecha un desastre, ¿pero no te alegras de verme?

Rachel aún parecía paralizada.

—¿Pensabais todos que estaba muerta?

Rachel se mojó los labios.

—Ha… hablas.

Loretta se tocó la garganta y asintió.

—¿No es maravilloso?

Rachel sonrió levemente, y las lágrimas se agolparon en sus ojos.

—Que Dios me perdone, pero te di por perdida. Es un milagro.

—Más bien increíble —gruñó Henry.

Loretta le ignoró.

—¿No te dijo Tom que me había visto?

—Dijo que estabas matándote de hambre, que con toda seguridad no durarías más de unos cuantos días. —Rachel cogió la cara de Loretta entre sus manos—. Pensamos que… —Su voz se quebró, y su garganta se puso tensa al tratar de hablar—. Creímos que estabas muerta. Tom y los otros fueron a buscarte. No pudieron encontrar ni una huella. Perdí las esperanzas. —Le temblaba la boca. Como si se avergonzara, se encogió y parpadeó—. No sé por qué lloro. Debería de estar feliz.

Conteniendo el llanto, Rachel empezó a examinar a Loretta para ver si estaba herida, y pasó las manos temblorosas por la ropa de su sobrina.

—¿Estás… te han hecho algún corte por algún lado? ¿Te han quemado? ¿Estás bien? —Al ver el medallón, lo atrapó con la mano y se quedó mirándolo con fijeza—. Por Dios bendito, ¿qué es esto?

—Es de Cazador. Me lo ha dado como recuerdo.

—¡Como recuerdo! —ladró Henry—. Que Dios nos ayude, esta chica está completamente mal de la cabeza. ¿Un recuerdo?

—Sí. Nosotros, bueno… pues… —Loretta se mojó otra vez los labios y echó un vistazo a su alrededor, incapaz de encontrar las palabras para explicarlo. «Ten cuidado, Loretta. Si dices algo inconveniente, podría perjudicarte.»— Me parece increíble estar aquí. En casa. En casa de verdad.

—¿Estás herida? —preguntó Rachel.

—Ni un rasguño. Solo un poco dolorida de cabalgar.

—Madre mía, estás hecha un desastre. ¿Es que esos indios no tienen jabón?

—Ni un pedazo. —Loretta se rio, sintiéndose un tanto mareada y sin poder creerse aún que Cazador la hubiese traído de vuelta a casa como prometió—. Imagino que debo oler a perros muertos.

—Como el pescado ahumado. —Rachel la agarró para darle otro de sus inmensos abrazos—. ¡Y hablando como una cotorra, Henry! ¿No es maravilloso?

Henry, que se había retirado a su puesto junto a la ventana, escudriñó el exterior y maldijo en voz baja.

—¡Dios bendito, aquí vienen! —Se puso la carabina sobre el hombro—. ¡Rachel, coge tu rifle! ¡Loretta Jane, haz la carga!

—¡No! —Loretta se soltó de Rachel y cruzó la habitación corriendo para quitarle el rifle a Henry—. ¡No dispares!

—¿Que no dispare? ¿Acaso has perdido la cabeza, muchacha? ¡Nos van a atacar!

Loretta se agachó para mirar por la rendija de la ventana. Allí estaban, cuarenta comanches, todos gritando y ululando, con las lanzas levantadas. Ciertamente, era un espectáculo aterrador. Olvidando por un momento que debía tener cuidado con lo que decía, gritó.

—No van a atacarnos. Él me lo prometió.

—Entonces, ¿qué demonios están haciendo? ¡Quítate de aquí! —Henry la apartó y volvió a coger el rifle—. ¿Él te lo prometió? ¡Se ha enamorado, Rachel! Le han sorbido la cabeza, después de pasar tanto tiempo con ellos.

Loretta corrió hacia la puerta.

—¡No va a atacarnos! Sé que no es así. ¡Por favor, no disparéis! —La barra de la puerta no quería moverse. Los latidos de su corazón se aceleraron al intentar levantarla. La imagen de Cazador muerto en el jardín pasó por su cabeza. Esto era exactamente lo que había intentado explicarle la noche anterior—. ¡Por favor, tío Henry, él no lo haría, sé que no lo haría! —Por fin consiguió levantar la barra—. ¡No le dispares!

Loretta abrió la puerta de par en par y salió corriendo al porche. Los comanches rodeaban la casa. Ella corrió hasta el final del porche y vio una lanza clavada a unos cinco metros de distancia.

—Hola, hites, hola, amigo mío.

Le temblaron las piernas, aliviada.

—Tío Henry —gritó por encima de su hombro—, están marcando la finca. ¡Protegiéndonos! ¡Si disparas vas a provocar un baño de sangre inútil! —Corrió hacia la ventana y miró a su tío a través de la rendija—. ¿Me has oído? Si quisiesen matar a alguien, yo estaría muerta.

Se giró y miró a los comanches que abrían un círculo para marcar los bordes de la propiedad de Henry. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Cazador estaba dejando un mensaje a los otros indios del territorio: los que viven en esta granja no deben ser atacados.

En unos minutos, los bravos guerreros habían clavado todas las lanzas en el suelo y cabalgado a lo alto del cerro. Loretta se puso la mano a modo de visera, tratando de ver a Cazador entre la multitud. Reconocerle a esta distancia era imposible. Después, desaparecieron detrás del montículo. Loretta se quedó con la vista clavada en el horizonte vacío, el pecho sin aire y las rodillas aún temblorosas.

—Adiós, amigo mío —susurró.

Como si la hubiese oído, Cazador reapareció solo en lo alto del cerro. Deteniendo al caballo, se estiró y levantó la cabeza, formando una silueta oscura, la aljaba y las flechas sobre el hombro, el escudo apoyado en el muslo y la larga cabellera revoloteando al viento.

Olvidándose de que su familia podía verla, Loretta bajó los escalones del porche y salió al jardín para asegurarse de que Cazador podía verla. Después le saludó con la mano. Él se quedó allí unos segundos, y Loretta se quedó quieta, tratando de memorizar su imagen. Cuando él hubo dado la vuelta al caballo y desparecido, Loretta aún se quedó allí un momento.

«Reconoceré la canción que tu corazón canta, ¿eh? Y tú conocerás la mía.»

La alegría de Loretta por estar de vuelta en casa se vio ensombrecida por el odio de Henry. ¿Así que ahora era la amiga de un asesino salvaje? La puta de un comanche, eso era ella, besándolo a plena luz del día, volviendo a casa para avergonzarlos con su caballo indio y el collar de cuero. Su tierra parecía un maldito alfiletero con todas esas lanzas clavadas. Iba a deshacerse de ellas, de la misma forma en la que se había deshecho de los caballos. ¡La mitad de ellos eran robados a los blancos! ¡Menudo negocio! Loretta le dejó hablar sin decir una palabra.

Cuando vio que se callaba le preguntó:

—¿Has terminado?

—¡No, aún no! —Le levantó un dedo—. Entiende una cosa, jovencita. Si ese bastardo te ha dejado preñada, me las va a pagar. ¡Si das a luz a un bastardo indio, le machacaré la cabeza sobre una roca!

Loretta se estremeció.

—¿Y nosotros los llamamos animales?

Henry le dio una bofetada con el revés de la mano. Loretta se tambaleó y se agarró a la mesa para no caerse. Rachel gritó y se interpuso entre los dos. Los sollozos entrecortados de Amy provenían del suelo.

—Por el amor de Dios, Henry, por favor… —Rachel retorció el delantal con las manos—. Contrólate un poco.

Henry apartó de un manotazo a Rachel. Volvió a levantar un dedo contra Loretta y gruñó.

—No me provoques, niña, o me pondré a sacudirte hasta el próximo domingo. Un poco de respeto, por Dios.

Loretta se tocó la mandíbula con los dedos, mirándolo fijamente. ¿Respeto? De repente todo le pareció de lo más absurdo. Un grupo de salvajes la habían secuestrado y arrastrado por medio Texas. Y ni una vez, ni una sola por muchas razones que tuviera, Cazador la había golpeado lo suficiente como para hacerle daño, y nunca en la cara. Se hundió en el banco de madera y empezó a reírse con una risa aguda y medio histérica. Tía Rachel pareció desconcertada y esto solo hizo que le dieran aún más ganas de reírse.

Henry salió de la casa como una exhalación para deshacerse de «esas malditas lanzas indias» antes de que pasase algún vecino y empezase a llamarles «amigos de los indios». Loretta no podía parar de reír. Quizá se había vuelto loca. Loca de remate.

Tía Rachel movió la cama para que Amy pudiese salir por la trampilla. Loretta consiguió recuperar el control sobre sí misma a tiempo para abrazar a la chiquilla, que cruzó la habitación corriendo y se echó en sus brazos.

—¡Loretta! ¡Loretta! —Amy se colgó de su cuello, llorando y riendo—. No te han matado. ¡Sabía que no lo harían!

—¿Cómo podías saberlo?

Amy se echó hacia atrás y sonrió.

—Porque no lo hubiese resistido, por eso. Y porque recé para que volvieras a casa. ¡Dos rosarios al día, de verdad! Pregunta a madre.

—¿De verdad? No te creo. Siempre te saltas las avemarías.

—Ni una sola vez. —Amy pasó el dedo por la mejilla de Loretta—. ¡Ese viejo sapo! Seguro que te va a salir un moratón. Lo odio.

—¡Amy! —la riñó Rachel.

Loretta revolvió el pelo de su prima.

—Ni siquiera pareces sorprendida de que esté hablando.

—Porque no lo estoy. Te oí hablar una noche cuando dormías, ¿recuerdas?

Loretta se acordaba. Aquella vez no había creído a la muchacha. Ahora sí. Con un suspiro, soltó a la muchacha y miró con cariño a su alrededor. La costura de Rachel, el libro escolar de Amy, el anuario femenino, la vieja mecedora rota. El hogar. Incluso aunque tío Henry estropease las cosas, era una maravilla estar de vuelta.

Las preguntas se agolpaban en la mente de Loretta. ¿Cómo había llegado Tom Weaver a casa? ¿Cuántos hombres habían ido a buscarla? ¿Dónde estaban los caballos que Cazador les había dado? ¿Cómo estarían los pollos? ¿Se habría secado bien la carne que Loretta había puesto en conserva o estaría demasiado dura?

Rachel respondió a estas preguntas de una en una, incapaz de dejar de tocar a Loretta mientras hablaba. Tom estaba bien. Alrededor de treinta hombres habían salido a buscar a los comanches, pero los indios se habían dividido en grupos para dejar huellas falsas.

—Lo que explica por qué Tom no estaba en el mismo grupo en el que yo estaba —caviló Loretta—. ¿Quién podía imaginárselo? Estos indios tienen más cerebro de lo que nosotros pensamos.

—El primer día había al menos un centenar de ellos —contestó Rachel—. Calculo que había unos sesenta cuando volvieron. Los otros cuarenta se dividieron en grupos y llevaron a la patrulla fronteriza de cacería, haciéndoles seguir por un lado todo el río Colorado y por el otro, las praderas Staked. El otro grupo cabalgó en círculos.

—Vaya, pues mientras ellos estaban dando vueltas por ahí, ¡yo estaba aquí al lado, junto al Brazos! —Loretta subió los ojos al cielo—. Recé y recé para que alguien se tropezara con nosotros, pero nadie lo hizo.

Loretta bajó la cabeza para rozar con la mejilla la mano de su tía, obligándose a apartar los recuerdos que le venían a la cabeza.

—Tengo tanta hambre, podría comerme una mula entera. ¿Qué tenemos para cenar? Y por favor, no me digas que hay frutos secos o carne de búfalo.

Rachel se rio y la soltó.

—¿Y un baño?

Loretta estiró una pierna y sonrió al ver lo sucios que tenía los pololos. Ahora entendía por qué Cazador le había dicho que «los hiciera bonitos como las flores». Debían de oler a perros muertos.

—¿Un baño caliente? ¿Crees que puedo? No es sábado, ¿no? Tío Henry se va a enfadar.

—Es martes, y no se va a enfadar. —Rachel entregó a Amy un cubo para que empezase a calentar agua—. Un baño y un buen desenredado de cabellos. —Levantó uno de los mechones de pelo de Loretta—. Si no podemos desenredar esto tendremos que cortarte el pelo.

Loretta bajó los ojos para fijarse en la madeja de rizos que le caía por el hombro, antes dorado y ahora convertido en una bola polvorienta. Arrugó la nariz. Agua de lavanda. Sería maravilloso poder sumergirse en agua caliente y restregarse hasta que la piel le enrojeciera. No veía el momento de hacerlo.

Esa noche, mucho después de que Henry y Amy estuviesen dormidos, tía Rachel subió al altillo y se sentó en el borde de la litera en la que se acostaban Amy y Loretta. Loretta se puso de lado y cogió la mano de su tía, pensando en lo maravillosa que parecía. Frágil, como la porcelana, brillante a la luz de la luna, como el oro y la plata, el pelo rubio y la piel blanca.

Rachel suspiró y acarició la muñeca de Loretta, sonriendo pero sin sonreír, con una expresión preocupada e inquieta.

—Loretta Jane, tenemos que hablar.

A Loretta se le contrajo el pecho.

—Tía Rachel, no me ha violado, lo juro.

—Y si así fuera, ¿me lo dirías? —Rachel le acarició el pelo—. Es una cosa horrible esto que te ha pasado, querida. Pero no es culpa tuya. Te quiero, ya lo sabes, como si fueras mi propia hija. No tienes que ocultarme la verdad.

—No lo hago.

Rachel suspiró.

—Loretta Jane, soy la primera en creer en el poder de la oración, y Dios sabe lo mucho que Amy y yo hemos rezado por ti. ¡Pero, cariño, los comanches no pasean a una mujer por medio Texas y la dejan sin mancillar! O me estás mintiendo o es que has preferido borrar ese horror de tu mente.

Loretta miró hacia la ventana. Los recuerdos se agolpaban en su cabeza, algunos tan malos que le hacían temblar, pero otros eran extrañamente dulces.

—Él no es como pensáis. Él… —Arrugó la nariz—. No es cruel, tía Rachel, solo es diferente.

—Uno de los hombres del regimiento fronterizo que cabalgó con Tom cuando fueron a buscarte nos contó historias horribles sobre Cazador, historias que te pondrían los pelos de punta. Por lo que dijo, ese hombre es un monstruo. Rajó a un hombre con su lanza… de arriba abajo. Lo acuchilló, Loretta Jane, y colgó sus… sus —Rachel se pasó una mano por los ojos— colgó su orgullo en la punta de su lanza.

—¡No te creo! —gritó Loretta—. ¿Cómo puede estar tan seguro de que era la lanza de Cazador?

—Él nos dijo que la lanza llevaba su marca. Que fue una especie de represalia o venganza por un ataque que algunos desertores del ejército estadounidense y unos civiles habían propiciado en un poblado indio unos años atrás. El hombre asesinado había tomado parte de ese ataque. Él se llevó el collar de una mujer india y lo utilizaba como correa para el reloj. Lo tenía como recuerdo, según él, algo que quitó a una de las chicas del poblado. Cuando encontraron su cuerpo, la cadena del reloj había desaparecido. Es solo una conjetura, pero este tipo dijo que Cazador debía de haber conocido a la chica del collar y que enloqueció de odio al verlo.

—No puede ser Cazador. Confía en mí, tía Rachel, él no es así. ¡Estuve en su tienda durante tres días! Hubiese visto alguna prueba, ¡pero no vi ni una sola cabellera!

Rachel echó la cabeza hacia atrás y se mantuvo en silencio un rato. Cuando por fin habló, su voz sonó tensa.

—Solo quiero que sepas que, sea lo que sea, te quiero y siempre te apoyaré. Si… bueno, resulta que llevas algo en tu vientre fruto de la experiencia que acabas de vivir, no tienes por qué preocuparte. Todo hijo que venga de ti tendrá siempre un lugar aquí. No me importa la sangre que tenga. Henry tendrá que aceptarlo o irse al infierno.

Aunque sabía que la promesa de tía Rachel era más una bravuconería que otra cosa, Loretta se levantó y abrazó a la mujer.

—Te lo agradezco, tía Rachel. Me alegra saber que me amas hasta ese punto. Pero confía en mí, no estoy embarazada. No podría estarlo.

Rachel le devolvió el abrazo.

—Si en algún momento necesitas hablar de ello, sabes que estoy aquí para escucharte y que puedes contarme lo que sea. No voy a juzgarte por nada.

Loretta se puso tensa.

—¿Por qué tendrías que juzgarme? —se separó de ella.

Rachell apartó la cara.

—Vamos, tía Rachel, ¿también tú? ¿Es un crimen pasar por una experiencia así y salir airosa? Intenté matarme de hambre. Elegí la muerte, como cualquier mujer con respeto por sí misma hubiese hecho. Pero entonces él me prometió que me traería a casa, y yo pensé… —Loretta se calló. Estaba claro como el agua que tía Rachel no la creía—. Por el amor de Dios, ¿acaso preferirías que estuviese muerta?

Amy gimió y sacudió la cabeza.

En voz más baja esta vez, Rachel contestó:

—¡Claro que no prefiero que estés muerta! —Le acarició la cara con unas manos temblorosas—. Dios, no. Yo…, Loretta Jane, claro que no. Te quiero, lo que pasa es que no termino de entenderlo. Vuelves a casa más sana que una manzana y dices que no te han tocado. Te vi besándole con mis propios ojos. Y Tom dijo que dormías con el comanche, y que parecía que te estaban tratando bien. No puedo sino pensar en todo lo que habrás tenido que hacer para sobrevivir y para poder estar aquí esta noche con nosotros. Es impresionante todo lo que las mujeres podemos resistir, las cosas que estamos dispuestas a dejar a un lado para seguir adelante. Mírame a mí. Encerrada aquí en esta tierra imperdonable con un hombre al que detesto. ¿Crees que me gusta que me toque? Pero le dejo hacer y finjo que me gusta. ¿Qué sería de nosotras tres sin él?

Loretta no pudo responder. Por un momento fue como si volviese a ser muda. La garganta se le quedó rígida. Podía entender que tío Henry no la creyese. Él era solo un peón en el tablero de su vida, de todas formas, y cualquiera podía ver lo imbécil que era. ¿Pero tía Rachel? Esto sí le dolía, un dolor profundo que tardaría mucho en desaparecer. Incluso aunque hubiese podido ser más elocuente, no tenía por qué defenderse. Ella sabía la verdad, y esto debería haber bastado.

Tía Rachel se levantó y se sacudió las manos en el vestido.

—Estoy aquí por si necesitas a alguien que te escuche. Cuenta conmigo.

Con esto, se fue de allí. Loretta se abrazó las rodillas y miró la luna llena que se colaba por la ventana. Recordó aquella otra noche, lejana ya, en la que Cazador apareció en el jardín montado en su caballo, con el brazo levantado para saludarla y sus calzones en alto en señal de triunfo. ¿Cómo era posible que un comanche entendiese lo que cantaba su corazón y su propia tía no pudiera?

Tres días más tarde, Loretta aún se sentía herida por la conversación mantenida con tía Rachel. Inclinada sobre la tabla de lavar, lavaba los sucios pololos, tan absorta en sus pensamientos que no se percató de lo fuerte que el sol le estaba quemando la espalda. Ahora que había vuelto a casa, sentía como si nada hubiese cambiado. Y sin embargo, eran demasiadas cosas las que habían cambiado.

Amy sacudía la ropa mojada en el barreño de lavar con una pala, sin dejar de hablar, respirando solo cuando se paraba para secarse la frente sudorosa con la manga.

—¡Creo que es una locura, eso es lo que creo! —La pala golpeaba rítmicamente los laterales del barreño, haciendo un ruido tan ensordecedor que hacía casi inaudible las palabras de Amy—. Si te casas con ese viejo, acabarás llorando por las esquinas, acuérdate de lo que te digo.

—Tom no es tan malo —murmuró Loretta.

—¿Que no es tan malo? ¡Es un apestoso! Supongo que es bastante bueno. Pero, Loretta, ¡podría ser tu padre! Por muy buen corazón que tenga, ¿cómo podría criar a tu hijo? Él estará ya en la tumba antes de que empiece a andar.

Loretta se quedó paralizada, con los brazos sumergidos hasta el codo en el agua de lavar. Miró fijamente a Amy.

—¿Qué hijo?

La cara de Amy se puso roja escarlata y miró nerviosamente hacia la casa, sacudiendo la ropa de manera compulsiva.

—No… no me hagas caso. Estoy diciendo tonterías.

—¿Qué hijo? —repitió Loretta con frialdad.

Amy se encogió de hombros.

—Bueno, he estado escuchando a escondidas un poco. —La pala siguió dando trompetazos—. Escuché a madre y a padre hablar con el señor Weaver. Él dijo que no le importaba de quién fuese el hijo que ibas a tener, aunque fuese indio. Que lo amaría como si fuera su propio hijo.

A Loretta le dieron ganas de vomitar. Agachó la cabeza, mirando sin ver el agua enjabonada. Nunca, en los siete años que había vivido con tía Rachel, le había dado un motivo para que dudase de ella. ¿Por qué no podía creerla ahora? Tal vez el pueblo de Cazador no fuera el más noble de todos, pero al menos no habían cuestionado ninguna de sus palabras. «Las palabras que salen de tu boca dicen quién eres, Ojos Azules.» Que forma de pensar tan sencilla. El único problema era que no todo el mundo se regía por esa regla y era esto lo que hacía que la gente sospechara cuando una verdad parecía absurda para serlo.

Amy continuó con su ruidosa tarea.

—Ah, vamos —dijo suavemente—. He metido la pata. No quise ofenderte, Loretta. No dejes que esto te afecte, ¿sí?

Loretta intentó hablar pero no pudo. Sacó un brazo del agua y se apartó el pelo de los ojos. Después se inclinó sobre lo que estaba haciendo otra vez, determinada a apartar de su mente todo aquello que le hacía daño. Amy siguió golpeando con la pala y el sonido resonó en los oídos de Loretta. Era como si el ritmo de los golpes marcara sus pensamientos. «Todo se solucionará. Todo se solucionará.» La experiencia le había enseñado que el tiempo terminaba por solucionar los problemas de la mejor manera. Solo que esta vez el problema era más grande de lo normal, con Tom Weaver como solución.

—Por favor, güeritas —dijo una voz con un marcado acento mexicano—. ¿Podría este caballero y sus amigos pedirles que compartieran con nosotros un poquito de agua? Solo un poquito, ¿vale? Para una garganta seca como la nuestra.

Loretta se giró. El corazón empezó a golpearle en las costillas y después se quedó sordo, sin vida. Junto a ellas se alzaban los diez hombres más sucios y desagradables que había visto en su vida. El hombre de complexión oscura que había hablado tenía aspecto mexicano. Llevaba unos pantalones vaqueros ennegrecidos de mugre y de su cintura le colgaban cartucheras con una pistola a cada lado de las caderas. En las botas, las afiladas espuelas de plata española relucían terroríficas al sol. Tenía las uñas negras y los nudillos grises.

Los hombres que iban con él no eran muy diferentes, algunos gringos, otros hispanos, pero todos con esa mirada de toro en celo en los ojos, vidriosos y furtivos. Cada uno de ellos llevaba revólveres de seis tiros, y Loretta supo por la forma en la que les caían las cartucheras en las caderas, que eran de los que disparaban rápido. Un silencio artificial se instaló en la finca.

Loretta se fijó en que habían dejado los caballos atados en la puerta del secadero. El hombre que había hablado se bajó el ala del sombrero en señal de saludo y dio un paso adelante. Las espuelas tintinearon con cada uno de sus pasos. Los amigos se movieron con él. Chin, chin, chin… Loretta tragó saliva, lamentándose por no haberlos oído llegar. La pala de Amy. ¡Que Dios les ayudase!

Loretta nunca había visto comancheros antes, pero había oído historias, y estos hombres encajaban perfectamente con la idea que tenía de ellos: gente sin escrúpulos y de malos modales. Su presencia era siempre sinónimo de problemas, y problemas importantes. Supo enseguida que no estaban allí por el agua; no, cuando había un río entero a solo unos metros de distancia.

Levantando la voz tanto como pudo, Loretta dijo:

—Sírvanse todo el agua que quieran del pozo.

La cara oscura del hombre se partió en una sonrisa.

—¿No vas a dar a estos caballeros un vaso de su casa? No me parece que esté siendo muy hospitalaria, güerita.

Loretta se levantó y dio a Amy un pequeño empujón, rezando para que la niña corriese hasta la casa, pero Amy se abrazó a la cintura de Loretta y se quedó allí parada.

—No pienso dejarte —susurró con determinación.

Sin hacer caso de ella, Loretta miró de frente al hombre que había pedido el agua y dijo:

—Tiene razón. ¡Qué desconsideración la mía! Amy, querida, vete dentro y dile a tío Henry que traiga a este buen hombre un vaso de agua. —Y en voz más baja, con un tono que prometía represalias si no era obedecido, le susurró—. Hazlo, Amy. Ahora.

Loretta dio un empujón a Amy para que se moviera. El hombre estiró la mano y cogió a Amy del brazo justo cuando esta empezaba a correr. Al ver la expresión aterrorizada de la pequeña, el hombre empezó a reír y a tirar de ella para acercársela.

—No tan rápido, muchachita. Ay, te ves tan bonita… Con ese pelo güerito. ¿Serás amable con nosotros, verdad, preciosa? No somos tan pendejos como parecemos.

Loretta intentó mantenerse tranquila. Todo menos mostrarles lo asustada que estaba.

—Dejad que se vaya.

Por el rabillo del ojo vio que los otros hombres empezaban a rodearles. Chin, chin, chin. Aunque sentía que iban a fallarle las piernas, el miedo por Amy le hizo reaccionar. Avanzó unos pasos y cogió a la chica por los hombros.

—Vete dentro, Amy. Este buen hombre no pretendía asustarte. ¿Verdad que no, señor?

El hombre sonrió y entregó a Amy a uno de sus amigos.

—No, esto está feo, güerita. Venimos de muy lejos y estamos cansados, ¿entiende? Y tenemos hambre. Pero sobre todo lo que necesitamos es una güerita jovencita como esta y a otra no tan jovencita como tú para jugar un ratito. Cuando las vimos de lejos, no nos quedó otro remedio que parar, ¿entiende? Nos dijimos que no volveríamos a ver a dos preciosidades como vosotras en mucho tiempo.

Loretta abrió la boca para protestar, pero antes de que pudiera decir nada, el hombre arremetió contra ella. Gritó y trató de echarse hacia atrás, tropezando. Al segundo siguiente se vio cayendo de espaldas sobre el barreño de lavar, las piernas hacia arriba y los pololos al aire. Se golpeó la rabadilla con el asa del barreño y vio las estrellas. El agua caliente le quemó el pecho y le hizo perder la respiración. El comanchero puso las manos en jarras y echó atrás la cabeza, riéndose y caminando hacia ella. Era evidente que estaba bastante bebido.

—Ay, así está mucho mejor. ¡Me gustan las mujeres limpias!

Loretta se quitó el jabón de la cara y lo miró fijamente. Tío Henry estaba fuera trabajando el campo, pero solo Dios sabía dónde y si vendría en su ayuda si por un casual los oía. Era más probable que se escondiese detrás de un árbol.

—¡Tía Rachel! ¡Tía Rachel, trae el rifle!

Amy gritó. Loretta apartó la vista del jefe para ver qué era lo que pasaba. Fue como si la rabia le hirviera la sangre. Dos hombres estaban atacando a Amy, uno le cogía por debajo de los brazos mientras el otro rebuscaba bajo sus faldas. Amy tiraba y pataleaba al hombre que tenía en frente, acertándole en las espinillas. Pero el hombre llevaba botas altas y apenas podía notar el golpe. Amy emitió un grito angustiado al ver que el hombre le metía la mano por debajo de los pololos. Después le soltó una sarta de insultos que hubiesen hecho enorgullecer al mismo tío Henry.

—¡Quítame las manos de encima, cerdo verrugoso hijo de puta!

El comanchero pisó los pies de Amy con las botas y le golpeó los tobillos hasta hacer que abriera las piernas como él quería. Las mejillas de Amy se pusieron rojas como el carmín al ver que el hombre encontraba un lugar donde descansar entre sus muslos. Entonces gritó de dolor. El hombre que sostenía a Amy por los brazos la agarró con más fuerza para que no se moviera. Amy consiguió levantar una rodilla y golpear al otro en la entrepierna. Él dio un gruñido y se retiró un poco, blanco como la pared.

—¡Maldita putita! —Abofeteó a Amy con tanta fuerza que la cabeza se le dobló a un lado y colgó sobre su hombro—. Vuelve a hacerlo, y te dejaré atada en medio del desierto para que los buitres puedan llevarse tus huesos.

Antes de que Loretta se diera cuenta, estaba en pie y fuera del barreño. Una rabia más poderosa que el miedo le hacía actuar con determinación.

—¡Quítale las manos de encima, maldito animal!

El comanchero jefe cogió a Loretta por la cintura y la tiró al suelo. El cielo giró. Vio que otros hombres caían sobre ella. Al segundo siguiente tenía las muñecas y los tobillos fuertemente atados. Le habían abierto las piernas y los brazos y subido la falda hasta los muslos. El jefe se agachó junto a ella, riéndose de su inútil forcejeo. Oyó a Amy gritar y se sintió impotente. A Amy no.

Entonces oyó la voz potente de tía Rachel.

—¡Parad, miserables bastardos!

Loretta giró la cabeza para ver a tía Rachel en el porche, con la falda alborotada y el rifle sobre el hombro.

—Moveos y os vuelo la cabeza. Soltad a las chicas, coged vuestros caballos y salid de aquí.

El hombre que tenía a Amy cogida por los brazos sacó el cuchillo y lo pegó sobre la laringe de la niña.

—Dispara, mamita, y rajaré el precioso cuello de tu hijita.

Los labios de Rachel se pusieron blancos.

—Vamos, baja el rifle. Despacio, muy despacio… Eso es, mucho mejor. Porque no quieres verla muerta, ¿verdad?

Loretta movió la cabeza, tratando desesperadamente de levantarse.

—No, tía Rachel, ¡no lo hagas! ¡Dispárale! ¡Dispárale!

El comanchero jefe le dio un bofetón en la boca.

—¡Silencio! —susurró.

Loretta saboreó el gusto de la sangre con la lengua.

Rachel bajó lentamente el rifle y lo puso en el suelo, con unos ojos enormes y de color azul brillantes. En cuanto estuvo desarmada, uno de los hombres subió hasta el porche, dio una patada al rifle para alejarlo y cogió a Rachel por el pelo. Tirando de ella y arrastrándola por el jardín, gruñó:

—¡Tres! ¡Es nuestro día de suerte, Santos! Para ser vieja no está mal. Tiene buenas tetas.

—¿Acaso no te dije que lo pasaríamos bien? —El comanchero jefe sonrió y se inclinó sobre Loretta. Abriéndole el escote del vestido con los puños dijo—: Y ahora, veamos qué es lo que tienes aquí, preciosidad.

De un manotazo abrió el vestido de Loretta desde el cuello a la cintura, dejándola sóla con la combinación. Al mirarle a los ojos comprendió que nada podría impedir que cogiese lo que quería. Los gritos de Amy penetraban el aire. Loretta se retorció entre las crueles manos que le sujetaban las muñecas y los tobillos, recordando aquella vez en la que Cazador había hecho lo mismo, aunque sin duda, con muchísima más suavidad.

Cuando el comanchero le cogió los pechos con las manos, su atención se quedó fija en el medallón que le colgaba del cuello y que ella llevaba siempre bajo la ropa para que tío Henry no lo descubriese. Entrecerró los ojos y después los abrió sin poder creer lo que veía. Apartó las manos con nerviosismo y se santiguó.

—¡Jesucristo! —Retrocedió con la vista fija en el pecho de Loretta—. ¡El Lobo! —gritó—. No la toquéis.

Como por arte de magia, Loretta se encontró libre de repente. Parpadeó medio mareada, sin poder comprender muy bien lo que estaba pasando. De hecho, todo el jardín pareció sepultado en el silencio. Se sentó lentamente, arreglándose el corpiño. Los hombres que sostenían a Amy se quedaron paralizados, con una mirada de temor en los ojos. Loretta bajó los ojos. ¿Qué demonios pasaba?

Miró fijamente al medallón de piedra que caía sobre su pecho. Y entonces lo comprendió. El Lobo, Cazador. Cazador de Lobos. Su amigo no solo había querido protegerla con las lanzas clavadas en el jardín. Le había dejado también una marca en su persona. «¿Lo llevarás siempre?»

Una risa histérica resonó en su garganta. Aliviada. La mujer de Cazador. ¡Tenían miedo de que pudiera hacerles daño! Se puso de rodillas. Los comancheros la miraban como si se encontrasen frente al mismísimo diablo.

El comanchero jefe se santiguó otra vez y después se puso de pie y corrió hacia el caballo, las espuelas tintineando. Loretta se puso furiosa al ver que tipos como él pudiesen rezar.

—Dejad a la vieja. No merece la pena —ladró uno de los hombres.

Loretta se giró a tiempo para ver cómo tiraban brutalmente a tía Rachel al suelo. Después se dio cuenta de que dos de los hombres sujetaban aún a Amy y se la llevaban con ellos. Ella se puso en pie.

—¡Traedla aquí! —gritó Loretta—. ¡El Lobo os matará si os la lleváis! ¡Os lo advierto!

Mientras arrastraban a Amy cerca de los caballos, el valor intachable de la pequeña se quebró por fin y empezó a llorar el nombre de Loretta.

—¡Apartaos de mí! ¡No, no me llevéis, mamá! —Su voz se convirtió en un chillido agudo—. ¡Maaamaaa! ¡Loretta! ¡Detenedles!

Con la falda mojada pegada a sus piernas, Loretta corrió hacia el porche. Cogió el rifle, se lo puso sobre el hombro y trató de apuntar, horrorizada al pensar que pudiese herir a Amy.

—¡Os lo advierto! ¡Soltadla o disparo!

Sin hacerle caso, los hombres subieron a Amy a un caballo. Uno de ellos montó rápidamente detrás de ella. Loretta apuntó con cuidado a su cabeza. Sabía que podía derribarle de la silla.

—¡Os lo advierto!

—¡Dispárame y podrás enterrarme junto a tu hermana!

Loretta vio el brillo del cuchillo y supo que el hombre presionaba la hoja contra la garganta de Amy. La pequeña lloraba.

—Por favor, no me mates, no me mates.

Rachel gritó.

—Loretta, no. Lo hará. La matará.

—Por todos los diablos que lo haré.

Las piernas de Loretta se volvieron de agua. Los sollozos de Amy mostraban lo horrorizada que estaba, y a Loretta se le encogía el corazón de saberlo. Amy no era de las que lloraban fácilmente. Metió el dedo en el gatillo.

—¡Santos! Si te llevas a la niña, enviaré al Lobo en tu busca. —Pensar en Cazador, saber lo enfadado que estaría si estuviese en estos momentos allí, le dio valor—. Él y sus hombres marcaron cada palmo de esta propiedad con sus lanzas, para advertir a todos que los que vivimos en esta tierra gozamos de su protección. Te lo juro, te buscará y te matará.

Santos sonrió.

—Creo que mientes. No veo ninguna lanza aquí.

—Porque mi tío las quitó.

—Güerita, no soy yo quien se lleva a la niña. Son los otros. Y no sabes cómo se llaman. A mí no puedes culparme, ¿eh? El Lobo entenderá esto. Entenderá también que no quise hacer daño a su mujer. Llevabas la piedra escondida bajo el vestido, ¿no? ¿Cómo hubiese podido verla?

Los comancheros azuzaron los caballos y se alejaron cabalgando en medio de una nube de polvo. Loretta los miró un momento, tratando de pensar con rapidez, y después corrió hacia el granero para coger el caballo. Tenía que encontrar a tío Henry. No había tiempo que perder. Alguien tenía que reunir a un grupo de hombres para ir en busca de Amy.