Capítulo 20

Paciencia. Durante los cinco días siguientes, Cazador estuvo tan escurridizo como la pelusa del diente de león que se lleva el viento. No solo vivía con una, sino con dos pelo amarillo enfadadas. Loretta, porque él se negaba a llevar a Amy a casa y porque había mencionado que existía la posibilidad de que se casara con más de una mujer. Amy, porque se le obligaba a estar en compañía de Antílope Veloz. Aun así, Cazador seguía en sus trece y mantenía la situación con implacable determinación, tratando de ignorar las miradas a las que se veía sometido cada vez que ponía un pie en su propia casa.

A la quinta noche, su perseverancia se vio recompensada con una sonrisa de Amy después de que Antílope Veloz la acompañara a casa después de su paseo diario. Traía las mejillas coloradas y se puso a contar a Loretta con todo lujo de detalles acerca del tiempo pasado con Antílope Veloz, sobre la cierva y los dos cervatillos que habían estado observando, sobre las flores que Antílope Veloz había cogido para ella, el canto de los pájaros y el lenguaje de los signos que le estaba enseñando, los trucos que le hacía. Era evidente que Antílope Veloz estaba haciendo progresos con Amy. La niña empezaba a curarse.

Los ánimos de Cazador, que ya estaban bastante bajos, se desplomaron. Era bastante deprimente que un chico inexperto tuviese más suerte con una mujer que un hombre hecho y derecho como él. Le molestaba sobre todo porque Cazador sabía que había pagado de sobra, no una sino dos veces, por el derecho de tener a Loretta, que podía ejercer ese derecho cuando quisiera, pero que sin embargo no se atrevía a ejercerlo cuando veía las sombras que llenaban sus ojos. Recordando el consejo de su padre, lo único que podía hacer era reírse de sí mismo. Tal y como estaban las cosas, si tenía que convertirse en amigo de su mujer antes que en su amante, puede que nunca consiguieran pasar al segundo estadio de la relación.

Cuanto más descontento se sentía Cazador con la situación, más fruncía el ceño. Y cuanto más fruncía el ceño, más incómoda se sentía Loretta en su presencia. Lo peor era que Cazador no podía culparla. Su acuerdo pesaba sobre ellos como una nube gris, y la promesa acordada los mantenía tan unidos como separados. Cazador sabía que ella temía el momento en el que él le pediría que estuvieran juntos. Cada día que pasaba, la idea parecía asustarla más. Cazador era lo suficientemente sensible como para darse cuenta de que esperar pacientemente a que ella quisiera no estaba sirviendo de nada y, sin embargo, tampoco podía obligarla.

Aunque ella nunca había hablado de la muerte de sus padres, Cazador había participado en bastantes incursiones como para saber lo horrible que debía de haber sido para ella. Solo esto hubiese sido suficiente como para hacerle odiar a los comanches de por vida. Y también a los hombres, sea cual fuese su raza. Por si esto fuera poco, los otros hombres a los que había conocido también habían sido unos brutos: su incestuoso tío, Santos y sus camaradas, y le gustase admitirlo o no, el mismo Cazador. Cuando trataba de mirar al mundo de la manera en la que ella debía de verlo, se le encogía el corazón. ¿Qué tenía en su experiencia que le pudiera redimir?

Las noches eran lo peor. Quería que Loretta estuviese a su lado con tanta intensidad que le dolía, no solo para satisfacer su deseo, sino simplemente para abrazarla. Para él era maravilloso poder tenerla al lado, un sentimiento que con toda seguridad ella no compartía. Ella se inventaba todo tipo de excusas para no tener que dormir con él. Temía, estaba seguro de ello, que fuera algo más que dormir lo que él tenía en mente. Cada noche se entretenía hasta el infinito en la tienda, inventando todo tipo de tareas hasta que él se apiadaba de ella y se hacía el dormido. Cuando por fin se sentía a salvo, se tumbaba cerca de Amy, dejando a Cazador a unos cuantos pasos de distancia, completamente despierto y frustrado porque quería tenerla al lado.

La sexta mañana Cazador llegó a la inquietante conclusión de que nunca se había sentido tan miserable. Mientras masticaba un trozo de venado asado, examinó el interior de la tienda, tratando de imaginarla como había sido una vez… sin pelos amarillos que le molestasen. La imagen solitaria que apareció en su mente le quitó el aliento. Cazador se dio cuenta de que prefería ser un miserable con Loretta que vivir en el vacío sin ella. Este descubrimiento le aclaró la mente y le hizo ponerse en acción. Sabía que debía tomar medidas para asegurarse de que no le dejase nunca.

Cazador encontró a Guerrero en el río, enseñando a Niña Pony a nadar. Se sentó bajo un árbol de hibisco y apoyó la espalda en el tronco, dejando descansar la cabeza en la rodilla.

—Guerrero, tengo que hacer un pequeño viaje —empezó—. ¿Vigilarás a mi mujer y a su hermana mientras estoy fuera?

Distraído por la pregunta, Guerrero se olvidó de vigilar a su hija y se dio la vuelta.

—¿Otro viaje? Pero si acabas de volver.

Cazador miró a Niña Pony, alarmado. Poniéndose en pie, gritó:

—¡Guerrero! ¡Se está hundiendo!

Guerrero agarró a la niña por el pelo y tiró de ella hacia arriba. Sacudiendo la cabeza, se movió hacia la orilla.

—No sé. Quizás es demasiado pequeña. Doncella insistió en que no lo era, pero no recuerdo que me costase tanto enseñar a los otros dos.

—Yo enseñé a Tortuga, y Doncella enseñó a Mirlo —le recordó Cazador.

Guerrero se agachó junto a la chica que gemía y tosía, y trató de tranquilizarla dándole palmadas en la espalda. Cazador agradeció a los Grandes que las quemaduras de Niña Pony hubiesen sanado.

—Quizá sea ese el problema, ¿no crees? —bromeó Guerrero—. Que yo soy un mal profesor. Cazador, ¿por qué no la enseñas tú?

—Me voy de viaje.

—Ah, sí, tu viaje. ¿Dónde vas?

Cazador ignoró la pregunta. Una cosa era rendirse a una mujer, y otra bien distinta era admitirlo ante su hermano.

—Le enseñaré cuando vuelva. Hacemos un cambio, ¿vale?

Guerrero lo miró aliviado.

—Eso suena a un trato justo. Con mucho gusto vigilaré a tu mujer si puedo librarme de esta tarea que Doncella me ha encomendado. Al paso que voy, tendré que cambiarle el nombre a la niña por el de Piedra del Río. Te aseguro que se hunde como ellas.

Cazador se acercó a ellos y levantó a Niña Pony en el aire por encima de su cabeza, con una amplia sonrisa.

—¿Piedra del Río? No, me gusta Niña Pony. Vamos a enseñarte a nadar, ¿de acuerdo, comadreja?

A aquella altura, Niña Pony olvidó por qué estaba llorando y explotó en carcajadas. Cazador se puso el pequeño cuerpo mojado bajo el brazo y caminó junto a su hermano de vuelta a casa.

—Estaré fuera unos cuantos días. ¿Crees que podrás mantener a Búfalo Rojo lejos de mi tienda durante ese tiempo?

—Después de las historias que contó cuando estuviste fuera la última vez, Doncella lo mantendrá alejado. Parece haberse encariñado bastante con tu Loh-rhett-ah. Está incluso haciéndole una blusa y unos mocasines.

—¿En serio? —La idea de ver a Loretta vestida de ante le agradó—. Dale las gracias en mi nombre, ¿lo harás?

—Dáselas tú. Yo no estoy demasiado contento con ello. ¡Por eso es por lo que tengo que enseñar yo a Niña Pony a nadar! Doncella está ocupada cosiendo.

—No puedo decírselo. Me voy.

—¿Ahora mismo?

Al llegar a los alrededores del poblado, Cazador puso a Niña Pony en el suelo y le dio una palmadita en la espalda de despedida.

—Sí, ahora mismo. Tengo que encontrar a unos cuantos hombres para que vengan conmigo. Llevaré a Loh-rhett-ah y a Aye-mee a tu tienda antes de irme.

Cazador no dio a Loretta ninguna explicación de su repentina partida. Un día estaba allí y al siguiente se había ido. Loretta y Amy se quedaron con Doncella de la Hierba Alta. Amy estaba adquiriendo bastante vocabulario comanche gracias a Antílope Veloz, lo que resultó de gran utilidad, y antes de que Loretta se diese cuenta, se vio aprendiendo también algunas palabras. Doncella parecía encantada de poder enseñarle, no solo el idioma, sino las costumbres de su pueblo: nunca dejar que su sombra cayese sobre el fuego de la cocina, nunca decir los nombres de los muertos, nunca ir a la derecha cuando se hacía una entrada formal en la tienda de alguien. Loretta absorbió las nuevas costumbres, contenta de aprender todo lo que pudiese.

El cuarto día, ya tarde, Muchos Caballos visitó la tienda de Doncella. Al principio, Loretta se sintió incómoda, pues sabía que el padre de Cazador venía en realidad a ponerla a prueba. Pero muy pronto el sentido del humor de Muchos Caballos despejó todas sus dudas y se vio primero sonriendo y después riéndose a carcajadas con sus ocurrencias. Amy también estaba encantada. Muchos Caballos les contó un sinfín de historias de Cazador cuando era pequeño. Al final de la velada, Loretta tuvo que admitir que el hombre le gustaba. Y lo que era aún más importante, se dio cuenta de que la sintonía era mutua. Por absurdo que le pareciese, se sintió sumamente complacida de contar con su aprobación.

Cuando se fue le puso una mano arrugada en la frente. Como si fuese un hombre sagrado la bendijo, y le deseó buenas noches, dirigiéndose a ella como «su hija». El título cogió completamente desprevenida a Loretta. Cuando miró hacia arriba, Muchos Caballos la obsequió con una sonrisa de comprensión. Salió de allí antes de que ella pudiera recuperar la compostura.

Al anochecer del octavo día de ausencia de Cazador, Loretta oyó un sonido lejano como de aullidos y un ruido de caballos que se acercaban. Levantó la mirada de la cocina de Doncella y casi al instante vio a Cazador, que cabalgaba varios caballos por delante de los demás, guiando a lo que parecía ser un cura a lomos de una mula. Loretta se puso de puntillas, el ceño fruncido. No era posible que estuviese viendo lo que creía estar viendo. ¿Qué cura en su sano juicio visitaría un poblado comanche?

Al mirar a su alrededor, vio la cara de asombro dibujada en los vecinos de Doncella. Después miró a Guerrero, que estaba reclinado no muy lejos de allí, vigilándola. Se había puesto de pie al oír a los hombres. Le dirigió una mirada sorprendida y arqueó la ceja.

—¿Mi hermano trae a un Vestido Negro?

Era un cura. Loretta estiró el cuello para ver mejor. Cazador cabalgó directamente hacia el fuego central, que había sido preparado con antelación para la noche, y bajó al cura de la mula. Después de ladrar algo al pobre hombre, se dio media vuelta y vino directamente a la tienda de Doncella, con el andar determinado y la mandíbula apretada. Loretta respiró profundamente. De repente, y sin poder creérselo, supo por qué Cazador había traído un cura al poblado.

Las zancadas se hicieron más lentas conforme se iba acercando a ella, y los músculos de sus muslos se marcaban contra el ante de los pantalones. Loretta se puso tensa al ver la mirada de desafío que traía en los ojos. Levantando la barbilla, esperó a que él se acercara, con la mirada fija en sus anchos hombros y resistiendo las ganas de salir corriendo. Esas largas y poderosas piernas que tenía la cogerían al instante.

—Te he traído a un Vestido Negro —dijo secamente y señaló con la mirada hacia el cura—. Él dirá palabras a tu Dios sobre nosotros, ¿eh?

Con esto, Cazador la cogió firmemente del brazo y tiró de ella hacia el fuego central, sin dejar que ella le marcase el paso, por mucho que Loretta intentase ir más despacio.

—¡No me casaré contigo! —gritó con desesperación.

Él le lanzó una mirada llena de arrogancia.

—Serás mi mujer, pequeña. A mi manera o a la tuya, pero será así.

Cazador se detuvo delante del cura. Loretta miró al pobre hombre, que temblaba con tanta fuerza que estaba a punto de dejar caer la Biblia. Lo cierto es que en ese momento le preocupaba demasiado su propio destino como para preocuparse por el de los demás.

—Padre —trató de mantener un tono tranquilo y razonable—, ¿podría explicar a este pagano que un matrimonio no puede celebrarse sin el consentimiento de la mujer?

El cura abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella. Miró horrorizado a Cazador, y su cara se volvió blanca.

—Mi joven muchacha, quizá sería mejor que procediéramos. Este hombre parece extrañamente convencido y yo, la verdad, no soporto la idea de contradecirle.

Cazador se dio la vuelta para mirarla y observó su reacción con la ceja levantada. Después cerró los ojos en señal de desafío y Loretta levantó la barbilla y se inclinó hacia él.

—¿Qué le has hecho a este pobre hombre? ¡Está aterrorizado! ¿Es que no tienes vergüenza?

Cazador hubiese podido recordarle que había habido un tiempo en el que ella estaba igual de asustada, pero prefirió no desviarse del tema. Lo que le importaba era casarse, no medir sus lenguas. Lanzó una mirada de convicción al Vestido Negro.

—Diga sus palabras, anciano.

El cura se mojó los labios y miró con temor a la multitud de salvajes que los rodeaba. Quizá fuese el contraste del vestido negro con la piel pálida, pero Loretta pensó que estaba perdiendo el color a una velocidad alarmante. De hecho, parecía como si fuera a desmayarse.

—¡Diga las palabras de Dios, anciano! —volvió a gruñir Cazador.

—No te atrevas a intimidarle —dijo entre dientes Loretta—. ¡Es un hombre de Dios, Cazador! No se gruñe a un hombre de Dios.

—Está bien, muchacha, no se preocupe. —El cura, con la cara llena de sudor, hizo ademán de abrir su Biblia—. Padre misericordioso —murmuró, como si rezase para que le liberaran. Tosiendo, empezó a mover las páginas de la Biblia, girándose levemente para que la luz del fuego iluminase las páginas—. Pido que me disculpen. Normalmente no necesito utilizar el libro… —Tosió otra vez y apartó con la mano el humo—. Por alguna razón, las palabras han desaparecido de mi mente. Ah, sí, aquí están.

Furiosa, Loretta tiró del brazo para librarse del apretón de Cazador.

—Padre, no tiene nada que temer, se lo aseguro.

Cazador reclamó su brazo con una fuerza que la hizo girarse furiosa. Él dobló la cabeza y susurró.

—Ojos Azules, no pongas a prueba mi paciencia. Te golpearé fuerte como el viento.

—¡Golpea, entonces! —trató de soltarse de él—. Me haces daño.

—Te pegaré. Y entonces sabrás lo que es hacer daño. ¡Ahora, guarda silencio!

Los ojos de Loretta ardían de furia.

—No voy a casarme contigo. ¡Pégame si quieres! Vamos.

Cazador la miró de una manera que la hubiese aterrorizado un mes antes.

—Loh-rhett-ah, guardarás silencio y dejarás que diga las palabras de Dios.

—Él puede decir las palabras de Dios hasta que los copos de nieve se derritan… —se cayó y enrojeció—. Yo soy la que tiene que decir las palabras, Cazador, y no las diré. ¿Lo entiendes?

—Mi querida niña —intercedió el cura—, no suele ser común que uno de estos —lanzó una mirada de respeto a Cazador— caballeros se ofrezca a hacer de una cautiva una mujer honorable. ¿No le parece que sería inteligente aceptar?

—No necesito matrimonio, padre. Aún tengo mi honor.

Cazador la puso a un lado y, con una voz uniforme e inquietante dijo:

—Tu honor se irá pronto con el viento, Ojos Azules. Hiciste una promesa a Dios. ¡Eres mi mujer! ¡Ahora digo que serás mi esposa!

Loretta se mojó los labios, tratando de mantenerle la mirada y no flaquear.

—Te he traído a un Vestido Negro, ¿no es así? Para que sea un matrimonio en tu corazón. Si tú no dices las palabras de tu Dios para que se cumpla, puedes estar segura de que me casaré contigo a mi manera. —Formó con la mano un gran arco—. Tu honor volará con el viento. Suvate, todo se ha cumplido. Elige.

Loretta enronqueció de frustración.

—Pero yo no quiero casarme contigo. Si lo hago, ¡será para siempre! ¿No lo entiendes?

—Para siempre es demasiado bueno.

—No, es demasiado malo. ¡Nunca podré dejarte!

Cazador levantó las manos.

—No hay Vestido Negro, no hay matrimonio para tu Dios. Estaré contento de casarme a mi manera. —Con un brillo de determinación en los ojos, se dio la vuelta hacia la multitud, levantó los brazos y gritó algo. Después, se encogió de hombros—. Ya está. Suvate, todo se ha cumplido. He dicho mis palabras. Estamos casados. —Cogiéndola del brazo, gruñó—. Keemah, vamos, mujer.

Loretta hundió los talones en el suelo.

—¡No! ¡Espera!

Él la miró, visiblemente enfadado.

—¿Dirás las palabras de Dios?

Loretta no creía tener otra opción. Al menos de esta forma su matrimonio sería bendecido por un cura y ella no viviría con Cazador en pecado.

—Sí. Diré las palabras. —Mirándole de reojo, dijo—: ¿Puedo tener un momento con el cura?

—¿Para qué?

—Para preguntarle algo.

El apretón de Cazador se hizo más flojo.

Namiso, rápido.

Loretta tapó con la mano la oreja del cura y le susurró algo con rapidez. Después dio un paso hacia atrás y se puso junto a Cazador. El cura consideró lo que ella le había dicho y después asintió. Un momento después bendecía a la joven pareja e iniciaba la ceremonia. Las palabras se agolpaban en la mente de Loretta, sin sentido alguno. Respondió ausente cuando así se le pedía. Después vino el turno de Cazador. El cura le preguntó lo habitual y añadió al final:

—Renunciando a las demás, ¿tomarás una y solo una mujer por esposa, para siempre sin horizonte?

Cazador miró a Loretta con suspicacia. Durante unos segundos se quedó sin responder, y ella contuvo el aliento, con la mirada fija él. Después, con solemne sinceridad, inclinó la cabeza y respondió.

—Lo he dicho.

El cura, algo confuso por lo inusual de una respuesta que solía ser el «Sí, quiero», se quedó callado un momento, pareció considerar la alternativa, asintió y dio por concluida la ceremonia. Loretta y Cazador estaban casados, según las creencias de los dos. Cazador pidió a sus amigos que devolvieran al cura a su misión, diciéndoles que pediría sus cabezas si el hombre no llegaba sano y salvo. Después, envió a Amy a la tienda de su madre. Cuando todos hubieron partido, se giró hacia Loretta, con una ceja arqueada y una chispa de burla en sus ojos color azul índigo.

—¿Una esposa y solo una esposa, para siempre sin horizonte?

Loretta apartó la cara, con las mejillas coloradas. Agarrándose las manos, se balanceó adelante y atrás, mordiéndose el labio.

—Te lo dije, Cazador, me niego a ser segundo plato de nadie.

Él sonrió, una sonrisa peligrosa que le puso los nervios de punta. La miró de arriba abajo y la condujo agarrada del brazo hasta la tienda.

—Ahora mostrarás a este comanche lo buen primer plato que eres, ¿sí?

—Yo… —Se le secó la boca mientras se dejaba conducir por él, agarrada del brazo—. No querrás decir ahora, ¿verdad? —Tenía la mirada puesta en la entrada de la tienda—. Ni siquiera es de noche todavía. La gente todavía está despierta. No has comido. No he encendido el fuego. No podemos…

Él levantó la cortinilla de la entrada y la condujo al interior.

—Ojos Azules, no tengo hambre de comida —dijo con voz ronca—, pero haré el fuego si lo deseas.

Cualquier retraso, fuera del tipo que fuera, le parecía bien.

—Ah, sí, hace bastante frío, ¿no crees? —Era una noche particularmente bochornosa, de las que hacían que la ropa se pegara al cuerpo, pero eso apenas parecía importar ahora—. Sí, un fuego será maravilloso.

La dejó de pie sola, en medio de las sombras, y fue a coger algo de leña que después colocó en el lugar del fuego. Poco después unas llamas doradas iluminaban la habitación, y la luz danzaba y parpadeaba sobre las paredes de cuero. Agachado junto al fuego, Cazador echó la cabeza atrás y le dedicó una mirada perezosa, los ojos puestos en su vestido y las cejas levantadas en silencioso interrogatorio.

—¿Quieres comer algo? —le preguntó con suavidad.

Loretta apretó las manos contra la cintura.

—Pues la verdad es que tengo hambre. ¡Estoy hambrienta! ¿Tú no? ¿Qué te gustaría comer? —Echó una mirada frenética a las cazuelas de cocina que había detrás de él—. Apuesto a que un estofado te abrirá el apetito, ¿verdad? Después de viajar tanto y comer solo carne desecada, debes de tener ganas de algo caliente. Sí, un estofado será perfecto.

Cazador torció la boca.

—Ojos Azules, un guiso nos llevaría muchísimo tiempo.

Toda la noche, con un poco de suerte.

—Ah, no tanto. No me importa, ¡de verdad! —Hizo un gran círculo para evitarlo e ir hacia las cazuelas—. Hago un estofado estupendo, de verdad. Estoy segura de que Doncella tendrá algunas patatas y cebollas para prestarme. Podrías…

Loretta dio un brinco al sentir el roce de su mano en el hombro. Se dio la vuelta para mirarle, con una gran cazuela en medio, y su mano blanca apoyada en el asa.

—Ojos Azules, no quiero estofado —susurró Cazador, la voz llena de ternura—. Si tienes hambre, podemos comer unas bayas y unos frutos secos, ¿te apetece?

Loretta se tragó una bocanada de aire. Frutos secos era mejor que lo otro. Quizá, si comía una nuez cada vez…

—Está bien, frutos secos.

Cazador extendió una piel de búfalo junto al fuego mientras ella quitaba la cazuela y sacaba una talega de frutos secos del almacén de alimentos. Arrodillándose junto a él, Loretta se puso a mascar sonoramente, con la vista puesta en las llamas, consciente de que en cada bocado que tomaba, Cazador estaba observándola. Cuando cogió el cuarto puñado, él le rodeó la cintura con los dedos.

—Ya es suficiente —dijo con voz queda—. Te pondrás mala del estómago si sigues comiendo.

Loretta ya estaba mala del estómago. Tragó saliva, sintiéndose miserable, y trató de evitar su mirada. Cuando sus ojos se encontraron, ella sintió como si la tierra se abriera. No había lugar a dudas en su mirada. El momento que tanto había temido había llegado.

Ella sabía que antes o después ocurriría, desde luego. Pero había esperado que fuese después, mucho después. A cambio del rescate de Amy, ella había prometido entregarse a él. Era una especie de milagro que hubiese esperado todo este tiempo para reclamar lo que le correspondía. Era incluso más increíble que le hubiese traído a un cura para que les casara. Debería sentirse aliviada, incluso contenta de que su unión estuviese bendecida, pero lo cierto es que ella no se sentía casada. Todo lo que sentía era miedo, un miedo puro, negro e irracional. Por desgracia para ella, no llegaba a la noche de bodas sin saber lo que pasaría, como debería ser para toda recién casada. Ella sabía lo que le esperaba y lo horrible, doloroso y degradante que sería. Incluso tía Rachel lo odiaba. Lo había dejado entrever bastantes veces, y aunque no lo hubiese hecho, Loretta había oído llorar a su tía lo suficiente para saber que la penetración dolía. Y sería infinitamente peor con un salvaje que pensaba que las mujeres podían ser compradas y vendidas como si fueran equipaje de sobra.

Frotándose las manos en la falda, Loretta miró con aire fúnebre el fuego. Luz. Por Dios bendito, ¿por qué había tenido que pedir que hiciera fuego? Él podría verla ahora, lo que hacía que el acto de desvestirse delante de él fuera aún más horrible.

Tenía la piel de gallina. Él la miraba fijamente, esperando como un hombre que espera a que se le sirva la cena. Y era incluso más terrible, el sentirse como su cena. Un centenar de pensamientos pasaron por su cabeza, y de ellos el más poderoso era el de salir corriendo lejos de él. Pero su sentido del honor se lo impedía. Se lo había prometido, y una promesa era una promesa. Tenía que cumplir con su palabra. Pasaría por esto con la cabeza alta. Tenía que hacerlo.

Con manos temblorosas, Loretta acarició la larga línea de botones de su vestido. Con cada movimiento de dedos, sus mejillas se sonrojaban más. La luz del fuego dejaba pocas sombras, haciendo que el interior de la tienda pareciese estar a plena luz del día. Trató de buscar consuelo en el hecho de que él la había visto ya desnuda la noche en la que había tenido fiebre. Pero eso fue hace siglos y no le aliviaba mucho el bochorno que sentía al ir bajándose las mangas del vestido.

Si al menos fuera un hombre blanco. Podría al menos sofocar el fuego. O quizá tener un ataque de conciencia y darse cuenta de la barbarie que suponía forzar a una joven virtuosa al matrimonio. Pero él no era blanco, y la conciencia no formaba parte de su vocabulario. Él era su dueño. Ahora estaban casados, incluso para su gente. Para siempre.

Este pensamiento la horrorizó mientras se bajaba el vestido hasta las caderas y permanecía de pie al otro lado de la tienda. Tendría que pasar por este desagradable ritual no solo una vez, sino miles de veces. Ahora hubiese deseado no haberle hecho prometer que solo tomaría una esposa. El matrimonio múltiple podía tener sus beneficios. Con varias esposas él podría olvidarse de ella y no preocuparse nunca más de lo que hacía o dejaba de hacer…

Al observar a Loretta, Cazador tuvo que contener una carcajada. Parecía un ratoncillo asustado a punto de ser comido por el gran halcón. Sus ojos azules parecían exageradamente enormes y brillaban de miedo. El sonrojo teñía de rosa su blanco cuello, tan rosa como… Detuvo la mirada en su combinación. A través de la fina muselina, podía ver las cumbres sombreadas de sus pezones. Se le encogió el estómago de deseo. Eran como flores de cactus. Como rayos de luna. Quizás era acertado que se sintiera como un ser indefenso a punto de ser devorado. Él se moría por poseerla, por chupar sus pechos, mordisquear el tentador camino de sus muslos, por encontrar los lugares más sensibles de su cuerpo y acariciarlos con su lengua hasta que su pasión se abriera en todo su esplendor.

Cuando la vio allí de pie, cada vez más nerviosa, luchando por quitarse el fajín que sujetaba su combinación, Cazador no pudo sino sentir una ternura infinita. Por mucho miedo que le diese, estaba dispuesta a cumplir la promesa que le hizo y entregarse a él. Se le cerró la garganta, y le pareció que no iba a poder respirar. Recordó a Sauce Junto al Río, recordó la primera vez que estuvieron juntos y lo amablemente que la había conducido por los caminos del amor. Este recuerdo le avergonzó. Había pasado mucho tiempo desde que no estaba con una mujer, demasiado si era capaz de disfrutar con tan dolorosa timidez como la que tenía ahora ante sí.

Poniéndose en pie, Cazador removió el fuego para que las llamas se redujeran un poco y cubrieran la habitación de sombras. Después se volvió para mirar a su esposa, forzándose a mantener los dedos sobre sus propias caderas, en una postura deliberadamente relajada.

—Ojos Azules, ven aquí —le susurró con suavidad.

Ella levantó la cabeza como si fuera un cervatillo asustado, los ojos grandes y cautelosos. A Cazador se le encogió el corazón. De una zancada recorrió la distancia que los separaba. Cogiéndola por la barbilla, le echó la cabeza hacia atrás y le pasó el pulgar por los temblorosos labios.

—Yo… —le tembló la voz y no pudo continuar. Tragó y trató de hablar otra vez—. Lo siento, Cazador. Sé que lo prometí. Es solo que… estoy un poco nerviosa.

Cazador inclinó la cabeza y descansó ligeramente la frente contra la de ella, apartándole las manos para poder soltar la cinta rosada que rodeaba su pequeña cintura. Sin mirar desató la combinación y la dejó caer en un montón a sus pies.

—No hay nada que temer —susurró—, nada.

Se quedó sin respiración al desatar el primer nudo que cerraba su combinación. Desató los otros con la misma rapidez y pasó los dedos por sus hombros, apartando la muselina y bajándosela por los brazos. La vergüenza la cubrió, caliente y palpitante, cuando el aire de la noche tocó sus pechos desnudos. Cerró los ojos, deseando morir allí mismo. Un segundo después volvió a abrirlos, aterrorizada de lo que él pudiera hacer mientras ella no le veía.

Aflojándole el cinturón de los pololos, se arrodilló ante ella, bajándole los pantalones y quitándole los zapatos mientras se deshacía de la ropa que aún la cubría. Se echó hacia atrás para verla y fue su turno para quedarse sin respiración. Lo que vio superaba con creces lo que recordaba. Por un momento no pudo apartar los ojos de ella, fascinado por la blancura brillante de su piel, sus delicadas curvas, escondidas durante tanto tiempo bajo ese petulante calicó y las múltiples capas de muselina. Sujetándola por la cintura la atrajo hacia sí, temblando al sentir la punta de sus pequeños pechos sobre la carne de sus costillas. A la débil luz del fuego, pudo ver las lágrimas que mojaban sus pálidas mejillas. Él inclinó la cabeza para recoger el líquido salado con la punta de la lengua.

—Ah, Ojos Azules, ka taikay, ka taikay, no llores. ¿Alguna vez mi mano te ha provocado dolor?

—No —susurró ella.

Determinado a concluir aquello que había empezado, Cazador cubrió su esbelto cuerpo con sus brazos y la llevó cogida hasta la cama. Poniéndola con delicadeza sobre las pieles, se tumbó junto a ella y la atrajo a su lado. Su miembro tembló con impaciencia bajo los pantalones. Esperaba que ella se resistiera, y quizá si lo hubiese hecho, él habría continuado, pues su único pensamiento era consumar el matrimonio, quitarle el miedo y aliviar el deseo que sentía en las entrañas. Pero en vez de luchar, ella le rodeó el cuello con los brazos y se abrazó a él, tan rígida y asustada que parecía iba a quebrarse, con los miembros de su cuerpo temblando de manera incontrolada.

Entre lágrimas le dijo:

—Cazador… ¿podrías hacer una cosa por mí? Algo muy pequeño, ¿por favor?

Él le puso la mano en el pecho y sintió el latido salvaje de su corazón.

—¿Qué cosa, Ojos Azules?

—¿Podrías terminar con esto rápidamente? ¿Por favor? No te lo volveré a pedir, te lo prometo. Solo por esta vez, ¿de acuerdo?

Cazador escondió una sonrisa entre su pelo y cerró los ojos, apretando los brazos alrededor de ella. La voz de su padre le susurró: «El miedo no es como el polvo sobre las hojas que puede ser lavado con una ligera lluvia». Esas palabras le vinieron a la cabeza al tiempo que una docena de recuerdos que creía olvidados. Por un instante todo volvió atrás en el tiempo y Cazador se vio agarrado de la mano de Sauce Junto al Río, corriendo por una pradera de margaritas rojas, el sonido de sus risas envolviéndolo todo, y en sus ojos un brillo de amor del que bebían uno del otro. Recordó tantas cosas en ese instante: el amor, sí, pero sobre todo la amistad que les unía, la sinceridad, la locura, la risa. Ah, sí, la risa… Él y su pequeña ojos azules se habían reído juntos tan pocas veces que Cazador tenía dificultad por recordar cuándo lo habían hecho. De repente supo que sin la risa, su amor no llegaría muy lejos. Sobre todo para ella.

En una voz que expresaba tanta frustración como tierna diversión, Cazador dijo:

—Me deseas tanto que quieres que lo haga rápido, ¿verdad?

Loretta se puso rígida e inclinó la cabeza para mirarle. Él le devolvió la mirada con una sonrisa perezosa, tratando de no pensar en los pezones que rozaban su piel, en el tormento que suponía sentir sus caderas sobre su cuerpo. Soltando una mano, limpió con cuidado las lágrimas que mojaban sus mejillas.

Riéndose entre dientes, suspiró y dijo:

—Ojos Azules, tenemos muchas noches para estar el uno con el otro. Para siempre, ¿sí? Hasta que muramos y nos pudramos.

—Hasta que la muerte nos separe —le corrigió.

—Ah, sí, hasta que la muerte nos separe. —Se encogió de hombros—. Mucho tiempo, ¿verdad? Si provoco tanto miedo en tu corazón que debemos hacerlo rápido, es más sabio esperar. Me basta con dormir a tu lado y poder poner una mano sobre ti.

Su expresión pasó de la desconfianza a la incredulidad.

—¿Y no hacer nada?

Cazador estaba de acuerdo con ella. Era la idea más boisa que había tenido nunca. Nunca antes había deseado tanto a una mujer.

—¿Te gustaría hacer algo? Dilo y lo haremos. —Con la esperanza de que se sintiera menos avergonzada por su desnudez, cubrió a los dos con una manta y aflojó el brazo con el que la tenía abrazada, dejándole algo de espacio para que se sintiera cómoda—. Cuéntame una historia, ¿de acuerdo? Sobre mi Loh-rhett-ah cuando era pequeña como Mirlo.

Ella lo miró fijamente, incapaz de creer que de verdad quisiera que le contase una historia. Él forzó un bostezo, y a juzgar por la expresión de la cara de Loretta, supo que no había resultado muy convincente.

—No tienes sueño —le acusó.

Ka, no —admitió—. Te he mentido, ¿sí? Para que te relajes. Mi corazón yace sobre la tierra cuando tienes miedo. Tenemos que estar contentos, ¿de acuerdo? Cuéntame una historia.

—Cazador, estoy desnuda —se quejó.

Él levantó una ceja.

—¿Necesitas estar vestida para contar una historia?

—No, supongo que… bueno, me ayudaría a pensar.

Él suspiró y se puso de lado, cogiéndola y haciendo que se recostase en la curva de su brazo. Al ponerle la cabeza sobre el hombro, hizo un valiente intento de ignorar el sentimiento intenso que su piel sedosa provocaba contra la suya y dijo:

—Este comanche lleva pantalones. Yo te contaré la historia.

Y con esto, Cazador empezó a hablar, sonriendo de vez en cuando al comprobar que no era el único que tenía problemas en concentrarse en la historia. Con un susurro ronco, le recitó la profecía. Cuando hubo terminado, Loretta se incorporó en el hueco de su brazo.

—¿Esa es tu canción?

Huh, sí.

—¡Pero si es preciosa!

Por primera vez, se dio cuenta de que a él también le gustaba.

—Desde que soy un niño he odiado estas palabras. —Enrolló un mechón de su cabello entre los dedos, sonriendo—. Y he odiado a la mujer de pelo de miel que un día robaría mi corazón. Deseaba matarte, ¿entiendes?

—Pero yo no soy la mujer de tu canción.

—Ah, sí. Tú eres la mujer.

—La canción dice que tu pueblo me llamará La Pequeña Sabia. ¡Y no es así! Nunca lo harán. Yo no soy muy sabia que digamos.

—Sucederá —le aseguró—. Debe ser así. Todo sucederá así.

Ella vio que sus ojos se ensombrecían.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué estás tan triste?

Se le hizo un nudo en la garganta.

—Mi canción dice que un día dejaré a mi gente. Yo soy un comanche. Sin ellos, no soy nada, Ojos Azules.

Loretta miró hacia el fuego, con la mirada perdida en el juego de sombras y luces que formaban las llamas.

—Solo es una leyenda, Cazador. Una estúpida leyenda. ¿Odio que se lleva el viento? ¡Altos lugares y grandes cañones de sangre! ¿Nuevos mañanas y nuevas naciones? —Volvió la cara hacia él—. Mírame a los ojos. ¿Ves un nuevo día con nuevos comienzos?

Él buscó su mirada, y después, con una voz ronca que le atravesó el corazón, susurró:

—Sí. —La palabra quedó suspendida entre ellos hasta que el eco de ella se quedó grabado en su mente para siempre.

Fue entonces cuando Loretta lo supo. Se había enamorado de ella. Levantó los ojos y vio su rostro oscuro, tan cercano al suyo que respiraban el mismo aire, y su corazón se rompió un poco, por él, y por ella misma. Ella nunca podría corresponderle. Un barranco de odio y amargura los separaba. En esto, al menos, la profecía no se engañaba.

—Ah, Cazador, no me mires de ese modo.

Con un movimiento imperceptible, levantó el codo por encima de ella, mostrando la amplitud de su pecho de bronce, eclipsando con sus hombros la luz, de modo que solo el rostro de ella se iluminase.

—Me has robado el corazón.

—No —susurró ella incómoda—. ¡No digas eso, ni siquiera lo pienses! ¿No lo entiendes? Nunca podré corresponderte, Cazador. —Se le aceleró el pulso—. Me aterroriza…

Él le tapó la boca con un dedo, y sus ojos se llenaron de ternura.

—¿… Acostarte conmigo? No estoy ciego, Ojos Azules. Tu corazón yace sobre la tierra por tus recuerdos. Pasarán. Vendrás a mí. Querrás que te toque. Será así. Los dioses lo han dicho.

Ella apartó la cara.

—Me acostaré contigo porque te lo he prometido y porque hice un voto ante Dios y ante un cura. Pero nunca porque quiera hacerlo, nunca. —Estaba a punto de llorar—. Ah, Dios, ¿qué estoy haciendo aquí? No quiero hacerte daño, Cazador, de verdad que no.

Él se tumbó junto a ella y la atrajo sobre el hueco de su brazo, recostándole la cabeza sobre su hombro.

Ka taikay. Calla, Ojos Azules. No llores. Todo irá bien.

—¿Cómo puede ir bien? Estoy atrapada aquí. Nunca podré irme. He hecho promesas que no estoy segura de poder cumplir. Tengo miedo, Cazador, de ti y de tu gente, incluso de mí misma. ¿Cómo puede ir bien?

—Irá bien. Mi gente te aceptará. Ahora eres una de ellos, la mujer de un guerrero. En su momento, querrás estar junto a mí. Tu miedo desaparecerá, ya verás. Hasta entonces, este comanche esperará, ¿de acuerdo?

—¿Esperar? —susurró—. ¿Quieres decir que no… —se calló y levantó los ojos hacia él—… me obligarás?

A Cazador se le hizo un nudo en la garganta.

—No te lo prometo. Espero ahora, ¿no es así? Veremos adónde nos llevan nuestros mocasines.

Para tranquilizarla, empezó a contarle historias sobre su niñez, sobre su primer arco, sin mencionar la parte en la que había disparado a su padre, sobre su primera pelea, sobre su primera cacería. Había llegado a la historia de su sueño cuando notó que su cuerpo se relajaba y su respiración se hacía más acompasada. Guardó silencio. Él miró al techo oscuro, lleno de una ansiedad que no podía ser saciada. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiese seguir a sus ojos azules en los brazos del sueño. Mucho tiempo.

Cuando Loretta se despertó a la mañana siguiente, Cazador y su ropa habían desaparecido. En su lugar vio una falda y una blusa de ante y un hermoso par de mocasines. Loretta desdobló la camisa con manos temblorosas, reconociendo el trabajo de Doncella en los bordados. «Ein mah-heepicut», había susurrado Doncella. Ahora Loretta sabía que esas palabras significaban «es para ti». Se le llenaron los ojos de lágrimas.

Cuando estaba levantando la falda, Cazador entró en la tienda, y ella se metió corriendo debajo de las mantas. Con una sonrisa llena de picardía, dijo:

—Doncella te ha mandado esa ropa. La próxima vez, no estarás envuelta en toda esa wannup, ¿eh? Nos llevará mucho menos tiempo no hacer nada.

Se giró y salió de la tienda antes de que Loretta entendiese la broma. Le llevó incluso más tiempo sonreír. Había una promesa bajo esas palabras. «La próxima vez, les llevaría menos tiempo no hacer nada.» Con el corazón algo más aliviado, Loretta saltó de la cama y se puso la hermosa ropa que Doncella había hecho para ella. Era de su talla.

Pasó la mano por la suave piel que cubría su pecho y se sonrojó. Era casi como estar desnuda. El faldón de la blusa apenas le llegaba a la cintura, y caía con una curva recta desde la línea del pecho, amplio y suelto. Sabiendo de la inclinación de Cazador por meter la mano por debajo de su ropa, no pudo imaginarse llevando algo así con él rondándola. Y la falda no era mucho mejor, cubriéndole solo hasta las rodillas, con flecos en la parte baja. Sin ropa interior, ¡sin una puntada! Era escandaloso.

Se le hizo un nudo en la garganta al mirar el favorecedor corte de la falda, el hermoso bordado de los mocasines. ¡Doncella había trabajado tanto! Loretta sabía que heriría profundamente sus sentimientos si no se ponía esta ropa. Y era incapaz de desilusionarla de esa manera.

Pensó en su madre, en cómo se hubiese sentido si su hija vistiese como una comanche. La imagen le hizo comprender que le gustase o no, no se trataba solo de que fuera una comanche, casada con el infame Cazador, sino de que tuviese que hacer lo que él quisiera, cuando quisiera y hasta que muriera y se pudriera.