Capítulo 3

Loretta cerró los labios. Un segundo después, la barba de Tom tocaba su piel, basta como un cepillo de alambre, y desde el centro boscoso y caliente, surgieron unos labios húmedos que se pegaron a los suyos como un dardo en la diana. Sus brazos se hicieron más fuertes y la atrajeron contra él. Fue entonces cuando él buscó su lengua y le lamió los dientes. ¿Así era como la gente se besaba? Él sabía a tabaco, y se le revolvió el estómago. Por la manera tensa en que la sostenía, supo que estaba buscando una respuesta. No quería herir sus sentimientos pero no podía pretender que le gustara nada de lo que estaba haciendo. La poca cena que había podido tragar esa noche estaba a punto de volver a su garganta.

En el momento en el que más miedo tenía de vomitar y humillarles a los dos, Tom le dio una palmadita en la espalda y la soltó, sonriendo como si se sintiese orgulloso de sí mismo. Sus ojos brillaban de cariño.

—Te lo agradezco, Loretta. Ha estado muy bien, e incluso si nunca llegas a casarte conmigo, tendré esto para recordar. —Le dio un pequeño empujón hacia la puerta—. Será mejor que entres en casa ahora.

Por muy vomitivo que hubiese encontrado su beso, Loretta dudó. A veces, su silencio la rodeaba como un muro.

—Tendré cuidado, y no tienes por qué agradecérmelo —le sonrió—. No te quedes ahí como una tonta. Crees que no puedes hablar, chiquilla. Pero esos ojos tuyos nunca se callan. Ahora, venga, vete. No puedo irme si sigues ahí fuera.

Con un movimiento de faldas, se volvió hacia él y se colgó de su cuello con los brazos, sorprendiéndose tanto ella como él. Antes de que le flaquearan las fuerzas, le dio un beso en la mejilla. Después, corrió hacia la casa, con el corazón como un tambor. A través de las rendijas de la puerta, pudo oír la risa de Tom. Con el reverso de la mano se limpió los labios para deshacerse del olor a tabaco que le había dejado en ellos. Solo entonces pudo sonreír.

Después de lavar los platos, Loretta subió las escalinatas que conducían al altillo donde Amy y ella compartían cama. La luz mortecina del fuego del salón se filtraba por las rendijas del suelo de madera, dibujando formas de colores sobre las vigas. En la penumbra pudo oír la respiración suave y acompasada de Amy. Dormía hecha un ovillo, con el edredón gris echado a los pies de su cálido cuerpo y las faldas del camisón levantadas casi hasta la cintura, mostrando sus delgadas piernas. Loretta fue a los pies de la litera y desató la cortina de piel que cubría la ventana para que entrase un poco de aire. La niña suspiró en sueños y murmuró algo.

Un sentimiento de frescor recorrió los muslos de Loretta al desnudarse. Le hizo tan bien que levantó los brazos y giró sobre sí misma, dejando que el aire de la noche la cubriera antes de poner el vestido en la percha y sacudirlo para que se le quitaran las arrugas. Este tipo de vestidos de tela sencilla se arrugaba más que ningún otro. Recordó entonces tiempos mejores, sobre todo en Virginia, o aquí en Texas, cuando sus padres aún vivían. Loretta suspiró y se acercó a la mesilla de noche. Echó agua de la jarra en la palangana, añadió un poco de lavanda y después cogió la jofaina y la toallita de lavar y las llevó al alféizar de la ventana.

Con la cabeza hacia atrás, empezó su ritual nocturno de restregarse la toalla húmeda impregnada en agua de lavanda por el cuello y el pecho. En verano, el intervalo semanal entre baño y baño parecía una eternidad. Cerró los ojos y disfrutó de la sensación que producía la friega en su cuerpo. Maldita tierra, hacía tanto calor. Una mujer podía cocerse en esta tierra, con todas esas ropas.

Había terminado de lavarse y se dedicaba a enjuagar los calzones en el agua restante, cuando oyó el aullido de un coyote. Sacó la cabeza por la ventana para ver la luna llena. Una pequeña nube cruzaba la cara lechosa de la luna, dibujando sombras fantasmagóricas en el suelo. Una luna comanche. Tío Henry decía que se llamaba así porque los indios solían hacer sus correrías en noches de luna llena. Buena luz para matar, se creía.

Comanches. Se retiró un poco de la ventana y se cubrió el pecho con los calzones mojados. ¿No era una insensatez revolotear por ahí desnuda?

—¡Loretta Jane Simpson! —gritó Henry—. ¡Maldita sea, muchacha, está cayendo agua del techo como si estuvieses cribando el río!

«¡Maldición!» Sobresaltada, Loretta volcó la palangana que salió rodando y dando brincos por el suelo del altillo. Se detuvo justo en el borde.

—¿Qué demonios? —se oyeron unos pasos—. Como no os calléis ahí arriba tendré que subir a daros unos azotes.

Loretta tragó saliva. El extremo del tejado estaba muy inclinado. ¿Cómo podría coger la palangana sin decírselo a Henry? Se pondría furioso si se enteraba. Sabía que sería así. Amy gimió y murmuró en sueños. Mañana encontraría la forma de recuperarla.

Después de ponerse el camisón, colgó la ropa interior en el alféizar para que se secara y se sentó en el borde de la litera a cepillar y peinarse el pelo. En la mesilla de noche había un portarretrato de Rebecca Adams Simpson, su madre. Con la débil luz, sus facciones apenas se veían, pero Loretta conocía cada curva de ese rostro de memoria. Con tristeza, trazó el borde del marco con la punta del dedo. Si su padre le hubiese gritado por el agua que caía del techo, Rebecca le hubiese dicho: «Vamos, Charles, no seas tan cascarrabias». Aunque Charles Simpson no le hubiese gritado. Era un hombre pequeño de costumbres sosegadas.

Loretta abrió el cajón de la mesita de noche. Dentro, cuidadosamente colocada sobre la ropa de cama, estaba la peineta de diamantes de su madre y la hoja de afeitar de su padre. Dos recuerdos y un retrato, era todo lo que le quedaba de ellos. Apretó la boca. La peineta formaba pareja con otra, y era el tesoro más preciado de su madre. Ahora, solo le quedaba una, ya que la otra se la había llevado el mismo comanche que cortó la cabellera a su madre. Las lágrimas se agolparon una vez más en los ojos de Loretta. ¿Qué había cambiado en ella, tras la visita de Cazador, para llorar de ese modo? Se había pasado siete años sin derramar una sola lágrima y ahora parecía no poder dejar de llorar ni un momento. No tenía sentido. El momento del duelo había pasado hacía tiempo, y Loretta no era una gran amante de los llantos.

Cerró el cajón con un sonido y se limpió las mejillas con el reverso de la mano. Al acercarse a Amy, cogió el rosario que tenía debajo de la almohada. Besó la cruz y susurró unas plegarias en su mente, reconfortada al saber que Dios podía oírla.

Pareció pasar mucho tiempo hasta que el dolor del pecho remitió y pudo por fin conciliar un sueño bastante perturbador. Poco después despertó de repente, sin saber muy bien por qué pero feliz de haber puesto fin a su pesadilla. Se quedó tumbada en la cama, rígida, con el camisón empapado y la garganta dolorida por haber gritado sin voz. Recordó al indio de la pesadilla. Con dedos temblorosos, agarró el rosario y miró a la ventana. ¿Había visto una sombra allí o era parte de su sueño?

El viento nocturno silbaba haciendo crujir la madera del tejado. Aguzó el oído. ¿Había sido eso un paso? ¿Un roce de pieles? Apartó el rosario y se acercó gateando a la ventana. La luz plateada se filtraba por los agitados árboles que había junto al río, y sintió una brisa fría.

¡Ay, señor, sus calzones habían desaparecido!

Se agarró al alféizar y sacó un poco la cabeza por la ventana. Lo que vio no le sorprendió. Cazador estaba ahí fuera, en su caballo, orgulloso y desafiante. El viento le levantaba el pelo y lo hacía azotar contra su rostro cincelado. Levantó un poderoso brazo hacia ella en señal de saludo. En su puño alzaba los calzones mojados. En lo que parecieron unos segundos interminables, se miraron el uno al otro. Después él azuzó a su caballo, con la mano aún en alto y su ropa interior ondeando como una bandera de gloria detrás de él. Loretta lo observó hasta mucho después de que él se hubiera perdido en la distancia.

«Estoy soñando. No ha estado realmente aquí. Solo ha sido un sueño.» Se había casi convencido a sí misma cuando su mirada recayó en el borde del tejado. ¿Dónde estaba la palangana? ¿Había ese maldito pagano robado eso también? Entonces la vio colocada debajo de la ventana. Supo entonces que el comanche había estado allí y la había mirado mientras soñaba con él. No podía tocar la palangana. Él la había tocado. ¡Ay, señor! Y ahora tenía sus calzones. ¿Había estado espiándola mientras se lavaba? La idea le hizo sentir indecentemente desnuda.

Empezó a temblar. Se echó hacia atrás en la cama y se abrazó a sí misma. Temblaba tan violentamente que temió despertar a Amy. Su pesadilla volvía para perseguirla. Miró fijamente la ventana y se preguntó si no sería mejor echar la cortina de piel y las contraventanas. Imaginó su gran cuchillo y rechazó la idea. Si quería entrar, no habría madera suficiente para detenerle.

Su pensamiento voló hasta Tom Weaver. Tenía que volver a tiempo. Era su única esperanza.

Loretta se despertó a la mañana siguiente con el rostro de Amy sobre el suyo. Los ojos azules de la muchacha se abrían llenos de preguntas, la boca también más grande de lo normal. Estaba apenas amaneciendo, ese momento inquietante y silencioso en el que el sol se esfuerza por clavarse en el horizonte. Unos rayos de luz azul grisáceo penetraban por la ventana del altillo, pero más allá de su anémica luz, todo lo demás permanecía a oscuras. Loretta se acurrucó aún más dentro del edredón.

—Me has despertado —le acusó Amy con un susurro convencido—. Has hablado en sueños y me has despertado.

Loretta contuvo un bostezo y parpadeó.

—¡Has hablado! ¡Que me lleven los demonios si no has hablado!

«¿Que me lleven los demonios?» Si tía Rachel supiera el lenguaje que Amy utilizaba, probablemente le lavaría la boca con jabón. Despertándose por completo, Loretta rodó hacia su lado de la cama. Amy saltó sobre sus rodillas, poniéndole la cara tan cerca que los ojos de Loretta mostraron cierto enfado.

—Hazlo otra vez —insistió—. Di algo. Sé que te oí ayer haciendo un ruido. ¡Rayos, a madre le va a dar un ataque! Habla, Loretta. Di mi nombre.

Desconcertada, Loretta decidió que no era la única que había estado soñando.

—Vamos, Loretta, ni siquiera lo estás intentando. Di mi nombre. —Un brillo de determinación crepitaba en los ojos de Amy—. Di algo, o iré a buscar el alfiler de madre y te daré con él en el culo.

Siguió un tenso silencio. Después, con un susurro ronco y lleno de terror, Amy exclamó:

—¡Por las barbas de Cristo! ¡Los indios están en el jardín!

Loretta se incorporó como una catapulta y cayó a cuatro patas en mitad de la cama. A hurtadillas desde el alféizar de la ventana, miró hacia el jardín, para ver eso… el jardín. Ni un indio a la vista. Amy se echó hacia atrás, con los ojos como platos. Loretta la traspasó con la mirada.

—Bueno, podría haber funcionado.

El alivio la hizo sentirse mareada. Se dejó caer sobre la cama y se abrazó a la almohada. Era como si se le hubiese subido el corazón a la garganta. Cazador. Cuando Amy había dicho que los indios estaban ahí fuera, Loretta le había visto en su mente con la postura del día anterior, altivo en su caballo, cientos de guerreros respaldándole, amplios pectorales y brazos musculosos tensados a la luz del sol. Nunca había visto unos ojos tan fieros y abrasadores.

—Esto… Loretta, lo siento. No fue mi intención hacerte pasar un mal rato, de verdad. Solo quería divertirme un poco.

Loretta apretó los dientes y hundió más la cara en la almohada. Quería estrangular a Amy por su estupidez.

—Loretta, por favor, no te enfades. Nunca pensé que me creerías. ¿Dónde está tu sentido del humor? ¿No pensarás de verdad que los indios van a volver? ¿Qué iba a querer un indio de una renacuaja delgaducha como tú? A ellos les gustan las chicas gordas que se embadurnan de grasa de oso por todo el cuerpo. Tú eres seguramente muy fea para ellos, la mujer más pálida que hayan visto jamás. Una baratija. Apestosa, también, con ese olor a lavanda que te pones. Y sin un solo insecto en el pelo.

Loretta siguió con la cabeza hundida en la almohada, determinada a no reír.

—¿Y dice que le gustas? No existe algo así como un comanche educado. ¡No te compraría! Se limitaría a robarte. Vino a mirarte, eso es todo. Quizá pensó que le gustabas y cambió de idea una vez aquí.

Girando la cabeza, Loretta entreabrió un ojo, reprimiendo una sonrisa.

—Piensa en ello, das un poco de pena —bromeó Amy—. Por eso es probablemente por lo que salió corriendo. Te vio y se llevó tal impresión, que aún no habrá dejado de correr.

Poniéndose de rodillas, Loretta cogió la almohada y se la tiró a Amy en la cabeza. Amy, que sabía que Henry vendría a fastidiarles la diversión si le despertaban, ahogó una risita chillona en su propio almohadón y se preparó para la lucha. Durante varios minutos se enzarzaron en una pelea de almohadas formidable. Después, el cansancio les pasó factura y cayeron desplomadas en la cama, con el camisón mojado de sudor y las mejillas coloradas de la risa.

Cuando Amy recuperó el aliento, susurró:

—Tal vez soñé que estabas hablando, ¿no?

Con la mejilla apoyada sobre el edredón, Loretta sonrió y asintió. Amy parecía un ángel, con la luz del sol mañanero reflejándose en su pelo, los ojos grandes e inocentes. Sin duda una ilusión.

Amy jugueteaba con la esquina de la almohada, mientras arrugaba su nariz pecosa.

—¿Has oído alguna vez hablar de la liberación bendita? —preguntó suavemente.

Ahora fue Loretta la que tuvo que arrugar la nariz. ¿Sacar ese tema de repente? ¿Quién le había hablado a Amy de algo así?

—La semana pasada, después de ver a los indios en el río, madre estaba hablando con la vieja señora Bartlett, y decían que una mujer decente haría mejor en buscar la liberación bendita que en ser cogida por los comanches. ¿Qué significa eso? Es algo malo, ¿verdad?

Por un momento, Loretta pensó en mentir. Después, hizo un esfuerzo para asentir con la cabeza. Esta era una tierra dura y cruel, y por muy joven que fuera, Amy debía saber ciertas cosas.

—Si los comanches vuelven y te roban, ¿es eso lo que harás, buscarás la liberación bendita? —El terror se apoderó de los ojos azules de Amy—. Significa que te matarás, ¿verdad?

El cuello de Loretta se quebró un poco esta vez al asentir.

Por una vez, se sintió contenta de no poder hablar. Amy le pediría respuestas si pudiera dárselas, y Loretta no estaba segura de que las palabras pudieran describir los horrores que había visto.

—Sé que hicieron cosas horribles a tu madre. Mi madre nunca me lo ha dicho, pero puso una cara extraña cuando le pregunté. Tú lo viste, ¿verdad? —Era más una afirmación que una pregunta—. Por eso tienes pesadillas. No sobre la muerte de tu madre, sino de lo que le hicieron antes de que muriera. —Amy pareció considerar esto por un momento—. Me pregunto por qué hicieron esas cosas tan malas. ¿Acaso les gustaría que nosotros les hiciéramos lo mismo?

Loretta cerró los ojos, horrorizada con la idea. Los hombres blancos nunca tomarían represalias de esa manera contra los indios. Y ahí estaba precisamente la diferencia entre los seres humanos y los animales. La imagen del rostro oscuro de Cazador pasó por su mente, sus ojos color índigo brillando. Por un momento, el miedo que sintió fue tan intenso que no pudo respirar. Ay, Dios, ¿qué era lo que quería de ella?

El sol empezaba a ponerse esa misma tarde cuando Henry entró pisando fuerte en la granja anunciando que Loretta se ocuparía del caballo y de las mulas esa noche. Loretta dio un golpe con la tapa de la cazuela de alubias que estaba cocinando y se dio media vuelta. No tenía miedo al trabajo, pero tendría que volver a oscuras si empezaba a trabajar tan tarde. Esa mañana había escrito una nota en la pizarra de Amy sobre la visita nocturna de Cazador. ¿Se había olvidado Henry?

—No puedes mandarla ahí fuera sola —gritó Rachel—. Esos indios podrían estar cerca.

Loretta se agarró la falda con los puños cerrados y tiró fuerte de la tela en dirección a la parte trasera de sus piernas.

—Si hubiese indios ahí fuera —silbó Henry—, ya se habrían hecho notar. Tom os ha hecho preocuparos por nada, chicas. Loretta tuvo una pesadilla anoche, eso es todo. He registrado el jardín por la parte que mira a su ventana y no he visto ninguna huella de caballo allí. Estoy derrengado. No sabéis lo que es trabajar estos campos quemados bajo un calor semejante.

Rachel echó un vistazo por la ventana, incómoda.

—¿No podríamos dejar por hoy los animales en el pasto?

—¿Y que nos los roben? —protestó Henry con disgusto—. Eso sería una insensatez, sobre todo ahora que Ida está por fin preñada. ¿Y qué haría sin las mulas? ¿Creéis que puedo arar esas tierras yo solo? A esta chica no le hará ningún mal coger un poco de agua y airear el heno. Esa yegua puede ponerse de parto en cualquier momento y quiero que tenga un establo limpio cuando lo haga.

—Yo iré a ayudarla. —Amy, que estaba haciendo sus deberes de escritura, levantó los ojos de la pizarra con una sonrisa impaciente—. Soy casi tan buena como Loretta con la horquilla. Y si vemos algo, puedo gritar y ella no.

—Alguien que le ayudase pidiendo auxilio estaría bien —dijo Rachel—, pero esos indios caerían sobre vosotras como osos sobre la miel.

—Acabo de decir que no hay indios ahí fuera —gruñó Henry—. ¿Es que no escuchas, mujer? Por las barbas del Altísimo, ¡llevo ahí fuera todo el día! Si hubiese habido algún comanche en un kilómetro a la redonda, sería hombre muerto. Yo también me preocupo por Loretta, ¿sabes? No la mandaría ahí fuera si pensase que corre peligro.

No queriendo ser la causa de una disputa conyugal, Loretta se dirigió a la puerta. Su tía Rachel se llevaría la peor parte si Henry se enfadaba. No había nada que temer. El establo no estaba tan lejos de la casa. Además, si Cazador hubiese querido matarla, había tenido la oportunidad de hacerlo la noche anterior mientras dormía. No, él le había reservado otros planes. Probablemente, algo mucho peor que la muerte, aunque no pudiese saber muy bien aún de lo que se trataba.

—Loretta, espera —la llamó Rachel—. Cogeré el rifle e iré contigo.

—¡Ay, diantres! —exclamó Henry—. Condenada mujer, terminarás por llevarme a la tumba. —Cogiendo el sombrero de la percha, lo sacudió en la pernera del pantalón y se lo puso en la cabeza, siguiendo a Loretta que ya salía por la puerta—. Me gustaría tener la cena antes de medianoche, si no te importa. Iré yo con ella. Por lo menos, todo se hará más rápido con su ayuda.

—Ah, gracias, Henry.

Henry gruñó y se dio la vuelta para cerrar la puerta.

—Asegúrate de tener la cena lista cuando vuelva. Si no es así, lo pagarás caro.

Consciente de lo rápido que se escondía el sol, Loretta cruzó el porche y descendió las escaleras. Mientras cruzaba el jardín, buscó el rastro de las huellas que los indios habían dejado el día anterior. Nada. El viento las había enterrado todas. Lo que explicaba por qué Henry no había podido encontrar evidencias de la visita nocturna de Cazador. Su tío podía ser muchas cosas, pero desde luego no era inteligente. «Una pesadilla, ¡por el amor de Dios!» ¿Desde cuándo había sido ella una persona con tendencia a alarmar por nada? Le irritaba que Henry la tuviese por alguien tan estúpida.

Como solo había dos cubos en los que cargar el agua, la oferta de Henry a acompañarla le pareció sospechosa. Él era el hombre más vago que conocía para trabajar y un verdadero cobarde como para ofrecerle protección. Le miró por el rabillo del ojo. Parecía inofensivo, pero aún le parecía más peligroso cuando actuaba con amabilidad. Se fue detrás del gallinero a coger los cubos y volvió después para llenarlos con el agua del pozo.

Para su sorpresa, Henry se ofreció a llevar uno. Su leve cojera hacía que el agua se derramase mientras caminaba con ella por los surcos de carromato que llevaban al establo. Loretta mantuvo levantada la cabeza y lo miró para ver cómo abría la puerta del corral. Ida, la yegua preñada, gimió y pegó la nariz a la baranda de la verja. Como Henry había estado dándole grano cada noche, estaba mucho más ansiosa de lo habitual ahora que había sido apartada del pasto. Las mulas, Bessy y Frank, no parecían compartir su entusiasmo y continuaron pastando.

Después de vaciar los cubos en el abrevadero, Henry dijo:

—Iré yo solo a por el segundo viaje de agua. Tú quédate aquí y empieza a sacudir el heno.

Loretta soltó el cubo y levantó los ojos hacia él mientras caminaba hacia la puerta y rodeaba el establo. Parecía que le había juzgado mal. Se estremeció y se frotó las manos.

Una de las mulas resopló, y el sonido le cogió tan por sorpresa que dio un brinco. Bessy tenía las dos orejas caídas y miraba fijamente a un matorral que había en el lado izquierdo de la valla. Loretta cogió la horquilla que estaba apoyada sobre el carro de heno. Escudriñó la ribera del río. Para evitar tener que transportar el agua de las bestias, Henry había colocado la valla en un ángulo, la parte de atrás más cerca del río que la del frente, y el terreno de pastos bordeando el río. Esto hacía que el establo estuviese a menos de un tiro de piedra de la espesa arboleda. Con la poca luz de la noche, no podría ver si alguien se acercaba hasta que no estuviese encima de ella. Con la ayuda de la horquilla, saltó sobre el carro para ver mejor.

No había nada fuera de lo normal entre las sombras. Con un suspiro, cogió algo de heno y lo tiró haciendo un gran arco sobre su hombro. Para conseguir que el heno cayese dentro del carromato había necesitado muchas horas de práctica. Las mulas se relajaron y bajaron la cabeza para comer de nuevo. Un momento después Ida se unió a ellas. El sonido de sus mandíbulas mascando era suave pero continuo, e hizo que a Loretta se le erizara el vello de la nuca. Se detuvo un momento para echar un vistazo a los árboles. Tenía la sensación de que alguien la observaba. Al no poder detectar ningún movimiento, decidió que mejor sería dejar de elucubrar y volver al trabajo.

Henry tardó tanto en coger el agua que Loretta había casi terminado de airear el heno cuando volvió. Vació los cubos en el abrevadero, los puso en el suelo y después caminó hacia el carromato y sonrió a Loretta. Quitándose el sombrero, lo tiró sobre el portón y preguntó:

—¿Te echo una mano?

Loretta se sintió incómoda. Al subir junto a ella, vio que le brillaba un diente en su amplia sonrisa. Miró extrañada la cara cubierta de sombras de su tío mientras le cogía la horquilla. Para su sorpresa, la tiró a un lado del carromato.

—Desde luego que necesitas ayuda, preciosa, desde luego que sí.

El tono de su voz le hizo estremecerse. Era el mismo tono empalagoso que utilizaba cuando intentaba atrapar un pollo para la cena. Loretta le había visto hacerlo cientos de veces, andando de puntillas por el corral y moviendo sus dedos como si estuviese sembrando el campo. Cuando un pollo desprevenido corría a sus pies para coger lo que creía que había caído en el suelo, él lo cogía por la cabeza y le partía el cuello. Loretta reculó hacia atrás. Fuera lo que fuese lo que tenía en mente, estaba segura de que era algo desagradable.

Henry la miró de arriba abajo lentamente, y después se detuvo en la cara.

—Estás madura para la cosecha, eso está claro —dijo con esa misma voz de asesino de gallinas—. Lo estás desde hace una buena temporada. Ayer cuando esos indios vinieron, no podía dejar de pensar que debía de haberte tenido mientras pude. Que Tom te llamara anoche su prometida lo confirmó. ¡Que me aspen! No me he partido el espinazo criándote para que luego venga otro a coger el fruto. La única razón por la que dejé que te rondase fue para que vieras lo bien que estás aquí.

Incluso en la oscuridad de la noche, Loretta pudo ver el brillo malvado de sus ojos. Miró horrorizada en dirección a la casa. El establo se interponía. Aunque tía Rachel mirase por la ventana, no podría verlos. Henry aprovechó ese momento de distracción para estirar el brazo y rodearla por la cintura.

Ella se retorció para deshacerse de él, pero él le susurraba algo en una especie de canturreo.

—Nadie vendrá en tu ayuda. Le dije a Rachel que habíamos encontrado un trozo de valla caída y que nos llevaría una hora o así arreglarla.

Loretta se sintió como si alguien le hubiese puesto una almohada sobre la tráquea. Él emitió una risa ronca y apretó la mano que le quedaba libre sobre su caja torácica, justo debajo del pecho, la palma y los dedos avanzando hacia arriba en busca de una adquisición más suave.

—Me alegro tanto de que no puedas hablar… Así no empezarás a gritar llamando la atención de Rachel. Me dará tiempo a disfrutarte como te mereces. Ah, sí, Loretta, siempre que quiera y por el tiempo que quiera.

Volviéndose a reír, acercó sus caderas hacia ella, haciéndole sentir una extraña dureza contra el cuerpo. Las imágenes de los indios violando a su madre cruzaron por su cabeza, y supo exactamente lo que significaba esa dureza.