Capítulo 11

Mucho antes de que amaneciera, los comanches levantaron el campamento y se prepararon para cabalgar. A pesar de que Cazador le había asegurado lo contrario, Loretta sabía que iban a matar a Tom antes de irse. Una vez más Cazador la sorprendió. Le quitaron las botas y el caballo, pero lo dejaron con vida. A Tom le quedaba una dura caminata hasta casa, pero no estaba herido. A Loretta incluso le permitieron despedirse de su amigo, con Cazador observándolos en la distancia.

Al acercarse a él entre la niebla matutina, Loretta pudo ver que Tom tenía los ojos llenos de lágrimas. Él le tocó el pelo, y después dio un gruñido y la atrajo hacia sí en un fuerte abrazo.

—Ah, Loretta, lo siento mucho. Si fuera más hombre, hubiese hecho algo…

Loretta se agarró a él y deseó no tener que dejarle ir. Olía incluso peor que los indios, pero era su único vínculo con su casa, con la gente a la que amaba. Nunca había tenido tanto miedo como entonces.

—Recuerda lo que te he dicho —susurró Tom—. Ni comida ni agua.

Loretta empezaba a sentirse débil por la abstinencia que venía practicando desde hacía unos días y se preguntó por qué Tom no se había dado cuenta de ello. Sin embargo, asintió con la cabeza. Supuso que sería el miedo. Era la forma que tenía de consumir a las personas.

—Intentaré venir a buscarte. —Su voz se hizo más grave y sus brazos empezaron a temblarle—. Lo intentaré con todas mis fuerzas.

Ella volvió a asentir con la cabeza, aunque los dos sabían muy bien que había pocas probabilidades de que llegase a tiempo.

La voz de Cazador fue como un látigo.

Mea-dro, vamos.

Loretta se abrazó por última vez al cuello de Tom. Al soltarse, trató de sonreír pero no pudo. Cazador la cogió del brazo y tiró de ella hacia el caballo de Tom, que iba ahora guarnecido con riendas comanches. Mientras la levantaba sobre la grupa del animal, se preguntó si le ataría los pies como había hecho otras veces. No tuvo que esperar mucho para saberlo. Cazador se montó en el caballo detrás de ella y le rodeó la cintura con un brazo.

Loretta dobló el cuello para no perder de vista a Tom mientras Cazador ponía al trote al caballo. Las lágrimas se agolpaban en su garganta. Esto era todo, su último contacto con casa.

—No mires detrás de ti, Ojos Azules —murmuró Cazador—. Vamos a un lugar nuevo, ¿de acuerdo? Será bueno.

Loretta lo dudaba.

Los comanches cabalgaron sin parar hacia el norte, vadeando las dos bifurcaciones del río Brazos en cinco horas. Pasaron tan cerca del fuerte Belknap por el lado de arriba, que Loretta apenas podía creer que tentasen tanto a la suerte. El paisaje pronto se convirtió en altas praderas que se extendían hacia el infinito, sin nada que rompiese la monotonía salvo algunas colinas suaves. Cazador le ofrecía de vez en cuando agua, y ella siempre la rechazaba.

A juzgar por la posición del sol, Loretta pensó que debía de ser alrededor de mediodía cuando los indios pararon por fin a descansar. Mareada del cansancio y de la sed, Loretta se tambaleó al bajar del caballo. Cazador la cogió justo antes de que cayera y la llevó a un lugar a la sombra de un arbusto. Los efectos de las quemaduras del sol, la falta de comida y agua y el calor empezaban a pasarle factura. Se sentó con la cabeza baja, y trató de recuperarse al ver que Cazador le ofrecía agua.

—Ojos Azules, ¿beberás?

Loretta le dijo que se fuera con la mano. Hubo un momento de silencio. Después, Cazador le cogió la barbilla y la obligó a mirarle.

Habbe we-ich-ket, buscar la muerte no es sabio. —Sujetó la cantimplora con las rodillas y le cogió la mano, poniéndosela sobre su musculoso brazo—. Ein mah-heepicut, es tuyo. No te pasará nada si caminas conmigo. Confiarás en este comanche, ¿eh? Es una promesa que te hago.

Loretta miró fijamente sus ojos color índigo, notando con los dedos el poder que emanaba de sus músculos. Por un instante, creyó que lo decía de verdad, que él la protegería siempre. Después sus ojos repararon en la cicatriz de su mejilla, en su medallón, en las imágenes grabadas en el cuero de su brazalete. Por muy mestizo que fuera, no podía confiar en este hombre.

Él suspiró y le soltó la mano para dar un sorbo largo de la cantimplora, un sorbo calculado, Loretta lo sabía, para hacerle perder la voluntad. Se secó los labios y dijo.

—Lo veremos, ¿eh? Es un camino difícil tener sed bajo el sol. Cederás.

Con esto, le puso el corcho a la calabaza y la colocó junto a ella en la sombra, para que pudiera cogerla si flaqueaba. Echándose hacia atrás sobre sus talones, le pasó un dedo por la mejilla.

—Debo protegerte del sol, ¿entendido? Para que no te quemes.

A continuación cogió un puñado de tierra y la mezcló con un poco de agua de la cantimplora formando una pasta de barro. Para Loretta fue una maravilla sentir el frescor del barro en sus mejillas. Después de cubrirle toda la cara se sentó y se quedó observándola, los ojos oscuros a punto de echarse a reír, con esa expresión burlona que tanto le irritaba. Debía de parecer un espantajo de ojos azules con la cara manchada y el pelo alborotado. Bueno, tampoco él era ningún adonis.

Mucho antes de lo que Loretta hubiese querido, el tiempo de reposo pasó y volvieron a montar en los caballos. Sobre sus cabezas, el sol quemaba como un disco de fuego, abrasando sus pestañas, chupándole las preciosas reservas de humedad que le quedaban en el cuerpo. Incluso las horas parecían girar en una espiral vertiginosa e infinita.

A primera hora de la tarde, los comanches se tomaron otro breve descanso en uno de los afluentes del Little Wichita. Después de tirarse del caballo, Loretta se metió en la orilla del arroyo para lavar el barro reseco que tenía en la cara. Todo su cuerpo le pedía a gritos beber un sorbo del río, pero sabía que no debía hacerlo.

Cuando Cazador le dijo una vez más que era hora de montar, Loretta hubiese llorado si le hubiese quedado algo de agua en el cuerpo para hacerlo. Le dolía todo el cuerpo y la cabeza le daba vueltas. Se sentía débil. Todo lo que quería era dormir. ¿Cómo podían cabalgar de esta manera? ¿Cómo lo soportaban los caballos?

No habían pasado ni diez minutos desde que dejaron el arroyo cuando Loretta empezó a dar cabezazos y a sentirse sin fuerzas. Trató de mantenerse erguida y parpadeó con fuerza. Cazador apretó el brazo con el que le rodeaba la cintura y le pasó una mano por la parte baja de la rodilla para pasarle una pierna por encima de la cabeza del caballo. Sentada de esta forma, la atrajo sobre su pecho y la acunó junto a él.

—Duerme, nei mah-ta-yo, duerme.

Su voz profunda traspasó el agotamiento que le nublaba la mente. Nei mah-tao-yo. No tenía ni idea de lo que significaba, pero sonaba tan suave en sus labios que parecía un encantamiento. El hueco de su hombro era una almohada perfecta. Se recostó en él y apoyó la mejilla sobre su cálida piel. Olía a salvia, humo y cuero, olores de la tierra que empezaban a resultarle familiares, y de algún modo, reconfortantes. Mientras se adentraba en sus sueños, dejó de pensar en él como en un indio y lo vio como un hombre. Un hombre maravillosamente fuerte que podía sostenerla con toda comodidad mientras dormía.

Los sueños la atraparon. Sueños estúpidos sobre Amy, tía Rachel y Tom Weaver. Sueños maravillosos. Bailando con Amy junto al pozo. Corriendo por un campo de margaritas rojas y amarillas. Sentándose a la mesa con Rachel mientras ojeaban la última moda en el anuario femenino que tío Henry les había comprado en Jacksboro.

Entonces, una vez más, se vio sentada fuera en el porche a la luz de la luna diciendo adiós a Tom. Sabía que quería besarla y abrazarla. Sus labios húmedos y sus bigotes le tocaron la boca.

Después, sin saber muy bien por qué, el sueño cambió y la boca que reclamaba la suya se volvió como de seda húmeda, capaz de presionarla de una forma tan firme como suave. Unos mechones de pelo negro le peinaron las mejillas y le cubrieron los hombros como si fueran una cortina. Puso la mano en la superficie cálida del musculoso pecho de un hombre y se dio cuenta de que unos brazos fuertes la sostenían. Unos brazos fuertes y maravillosos.

Mah-tao-yo —le susurró una voz.

Loretta trató de fijar la vista en el rostro oscuro que tenía frente a ella, dándose cuenta de que sueño y realidad se habían mezclado. La humedad sedosa de sus labios eran los dedos de Cazador mojados con el agua de la cantimplora. La cortina de pelo que rozaba sus mejillas era real, como lo eran el pecho musculoso y los brazos. Ella se puso tensa.

—Hemos llegado al Oo-e-ta, el Big Wichita —le dijo en voz baja—. Descansaremos aquí. Ahora estarás despierta, ¿de acuerdo?

Ella se estiró y echó una mirada desorientada a su alrededor. A un lado pudo ver la sombra de unos árboles raquíticos y el reflejo de la luna llena haciendo de sus hojas lágrimas de plata. El murmullo del agua indicaba que estaban muy cerca del río. Los grillos y las ranas cantaban serenata, una cacofonía amable que se elevaba desde la orilla y llegaba hasta ellos con la brisa. El ambiente estaba lleno de un popurrí de olores embriagadores a hierba de verano y flores de la pradera. Echó la cabeza hacia atrás para olerlo y se sintió desfallecer. Tuvo que agarrarse a la crin del caballo para no caer.

Cazador desmontó y extendió los brazos para ayudarle a bajar. Cuando le rodeó la cintura con las manos, Loretta lo miró fijamente, desconcertada por la sensación de vértigo. El Big Wichita estaba a un buen centenar de kilómetros de su hogar. No podía creer que hubiesen cabalgado tan lejos. Incluso aunque Tom consiguiese ayuda y tratase de seguirla, nunca cogería a los comanches antes de que llegasen a las praderas Staked.

Cazador la puso en tierra con un balanceo. Le temblaron las piernas y estuvo a punto de caer. Él la cogió del brazo y los condujo, a ella y al caballo, a un lugar llano cerca del río. Loretta se sentó en una roca mientras él deshacía el amasijo de bolsas que tenía atadas a la silla del caballo y lo desensillaba. Antes de llevar el caballo junto al río para que bebiera, extendió las pieles para que Loretta se tumbara. Ella se sintió incapaz de cubrir a pie la distancia que la separaba de las pieles. En vez de eso se sentó en el borde de la roca y se dejó caer hasta abrazarla como si fuera un cálido amante, con la mejilla puesta en la superficie suave.

En esta postura se quedó adormilada. Un momento después oyó pasos que se acercaban. Imaginó que sería Cazador. Intentó abrir los ojos, preguntándose por qué no había traído el caballo con él. A través de las pestañas vio unos mocasines y unas piernas desnudas. ¿No era Cazador? El cansancio hacía mella en sus pestañas obligándole a cerrar los ojos. ¿Qué diferencia había? Un indio, una docena… Siempre y cuando la dejasen tranquila, no le importaba lo que hiciesen.

Loretta se despertó con el chisporroteo del fuego, preguntándose cuánto tiempo habría pasado mientras dormía. Seguramente, más de unos minutos, pero podrían haber sido horas. La luz dorada caía sobre el pequeño claro. Parpadeaba en los árboles y dibujaba unas sombras espeluznantes. El olor a mezquite quemado estimuló sus orificios nasales. Cazador estaba en cuclillas junto a las llamas, avivándolas con leña y soplando las brasas. Cuando Loretta se sentó, él volvió la vista hacia ella.

—¿No te gusta la cama?

Dirigió los ojos hacia el jergón que había hecho para ella. Aguardaba como una pila desordenada, como si ella hubiese levantado las pieles y las hubiese apartado sin cuidado. Un escalofrío le recorrió la espalda al ver que Cazador se acercaba y recogía las pieles para colocarlas. Si ninguno de los dos había tocado la cama, ¿quién lo había hecho entonces? Entonces recordó los mocasines y las piernas desnudas.

En el momento en el que Cazador levantaba una de las pieles, Loretta vio algo moviéndose debajo. Se quedó sin respiración, ¡era una serpiente ratonera! El comanche no podía verla desde esa posición porque había otra piel de búfalo que la tapaba. Por si esto fuera poco, este tipo de serpientes no hacían ningún sonido. Cazador no podía darse cuenta de que la serpiente estaba allí. Loretta se puso en pie de un salto, con la garganta contraída.

En esa fracción de segundo, pareció como si el indio y la serpiente se moviesen tan despacio como la miel que cae de una cuchara. Ella se fue hacia su captor, con la atención fija en su muñeca, en la vena que sobresalía de su brazo. Una mordedura tan cercana al corazón sería mortal. La serpiente levantó la cabeza, con los colmillos reluciendo a la luz del fuego. No tuvo tiempo para pensar. El instinto reaccionó antes.

—¡Serpiente! —gritó—. ¡Una serpiente!

Cazador reaccionó a su grito, no saltando como hubiese hecho ella, sino poniéndose instintivamente a la ofensiva. Utilizando la piel que tenía en la mano como escudo, esquivó el primer ataque de la serpiente y arremetió después contra ella con la otra mano, cogiéndola por la cabeza antes de que pudiera retroceder y atacar de nuevo. La serpiente se retorció y siseó mientras Cazador la levantaba del jergón. Por un momento la mantuvo en el aire. Después, miró a Loretta. Pasó lo que le pareció una eternidad antes de que cogiera el cuchillo, cortara la cabeza al animal y la tirara entre la maleza.

Loretta cayó de rodillas al suelo, agarrándose la garganta. ¡Serpiente! La palabra resonaba aún en las paredes de su mente, aguda, sonando una y otra vez. Había gritado…

No podía creérselo. Estaba claro que sus oídos la habían traicionado. No podía haber gritado, simplemente no podía ser así, después de siete años de silencio. Y nunca para salvar a un comanche.

Cazador enfundó el cuchillo y caminó hacia ella, dubitativo. Loretta lo miraba fijamente: su pelo largo, sus mocasines de flecos, sus pantalones de ante, su medallón, los dioses de su brazalete. Un comanche.

Se sentía como si se le hubiesen roto las entrañas en mil pedazos, como si la hubieran partido en dos. Recordó a sus padres, a su madre muerta en medio de un charco de sangre seca, los ojos en blanco y la boca rodeada de moscas negras, su padre atado a un árbol, con el cuerpo mutilado, irreconocible, preparado obscenamente para la muerte. Estas imágenes estaban grabadas en su mente y nunca podría olvidarlas, nunca. ¿Cómo podía haber traicionado a sus padres de esta manera? ¿Cómo podía…?

—No —graznó—. No.

Cazador se arrodilló frente a ella. Mientras lo miraba, se fue convirtiendo en una masa difusa de músculos, dioses paganos y cuero apestoso. Un sentimiento sofocante de claustrofobia la invadió.

Antes de que él pudiera agarrarla por los hombros, ella se balanceó a ciegas y le estampó un puño en la mejilla, el recuerdo de sus padres impulsándola como la bilis.

—¡No me toques! ¡No me toques!

Apretando la mandíbula para contener el dolor, Cazador sujetó a la chica por los hombros. Aunque solo la luz del fuego iluminaba su rostro, pudo ver la conmoción de su expresión, el dolor de la traición en sus ojos, el sufrimiento que suponía saber que se había traicionado a sí misma. Para salvar a alguien que odiaba…

Llorando, volvió a golpearlo, y después otra vez, hasta ponerle la cara roja, la suya desencajada por la histeria. Le había salvado la vida. Cazador se estremeció, pero no hizo ningún movimiento para detenerla o para defenderse. Él podía ver la mirada perdida de sus ojos y ese dolor que había guardado por demasiado tiempo. Sabía que no era realmente a él a quien golpeaba, sino a sí misma.

Al final la atrajo hacia su pecho, y ella se aferró a él como si fuera a tirarla por un precipicio. Cazador se preguntó si eso no hubiera sido mejor.

—Eres un asesino —lloró—. Te odio, ¿no lo entiendes? ¡Te odio!

Él la abrazó con más fuerza, invadido por el dolor de sus propios recuerdos. Ella no le odiaba, había dejado de hacerlo. Y por eso lloraba. La sangre de su pueblo le exigía venganza, como el suyo se lo pedía a él. Y su corazón la había traicionado.

Toquet, está bien.

—¡No! —gimió ella—. Mis padres… ¡ah, Dios, mis padres! Tú los mataste, los descuartizaste. —Él le pasó la mano por la espalda. Estaba temblando—. Tú los mataste.

—No, no. No fui yo. Es una promesa que te hago, Ojos Azules. Yo no los maté. —Más allá de la luz que proyectaba la hoguera, Cazador vio algunas sombras moviéndose. Algunos hombres se habían acercado atraídos por los gritos y permanecían a cierta distancia del campamento. Reconoció a Antílope Veloz y a Guerrero, y creyó ver a Hombre Viejo. Búfalo Rojo y sus amigos se apiñaban a la izquierda, casi invisibles en la oscuridad. Cazador les dijo que se fueran con la mano. La chica ya tenía bastante con lo que tenía.

Entendía tan bien cómo se sentía…, mejor de lo que ella pudiera imaginarse.

Cogiéndola en brazos, la llevó hasta el jergón. Fue dejarla tumbada y hacerse un ovillo. Los sollozos le hacían agitar los hombros. Cazador se arrodilló junto a ella. ¿Cómo podía consolarla cuando ni siquiera podía consolarse a sí mismo? Eran enemigos acérrimos, pero de alguna forma su odio se había fundido en la ola de emociones que los invadía como un único hilo en una tela de araña.

Ella hundió la cara en el hueco de su hombro. El sonido de su llanto le angustiaba. Se levantó y caminó lentamente alrededor del jergón, tratando de encontrar alguna huella. Nada. ¿Se había metido la serpiente ella sola entre las pieles? ¿Y si no era así, quién la había puesto allí? Alguien que odiase a pelo amarillo. Alguien que pensase que se metería en la cama sin mirar. Cazador suspiró y levantó la mirada para escudriñar la oscuridad. La desconfianza le corroía. La serpiente podía haberse colado por sí misma en la tarima, ¿no? No sería la primera vez.

Se tumbó y atrajo a la chica contra la curva de su cuerpo. Ella se acurrucó de espaldas a él, sin dejar de temblar y llorar. Él le cogió un mechón de cabello y lo enredó en su muñeca, cubriéndola después con las pieles.

—No me toques, por favor. Por favor, no lo hagas. No puedo soportarlo.

Su voz le dejó helado. Él la soltó y se tumbó de espaldas para mirar al cielo estrellado. Pensó en la familia de la mujer, en su padre, en su madre, en los horrores que debían de haber pasado. Sabía muy bien las atrocidades que se cometían en los ataques de los de su propia sangre. Era cierto que había hecho un pacto consigo mismo para hacer la guerra solo contra hombres, pero había cabalgado con muchos otros que no tenían tantos escrúpulos.

Después de un buen rato, el llanto de la chica remitió, y su respiración se hizo más acompasada. Al dormirse buscó con su cadera el calor de su cuerpo.

Él se giró junto a ella y la rodeó con el brazo. Deslizó una mano por debajo de la camisa y le tocó el estómago. Después le masajeó las costillas con los dedos. Era tan blanda como la piel del armiño. Podía sentir los latidos de su corazón, la calidez de su piel. Cerró los ojos. El sonido de su voz resonó tan claro en su cabeza como el canto mañanero de un pájaro. «Te odio, ¿no lo comprendes? Te odio.»

Con la salida del sol, ella tendría aún más razones para odiarle. Si no bebía pronto, moriría. Y él no podía dejar que se pasara otro día sin beber. Cazador respiró hondo y dejó salir el aire lentamente. ¿Dónde había ido a parar su odio? ¿Su enfado? No estaba seguro de cuándo había sucedido ni cómo, pero la pequeña mujer que yacía a su lado había dejado de ser una cautiva y había pasado a formar parte de él.

Loretta se despertó mucho antes de que los primeros rayos del sol traspasasen el horizonte. Estaba tumbada de espaldas y la mano del comanche le tocaba el pecho. La calidez de su mano traspasaba la tela de la camisa. Su camisa. No trató de moverse. ¿Para qué? Había pasado ya una semana, y antes o después él la haría suya.

Al tratar de tragar notó un picor en la garganta, pero incluso así, sintió algo diferente, como si algo hubiese revivido en su interior. Podía gritar si quería. Esto la asustó, y no supo muy bien por qué.

El comanche se agitó a su lado. Ella se concentró en el cielo, con los sentidos entumecidos e incapaces de reaccionar a nada de lo que hiciese. La muerte se acercaba a ella, tentadora y llena de paz. En el cielo no habría indios. No sería el cielo si los hubiese. Cazador se sentó y se apartó el pelo de la cara. Había ya columnas de humo provenientes de uno o dos fuegos cercanos. La mañana era fría y seca. Dejó viajar la vista por el horizonte azul, aliviado al ver que ya no se encontraban rodeados por árboles y altibajos del terreno. Aquí afuera, un hombre podía ver llegar a su enemigo.

Miró por encima del hombro. Los ojos de la chica tenían una mirada profunda, y parecía no saber que él estaba a su lado. Le pasó una mano frente a la cara y respiró al ver que parpadeaba. Cazador se puso en pie. Los otros habían empezado a moverse. Si quería conseguir que bebiese un poco, tenía que empezar ya.

Cogió la cantimplora y se acercó a ella.

—¿Beberás, Ojos Azules?

Ella negó con la cabeza. Las quemaduras habían empezado a sanar, y ahora que no estaba ruborizada, podía apreciarse la palidez de su cara. Muy pronto se pelaría por completo.

—Debes beber.

Su voz era como un susurro ronco.

—No.

Cazador se puso de rodillas junto a ella. No quería hacer esto… Puso la cantimplora sobre el jergón y se lanzó sobre Loretta. Antes de que pudiera darse cuenta de sus intenciones, la cogió por las muñecas y se puso a horcajadas sobre ella.

—¿Qué…? ¡Déjame! —graznó.

Se agitó todo lo que pudo, pero era imposible luchar contra el peso de su cuerpo. Cuando intentó darle una patada con la rodilla en la espalda, él recordó la noche en la que Ojos Blancos había tratado de atacarla en el carro. Le inmovilizó los brazos con las rodillas y se odió por tener que hacerle daño.

—Beberás. —Cogió la cantimplora, le quitó el corcho y la inclinó hacia ella—. ¿A mi manera o a la tuya?

Ella se revolvió, tratando de evitar su mano.

—¡No!

Cogiéndola de la barbilla, le clavó los dedos índice y pulgar en las mejillas. Cuando por fin consiguió abrirle la boca, empezó a volcarle el agua lo menos bruscamente posible.

Para su sorpresa, no se movió. En vez de tragar, mantuvo el agua en la boca y siguió respirando cuidadosamente por la nariz. Cuando ya no tuvo sitio para más agua, empezó a salírsele por la comisura de los labios, mojándole las mejillas y el pelo. Y cuando le soltó la cabeza, escupió el agua que aún le quedaba en la boca.

—¡Guerrero! —gritó.

Varios fuegos más allá, Guerrero se incorporó del jergón en el que había estado durmiendo. Después de mirar a su alrededor medio aturdido, fijó la vista en Cazador y empezó a correr. En unos segundos se encontró junto a su hermano. Se quedó embobado mirando el espectáculo de la mujer de pelo amarillo.

Tah-mah, ¿qué intentas hacer con ella, ahogarla?

—Sí. Apriétale la nariz.

—¿Qué?

—¡Hazlo!

Guerrero se arrodilló junto a la cabeza de la mujer.

—Cazador, ¿estás…?

—¿Voy a tener que llamar a Antílope Veloz?

Guerrero cerró la nariz de la chica.

—Si muere, será culpa tuya.

—No va a morir. Intento hacer que beba. —Cazador vio que la cara de la chica se ponía roja por la falta de aire. Después de unos segundos, los músculos de su garganta empezaron a ceder. Después tragó algo de agua y empezó a toser—. Afloja. ¡Guerrero, afloja!

Guerrero, que siempre parecía ir un paso por detrás de los demás, le soltó por fin la nariz y se echó hacia atrás sobre los talones. La chica jadeó y se atragantó con el agua. Con un gesto de preocupación, Cazador la observó mientras ella trataba de recuperar la respiración.

Cuando por fin dejó de toser, dijo:

—¿Beberás?

En su expresión había tanto odio que un escalofrío le atravesó la espalda. Cazador volvió a cogerle de la barbilla.

—Su nariz, Guerrero. Y esta vez, suéltala cuando empiece a tragar o la ahogaremos.

—Tú la ahogarás. Yo solo estoy ayudándote.

Repitieron la misma operación. Cuando empezó a asfixiarse por segunda vez, Cazador le ofreció una vez más la opción de beber por sí misma. Ella se negó. Dos tragos de agua no eran suficientes, y Cazador lo sabía.

Después de diez tragos, Cazador estaba mojado de sudor, Guerrero parecía mareado y Loretta estaba exhausta por el esfuerzo. Aun así, seguía resistiéndose y la admiración de Cazador hacia ella no hacía sino crecer. Tenía mucho coraje —un corazón comanche— como se decía en su lengua.

El indio esperaba que diez sorbos fueran suficientes. Pararían otra vez a media mañana y trataría de darle más agua entonces. Solo de pensarlo le daban escalofríos. Ella se resistiría de nuevo. Y siempre. Quizá cuando llegasen al poblado y viera que no iba a dejar que nadie le hiciese daño, se rendiría. Su madre, Mujer de Muchos Vestidos, tenía una mano cariñosa y dulce. Si alguien podía ganarse la confianza de la chica esa era ella.

Eso si llegaban a tiempo.

Como si oyese sus pensamientos, Guerrero dijo:

—Morirá si no bebe. Ha escupido la mitad del agua que le has dado.

—No va a morir —dijo entre dientes Cazador—. No dejaré que eso ocurra. La obligaré a beber a menudo. Lo que le dé será suficiente.

Guerrero no parecía tan seguro.

—Cazador, ¿y si no es la mujer de la profecía? ¿Has pensado en eso? No parece sentirse muy atraída por ti.

—Es la mujer de la profecía. Estoy seguro de ello. —Cazador se apoyó en las rodillas para ponerse en pie—. Dejará de luchar pronto. Nadie puede luchar eternamente.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? ¿De que ella es la mujer, quiero decir?

Cazador puso el corcho a la cantimplora.

—Lo sé, eso es todo.

La chica se puso de lado y se abrazó el estómago. Guerrero la miró fijamente, con una expresión indescifrable.

—Tendremos que cabalgar rápido si quieres que llegue a casa viva.

—Sí —suspiró Cazador—. Ve a decírselo a los otros, ¿de acuerdo?

A Cazador le pareció que el tiempo se medía ahora por el sonido incesante de los cascos del caballo. El sol se había quedado suspendido en un lugar, como un círculo abrasador que bruñese el cielo azul de plata. La chica montaba acurrucada en sus brazos, con la cabeza apoyada en su hombro y las manos enredadas en su regazo. Tan quieta como la muerte… Hubiese arreado a su caballo para llegar antes al afluente norte del río Pease. Esta vez se asegurarían de que bebía lo suficiente como para no temer por su vida.

Guerrero cabalgaba a la derecha de Cazador y Antílope Veloz a la izquierda. Parecían comprender la preocupación y hablaban en raras ocasiones. Cazador tampoco animó la conversación. Las dudas le torturaban. ¿Debía volver atrás? ¿Qué esperaban de él los dioses? ¿Y si la chica moría por seguir adelante? ¿Y aunque la llevara a donde los suyos, qué tenía que hacer después? ¿Qué pasaba con la profecía? ¿Y con su gente?

Como si leyese sus pensamientos, Guerrero acercó su montura a él para decirle:

—Debes confiar en los dioses, tah-mah. Si estás seguro de que ella es la mujer de la profecía, entonces todo irá bien. La canción no puede cumplirse si se muere.

Cazador agachó la barbilla para estudiar la cara llena de barro de la muchacha y se descubrió preguntándose cómo había podido pensar una vez que era fea. ¿Podía un rayo de sol ser feo? ¿Y el reflejo de la luna sobre el agua?

—Estoy seguro, Guerrero. Es la mujer. Ya se ha cumplido parte de la profecía, ¿verdad? La voz ha vuelto a ella.

—Y ha robado tu corazón comanche, ¿no es así?

—Tiene gran coraje para ser tan pequeña, pero mi corazón sigue siendo mío. Y siempre será así.

Guerrero se inclinó a un lado para ver por encima del hombro de Cazador la cara de la mujer de pelo amarillo.

—Sí, tiene algo, ¿verdad? El barro, quizá. Le da cierto carácter.

Cazador no pudo evitar una sonrisa.

—Tiene el mismo aspecto que tendría si La Que Tiembla le hubiese puesto las manos encima. ¿Recuerdas cuando Ki-was dejó que le hiciera las pinturas de guerra?

Guerrero se rio.

—¿Cuando no mezcló los colores lo suficiente y las tres franjas rojas de su barbilla se corrieron y él entró en la batalla como un Comedor de Gente? Sí, lo recuerdo.

Cazador trató de doblar su espalda rígida. La risa de Guerrero le relajaba.

—Duerme como un niño, Cazador. Eso es buena señal, ¿no? Debe de estar empezando a confiar en ti. Empezará a comer y a beber pronto.

—Está demasiado cansada y débil como para sentir la sed. Demasiado agotada como para sentir miedo. O para causarme problemas.

Guerrero suspiró.

—Nos detendremos pronto. Te ayudaré a darle algo de agua. Ya verás como se pondrá bien.

Antílope Veloz soltó riendas para poner su montura al galope y pasó una pierna por la tira de la cincha del caballo y se inclinó a un lado hasta cabalgar en horizontal junto a la tripa del animal. De esta forma pudo arrancar del suelo un manojo de retama de escoba. Después se enderezó y agitó en el aire su trofeo al tiempo que gritaba en dirección a Guerrero.

Cazador volvió a sonreír.

—Ve y enseña a tu amigo cómo se monta, ¿eh? Parece aburrirse.

—Necesitas compañía, Cazador.

—Estoy bien, ve.

El caballo de Guerrero partió en una nube de polvo blanco hacia Antílope Veloz. Cazador se rio al ver cómo su hermano se doblaba para cabalgar bajo la barriga del caballo. Antílope Veloz aceptó el desafío e hizo lo mismo, tocando el suelo con el trasero solo una vez. Cazador recordó la vez que de pequeño se había caído al cabalgar de esta forma y el caballo le había arrastrado por el suelo durante un buen rato. No le quedaba ya mucho para poder hacer una reverencia perfecta desde esta posición.

Para que no le superara, Guerrero saltó en la silla y se sentó de espaldas mientras el caballo cabalgaba a toda velocidad. Muy pronto, otros valientes se unieron a la competición, con ejercicios cada vez más difíciles conforme el número de participantes iba aumentando. El sonido agudo de los chillidos resonó por toda la pradera.

Cazador sintió que la chica se movía y al bajar la mirada descubrió que tenía los ojos abiertos. La algarabía la había despertado. Como si notase su mirada, levantó los ojos con una expresión de incomprensión. Cazador se preguntó cuánto tiempo le llevaría acostumbrarse al hecho de que podía hablar.

—Están jugando, ¿no? No hay árboles para esconder al to-ho-ba-ka, al enemigo. Nuestros corazones están alegres.

Ella lanzó una mirada dubitativa a los hombres.

Cazador cogió la cantimplora.

—¿Beberás?

—No —susurró.

Aun así, le quitó la tapa de corcho y le puso la cantimplora frente a la cara.

—Debes beber, Ojos Azules.

—No.

Cazador volvió a atar la cantimplora a la cincha del caballo, tratando de contener su ira.

—No morirás. Este comanche ha hablado. Tanto sufrimiento no servirá de nada.

Ella apoyó la cabeza contra su pecho y cerró los ojos. Cazador apretó la mano en las riendas, cada vez más frustrado y lleno de miedo. La noche anterior le había salvado la vida. ¿Cómo podía quedarse impasible mientras ella se mataba de sed?

Cuando los comanches llegaron al río, los juegos tuvieron que suspenderse. Vadearon la corriente para pasar por la ribera rocosa de un afluente que discurría hacia el norte. Loretta se sentía algo mejor después del agua que le habían obligado a beber, y se sentó a horcajadas en la montura lamentando el omnipresente brazo del indio alrededor de su cintura y la familiaridad de su mano entre sus pechos. El amplio torso del indio era un respaldo perfecto para su espalda. No pasó mucho tiempo antes de que se apoyara en él y dejase que su cuerpo se ondulase al ritmo del caballo.

Después de unos cuarenta minutos de silencio, él acercó la cabeza a la de ella.

Mah-tao-yo. Mi brazo es fuerte, ¿verdad? —La abrazó con fuerza para demostrárselo—. ¿Un brazo fuerte en el que recostarse, un escudo contra todo lo que pueda hacerte daño? Confiarás en este comanche. Bebe y come. Donde vamos es un buen lugar.

Loretta agarró con el puño un trozo de su camisa y lo estrujó hasta que le dolieron los nudillos. No quería morir. Sería tan fácil, tan terriblemente fácil, creerle.

—¿Estarás caliente en mi tienda? Tengo muchas pieles de búfalo. Y mucha comida. Carne, ¿sí? Y mi brazo fuerte te protegerá, siempre en el horizonte. No hay nada que temer. —Él apretó la mano con la que le tocaba el pecho—. Mi lengua no miente. Es la verdad lo que digo, no es penende taquoip, palabras de miel, sino una promesa. Te he dicho las palabras, y ellas se van con el viento y siempre me susurran. ¿Confiarás? Cuando salga a hacer batallas o a cazar, el brazo fuerte de mi hermano será tuyo. No sufrirás ningún daño.

Loretta tragó saliva. ¿Su hermano? Supuso que hablaba del hombre que le había ayudado a darle agua. Al que llamaba Guerrero.

—Puedes buscar la muerte en otro momento. Te-bit-ze, de verdad. Pero primero, verás lo que trae el horizonte. Es sabio.

—Quiero… —la tensión y la falta de costumbre tensaba sus cuerdas vocales como las cuerdas de un arpa— quiero volver a casa.

—Eso no puede ser. Tú vienes conmigo, a un lugar nuevo. Eres mi mujer, ¿lo sabes? Tú lo has dicho, yo lo he dicho. Suvate, todo se ha cumplido.

—No soy tu mujer —gritó—. Me robaste de mi familia.

—Pagué muchos caballos buenos.

—Me compraste entonces. Y eso es… —Loretta dobló el cuello y se quedó mirando las facciones cinceladas de su rostro—. Soy una persona, no una cosa.

—Los hombres blancos tienen esclavos, y eso está bien, ¿no es así? Vuestros casacas grises luchan la gran batalla para que podáis tener hombres negros. ¿No es por eso? Este comanche tiene un esclavo también. Y está bien.

—¡No, no está bien! Es monstruoso. —Se cubrió los ojos con una mano—. Moriré antes de dejar que me toques, ¿me has oído?

—Ah, pero Ojos Azules, ya te estoy tocando ahora. —Le puso la mano en las costillas y abarcó suavemente la curva de su pecho—. ¿Ves? Te toco, y no estás muerta. No hay nada que temer.

La rodeó con el brazo y mantuvo la mano quieta en ese sitio. Durante varios segundos no la movió.

—¿Es esto lo que temes? ¿Que te toque? —Su tono era de incredulidad—. ¿Por esto es por lo que no beberás?

Loretta se puso tensa, tratando de escapar de su abrazo pero sin soltarle la muñeca.

—Responderás a este comanche. —Le pasó el pulgar por la piel, una táctica coercitiva que ella no pudo ignorar, y se puso a jugar con su pezón, provocando una repentina erección que la dejó sin aliento—. ¿Buscas la muerte para escapar de mi mano?

Un sollozo se le quedó suspendido en la garganta.

—Por favor, por favor, no.

Él bajó la cabeza de forma que sus labios rozaron sus oídos como si fueran una pluma.

—¿Por esto luchas la gran lucha? Ojos Azules… —Se le quebró la voz, como si no pudiera pensar lo que decía. Entonces quitó la mano de su pecho y la volvió a poner en sus costillas—. Mis caricias no te han hecho ningún daño. No acumulo vergüenza sobre ti. No puedo ver dentro de ti y entenderte. Harás una pintura para mí, ¿sí?

¿Una pintura? La pintura que Loretta tenía en la cabeza era demasiado horrible para ponerla en palabras.

—¿Crees que no sé lo que vosotros, monstruos, hacéis a las mujeres blancas? ¡Lo sé! Mi madre… yo… —Tragó saliva—. ¡Tu brazo fuerte! Estará a mi servicio hasta que se vuelva contra mí.

Sus labios se movieron y le alcanzaron la frente, transmitiéndole una cálida humedad al inicio de su pelo. Se quedó callado un momento, y después dijo:

—Mi brazo estará a tu servicio siempre. Hasta que la nieve llegue a tu pelo, ¿me oyes? Para siempre, hasta que me convierta en polvo que lleva el viento.

Parecía tan sincero.

—No voy a escuchar esto, no pienso hacerlo. ¿Crees que soy tan estúpida como para creerme tus engaños, tus… tus palabras de miel?

—No es un engaño. —La sujetó más fuerte con los brazos—. No lo necesito, ¿me oyes? Si mi corazón habla de matar, mato. Si quiero jugar con mi mujer, juego. No necesito engaños. Lo que quiero, lo cojo. Es muy sencillo.

Guerrero cabalgó hasta ellos en medio de una nube de polvo. Loretta se fijó en las cabelleras que colgaban de su brida y en la tira de calicó que llevaba atada a la cincha. Lágrimas de desconsuelo llenaron sus ojos.