Capítulo 5
Loretta dejó caer los hombros. Se sentía derrotada. Las manos le temblaron al poner el rifle en el suelo.
Una sonrisa desagradable se dibujó en la boca de Cazador.
—Entonces, ¿es un trato? ¿Eres mi mujer?
Por una vez, se alegró de no poder hablar.
—Puedes hacer lengua de signo, herbi. —Sus ojos se encontraron con los de ella, brillantes, observadores.
Amy gritó.
—No, Loretta, ¡no lo hagas!
Con la ceja levantada, el comanche esperó. La tensión era cada vez mayor, recordando a Loretta la calma que precede a la tormenta, ese silencio extraño, pesado y espeso. Se mordió la pared interior de la boca e hizo un esfuerzo por asentir con la cabeza. Los ojos del indio centellearon de satisfacción.
Dando un golpe con el codo a su montura, recorrió la distancia que había entre ellos y se inclinó para cogerla por la cintura con mano de acero. La levantó sin ningún esfuerzo hasta el caballo, y la sentó de lado por delante de él. De esta forma su hombro rozaba el pecho de él y su trasero se movía entre él y la cruz del caballo. Nunca antes había sentido un temor tan incontrolable. Iba a llevársela. La realidad tomó forma ahora que él la tenía en el caballo.
—Tani-har-ro —dijo suavemente.
Ella volvió la cabeza y descubrió que él estaba oliéndole el pelo, con una expresión burlona. Loretta se puso rígida cuando sus ojos se encontraron. De cerca, su rostro parecía aún más duro que la noche anterior, sus facciones cinceladas, los labios estrechos en una línea intransigente, su piel bronceada por el sol. Ella pudo estudiar hasta el más mínimo detalle de su pintura, la gruesa extensión de sus pestañas, la cicatriz de cuchillo que le atravesaba la mejilla. Sus ojos eran sin duda del azul más oscuro que ella hubiese visto jamás y parecían cortarle en dos cuando la miraban. Si había acariciado la idea de pedir clemencia, la descartó por completo en ese momento. Recordó lo que le había dicho el primer día. «Mírame y conoce la cara de tu señor.» Supuso que, según sus estándares, él tenía derecho a olerle el pelo ya que había pagado justamente por cada uno de sus mechones.
El rubor le recorrió el cuello. Cubierta solo por un camisón, se hubiese sentido avergonzada ante cualquier hombre. Con Cazador, la humillación era diez veces mayor. Él la miró sin ningún signo de culpabilidad, sin dudarlo un momento, centrando su atención en todo aquello que le parecía interesante. Cuando trazó la línea de su clavícula con un dedo y le dio un apretón en el brazo, se sintió como un ternero en la subasta.
—Estás demasiado delgada. Tu padre debería alimentarte mejor. —Cogiéndole la barbilla, le echó la cabeza hacia atrás y la obligó a abrir la boca para revisar sus dientes—. Ejem —gruñó, volviendo a poner la mano en su cintura—. Este comanche ha pagado demasiados caballos. Sin tu pitsikwina para cubrirte, eres toda huesos.
Loretta lo miró un segundo, y vio que solo estaba riéndose de ella. Él deslizó una mano por su costado, los dedos firmes y cálidos mientras tocaban la curva de sus costillas. Ella se puso tensa al notar que la mano le llegaba hasta la parte inferior del pecho, pero no se resistió a la caricia.
—Quizá no todo sean huesos. ¿Qué tienes aquí, herbi? ¿Estás tratando de esconder los dulces lugares que tu madre me prometió? —La observó por un momento, como si tratase de predecir cuál iba a ser su reacción ante tanta vergonzosa familiaridad. Entonces torció la boca en una sonrisa burlona—. No escupes cuando el destino de tu hermana está en mis manos. Creo que debería quedármela. Es un guerrero valiente, ¿no?
El corazón de Loretta se encogió. «¡Estúpida!» Sus ojos volaron hasta Amy. Debería de haber disparado a su prima cuando tuvo la oportunidad.
—Ah, pero he dicho que volvería con su madre, ¿no? Y tú has dicho que eres mi mujer. —Poniéndole la mano en el pecho, se inclinó y acercó tanto su boca a la de ella que un temblor frío le recorrió la espalda—. Te late el corazón, mujer. ¿Es una mentira lo que dices? ¿Lucharás contra este comanche cuando tu hermana esté a salvo?
Ella sabía que la estaba probando, invitándola a ofrecer resistencia, disfrutando del poder que tenía sobre ella. Saber esto le dio la fuerza necesaria para estarse quieta. Sacudió la cabeza como contestación, rezando para que los comanches utilizasen el mismo gesto para decir no.
—¿Es una promesa que haces?
Recorrió con el dedo pulgar su vestido, jugando con el pezón. El efecto de sentir ese remolino que pasaba de su pecho al centro de su estómago la dejó casi sin aire. Trató de mantener la cara neutral y asintió.
—Este comanche cree que mientes.
Con un movimiento de cabeza, Loretta lo miró con cara suplicante.
Pasaron unos segundos interminables en los que pasó la punta de sus dedos por el mismo camino que había seguido su pulgar, cada una de sus caricias más humillante que la anterior. Ella apretó los dientes. Entonces su cara se hizo borrosa, y se dio cuenta de que estaba mirándole con lágrimas en los ojos.
De repente, él se empezó a reír y le puso la mano en las costillas.
—No mientes tan bien, Pelo Amarillo. Tus ojos hablan mucho contra ti. Pero está bien. Hemos tenido este momento juntos, ¿no? Y no me has escupido.
Riéndose, movió la cabeza y le rodeó la cintura con tanta fuerza que sintió que no podía respirar, mucho menos resistirse. Después, él hizo girar su caballo, mientras gritaba en un idioma irreconocible. El joven que sostenía a Amy se salió de la fila y galopó hacia la casa. Haciendo derrapar el caballo y levantando una gran polvareda, la puso en el suelo no con el suficiente cuidado y se fue como había venido. Amy trató de guardar el equilibrio moviendo los brazos.
—Loretta, no… Loretta, por favor…
Para alivio de Loretta, Rachel salió corriendo de la casa, agarró a Amy y la hizo subir a rastras los escalones. Después de meter a la niña en casa, reapareció con un rifle en las manos. Colocando la culata sobre el hombro, apuntó con determinación. A Loretta…
Todo fue tan rápido que hasta al comanche le cogió por sorpresa. Su cuerpo se puso rígido. En el espacio que dura un latido, Loretta sintió un extraño sentimiento de traición, de temor también. Después lo entendió. Tía Rachel prefería matarla antes de ver cómo se la llevaban los comanches.
El estallido del arma y el rugido del comanche se oyeron casi al mismo tiempo. Él echó el cuerpo hacia delante, pegando a Loretta al cuello del semental. Sintió un dolor explosivo en su pecho, un dolor abrasador y penetrante. Por muy insensato que fuera, se le pasó por la mente que el comanche no se había salido con la suya después de todo.
El caballo se puso a dos patas, golpeando el aire, y después dio un salto hacia delante que a punto estuvo de tirar a los dos jinetes. Loretta se encontraba encerrada entre la larga cruz del animal y el pecho del comanche. Sentada de lado como estaba, tenía doblado el cuerpo en un ángulo de lo más extraño. De forma instintiva, se agarró a las crines del animal para no caerse. Porque iba a caerse. Los cascos de los otros caballos tronaban a su alrededor. Si caía, los otros jinetes la pisotearían.
Estaba a punto de rendirse, se escurría. En el último momento, cuando sus dedos no podían sostenerla más y sentía que iba a dejarse caer, el brazo de su captor la rodeó por las costillas y tiró de ella para incorporarla sobre el caballo. Después la sujetó con el peso de su cuerpo, tan fuerte que apenas podía respirar. El viento le sopló en la cara. Con la boca abierta, trató de encontrar algo de aire, ya que la presión estaba aumentando la intensidad de sus pulsaciones.
Los indios se alejaron de la casa cabalgando hasta una distancia segura y después se detuvieron. Cuando Cazador tiró finalmente de las riendas y saltó del caballo, Loretta cayó con él, hecha una bola a sus pies. Todo era polvo a su alrededor. Los hombres desmontaron, gritando, corriendo en todas direcciones. Por un momento, pensó que iban todos a caer sobre ella, pero en vez de eso rodearon a su captor, hablando atropelladamente y tocándole el hombro. Había muchas piernas, algunas desnudas. Mirase donde mirase, veía nalgas morenas. Cazador gruñó algo y se quitó la camisa. Tenía una herida en el hombro derecho.
Poniéndose una mano en el pecho, Loretta bajó los ojos incrédula. Había estado tan segura… La risa brotó de su garganta. ¿Tía Rachel había fallado? Ella nunca fallaba cuando podía apuntar con tiempo a un objetivo inmóvil. La garganta de Loretta se endureció. El comanche. Miró hacia arriba, confundida. ¿Había utilizado su propio cuerpo como escudo para salvarla?
Apartando a sus amigos, Cazador se agachó, cogió un puñado de barro, y se lo puso después en el corte de su hombro. Loretta miró la sangre que le caía del brazo. Si no hubiese sido por él, esa sangre sería la de ella. El instinto de supervivencia y el sentido común luchaban en su interior. Ella sabía que la muerte hubiera sido preferible a lo que le esperaba, pero no podía evitar sentirse feliz de estar viva.
Como si hubiese notado su mirada, el comanche levantó la cabeza. Cuando sus ojos se encontraron, la furia y el odio que encontró en los de él la hicieron estremecer. Cazador se puso en pie y tiró de las plumas de su tocado, envolviéndolas en su camisa. Sin dejar de mirarla, metió la bola en la talega que colgaba de la cincha.
—Keemah —gruñó.
Sin saber muy bien lo que quería y con miedo a hacer algo mal, Loretta se quedó donde estaba. Él la cogió por el brazo y tiró de ella para ponerla de pie.
—¡Keemah, ven! —La sacudió con fuerza, los ojos brillantes—. Escucha bien, y aprende rápido. Tengo poca paciencia con las mujeres estúpidas.
Cogiéndola de la cintura, la sentó en el caballo y la puso en la parte de atrás de la manta que hacía de silla. El movimiento hizo que se le levantara el camisón. Podía sentir los ojos de todos los hombres en ella. ¿No tenía decencia? Con manos temblorosas, se bajó el camisón y trató de cubrirse los muslos. No había tela suficiente de donde tirar. Y era tan fino, de tantos años que lo había usado, que era casi transparente. La brisa de la mañana le puso la carne de gallina en los brazos y en la espalda desnuda.
Con una sonrisa en los labios, su captor abrió una segunda talega y sacó una cuerda de lana y una correa de cuero. Antes de darse cuenta de lo que hacía, ató la cuerda a uno de sus tobillos, la pasó por debajo de la barriga del caballo y se la ató con fuerza al otro pie.
—¡Tenemos que cabalgar como el viento! —gritó a los otros—. ¡Meadro! ¡Vamos!
Los otros corrieron a por sus caballos. Agarrándose a la crin del animal, Cazador saltó a la grupa y se colocó delante de ella. Cuando le cogió los brazos y le obligó a rodearle la cintura, no pudo emitir ni un gemido de protesta. Sus pechos presionaban directamente contra su espalda.
—A tu mujer no le gustas, primo —dijo alguien en inglés. Loretta se volvió para ver quién era y reconoció inmediatamente al guerrero que había animado a Cazador a matarla el primer día. Su cara llena de cicatrices era inconfundible. El indio le dedicó una rápida sonrisa, que era más una mirada lasciva recorriendo con insolencia las partes desnudas de su cuerpo. Después se rio e hizo avanzar a su caballo castaño—. No se merece el esfuerzo que haces por ella.
Cazador la miró por encima del hombro. El calor de su odio brillaba como brasas encendidas en sus ojos.
—Aprenderá. —Con la experiencia que da la práctica, le ató las muñecas con la correa de cuero que había sacado antes—. Aprenderá rápido.
Detrás del gran grupo de guerreros quedaba una alfombra interminable de hierba verde moteada de florecillas azules. Hacia delante se extendía una densa arboleda de pacanas y sauces. Los hombres llevaban cabalgando catorce horas sin detenerse, y habían hecho un gran círculo para volver al Brazos, cerca de la casa de Loretta. Si los tosi tivo habían intentado seguirles, la táctica de evasión iba a ponérselo sin duda muy difícil. Al día siguiente, cuando estuviesen seguros de que no les habían seguido, podrían dirigirse directamente hacia su poblado.
Hacia el oeste, el sol era una bola de fuego que golpeaba el cielo de la tarde con volutas de color gris oscuro y rosa. Loretta había dejado de tratar de sentarse en el caballo para mantener alejados sus pechos de la espalda del comanche. Desplomada sobre él, sujetaba su cabeza sobre la línea musculosa de su espina dorsal. Tenía las piernas doloridas del roce de la cuerda de lana que rodeaba sus tobillos. El cuero que ataba sus muñecas se había ceñido a su piel con fuerza. Y le quemaba la lengua. Unos kilómetros más y estaba segura de que moriría.
Se imaginó a sí misma hundiéndose en la negrura, huyendo. Se estaría más fresco y habría más oscuridad en el cielo. El agua brotaría luminosa y fría. No habría comanches crueles con ojos azules de medianoche.
La voz de Cazador rugió dentro de su espalda, y le vibró a ella contra el pecho. Loretta sintió que el caballo aminoraba la marcha. A su alrededor todo el mundo parecía hablar en un idioma desconocido: alto, bajo, con gruñidos, estridente. Parpadeó un poco, demasiado dolorida como para preocuparse de lo que los hombres decían, y agradecida por el descanso. Sintió que Cazador echaba el peso de su cuerpo hacia atrás, y luego sintió sus duras manos manejando las tiras de cuero que apresaban sus muñecas. Al segundo siguiente, tenía los brazos libres, y cayeron como pesos muertos a ambos lados de su cuerpo. La fuerte espalda de Cazador desapareció. Ella se desplomó en el caballo, sin preocuparse de otra cosa que no fuera descansar.
Algo frío tocó su tobillo izquierdo. En algún lugar lejano de su mente, se dio cuenta de que alguien estaba cortando la cuerda de lana que ataba su pie izquierdo. Mantuvo los ojos cerrados, la mejilla recostada contra el cuello sudoroso del caballo, los brazos caídos. Poco después notó que también le habían liberado el pie derecho.
Y entonces sintió un tipo de dolor nuevo. No era fuego, sino miles de agujas que le pinchaban las piernas, en una agonía que golpeaba sus caderas. Gimió y trató de incorporarse. Al hacerlo, cayó hacia un lado. El mundo se puso del revés. Unos brazos la cogieron. El cielo giró sobre ella. Alguien gritó.
Una tortura. La tenían cogida en brazos, pero eran brazos hechos de puro fuego, ya que le quemaban allí donde la tocaban. No creía que pudiese existir un dolor tan espantoso. Entonces unas manos crueles la pusieron sobre una mata suave de hierba, pero las briznas se convirtieron en afiladas puntas que le pinchaban la carne.
Loretta cerró los ojos, rendida al dolor. Alguien la sostuvo y la acunó; alguien fuerte, con una voz profunda que susurraba como si fuera seda en su cabeza. Las palabras eran a veces extrañas, pero las pocas que entendía hacían que el significado de las otras adquiriese claridad. Estaba a salvo allí, claro que estaba a salvo, y era para siempre.
Hielo. Loretta aspiró una bocanada de aire al sentir la conmoción del agua sobre su cuerpo.
Un brazo cálido rodeaba su cintura. Una mano grande le agarraba por el talle. Ella giró el cuello para ver, después se quedó helada. El comanche.
De forma instintiva, le golpeó y se retorció en sus brazos. Intentó alejarse de él. Pero no era posible. Cazador le sujetaba el hombro con un brazo y la hundió en el agua hasta la barbilla. Un temblor convulsivo le recorrió el cuerpo. Frío. Ah, dios mío, estaba tan frío.
Él le puso una mano bajo el estómago. La tocó lentamente, sin esfuerzo, dejándole claro que podía explorar cada parte de su cuerpo cuando quisiera.
—Ay, mah-tao-yo, estás tan caliente. Incluso donde no estás quemada. Toquet —susurró—. No lucharás.
Algo en su voz le resultaba familiar, extrañamente familiar. Su padre, pensó, algo en su voz le recordaba a su padre. Ella trató de contener las lágrimas. Seguía temblando. Estaba tan frío. El dolor frío anuló todo lo demás. Empezó a castañetear los dientes. Cuando no pudo soportarlo más, hizo un último intento de liberarse.
—Pasará —prometió—. Estarás quieta. Estás quemada, ¿no? Del sol. Tienes fuego dentro. El frío hará que salga. ¿Entiendes?
Ella trató de asentir con la cabeza. Al hacerlo, la boca se le llenó de agua y se atragantó. Él ahogó una exclamación y la giró para que su barbilla descansase sobre su hombro. El contacto de su cuerpo caliente contra sus pechos y estómago la hizo gemir. A la luz de la luna, el corte de la herida que le había hecho la bala de Rachel era una línea negra.
—Toquet, mah-tao-yo, toquet. —Le rodeó el cuerpo con más fuerza, un abrazo duro, potente, pero extrañamente dulce—. Cierra los ojos, ¿sí? Confía en este comanche. Mañana haremos la guerra.
El tiempo dejó de existir. No había nada más que la noche, el agua y el indio. Loretta flotó en un mundo de sueños. Se sentía enferma, muy enferma. Tanto, que todo lo demás no le importaba. Ni siquiera luchar.