Capítulo 8
Cazador se sentó de cuclillas junto al fuego. Con una taza de café en las manos, fijó la vista en las llamas. Podía ver a su pelo amarillo por el rabillo del ojo y percibía cada uno de sus movimientos, cada una de sus miradas. De alguna forma había conseguido mantenerse cubierta con la piel mientras se ponía la camisa y los calzones.
Su hermano Guerrero estaba agachado junto a él y había empezado a tirar trozos de madera al fuego, para ver cómo ardían.
—Los tosi tivo deben de ser malos amantes.
Cazador levantó la vista, algo más que extrañado por la observación de su hermano. Guerrero era así, lanzando palabras como dardos, como hojas de otoño atrapadas por el viento.
—¿No estás de acuerdo? —continuó.
La voz de Guerrero y la cadencia musical de la lengua comanche sonaba dulcemente en los oídos de Cazador. Hablar con la pelo amarillo en la lengua tosi tivo le había dejado un mal gusto en el paladar.
—Los tosi tivo son malos en todo.
Guerrero echó un vistazo a la pelo amarillo. Una nube de humo le hizo cerrar los ojos.
—Sigue escondiéndose debajo de la piel de búfalo. Tu camisa y los calzones no son suficientes.
Cazador buscó los ojos oscuros de su hermano.
—Creo que los tosi tivo enseñan a sus mujeres esas tonterías porque tienen miedo.
—Vaya. ¿Y de qué habrían de tener miedo?
Guerrero sonrió.
—Una mujer que no es bien amada buscará consuelo en los brazos de otro.
A Cazador no le gustó la idea.
—Con todos los niños que tienen sus mujeres, ¿cómo puedes pensar que necesitan consuelo? El problema con los tosi tivo es que no tienen honor. Llamarán a un hombre amigo, y después tomarán prestada a su mujer cuando se den media vuelta. Todas esas ropas hacen que la mujer que tomen prestada sea más interesante, ¿no te parece?
Guerrero arrugó el entrecejo. Tiró al fuego lo que quedaba de la madera recolectada. Las llamas crepitaron hambrientas y aumentaron su resplandor.
—¿Es verdad eso? ¿Y qué pasa con las mujeres? ¿No rechazan a los hombres que tratan de avergonzarlas?
—Las mujeres tampoco tienen honor.
Frotándose las manos en los pantalones, Guerrero lanzó una mirada preocupada a la mujer blanca.
—Tienes que enseñarla, ¿sabes? Si caes en la batalla y tengo que llevarla a mi hogar quiero saber que sus hijos son los tuyos.
—Aprenderá. Le enseñaré lo que es el honor aunque tenga que matarla.
Guerrero arrancó una brizna de hierba y empezó a mordisquearla, con una expresión ausente. Cazador reconoció las señales. Los pensamientos de su hermano se habían desviado ya a otro lugar. Después de un rato, Guerrero escupió y dijo:
—Hombre Viejo me dice que deberías golpear a la mujer para hacer que obedezca. Esa es su manera. No entenderá ninguna otra. Eso me preocupa. Tu mano es dura cuando te enfadas. Normalmente, no me preocuparía, pero con la pelo amarillo tengo miedo de que tu paciencia la parta como una cuerda mojada.
Cazador cogió unas virutas de madera y las tiró a las llamas. El golpe de calor iba muy bien con su ánimo.
—Ella es mi mujer, tah-mah. Deja que sea yo el que me preocupe.
—Pero sus huesos son como los de un pájaro. Si pierdes el control con ella y utilizas los puños podrías rompérselos.
Cazador frunció el ceño y se quedó callado.
Hombre Viejo, que estaba de pie a poca distancia y pendiente de la conversación, se les unió junto al fuego para echarse un poco más de café. Después de llenar la taza, se alejó un poco de las llamas.
—Ai-ee, Cazador, ¿tienes pensado ser nuestra cena? Hace tanto calor en este bosque que estoy a punto de ahogarme.
Cazador había elegido sentarse junto al fuego porque esperaba que nadie se le uniera allí, pero no pensó que fuera una buena idea decir esto a Hombre Viejo y a su hermano.
—Un guerrero puede encontrar grandes verdades si busca entre las llamas.
—Tienes problemas con tu mujer, ¿eh? —El anciano sonrió—. ¡Estos jóvenes valientes! Demasiado orgullosos para pedir consejo. He vivido con tosi tivos durante muchos inviernos, recuerda. Sé cosas de ellos que tú no sabes. —Una sonrisa de picardía iluminó la cara arrugada de Hombre Viejo—. Sobre todo de las mujeres.
Cazador no estaba como para consejos.
—La chica es la mitad de grande que yo. Creo que puedo controlarla sin tener que pedir consejos.
—Me decepcionas, Cazador. ¿Dónde está la paciencia que demuestras cuando domas caballos salvajes? ¿Se la ha llevado el viento?
—Un caballo merece la pena. Una pelo amarillo, no.
—Conozco a hombres que darían una fortuna por tener a una mujer de cabello dorado. Quizás acabe por gustarte.
—Prefiero un caballo. Uno negro.
—Mujeres, caballo, hay poca diferencia, ¿sabes? Cuando están domados, ambos dan al hombre buenas cabalgatas y mucho placer. ¿Qué ocurre cuando pones por primera vez las riendas a un cimarrón?
Cazador sabía adónde les llevaría esta conversación y no entró en ella. Guerrero contestó por él.
—Cada vez que corre en dirección contraria a la cuerda, tira del extremo una y otra vez.
—¿Y qué es lo que aprende? A no desafiar a tu cuerda, ¿verdad? Después de esa primera lección, sabe que tú eres su señor y te deja acercarte a él con suavidad. La mujer blanca es igual. Tiene miedo y tira de la cuerda. En el momento en el que aprenda esto, habrás ganado la batalla, ¿entiendes?
Cazador deseó que todo fuera así de simple. Cuando un caballo aceptaba la caricia de su mano, se sentía el hombre más feliz del mundo.
Después de remover los posos del café, Cazador vació la taza en el fuego. Se puso en pie y dijo:
—Los dos sois muy sabios, y os agradezco el consejo. Sin embargo, domaré a la mujer a mi manera. Por algo es mi mujer, ¿de acuerdo?
—Ten cuidado —le advirtió Hombre Viejo—. Los tosi tivo son impredecibles. Sobre todo las mujeres. El Más Sabio tuvo una vez una pelo amarillo. Después de una noche en sus pieles de búfalo, se tiró al río de Agua Habladora y se ahogó. Ni siquiera el Más Sabio podía ser tan mal amante.
Cazador se encogió de hombros y caminó con desgana hacia su campamento. Había algo diferente en su mujer. Al acercarse a la tarima, se dio cuenta de que era la expresión de sus ojos. Había un brillo febril en ellos. Se detuvo a unos metros de distancia y se tomó un tiempo para observarla. Muy a su pesar, se sentía incómodo. Ella tenía la loca mirada del guerrero que quiere luchar hasta la muerte.
Se cruzó de brazos y la miró. Vestida con su camisa de cazador, no parecía más grande que un niño, con unos hombros que apenas sobresalían unos centímetros de su cuello y las mangas arremangadas para acomodarse a la longitud de sus brazos. Parecía tan desvalida junto a él como un polluelo en el nido incapaz de volar, demasiado pequeño para luchar.
—Daremos un paseo ahora, para encontrar algo de sombra. Keemah.
La chica no se movió.
Él chascó los dedos.
—¡Keemah! ¡Namiso!
Solo movió la comisura de los labios con un ligero temblor. El resto del cuerpo permaneció inmóvil, con la vista puesta en las rodillas de él. Cazador sabía que le había oído y que entendía. Una oleada de odio endureció su pecho. Ya tenía suficiente con tener que cargar con ella. Pero no estaba dispuesto a soportar su testarudez. Inclinándose sobre ella, la agarró por la camisa de cazador y tiró de ella tan fuerte que la cabeza le cayó hacia atrás.
La suavidad de sus pechos tocó sus nudillos. Ella trató de alejarse, pero toda la tela sobrante de la camisa se hizo un gurruño en su puño, haciendo imposible la retirada. Loretta le agarró las muñecas, con las pupilas en llamas. Sus mejillas habían pasado del rojo al escarlata fuerte. Él la empujó.
—Me obedecerás.
Los ojos de la mujer se oscurecieron como el cielo de una tormenta. En ese instante de tensión, y solo por un instante, Cazador tuvo que admirarla. Lo hubiera matado si hubiese podido.
Fue pensarlo y ver en ese mismo momento un brazo que se elevaba contra él. Pero hasta que no sintió la conexión entre el puño y su mejilla, no pudo creer lo que estaba pasando. Ella no tenía suficiente fuerza y mucho menos corpulencia como para hacerle daño, pero aun así sus nudillos golpearon su cicatriz con toda la intensidad del mundo.
Una tosi cautiva y asustada nunca hubiese pegado a su captor. Se retorcía, lloraba, se arrastraba, pero nunca atacaba. No le hubiese sorprendido más si el cielo y la tierra hubieran cambiado de lugar. Se quedó ciego un momento, pero cuando recuperó la visión, la mejilla aún le escocía y los ojos azules de su mujer aún hablaban de muerte.
—¿Te atreves a pegarme? —Las palabras se quedaban entre ellos, dando crédito a lo que parecía imposible. Él la agarró aún con más fuerza de la camisa y la levantó del suelo—. Te…
Antes de poder repetir la pregunta, Loretta le asestó un segundo puñetazo, esta vez en la comisura de la boca, seguido de un rodillazo en la entrepierna. El dolor fue tan intenso que se le contrajo el estómago y pareció quedarse sin aire en los pulmones. La rabia le nubló la visión y todo pareció teñirse de rojo, incluido ella.
Con un gruñido, la empujó a un lado. Ella se tambaleó y cayó sobre las pieles. Él la siguió al suelo, poniéndole las piernas a ambos lados de las caderas y cogiéndole las dos muñecas con una mano. La otra mano la utilizó para apoyarse en el suelo y poder inclinarse mejor sobre ella. Loretta lo miró con los ojos muy abiertos y después se ladeó un poco y dobló la cabeza. Sin saber muy bien qué era lo que pasaba, Cazador la vio hundir los dientes en su brazo. El dolor le llegó hasta el hombro.
Antes de darse cuenta, ya tenía el cuchillo en la mano. El miedo de ella llenó el aire que él respiraba, de una forma tan intensa que podía olerlo, incluso degustarlo. ¿Y aun así seguía mordiéndole el brazo? Sintió otra sacudida. Ya no estaba seguro de cuál era el cuerpo que temblaba, si el suyo por la rabia o el de ella por el miedo.
Y entonces lo supo. Quería que él la matase. Los comanches lo llamaban habbe we-ich-ket, «buscar la muerte». Su polluelo había encontrado una forma de luchar.
Tomar conciencia de esta realidad le hizo temblar aún más. Los nudillos se le pusieron blancos mientras sujetaba la empuñadura del cuchillo. Con un movimiento de muñeca, hubiese podido cumplir su deseo y librarse de ella para siempre. El sudor empezó a cubrirle la cara y el pecho. La respiración resonó como un silbido en su garganta.
Poco a poco, la frágil tensión de su cuerpo fue cediendo, dando paso a un estado de dejadez e impotencia. Luchando consigo mismo, retiró el cuchillo de su garganta. Como si ella hubiese notado el reflujo de su rabia, volvió a morderle otra vez, más fuerte, en un último intento de hacer que la matara. Tal vez los tosi tivo no fueran tan estúpidos como él había pensado. A partir de ahora, trataría de recordar que la hoja de su genio tenía un doble filo, y que uno de ellos podía volverse en su contra.
A pesar del dolor que le estaba provocando, Cazador fijó los ojos en ella, sin saber muy bien cómo apartar el brazo sin pegarle un puñetazo. De repente se dio cuenta de lo absurdo de la situación: él, un guerrero comanche, de rodillas ante una mujer blanca, incapaz de hacer nada mientras ella le clavaba los dientes. Cazador, el guerrero fiero, el asesino sin piedad, ¿acaso no iba a ser capaz de controlar a una chica que apenas le llegaba a la cintura?
Entonces una carcajada involuntaria brotó de su garganta. Y después otra. Y lo siguiente que supo fue que estaba riéndose con todas sus fuerzas y que no podía, ni quería, parar.
Su risa fue como un jarro de agua fría para ella. Le sorprendió tanto que se olvidó incluso de mantener apretada la mandíbula. Él consiguió mover el brazo y rodó lejos de ella hasta tumbarse de espaldas. Durante días, Cazador había tratado de contener sus emociones. Ahora, todos esos sentimientos, la tensión constante y siempre presente, el odio, el resentimiento… todos esos sentimientos salieron de él, entrelazados en una madeja de confusión tan difícil de separar como dos perros luchando por un mismo hueso.
La chica se incorporó para sentarse. Él sabía que no era divertido, y sin embargo lo era. Una broma enorme para ambos. Se cubrió la cara con el antebrazo. Oyó la respiración entrecortada de Loretta a su lado. Y entonces, con un gruñido que solo podía ser fruto de la rabia, se lanzó sobre él. Sus golpes no estaban bien dirigidos y fueron a parar a las partes de su cuerpo más musculosas, allí donde unos puños de mujer tenían poco que hacer. Tenía la cara descompuesta, los dientes apretados, los ojos llenos de lágrimas. Cazador envainó el cuchillo, soltando una risa ahogada mientras se levantaba para librarse de ella.
En ese momento sintió unos dedos que llegaban hasta su cinturón. El honorable metal relampagueó a la luz del sol. ¡Había cogido su cuchillo!
Por un instante pensó que iba a matarlo. Hasta que se dio cuenta del verdadero propósito. Iba a clavárselo en el estómago. Con la misma rapidez que tan bien le había servido en la batalla, Cazador alargó el brazo y le quitó el cuchillo de la mano con un golpe. El arma cayó inofensiva al suelo, a unos cuantos metros de distancia.
Se quedó mirándola boquiabierto, la respiración entrecortada. Hasta ese instante no se había dado cuenta del odio tan profundo que sentía por él o de lo fuerte que era su miedo. Ella se hundió de rodillas, los brazos en la cintura, la cabeza baja. Un llanto sobrecogedor e inmenso brotó de su pecho. Si había algo que él entendía bien, era la importancia del honor, incluso para sus enemigos. No había de qué avergonzarse cuando uno había luchado bien y había perdido.
Cazador quería decírselo así, pero no encontró las palabras. El sonido de su llanto se le metió en lo más profundo de su alma. Había oído llorar así antes… en una noche lejana y, sin embargo, no tan lejana.
Por un instante se vio transportado a ese momento, y el dolor del recuerdo casi le hizo tambalear. Era la imagen de Sauce la que nadaba por su mente, su inocencia destrozada, la sangre de su vida escapándosele entre las manos. «No me dejes, Cazador. Los casacas azules podrían volver. Por favor, no me dejes.» El dolor que aquejaba su pecho se hizo más intenso. Había prometido esa noche que nunca lucharía contra los desprotegidos. Y hasta ahora, había cumplido la promesa.
El pasado se tornó en sombras y se fundió con el presente. Cazador observó la cabeza dorada de la chica, aún en posición vencida. ¿Eran tan diferentes ella y Sauce? Si Sauce estuviese en su lugar, buscaría también la muerte para escapar. Y temblaría ante la idea de ser violada. ¿Cómo podía el odio haber endurecido de tal manera su corazón? ¿Se había convertido en alguien tan ciego como Búfalo Rojo?
Cuando Cazador alargó el brazo para tocar el pelo de la mujer, intentó arreglar las cosas de la única manera que sabía. Fue como alargar el brazo en aquel otro tiempo, como le hubiese gustado que los casacas azules se hubiesen comportado con Sauce.
La mano de Cazador tembló al contacto con la parte superior de la cabeza de la chica. Al sentir el peso de su mano, ella se encogió y trató de alejarse de él. Cazador se puso de pie y retiró el cuchillo, metiéndolo con rabia en la funda. Esta vez, una rabia que iba dirigida hacia él mismo.
—Vamos, Ojos Azules, debemos dar un paseo y salir del sol —le dijo suavemente.
Ella lo ignoró. Cazador se salió con la suya subiéndosela al hombro, como había hecho otras veces. Como medida de precaución, volteó el cinturón para que la funda del cuchillo se situase del lado de su estómago.
Ella no se resistió. Había dejado de llorar, aunque las lágrimas siguieron resbalándole por la espalda y quemándole la piel mientras caminaba con ella. Se sentía aliviado de que ella hubiese sacado todo lo que tenía dentro. Si lo hubiese hecho delante de sus hombres, no le habría quedado más remedio que castigarla.
Frunció el ceño. Habbe we-ich-ket, buscar la muerte. Era un negro deseo el que llevaba en su corazón. Un deseo que no podía concederle. Solo le quedaba rendirse a él, era la única opción que él podía ofrecerle.
El ambiente de la noche era tan espeso como el sirope, caliente y dulce con los olores del verano, y no soplaba ni un poco de brisa que moviese los árboles. Loretta estaba sentada con la espalda dolorida apoyada en un roble y miraba el resplandor, oscurecido por el humo, que desprendían los fuegos de los indios. Aunque ya habían pasado algunas horas de la confrontación con Cazador, no podía dejar de pensar en ello. Se dio cuenta ahora de que nunca hubiese podido hacer que la matara.
Se sentía vacía, seca, exhausta. La presión y el miedo eran cada vez más fuertes, como el vapor en una cacerola cerrada. El indio de la cara marcada —el primo de Cazador— había estado merodeando toda la tarde a cierta distancia, como un buitre a la espera de su carroña. Cada vez que Cazador la dejaba sola, él la miraba, con un desagradable brillo en los ojos, recorriéndole el cuerpo de arriba abajo. Una vez, incluso llegó a desenvainar el cuchillo, sonriéndole mientras probaba la hoja con el pulgar. Sabía lo que estaba pensando. Hacer que él la matara hubiese sido muy fácil. El problema era que ella quería morir rápidamente, y no a merced de ese indio rabioso.
Durante siete años Loretta había tratado de ir un paso por delante de sus recuerdos. Siete años huyendo. Siete años aterrorizada cada vez que veía polvo en el horizonte. Ahora, todos sus temores se habían materializado. Esta era la realidad, y de alguna forma tenía que enfrentarse a ella. Ya no valía huir. No había escapatoria.
A punto de llorar, Loretta se abrazó con más fuerza a sus rodillas, dispuesta a no derrumbarse. No le daría esa satisfacción. Bastardo. Se había reído de ella. Había necesitado de todo su coraje para golpearle. Nunca en su vida se había sentido tan humillada. Ríndete con dignidad, le había dicho. ¿Por qué no la dejaba morir con dignidad?
Los comanches no tenían sentimientos como los blancos. No tenían compasión. Eran infrahumanos, y esto ya era decir mucho. Destripaban a la gente. Estampaban la cabeza de los niños contra las rocas. Robaban y violaban a las niñas, quemándoles lentamente la nariz y los oídos con carbón caliente. Solo los monstruos podían hacer cosas así.
Cazador y ella eran enemigos, eso era lo único que sabía. Él la odiaba, esto también lo sabía. Pero por muy enemigos que fueran, por mucho que lo odiase, Loretta nunca se hubiera reído de él si la situación hubiera sido al contrario. Ella le hubiera estado agradecida y le hubiera cortado el cuello, que dios le ayudase, pero nunca se hubiese reído.
Lo odiaba más de lo que nunca había odiado nunca a nadie, tanto que durante el transcurso de la tarde, se imaginó asesinándolo de una docena de formas. Sabía, sin embargo, que no lo haría aunque tuviera la ocasión. «No siembres dolor detrás de ti.» Tenía que pensar en su familia. No haría nada que pusiese en peligro a Amy o a tía Rachel.
Por el momento, Cazador se había ido, tal vez al río a por más agua. Como había pasado antes, los demás la miraban durante su ausencia. Algunos preparaban la cena. Otros se visitaban unos a otros o jugaban a los dados. Pero hiciesen lo que hiciesen, no le quitaban el ojo de encima ni un momento. Supuso que vigilar a los cautivos era una rutina para ellos. Los pocos a los que no asesinaban los utilizaban para comerciar con los comancheros a cambio de comida y armas. Los comancheros vendían esas pobres almas al otro lado de la frontera o los devolvían a sus familias por una buena recompensa.
Loretta suspiró. Aunque sabía que la suerte no podía durarle, tenía que admitir que por el momento había recibido mejor trato de lo esperado. Las friegas de grasa y el zumo de verbasco que le había suministrado en repetidas ocasiones había mejorado mucho sus quemaduras. Ahora, en vez de dolerle todo el cuerpo, solo le picaba. Debido seguramente a las pulgas.
Volvió a abrazarse las rodillas y tembló, una señal clara de que la fiebre no había desaparecido por completo. La risa flotaba a su alrededor, un sonido que la hizo sentir muy sola. Echaba de menos a Amy y a tía Rachel. ¿Habrían ido a buscar ayuda? ¿O tío Henry se habría quedado esperando a que una patrulla pasara?
Si una patrulla fronteriza estuviera buscándola, lo haría seguramente a lo largo de la ruta del río Colorado, siguiendo las pistas falsas que habían ido dejando los comanches. Cazador sabía que la patrulla pensaría que habían tomado el camino hacia el oeste o hacia el noroeste, adentrándose en tierra de comanches. En vez de eso se encontraban junto al río Brazos, justo en frente de sus narices.
Una sombra se movió a la izquierda de Loretta, que dio un brinco sobresaltada. Mientras se acercaba, se permitió mirarlo con detenimiento. La herida que tía Rachel le había hecho con el rifle estaba casi curada, tal vez debido a lo bien curtida que tenía la piel. Las tetillas de su pecho eran tan oscuras como su pelo. Y estaba segura de no haber visto nunca tantos músculos.
Él se puso de rodillas y le ofreció una taza. Tenerle tan cerca le producía claustrofobia, le hacía parecer más grande. Juntó con fuerza las rodillas. Al ver el agua recordó el dolor de estómago. No podía beber una gota más. ¿Pero cómo podía explicárselo? Levantó la mano izquierda y, ayudándose de los dedos índice y corazón de la mano derecha, simuló caminar por su mano izquierda. Después señaló en dirección al bosque.
Cazador la miró y gruñó.
—¿Qué?
«Estúpido comanche.» Apuntó la taza con el dedo, y después se puso la mano en el estómago y sacudió la cabeza, tratando de parecer dolorida, algo que no era muy difícil de conseguir. Además de la incomodidad fisiológica que padecía se dio cuenta con humillación de que este indio era responsable de cada uno de sus movimientos.
—¿Quieres dar un paseo? —Levantó el hombro para darle a entender que no le importaba y después le acercó la taza—. Beberás primero.
Ella negó otra vez con la cabeza. Los ojos de él mostraban un brillo de determinación. Ella suspiró y le cogió la taza. Con un movimiento de muñeca, lo derramó en el suelo.
Podía ver por el tic del músculo de su mandíbula que estaba furioso. Ella puso la taza en el suelo y volvió a señalar al bosque.
Con lo que se le antojó un suspiro de impotencia, Cazador se levantó y le tendió la mano. Como prefería no tocarlo, echó todo el peso de su cuerpo sobre las rodillas y se ayudó del tronco para levantarse. Tenía las piernas entumecidas por haber estado tanto tiempo sentada, y los músculos seguían doliéndole tras la gran cabalgata del día anterior. Por un momento pensó que sus piernas iban a ser incapaces de sostenerla.
Él la cogió del brazo y, sin prestar atención a sus pies desnudos, la guio solo unos metros dentro del bosque hasta llegar a un claro. Después de soltarla, se cruzó de brazos y señaló con la cabeza hacia el suelo, indicándole que debía hacer sus necesidades allí. Ella le pidió que se diera la vuelta.
Con otro suspiro de impaciencia, miró a su alrededor.
—¿Es una promesa que me haces? ¿No correrás?
Loretta asintió. Le habría prometido cualquier cosa con tal de que le dejase un poco de privacidad.
Él la observó durante lo que pareció una eternidad y después se volvió de espaldas.
—No mientas, Ojos Azules. Si lo haces los cuervos serán unos pájaros muy felices, ¿de acuerdo?
Loretta caminó hacia el borde del claro y se escondió detrás de un arbusto. Tan rápido como pudo, hizo lo que tenía que hacer, deseando con todas sus fuerzas estar en casa en la habitación destinada para ello.
Mientras se subía los pantalones, vio moverse algo en el bosque. El caballo de Cazador llevaba suelto toda la tarde, pastando libremente, y su olfato le había llevado hasta los matorrales.
Loretta ahogó un gemido. El caballo solo estaba a unos metros de ella. Debido a la espesa vegetación, Cazador no podía verlo desde el claro. El animal no llevaba puesta la cincha, pero sí el ronzal. Podría cabalgar a pelo.
Loretta estiró el cuello para ver por encima de su hombro. Cazador seguía de espaldas. Había aceptado su palabra y se veía por tanto obligado a confiar en ella.
Por un instante se quedó allí, paralizada por la indecisión. No había olvidado la amenaza recibida en caso de que rompiera su promesa. Le picaba la lengua, pero esa razón no era suficiente para detenerla. Arriesgaba mucho más que la lengua si no se iba de allí enseguida. Además, la aparición del caballo solo podía deberse a la Providencia. Sería una estúpida si no aprovechase lo que parecía ser su única oportunidad de escapar.
Loretta se acercó al caballo casi de puntillas. Dos pasos, tres. Las ramas y las ortigas se le clavaban en la planta de los pies, pero apenas las sentía. Cinco pasos, diez. Echó un vistazo por encima del hombro. El comanche seguía de espaldas. Dos pasos más, ya estaba…
Entonces el semental dio un relincho. El sonido pareció tan fuerte como un cañonazo. El miedo revoloteó en su interior. Trató de coger al animal por el ronzal. Al poner los dedos en la cuerda, el caballo negro dio un paso atrás y resopló con ojos salvajes. Por un momento temió que pudiera golpearla con los cascos delanteros, pero al oler la camisa que llevaba se tranquilizó de inmediato.
—¡Kiss! ¡Mah-cou-ah, kiss! —gritó Cazador.
Loretta supo que el indio venía detrás de ella. Cogiendo carrerilla desde atrás, Loretta saltó sobre la grupa del animal sin pensar en el dolor de sus quemaduras. El caballo tembló al notar la presión de sus piernas. Cazador estaba a solo unos metros de distancia. Su expresión asesina fue el impulso que necesitaba. Dando una fuerte palmada en la grupa del semental, salió disparada adentrándose en el bosque.
No se atrevía a volver a casa. Cazador la seguiría allí. Su única esperanza era el fuerte Belknap. La ruta más directa era siguiendo el río, pero el comanche se le anticiparía. Se dispuso a alejarse del río. Los gritos eran cada vez más numerosos a su alrededor, y supo que los hombres corrían a por sus monturas. Si quería salir de allí tendría que poner toda la tierra posible de por medio, antes de que ellos empezaran a perseguirla.
El caballo negro era magnífico. Nunca antes había sentido un poder así bajo sus piernas. El viento le cogió el pelo, deshaciéndole la trenza por completo y haciéndolo volar como una cinta dorada detrás de ella.
Entusiasmada y algo mareada por el miedo, se acostó sobre el cuello del caballo, instándole a ir más deprisa con todo su cuerpo y su corazón. «Por favor, Dios. Por favor, Dios.» Las palabras se repetían en su cabeza una y otra vez. Si Cazador lograra alcanzarla… No lo haría, ¡no lo haría! Dios no le hubiese dado una oportunidad así de escapar si no supiera que podía tener éxito.
Cazador le había dicho el día anterior que él cabalgaba como el viento, pero a Loretta le parecía que ella y su caballo eran el viento. El negro animal corría glorioso con la cabeza hacia delante, cortaba su propia estela, saltaba obstáculos como si no estuvieran allí, daba giros violentos, tan lejos del suelo que Loretta no pudo imaginar a nadie alcanzándoles. Las ramas de los árboles pasaban por encima de su cabeza como en una nube. ¡Libre! Iba a salir de allí. Iba a hacerlo de verdad.
Justo en el momento en el que ese pensamiento empezaba a tomar forma, Loretta escuchó a otro caballo detrás de ella. Giró el cuello para mirar atrás y vio a Cazador persiguiéndola en un caballo ruano. Los demás venían detrás de él. Fue como si algo le golpeara el pecho. Otra vez el miedo. Hundiendo los talones con más fuerza en los flancos del animal, lo azuzó para que corriera más rápido, rezando para que aún le quedase potencia y para que el cada vez más inestable suelo no les detuviese.
«¡Qué animal más maravilloso!» Loretta casi lloró al sentir cómo contraía sus poderosos músculos y daba otro empujón hacia delante dando todo lo que le quedaba. Tenía más corazón que ningún otro animal que hubiese conocido.
Al mirar por encima del hombro, vio a Cazador soltando riendas a su montura. El polvo se elevaba a su alrededor cuando los cascos del animal se clavaban en la tierra.
—¡No! —gritó—. ¡Suvate! ¡Todo se ha cumplido!
Loretta estuvo a punto de saltar de alegría. ¡Se estaba rindiendo! ¡Iba a dejar de perseguirla! Se rendía…
De repente, el semental cabeceó hacia delante y emitió un gemido horrible. Poco después, se vio volando por el aire. El tiempo pareció suspenderse, los segundos se alargaron hasta la eternidad mientras ella caía al suelo con el cuerpo arqueado. El mundo se volvió negro.
Cuando Loretta recobró el sentido, se vio rodeada de una cacofonía de atronadores cascos, gritos y alaridos. Unos alaridos horribles. Sabía qué era lo que hacía ese sonido… un animal agonizando. Entrecerró los ojos y miró hacia arriba, tratando de enfocar el mundo que tenía enfrente. Cazador se inclinaba sobre ella y le pasaba las manos por el cuerpo. Después se fue.
Cuando la tierra dejó de dar vueltas, Loretta se apoyó sobre los codos, con la mirada fija en los gritos y en la imagen borrosa del movimiento circundante. Lentamente, fue comprendiendo lo que pasaba. El semental. La pobre bestia luchaba frenéticamente por ponerse en pie. Incluso desde donde ella estaba, se podía ver el extraño ángulo que formaba su pata derecha, completamente rota en dos. Fue como si le hubiesen puesto un pie en el pecho. ¿Había metido la pata en una trampa?
«¡Dios mío, el caballo no!» El sentimiento de culpa le golpeó como un puño gigante. Se sentó a duras penas. A unos cuantos centímetros del animal, Cazador esperaba de pie, con la cara desfigurada y los puños apretados. Su primo se acercó y le ofreció un rifle, pero Cazador rechazó el arma de un manotazo. El bosque guardaba un silencio reverencial, y solo se oían los sonidos del animal, agudos y penetrantes.
Después de un momento, el cuerpo de Cazador se relajó un poco. Utilizando la lengua suave de los comanches, se acercó al enloquecido caballo. Loretta oyó varias veces a los otros hombres murmurar algo en señal de desaprobación, pero no hicieron ningún intento por detenerle. ¿Se había vuelto loco Cazador? El caballo estaba cegado por el dolor, era peligroso. Loretta no podía moverse, no podía pensar en nada más. Los otros comanches tampoco se movían. En realidad, era como si nadie respirase.
—Pamo —susurró Cazador—. Nei Pamo.
Los gritos del caballo se hicieron más agudos, en un tono como de súplica. Dejó caer la cabeza y pareció concentrarse en su dueño, gimiendo. Cazador se puso de rodillas frente a él.
—Ah, mi buen amigo.
El semental se calmó, gruñendo y rozando la barriga de su dueño. Entró una ráfaga de viento y levantó el largo pelo del hombre y la crin sedosa del caballo. Con la cortina de árboles y mezquites al fondo, formaban una imagen que Loretta sabía se quedaría grabada para siempre en su memoria. Las dos eran criaturas salvajes, de piel bruñida como el ébano.
El comanche bajó la cabeza para besar el hocico del animal, expirando e inspirando. El caballo inhaló, probando, y fue como si dejara de tener miedo. Con un gran estremecimiento, dejó de luchar por ponerse en pie y se dejó caer sobre la grupa.
Loretta no necesitaba entender comanche. El lenguaje corporal del amor era universal. Hombre y bestia estaban unidos de una forma que ella nunca había experimentado, que nunca creyó pudiese existir. El comanche se acercó más a él, susurrando, a veces sonriendo, como si le hablase de momentos pasados que él y su amigo habían compartido. Le acarició el cuello, el pecho, incluso la pata malherida, pronunciando una especie de encantamiento. El animal confiaba tanto en el comanche que terminó por bajar la cabeza ante él y emitir un suspiro.
Cazador se encorvó y se arrodilló allí durante un buen rato, sin dejar de hablarle suavemente. Después, sin cambiar la voz para no advertir a nadie lo que iba a hacer, dijo.
—Erth-pa, pa-mo. Duerme. —Al tiempo que pronunciaba estas palabras, sacó el cuchillo y lo clavó hasta el fondo en el pecho del semental. El gran animal se retorció, y con un movimiento de cabeza, exhaló su último suspiro.
El bosque se quedó en silencio. Cazador no se movía, no hablaba. Loretta nunca había visto tanto dolor en el rostro de un hombre. Se sentía como si fuera a marearse, deseaba morirse. Si hubiera sabido que algo así pasaría, nunca hubiese elegido ese momento para escapar. Y nunca con el caballo de este hombre.
Al fin Cazador levantó los ojos. En la penumbra no podía estar segura, pero creyó ver lágrimas en su cara. Utilizó todas sus fuerzas para levantar la cabeza del caballo de su regazo y la colocó dulcemente en el suelo. Le temblaba la mandíbula al coger el mango del cuchillo y tirar de él para sacarlo del corazón del animal.
Poniéndose en pie, volvió los ojos hacia Loretta. Eran unos ojos casi negros. Con la mano izquierda levantó el arma ensangrentada para que ella pudiera verla.
Sin quitarle los ojos de encima, el comanche utilizó el arma para cortarse el antebrazo derecho, desde el codo hasta la muñeca. Loretta se estremeció al ver que la hoja entraba hasta dentro. Se quedó mirando la sangre, observando cómo caía del brazo de Cazador y enrojecía el suelo. No pudo dejar de pensar que si era capaz de hacerse esto a sí mismo, qué no podría hacerle a ella.
Se le acercó el primo y le puso una mano en el hombro. Cazador se apartó, con la vista aún fija en Loretta. Con el corazón en un puño, ella miró al primo de Cazador. La expresión torcida del hombre parecía solemne. No había duda de que la muerte del caballo le afligía, pero en sus ojos vio algo más… algo que no tenía nada que ver con la tristeza o el pesar. Era satisfacción.
Cuando Loretta volvió a mirar a Cazador, supo por qué su primo parecía satisfecho. Por fin había conseguido hacer que Cazador se enfadara lo suficientemente con ella como para matarla. Y, a juzgar por la calma mortal de su gesto, no sería una muerte rápida.