Capítulo 6
Cazador metió la mano bajo la tela del vestido de la mujer y se quedó observando el contorno que dibujaba su dedo. Por increíble que pareciese, el sol había atravesado el delgado material y quemado su frágil piel. Los comanches se quemaban a veces, pero nunca de esta manera. Con un gruñido de disgusto, hizo una bola con el vestido y lo tiró al fuego. A partir de ahora, vestiría como una india con pieles.
El material ardió en una explosión, y la luz de las llamas jugó con el cuerpo de la muchacha, parpadeando en sus pechos pequeños y sombreando las curvas. Él la observó fijamente, más enfadado de lo que había estado nunca consigo mismo. Por mucho que no intentase pensar en ello, su cabeza hacía círculos para volver al comportamiento que había tenido esa noche, inmediatamente después de parar para acampar, cuando habían bajado al río. ¿Cómo podía haber tratado a una Ojos Blancos con tanto cariño?
Cogerla en sus brazos ya había sido bastante imperdonable, pero después se había descubierto a sí mismo llamándola mahtao-yo, pequeña, un nombre que había utilizado en otro tiempo para llamar a su esposa, Sauce Junto al Río. Era la última traición, no solo a Sauce Junto al Río, sino a sí mismo. Por mucho que tratara de justificarlo, no tenía ninguna excusa.
Era incapaz de imaginar lo que le había ocurrido. Lo que más le molestaba era que le resultaba imposible olvidar, incluso en la oscuridad, que esa mujer era su enemiga. A diferencia de algunos de los de su raza, esta ni siquiera se parecía a los comanches. Su pelo era dorado como la miel, tan cegador como el sol cuando la luna lo empujaba, su piel relucía tan blanca como la plata lavada por el sol. Cada vez que la miraba, la incredulidad le hacía arrugar la cara. ¿La mujer de la profecía? ¿Su mujer? A él le gustaban las mujeres orondas y robustas, de hermosa piel canela y largas cabelleras negras y brillantes. Esta, sin embargo, tenía la piel del color de la grasa del búfalo, estirada sobre sus huesos delgaduchos, y el pelo era del mismo amarillo oscuro que la hierba seca.
Los gritos de la chica durante sus delirios le habían convencido de que era en realidad la mujer de la profecía. Tal como los antepasados habían vaticinado, su voz no había desaparecido, sino que había sido silenciada por una gran tristeza… la masacre de sus padres. Mucho tiempo atrás, Cazador había conocido a otra chica cuya voz le había sido robada de la misma forma. Después de examinarla durante un tiempo, el puhakut del poblado aseguró que su corazón yacía sobre la tierra tras haber visto el asesinato de su familia, y que un día, cuando la alegría volviese a ella, volvería a hablar. Muchos inviernos más tarde, la mujer muda se casó con un hombre bueno, y después de dar a luz a su primera hija, algo que supuso una gran alegría, la mujer recuperó la voz tal y como había dicho el puhakut. Esta mujer blanca también la recuperaría. El cómo o el cuándo no podía decirlo, pero sabía que pasaría. Más allá de esto, no quería pensar más. Según la canción de los antepasados, él tendría que ser el instrumento de su recuperación.
Con un suspiro tembloroso, cogió la talega de grasa y desató el cordel. Le gustase o no, tenía que cuidar de ella. Si moría, los antepasados se enfadarían. Si hubiese dependido solo de él, le hubiese vuelto la espalda y la habría dejado allí. Después de todo, ¿qué otra cosa podrían hacerle los antepasados peor que esto? Pero debía pensar también en su gente, en cómo sus acciones podían afectarles.
La llama cálida de la ira que tenía dentro se condensó en un nudo duro en el centro de su estómago. Hundió la mano en la grasa y se dispuso a untar con ella la maltratada piel de la muchacha. La mano se le quedó suspendida encima de su pierna. No pudo evitar recordar lo celosamente que había escondido sus calzones con volantes ese primer día o lo dolorosamente avergonzada que se había sentido esa mañana cuando el borde de su pitsikwina se le había levantado sobre los muslos. Si supiera que ahora yacía desnuda ante él, estaba seguro de que su cara enrojecería más de lo que el sol se la había quemado. ¿Y si supiera que estaba a punto de recorrerle el cuerpo con la mano? Solo podía imaginar su reacción. Terror, seguramente. Y una buena dosis de escupitajos, a juzgar por lo que ya había podido ver en ella. Mujer estúpida. Hombres hechos y derechos habían muerto a manos suyas por mucho menos. Quizá su hermano tuviese razón y no supiese con quién estaba tratando. Cazador sabía perfectamente el temor que inspiraba en los tosi tivo. La mayoría de los blancos lo reconocían en el momento en que veían la cicatriz de su cara y sus ojos color índigo.
Una sonrisa involuntaria provocó un rictus nervioso en la comisura de sus labios. Quizá fuese mejor no decirle quién era. Por mucho que le desagradasen sus escupitajos, el pensamiento de que fuera obediente y manejable le atraía aún menos. Algo en ella —no tenía ni idea de lo que era— le provocaba emociones confusas en su interior. La ira cubría estas emociones, le evitaban tener que enfrentarse a ellas. Y, sí, le gustaba mucho más cuando escupía. Muchísimo más. Enferma y vulnerable como estaba ahora, sabía que corría el riesgo de sentir pena por ella.
La untó de grasa desde el muslo a la cadera, comprobando lo caliente que tenía la piel y lo frágil que parecían los huesos salientes de sus caderas al contacto con la palma de la mano. Ella movió la cabeza y gimió, con las pestañas revoloteando sobre sus coloradas mejillas. Él estudió su rostro un momento, después dirigió la mirada hacia los pechos. Las puntas eran del rosa delicado de las flores de cactus. En toda su vida, nunca había visto unos pezones como aquellos. La rabia de su intestino se contrajo en un nudo, feroz y agitado. Deslizó la mano por la escalera de sus costillas y llenó la cuenca de su mano con la parte inferior de su pecho, acariciando después con sus dedos los bordes y observando la reacción instintiva que provocaba en ellos. Ella volvió a gemir y mover la cabeza, con la frente arrugada y una expresión de reproche y desconcierto. Con toda seguridad era la primera vez que la tocaban allí. Cazador sonrió abiertamente. No era tan arrogante cuando dormía, pensó. Su cuerpo, el cuerpo por el que había pagado tantos caballos, la traicionaba y le seguía a él. Se sintió perversamente satisfecho.
La sonrisa desapareció muy pronto de su cara al darse cuenta de que el suyo no era el único cuerpo traicionero allí.
El amanecer llegó con un cielo azul grisáceo salpicado de nubes rosadas. Unos tímidos rayos de sol traspasaban los árboles y formaban luminosas motas en el río. Los pájaros cantaban. Las ardillas cotorreaban. El agua corría en un murmullo incesante. Loretta se despertó lentamente, consciente aun antes de abrir los ojos de que algo no iba bien. Amy no era tan grande. El brazo que la rodeaba era duro y pesado, la cálida mano que tocaba su pecho era sin duda masculina. Arrugó la frente y se preguntó de dónde provenía la manta de pelo que tocaba sus mejillas. ¿Dónde había ido a parar su edredón gris? ¿Por qué le dolía todo el cuerpo? A través de las pestañas, observó la raíz retorcida del árbol que estaba junto a ella. La brisa hacía crujir las hojas por encima de su cabeza. El olor a musgo del suelo se mezclaba con un tentador y rico aroma a café. Entonces percibió voces de hombre que llegaban a ella desde no muy lejos, especie de conversaciones que se interrumpían ocasionalmente con alguna risa. Voces amistosas. Voces normales… excepto por una cosa. No podía entender el idioma en el que hablaban.
De repente, se acordó. El respingo asustado que dio despertó al comanche que la tenía en sus brazos. Supo sin mirarle que se trataba de Cazador, el más horrible de todos. Él apretó de forma instintiva la mano que cubría su pecho, y su brazo se endureció como el acero alrededor suyo. Gruñó algo y estiró el cuello.
El primer instinto de Loretta fue cogerle la mano, pero al intentarlo descubrió que tenía las suyas atadas. Él apretó la cara contra su pelo y respiró hondo. Se podría decir que estaba medio despierto por la forma lenta y perezosa en la que se movía. Rozó con el pulgar su pezón, jugando con la punta sensible y provocando una respuesta involuntaria. El cuerpo de Loretta se endureció también, agitándose con cada movimiento de sus dedos. Él bostezó y presionó más fuerte.
Ay, Dios, ayúdame.
La mano siguió deslizándose hasta su estómago, se apretó contra sus convulsos músculos y le amasó la rigidez. Ella se sentía como las cuerdas sensibles de un arpa a quien tocaba un experto músico. Horrorizada por la reacción de su cuerpo, trató de deshacerse de sus caricias, pero él puso una contundente pierna sobre las de ella y la inmovilizó contra las pieles. Le dolía la espalda cada vez que se movía, y el dolor era tan fuerte que hacía que le brotaran gotas de sudor en la frente. Los muslos le quemaban como si les hubieran prendido fuego.
—Vaya, todavía estás caliente —murmuró él. Deslizó la mano por su barriga—. No está tan mal donde el sol no te ha tocado. Eso significa que la fiebre ha bajado.
Ningún hombre se había atrevido nunca a tocarla así. Movió la cabeza de un lado a otro, tratando de liberar sus brazos y sus piernas. Después se estremeció derrotada.
—No luches. —Su voz venía de tan cerca, que parecía salir de su propia mente—. No puedes ganar, ¿lo sabes? Descansa. —Sus susurros invadieron todo su ser… lentos, hipnóticos, persuasivos. Él la rozaba de forma circular, deteniéndose en un punto, y reanudando el movimiento en otro—. Quédate tranquila. Confía en este comanche. Es para las quemaduras, ¿eh? Para curar tu piel.
Al bajar la mano lentamente por su cuerpo, se dio cuenta de que la tenía embadurnada de algún tipo de aceite. Su corazón tocó un sensual contralto, ajeno a los gritos de temor emitidos por sus terminaciones nerviosas. No, por favor, no.
Él colocó la mano en el breve hueco de sus muslos, buscando la suavidad lateral, dibujando círculos con sus dedos en una sutil manipulación que enviaba sensaciones desbocadas al centro de su cuerpo. Hundiendo otra vez la cabeza sobre su pelo, suspiró, y su cálida respiración le puso la carne de gallina en el cuello.
—Ah, Ojos Azules, tu madre no mintió. Eres dulce.
Despidiéndose con una última caricia del centro de sus muslos, trazó la curva de su cadera con una mano y rozó tan suavemente su piel dolorida por el sol que apenas lo sintió. La presión de la palma de su mano se incrementó al alcanzar las costillas, una de las pocas partes del cuerpo donde el sol no había llegado. Allí la mano se cerró, estrujó su caricia y después se abrió en un movimiento rítmico que parecía seguir el tiempo del extraño latido de su sangre. Era como si él hubiese empezado el ritmo dentro de ella, como si conociese los golpes, las pausas, mucho mejor que ella.
Su cautiverio iba más allá de ataduras y brazos fuertes. Loretta se volvió para estudiar su cara, fascinada por la inocencia dormida que nublaba sus ojos semicerrados. El asesino sin piedad había desaparecido, y en su lugar había aparecido un chiquillo dormilón y travieso que le acariciaba como si fuera una mascota nueva. Una breve sonrisa curvaba su boca, una sonrisa soñolienta que le indicaba que estaba más dormido que despierto. Se acercó más a ella y le susurró algo ininteligible sobre las mejillas. Los labios de ella temblaron, después se abrieron. Se vio preguntándose cómo sería un beso suyo, y después rechazó el extraño pensamiento. Los comanches no besaban, solo fornicaban. Y su tiempo se estaba acabando.
Con la punta de la lengua, Cazador trazó el borde de su oreja.
—Topsannah, tani-har-ro. —Arrastró tanto las palabras, que ella dudó incluso de que supiera que estaba diciéndolas—. Flor de la pradera —murmuró—, en primavera.
Se quedó callado. El brazo que rodeaba su cintura se quedó como sin vida, flácido. Le cambió la respiración, que se hizo más medida y profunda. El largo caoba de sus pestañas cayó sobre sus mejillas. Loretta lo miró, incrédula. Se había quedado dormido del todo. Y ella estaba clavada bajo su brazo y su pierna. Loretta arrugó la nariz. La piel de búfalo le hacía cosquillas, y olía a humo y grasa de oso. Estaría seguramente llena de pulgas y piojos, pensó con disgusto, y de repente empezó a picarle el cuerpo, una verdadera tortura para su piel que no podía rascar.
Él dejó anclada la mano en su costilla. Aunque escapar era imposible, atada como estaba, estar tan cerca de él le provocaba claustrofobia. Lentamente, aunque solo fuera lentamente, trató de salir de debajo de su cuerpo, pero él se puso tenso y tiró de ella y volvió a colocarla en el recodo de su cuerpo.
—Duerme —murmuró—. Mañana haremos la guerra, ¿no?
Loretta estiró el cuello para ver por encima de la piel. A cierta distancia, los otros indios formaban grupos alrededor de pequeños fuegos, algunos bostezando, otros completamente despiertos con tazas de latón en la mano. Un hombre miraba en dirección suya. Metió rápidamente la cabeza bajo la piel, pero no lo suficientemente rápido. Segundos después oyó un débil susurro de mocasines acercándose. El frufrú de la piel. Sintió la presencia de alguien junto a ella y entrecerró los ojos. A través de las pestañas, vio unos ojos color obsidiana que miraban hacia abajo. Los ojos pertenecían a una cara oscura rodeada de una cabellera negra azulada. Reconoció al indio. Era el que había hablado en su favor el primer día, el que no había querido que la mataran. No hizo que se sintiera menos asustada.
Aterrada, vio cómo el hombre levantaba el borde de la tela para mirarle el hombro. Frenética, se retorció en la piel que le ataba las manos a su espalda. Era su peor pesadilla. Comanches. Y no uno, sino dos. Y ni siquiera podía luchar contra ellos. Si él le quitaba la tela que la cubría, no podría hacer otra cosa que quedarse allí, avergonzada.
Cazador se desperezó y bostezó. Después se incorporó, apoyándose en un codo, y ladró en comanche.
—¿Qué es esto, tah-mah? ¿No ves que intento dormir?
—Solo he venido a ver a la mujer.
Cazador se deslumbró con el sol y suspiró.
—Y, ¿qué te parece? —Se sentó y apartó la tela mucho más allá de su hombro, sin importarle que su pecho quedase al descubierto y riéndose suavemente al ver la expresión horrorizada de su cara. De todos los hombres, su hermano, Guerrero, sería el menos dispuesto a hacerle daño. Era un valiente luchador pero también amable, más dispuesto a defenderla que a atacarla.
—La veo mejor. La grasa, quizá. Ya no está tan roja. El Hombre Viejo tenía razón cuando dijo que el agua fría le bajaría la fiebre. Sigue caliente, pero no tanto como antes.
Guerrero le tocó la piel con la palma de la mano.
—El Hombre Viejo dice que si no la mantienes fría, la fiebre volverá a subir.
—¡Otro baño no! —Cazador apoyó el codo en la rodilla que tenía doblada y se rascó la cabeza. Cualquier conato de risa desapareció de su cara. No le hacía ninguna gracia la perspectiva de tener que luchar con ella otra vez—. No me despiertes con noticias como esta. Tráeme una taza de café primero.
—Tal vez no otro baño, pero tampoco viajar con este calor. Tendremos que quedarnos aquí unos días.
—¿Estáis dispuestos a arriesgaros así? ¿Qué pasa con los tosi tivo?
Guerrero rompió una hoja de verbasco y se lavó los dedos con el jugo medicinal de la planta, aplicándolo después sobre las mejillas de la chica. Ella se encogió, acercándose a Cazador, lo que le hizo sentirse aún peor.
—Estamos quizá más seguros aquí, enfrente de sus narices, que si estuviésemos a kilómetros de distancia. Cuando volvimos dando un rodeo, cubrimos bien nuestras huellas. Ya sabes lo estúpidos que son los tosi tivo. Seguirán huellas que otros han dejado y ni siquiera pensarán en buscarnos aquí, tan cerca.
—Sí, pero…
—Es tu mujer. Si fuera al contrario, tú harías lo mismo.
Cazador se impacientó con los movimientos de su cautiva y le agarró del pelo para hacer que se quedara quieta.
—Mira, yo la sujeto. La nariz es lo peor. Ahí donde se curva. Su frente, también, tah-mah.
Guerrero la frotó con el jugo y sonrió.
—No le gusto. Y si lo piensas, tampoco parece estar muy contenta contigo.
Acercándose más a ella, Cazador le echó otra vez un vistazo a la cara. Sus ojos eran tan grandes como los de un ciervo asustado. Un brillo divertido encendió los de él.
—No parece que quiera escupirme hoy, ¿verdad? Dame una semana, y estará lista para ser montada.
—Tú vuelas como el viento. —Guerrero levantó una ceja sarcástica y tiró al suelo las hojas de verbasco—. Me has enseñado todo lo que sé para ser un guerrero, tah-mah, pero en lo que se refiere a mujeres reacias, eres tan torpe como un lobezno.
—Eso es porque nunca son reacias.
—¡Ajá! —exclamó Guerrero con una carcajada—. Creo recordar otra cosa. Sauce Junto al Río no corrió precisamente desde el fuego central a tu tipi la noche de tu boda. La hiciste bailar hasta estar tan cansada que no tuviese ganas de discutir contigo. —Un silencio tenso los separó, un silencio cargado de recuerdos—. Lo siento, tah-mah. He dicho su nombre sin pensar.
—Han pasado muchos inviernos. Mi corazón ya no yace sobre la tierra. —Cazador puso una mano pesada en el hombro desnudo de la joven, con una expresión pensativa—. Entonces, ¿vamos a acampar aquí? ¿Alguien ha explorado la zona? ¿Estáis seguros de que estamos a salvo aquí?
—Antílope Veloz y Búfalo Rojo salieron en busca de rastreadores anoche y esta mañana. Por muy loco que parezca, Búfalo Rojo asegura que el ap de la mujer ni siquiera ha ido a buscar ayuda todavía.
—Es un cobarde, seguramente quiere estar seguro de que nos hemos ido. Me sorprende que sus mujeres no hayan cabalgado al fuerte a buscar ayuda. Ellas son con mucho, mejores luchadoras.
Casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, Cazador acarició con el pulgar el brazo de la chica, con cuidado de no presionar demasiado fuerte y hacerle daño en la zona quemada. Era tan suave como la piel de un conejo. Mirando hacia abajo, vio que su piel estaba cubierta de un vello fino y dorado, perceptible solo ahora que el sol había formado una capa oscura en la parte dañada. Fascinado, pasó la punta del dedo por la pelusa. A la luz del sol, relucía como si alguien hubiese espolvoreado polvo de oro sobre ella.
—Antílope Veloz no deja de hablar de la pequeña —dijo Guerrero—. Su coraje le ha impresionado tanto, que creo que se ha enamorado. Tengo que admitir que una vez que te acostumbras a mirarlo, ese vello dorado y esos ojos azules dejan una huella en ti. Tal vez deberías cruzar con ella el río y venderla, ¿no te parece?
—Podría ganar el doble de lo que he invertido. —Con una mueca, Cazador volvió a cubrirla con la piel. Ella reaccionó alejándose y él emitió un gruñido de disgusto—. Debe pensar que vamos a comer y que ella va a ser nuestro desayuno.
—Hablando de eso, ¿piensas alimentarla?
—En una hora o así. Si vamos a quedarnos hoy, puedo volver a dormir. —Sacó el cuchillo y cortó las tiras de piel que ataban las muñecas de Loretta—. Despiértame si el sol la alcanza, ¿de acuerdo?
—Será mejor que la tengas atada.
—¿Por qué? —Un bostezo desfiguró la cara oscura de Cazador.
—Porque parece muy huidiza.
—Está desnuda. —Enfundó el cuchillo y se protegió con la mano los ojos del sol—. No se irá. No sin ropa. Nunca he visto una criatura tan tímida.
—Los tosi tivo cubren a sus mujeres con tanta ropa, que les debe llevar toda una semana desnudarlas. Después, les ponen esos calzones bajo la falda. ¿Cómo hacen para tener tantos hijos? Yo estaría tan cansado para cuando hubiese visto la piel que no tendría ganas de hacer nada más.
—Ya pensarías en algo —rio Cazador.
—Ya sabes, en cuanto te quedes dormido, ella podría querer ir a por tu cuchillo. ¿Quieres despertarte con la garganta rajada?
—Creo que está más dispuesta a matarse a sí misma que a matarme a mí. Ya sabes cómo son. —Cazador hizo una mueca—. Ha perdido el honor. Un hombre la ha visto desnuda. Por muy boisa que suene, así es como piensan.
—¿Quieres que la vigile mientras duermes?
Cazador echó hacia atrás la cabeza y se rio.
—Limítate a despertarme cuando se vaya la sombra, viejo verde. Acércate y se lo diré a Doncella de la Hierba Alta. Te quemará la cena durante un mes.
Loretta vio que el otro indio se iba y respiró aliviada. Fue por poco tiempo. Cazador se giró hacia un lado y le pasó un brazo por debajo de la piel de búfalo, agarrándola por la cintura. Estaba totalmente despierto, y Loretta no tenía ni idea de lo que podía esperar de él ahora que tiraba de ella para acercarla. Apenas se atrevía a respirar, del miedo que tenía. Él le puso la mano bajo el pecho y le pegó la cara a la nuca.
—Ahora, duerme, Pelo Amarillo —susurró—. Debo descansar. El viaje a casa será largo.
A casa. Loretta escuchó el zumbido del río y pensó, con la mirada perdida, en el bosque. Ah, cómo echaba de menos su casa. El fuego de la mañana estaría ya calentando la casa. Ella estaría acurrucada en el altillo con Amy, despertando con el olor a café y vetas de cerdo en la sartén. Reconocía el río Brazos. Estaban tan cerca de la granja. Los indios eran listos, eso tenía que reconocerlo. Los guardas nunca pensarían en buscarlos allí, ni en un millón de años. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Trató de detenerlas, pero ellas corrían como ríos por sus mejillas. Le dolía el estómago. El pecho le pesaba.
El comanche se apoyó en un codo para mirarla y después le tocó la mejilla. Después de mirar fijamente la humedad que mojó sus dedos, suspiró y se tumbó de espaldas, rodeándola con el brazo una vez más.
—Deja de hacer esto.
Loretta contuvo el aliento. Pero solo pudo hacerlo por un tiempo. En el momento en el que tuvo que expulsar el aire, un sollozo ahogado le raspó la tráquea.
—Deja de hacerlo —le silbó—. Este comanche te golpeará fuerte como el viento.
Loretta cerró con fuerza los ojos. Pensó en sus padres. Se preguntó si alguno de estos hombres le habría arrancado la cabellera. Piedad, Dios, tenía que salir de aquí…
Como si él adivinase sus pensamientos, apretó con más fuerza el brazo con el que le rodeaba la cintura.
—No puedes volver. Ahora eres mi mujer. Suvate, todo se ha cumplido. Te quedarás quieta y dormirás.
Un hipido salió de su garganta. Él gruñó y le dio un ligero empujón.
—¿No me has oído? Detén esas lágrimas. Ya te lo he dicho. No pruebes mi paciencia, Pelo Amarillo. Es una advertencia que te hago, ¿lo entiendes? Desobedeces y lucharemos la gran lucha.
Loretta intentó una vez más contener la respiración. No tenía ni idea de lo que significaba la «gran lucha», pero estaba claro que él ganaría. Al expirar, eructó con un temblor. Se tapó la boca con la mano.
Cazador le gruñó algo y se puso en pie. Pasándose la mano por el pelo, la rodeó para ponerse frente a ella y se quedó observando la expresión retorcida de su cara con una mirada de fastidio.
—Dejarás esto cuando vuelva. ¿Entiendes?
Ella asintió, escondiendo la cara para no mostrar su vergüenza. «¿Su mujer?» En el momento en el que la tocara, estaría perdida para siempre. Nunca podría volver a casa. La gente la miraría y susurraría a sus espaldas. Cazador se fue en busca de los otros hombres. Así Loretta pudo llorar a gusto. Todo el miedo, el cansancio, la tensión de las últimas veinticuatro horas salió en ese momento. Después cayó en un sueño reparador, y la necesidad de escapar fue el último pensamiento que le pasó por la mente.