Capítulo 9

Mientras Cazador se acercaba a su pelo amarillo, distintas emociones se mezclaban en él: dolor, rabia, pesar, pero lo que más le quemaba por dentro era la necesidad de venganza. Había confiado en su promesa, y ella le había mentido. Todos los tosi tivo eran iguales, escupían palabras de miel y ninguna de ellas quedaba escrita en sus corazones. Su hermoso Humo había pagado por ello.

A lo largo de los años, los tosi tivo se habían llevado a muchos de sus seres queridos: su hermano Búfalo Corredor, por quien Cazador llevaba una cicatriz en la palma derecha; su hermana Lluvia, por quien tenía otra cicatriz en la palma izquierda; y su amada esposa, por quien se había marcado la cara. Se habían llevado a otros en el poblado, amigos, parientes, niños. Ahora, incluso a su querido caballo Humo.

La chica se echó hacia atrás cuando él se acercó a cogerle el brazo. No podía sentir sino desprecio hacia ella. Todo en ella era una ofensa, el olor a flores, su pelo dorado, sus grandes ojos azules, su piel rosada y lisa, sus ridículos pololos. Incluso el contacto de su muñeca le hacía apretar los dientes. Hoos-cho-Soh-nips, Huesos de Pájaro, así la llamaría.

Tiró de ella para ponerla en pie y la empujó contra su pecho con tanta fuerza que hizo que se tambaleara. Sabía que los otros hombres lo miraban, que esperaban ver el castigo que iba a imponerle. Si Cazador era demasiado blando con ella, dejarían de respetarle. Pero tendría que ser así. Al menos por ahora. Si la castigaba cuando tenía el corazón tan dolido, podría llegar a matarla.

El camino de vuelta al campamento se le hizo interminable a Loretta. Cazador cabalgó en silencio, con un brazo sujetando firmemente su cintura y la otra mano cerrada en un puño en la crin del ruano. Ella trató de imaginar cuál sería el destino que le tenía reservado.

El terror le resbalaba por la espalda como agua helada. Empezó a estremecerse, y después a temblar. Cuando había contemplado la muerte como forma de escape, había esperado algo rápido. Se había dado cuenta tarde de que Cazador no hacía nada a la desesperada.

Cuando llegaron al campamento, condujo al caballo hasta el roble en el que ella había estado sentada todo el día. Después de desmontar, la bajó a rastras y tiró de ella para mantenerla a su lado mientras sacaba rápidamente unas estacas y tiras de cuero que tenía en una bolsa. Agarrándola del brazo, rodearon el campamento hasta encontrar una roca. Su próximo destino era la tarima que hacía de cama. Con un gruñido, dio una patada para apartar lo que había empezado a considerar como su piel de búfalo. Después, la hizo caer sobre la otra piel.

Loretta se puso a cuatro patas. Con miedo a moverse o a respirar, le observó mientras cogía la primera estaca. Él levantó los ojos hacia ella, como si fuera a fulminarla. Cuando se movió para ir a coger otra estaca, estuvo a punto de salir huyendo.

Entonces vio que los indios la rodeaban. Todos la miraban, con unos rostros oscuros que no escondían la rabia que sentían hacia ella. El primo de Cazador estaba solo a unos metros de ella. Solo él sonreía. Sabía que él y los otros esperaban para verla morir. Si trataba de escapar, no podría moverse ni dos metros.

Cuando Cazador hubo colocado la última estaca, se levantó y dijo.

—Te pondrás mirando al cielo. Te lo advierto, mujer, no luches conmigo. Si lo haces, te aseguro que te mataré. Es una promesa que te hago, y no tus palabras de miel tosi tivo.

Loretta pensó que iba a matarla de todas formas, pero no creyó que fuera el momento de ponerse a discutir por eso. Era una mujer contra sesenta hombres. Ya no le quedaba ni más coraje ni más plegarias. El miedo le ancló las manos y las rodillas a la piel de búfalo. Necesitó de toda su voluntad para moverse. Los brazos le temblaron cuando trató de tumbarse. Poniendo la espalda en el suelo, apretó los dientes y cerró los ojos.

Cazador le cogió la muñeca izquierda y se la ató con crueldad a la estaca. «Su madre.» Trató de poner la mente en blanco. Apenas se dio cuenta de que Cazador le ataba la otra muñeca y le estiraba las piernas para asegurarle los tobillos. Cuando hubo terminado, sintió su rodilla detrás de ella. Levantando las pestañas, vio que había sacado el cuchillo. Se inclinó hacia ella y lentamente acercó la hoja manchada de sangre a su cara.

Iba a cortarle la lengua. Un sabor metálico cubrió el techo de su boca y le secó el paladar. La rabia chisporroteaba en sus ojos azul índigo, brillante y brutal. El borde afilado de su cuchillo le rozó el cuello.

—Hiciste una mentira de tu promesa, Ojos Azules. Te dije lo que haría. Creías que volaba como el viento, ¿verdad? —Sus dientes blancos brillaron en una mueca—. Los cuervos serán unos pájaros muy felices y volarán lejos con tu lengua para que nunca más vuelvas a poner mi corazón sobre la tierra. Esto será bueno, ¿no? Lo haremos, ¿eh? ¿Cuando la luna enseñe su cara? No te vayas. Espera aquí a este comanche.

Enfundó el cuchillo y se alejó de ella. Loretta giró la cabeza y vio que los otros hombres seguían allí de pie: observando, esperando. Oyó a Cazador hablar junto al roble, y oyó que alguien le respondía. Después oyó un sonido de cascos que hacía retumbar la tierra, y se dio cuenta de que su captor se iba cabalgando en el ruano. Los otros indios juntaron sus caballos y se dispersaron, bastante desilusionados de que el entretenimiento hubiera acabado.

Cuando el último de ellos se hubo ido, Loretta miró fijamente al cielo cada vez más oscuro. La luna enseñaría su cara pronto. ¿Cuánto tiempo retrasaría Cazador su tortura? ¿Una hora? ¿Dos? Debería estar rezando, pero que Dios la perdonase, no podía encontrar las palabras. Imágenes de Amy y tía Rachel pasaron por su cabeza, los buenos y los malos momentos que habían compartido. Tío Henry no parecía tan terrible ahora. Movió las muñecas para ver si podía librarse de las cuerdas. El grueso cuero le cortó la piel pero no cedió ni un centímetro.

El tiempo pasaba, aunque no tenía ni idea de en qué medida. Se hizo tan oscuro que un aura de rojo dorado cubrió las hogueras. Cazador volvería pronto. «Reza, sé fuerte, haz las paces con Dios.»

Cazador no volvía.

Loretta no estaba segura de cuándo ocurrió, pero poco a poco el miedo que sentía se centró menos en lo que Cazador pudiera hacerle y más en lo que podría ocurrirle antes de que volviese. Serpientes, osos, lobos, pumas. Quería morir… pero, por favor, Dios, no como cena de cualquier animal. Ni tampoco lentamente, por el veneno de una serpiente.

La oscuridad… ¿por qué no se había dado cuenta antes de lo oscuras que eran las noches? Algo crujió en el bosque. Estiró el cuello. Las sombras se movieron. ¿Un animal? ¿O había sido solo el viento? Se revolvió para librarse del cuero, ajena por completo al dolor que las tiras producían en su piel. Tenía la cara cubierta de sudor. Oyó algo deslizándose por la hierba. ¿Una serpiente? Concentró la vista en el campamento, tratando de encontrar a Cazador. ¿Por qué no había vuelto todavía?

Entonces le sobrevino una necesidad desquiciante de reírse. ¡Claro! Había elegido la peor tortura posible… La espera. Sola en la oscuridad, en espera de la muerte, o bien a manos de él o a manos de alguna otra bestia. Para cuando volviese, ella ya habría muerto miles de veces en su cabeza.

La luz de la luna se reflejaba en el río, formando remolinos plateados, convirtiendo la superficie intocable del agua en una capa negra brillante. El viento de la noche susurraba con tanta tristeza como las almas perdidas en busca de consuelo. Como la de Cazador.

Le dolían las manos de haber ido a buscar rocas para la tumba de Humo. Dobló los dedos y apoyó los brazos cruzados sobre las rodillas. Suspiró y mantuvo los ojos cerrados para que sus pensamientos pudieran recorrer el camino de la memoria, para que pudieran volver a Humo, a los momentos que habían compartido durante todos estos años. Era doloroso recordar, pero sabía que el dolor le cortaría en lo más hondo y dejaría una herida que empezaría a curar pronto. Un hombre no podía huir del dolor. De todos modos, siempre terminaba por alcanzarlos. Era mejor enfrentarse a él ahora.

Los músculos de la garganta se le tensaron. Como le había ocurrido otras muchas veces en la vida, el dolor tenía que ir siempre detrás de las responsabilidades, como una mujer detrás de su marido. Solo podría llorar a Humo durante unos pocos minutos. La mujer de pelo amarillo esperaba, y Cazador tenía que volver al campamento.

Miró la oscuridad de las parpadeantes sombras. Por encima de la copa de los árboles que había al otro lado del río, el cielo estrellado se extendía hacia el infinito. ¡Cómo le hubiese gustado estar en casa, donde las praderas se extendían hacia donde la vista no alcanzaba, donde el viento suspiraba en las gargantas de los ríos, dulce con el olor a hierba y a mezquite! ¡Ojalá sus amigos no hubiesen visto a la mujer muda de pelo amarillo y hubiesen venido hasta él a decírselo!

Loretta oyó algo. Un crujido. Pegó la barbilla al pecho y escudriñó la oscuridad, con el corazón a mil por hora. Una sombra negra se movió. Sabía que esta vez no era su imaginación. Tiró frenética de las tiras de cuero que ataban sus manos. Entonces la sombra se movió entre ella y las luces parpadeantes de los campamentos, convirtiéndose en la silueta de un hombre, un hombre alto que se movía con ágil fortaleza. Se sintió débil y aliviada.

Reunió leña para hacer una hoguera y se puso a encender la yesca con un molinillo de hacer fuego. Era un proceso largo y tedioso. A la luz de la luna, ella podía ver el constante juego que hacían los músculos de su espalda al mover atrás y adelante el torso. Por fin, la fricción consiguió sacar chispas, la yesca empezó a arder y los trozos de madera se encendieron en unas llamas amarillas que brillaron en la oscuridad. Loretta hubiese deseado estar más cerca del fuego.

Cazador se limpió las palmas de las manos en los pantalones y se giró para mirarla a conciencia. Ella tenía tanto miedo que se quedó sin respiración.

La luz del fuego se proyectaba sobre él y dibujaba su silueta en la oscuridad. Parecía más la escultura de un artista que un hombre de carne y hueso, con el pecho y los brazos bruñidos como el cobre, los pantalones y los mocasines dorados. El parpadeo de las sombras bailaba en su rostro y oscurecía sus facciones.

Se acercó a ella con la gracia de una pantera, los pies pisando apenas la tierra. Sacó el cuchillo de la funda y Loretta dio un respingo. Cuando se arrodilló junto a ella, tiró de las cuerdas hacia un lado. Sus ojos azul oscuro se encontraron con los de ella.

Sin darle ninguna explicación, se inclinó y le cortó las ataduras de cuero que dañaban sus muñecas. Después, con la misma precisión, rajó las cuerdas que aseguraban sus pies y guardó el cuchillo, sin decir una palabra, sin mirarla otra vez. Incapaz de creer que no fuera a hacerle algo terrible, Loretta se sentó lentamente y se frotó las muñecas, sin dejar de mirarlo. Él caminó hacia las bolsas de piel y buscó algo en ellas. Cuando volvió, le tiró un trozo de carne salada en el regazo y guardó otro para él.

Con la carne en la mano, dejó caer la cabeza y trató de contener las lágrimas. Era consciente de su presencia cuando se puso de cuclillas junto al fuego. El aire de la noche pellizcaba su enfebrecida piel, pero no se atrevía a sentarse con él junto al fuego para buscar calor. Cazador partió un trozo de carne con los dientes y empezó a masticar. Al menos sabía que la carne no estaba envenenada. No tenía ni idea de qué tipo de carne sería.

Las tripas le rugieron al pensar en comida. Parecía una eternidad desde la última vez que había comido. Abrió la mano y estudió la carne. Se parecía mucho al venado seco que comían en casa. Se le hacía la boca agua. Cazador tenía la vista fija en el fuego, ignorándola o pretendiendo que lo hacía. Mordió un pedazo. Un delicioso sabor a ahumado le llenó la boca mientras palpaba las duras fibras con la lengua. Lo miró y creyó ver una especie de sonrisa en su cara, pero cuando volvió a mirarlo su expresión volvía a ser tan seria como siempre, y solo los músculos de la mandíbula se le movían al masticar.

Loretta mordió otro pedazo. Esta vez más grande. La carne estaba buenísima. No podía tragársela todo lo rápido que hubiese querido. Le volvió a rugir el estómago, tan alto que Cazador tuvo que mirarla. Ella apartó la cara y dejó de masticar, arrepentida de dejar que él viera que estaba disfrutando de algo que le había dado él. En cuanto dejó de mirarla, se comió de un bocado la carne que le quedaba.

Terminada su porción, Cazador cogió la piel de búfalo de donde la había tirado antes y se estiró boca arriba junto a ella. Con un chasquido de dedos, señaló al espacio que había junto a él. Loretta se enroscó de lado, tan cerca del borde de la tarima como pudo. Entonces dio un respingo al notar que le pasaba la mano por el pelo. Al descubrir que acababa de enrollarse en la muñeca uno de sus mechones, se sintió frustrada y furiosa de impotencia.

Se sentía la persona más miserable del mundo, allí enroscada, abrazada a sí misma, muerta de frío. El orgullo y el miedo le impedían buscar cobijo bajo la piel de búfalo. Él suspiró y bostezó, cubriéndole con una esquina de la manta de piel. ¿Lo hizo accidentalmente o a propósito? No podía estar segura.

El calor que irradiaba su cuerpo empezó inmediatamente a calentarle la espalda. Loretta luchó contra el deseo de acercarse más a él y se abrazó más fuerte. En realidad no hacía tanto frío esa noche. Solo se sentía así por las quemaduras. Ah, pero estaba helada. Tan helada que iba a marearse: caliente en el interior, con escalofríos en el exterior. Cuando cerró los ojos, la cabeza le dio vueltas. Ojalá Cazador echase más leña al fuego.

Los segundos pasaron y se convirtieron en minutos, y Loretta seguía tiritando echa un ovillo. El comanche seguía tumbado, inmóvil, junto a ella. El calor que desprendía su cuerpo era como una llamada para ella. Aguzó el oído, tratando de averiguar por el ritmo de su respiración si aún estaba despierto.

Sería una locura acercarse a él si no estaba dormido. Si lo estaba, no se daría cuenta, ¿verdad? Y ella podría entrar en calor y dejar de tiritar. Tenía que estar dormido. Nadie podía estarse tan quieto si no fuera así.

Movió el trasero solo un poco y contuvo la respiración. Él no se movió. Al principio se quedó allí escuchando, esperando. Nada. Se movió otro centímetro. Él seguía inmóvil. Loretta se relajó un poco y con cuidado de no tocarle, se acercó más a él. En unos minutos entraría en calor y podría descansar un poco, y él ni siquiera se habría enterado.

Sin avisar, Cazador se dio media vuelta. Dejó caer su pesado brazo sobre ella, extendiendo la mano por la parte baja de su pecho. Con una naturalidad que la asustó, ajustó su cuerpo al de ella y le hizo rozar el muslo quemado con la piel de búfalo. El contacto de su pecho contra su espalda era tan cálido como el fuego. Él dobló las rodillas de manera que sus muslos acunaran los de ella. Por unos segundos, Loretta contuvo el aliento, sin saber muy bien qué esperar, dispuesta a lo peor.

Él pegó la nariz a su pelo, y su aliento cálido le acarició la cabeza. ¿Estaba dormido? Se quedó mirando al fuego, con los nervios a flor de piel cada vez que él respiraba, cada vez que sus dedos se doblaban.

Pero poco a poco el calor de su cuerpo fue templando el de ella. Loretta sentía los párpados cada vez más pesados. El viento susurraba entre la copa de los árboles en lo que parecía ahora un sonido tranquilizador, y no amenazante. Las sombras que le habían aterrorizado antes se convirtieron precisamente en eso, en sombras.

Oyó una rama que crujía en la oscuridad. Seguramente, algún animal. No le importaba. Lobo, oso, coyote o puma. Cazador el terrible estaba junto a ella. Nada se atrevería a desafiarlo.

Entonces sus pensamientos se volvieron borrosos. Una gran tristeza la invadió al pensar en el caballo. Se relajó y se apoyó contra el cuerpo de su captor. Un manto negro de agotamiento la cubrió.

Loretta oyó el zumbido de una mosca en su cara. Reconoció débilmente el sonido, consciente de que había llegado el día y de que el comanche dormía junto a ella. En otra parte de su mente, esa oscura parte en la que las pesadillas campaban a sus anchas, el zumbido se magnificó y la transportó a otro lugar en el tiempo, a otra mañana bochornosa, al zumbido fuerte de otras moscas, al horror.

Estaba en el refugio antitormentas…

Todo estaba extrañamente silencioso. Las vacas no mugían. Las gallinas no cacareaban. Los cerdos no gruñían. Solo se oía el pesado silencio, y el zumbido incesante de las moscas. Tal vez por eso sonaban tan alto, porque no había ningún otro ruido para hacerles la competencia. Algo era seguro, los comanches se habían ido. Habían cesado los gritos de júbilo, las risas. A papá no le importaría si salía ahora, ¿verdad? Incluso aunque no hubiese vuelto a por ella como le prometió.

Loretta empujó la trampilla de madera con la palma de la mano. Las bisagras rechinaron y el sol le dio directamente en la cara, con una luz cegadora. Se tambaleó al subir las escaleras y salir al jardín. Se había levantado viento y se había llevado algunas telas azules que descansaban ahora en el suelo a unos metros de distancia. Loretta no les prestó atención.

En vez de eso caminó hacia la casa. Subió al porche, cruzó la puerta y entró en la cocina. Tenía la planta de los zapatos caliente, pero tampoco prestó atención a esto. Se había pasado la hora de hacer las tareas de casa. No había ordeñado todavía, no había dado de comer ni a los cerdos ni a las gallinas. Papá se sentiría muy molesto si se levantaba y la veía holgazaneando.

Porque se despertaría. En breve. Él y mamá, los dos. Ella reanudaría sus tareas como de costumbre. Y se despertarían muy pronto. Claro que lo harían.

El asa del cubo de leche levantó ampollas en la mano de Loretta al sacarlo de la cocina y cruzar con él el jardín hasta el establo. Al principio no se dio cuenta por lo inmersa que estaba en sus propios pensamientos. Finalmente, sin embargo, el dolor empezó a abrirse paso en los bordes de su memoria, devolviéndola a la realidad. Entonces oyó a las moscas. El zumbido era tan fuerte que le hizo aminorar la marcha y girarse. Las moscas. Un enjambre de ellas rodeaba su cuerpo, posándose en ella, mordiendo la ropa de su vestido, tocando cada parte de su piel que no estaba cubierta.

A unos tres metros de ella, la tela azul seguía hondeando al viento, llamándola. Desconcertada, forzó la vista en dirección a la casa… para descubrir que solo quedaban las cenizas. El humo se elevaba al cielo desde las débiles brasas que aún quedaban por el suelo.

Loretta percibió un olor horrible y supo de dónde provenía. No miraría a la tela azul. Mantendría los ojos en el cielo, despreciando todo lo demás. Si lo deseaba con todas sus fuerzas, desaparecería. ¡Tendría que desaparecer! Mamá decía que cualquier cosa podía hacerse realidad si alguien lo deseaba con la suficiente fuerza. Y Loretta estaba haciéndolo como nunca antes. Tenía que ser así. Porque si no todo sería real. Y sus padres habrían, habrían…

A pesar de haberse propuesto no mirar, Loretta bajó los ojos a la tela azul. El suelo pareció moverse. Se quedó sin respiración. No. Esto fue lo que intentó gritar. ¡No!

Loretta se despertó de un sobresalto y se puso las manos en los oídos. Moscas. Durante varios segundos se quedó atrapada en ese desconcertante limbo entre la realidad y los sueños. Después sintió una mano callosa bajo el pecho, y unos dedos que le acariciaban. El comanche. El sueño y la realidad se mezclaron. Las moscas, los indios, la sangre. No podía respirar. Trató de sentarse, trató de retirar la mano de su cuerpo, pero la tenía metida por debajo de su camisa. Y aún le tenía agarrado el pelo. Jadeando, trató de soltarse.

—Fuiste al lugar de los sueños, ¿verdad? —Apretó los dedos, enrollándolos como cálidas cintas alrededor de sus brazos. Tenía los ojos clavados en ella, interrogándola, leyéndola. Ella trató de mirar para otro lado, pero no pudo—. Un lugar malo, ¿no?

Loretta sintió que el cuello se le ponía rígido. No podía asentir, no quería hacerlo. Él sentía curiosidad por lo que había soñado, pero incluso aunque hubiese podido hablar, no se lo hubiese dicho. Ni lo habría intentado.

Por fin, él dejó caer las manos y miró al cielo.

Nei te-bitze utsa-e-tah, estoy bastante seguro de que tengo hambre. Daremos un paseo para lavar el sueño de nuestra cara, ¿de acuerdo? Después cogeré carne para poner en nuestro fuego.

Se puso en pie. No quería que la tocara, así que hizo un esfuerzo para levantarse antes de que él le ofreciese la mano. El esfuerzo fue en vano. En cuanto ella se puso en pie, él la cogió del codo y tiró de ella para que caminaran juntos. Al pasar por el círculo principal de campamentos, Cazador gritó algo. Varios de los otros hombres levantaron la vista y le contestaron en comanche.

Sin aflojar la mano con la que le cogía el brazo, Cazador la condujo al río.

—Mi primo ha cazado esta mañana. Hay carne fresca. Tienes hambre, ¿verdad?

Lo cierto era que no, pero ella asintió, por miedo a enfadarle. Asustada aún por la pesadilla, el peso de su mano sobre su brazo le resultó vomitivo. Cabía la posibilidad de que hubiese estado presente el día en el que su madre fue asesinada. Tenía una cara inolvidable, pero su conmoción aquel día fue tan grande que podía muy bien haberle olvidado.

Pensó que debía de tener poco más de treinta años, edad suficiente como para haber estado en el asalto y tal vez en cientos antes de ese. Los niños comanches se hacían guerreros muy pronto, algunos participaban en esos baños de sangre cuando no eran mayores que Amy.

Le pitaban los oídos. El mundo que les rodeaba parecía extrañamente luminoso. Se sentía a disgusto consigo misma por estar siguiéndole tan dócilmente. Mientras caminaban, podía sentir las piedras y las ortigas que le pinchaban la planta de los pies. Perdió el equilibrio una vez, cuando trataba de saltar sobre una pierna para quitarse una espina que se le había clavado en el pie. No esperaba que él se detuviera, pero lo hizo. Después de sacarse la espina, siguieron andando, pero esta vez parecía como si él estuviera eligiendo con más cuidado el camino.

Cuando llegaron al río, él giró hacia la izquierda.

To-hobt Pah-e-hona, río Agua Azul. Vosotros lo llamáis Brazos, ¿no es así? —Señaló hacia delante—. Pah-gat-su, corriente arriba —le puso un dedo en el hombro—, Te-naw, corriente abajo. Escucharás bien, Ojos Azules, y aprenderás. El habla tosi tivo es como tierra en mi boca.

El tono que utilizó hizo a Loretta perder el equilibrio. ¿Tierra en su boca? Si tanto odiaba a los blancos, ¿por qué demonios se la había llevado? Corriente arriba, corriente abajo, no podría recordar esas palabras. No quería hacerlo. Era la lengua de los asesinos. Todo lo que quería era verse libre de toda esa sucia banda.

Otra piedra se le clavó en el pie y la hizo estremecerse de dolor, perdiendo el equilibrio. Él le soltó el codo y la cogió en brazos. Fue tan inesperado que si hubiese podido gritar, lo hubiese hecho. Sus ojos se encontraron: los de él, burlones y los suyos, sorprendidos.

Aunque él cargaba con todo el peso, la posición la obligaba a cogerle del cuello si no quería romperse la espalda. Él se quedó de pie allí, mirándola y esperando. Se le puso la boca seca. Hubiese preferido que la cogiese a hombros como otras veces y que acabase de una vez. Ir cogida como un saco de grano no era muy digno, pero al menos no tenía que rodearle el cuello con los brazos.

Ese brillo de determinación en sus ojos, que ella empezaba a conocer tan bien, crepitó en sus ojos. Entonces le dio un pequeño empujón, lo justo para que se decidiera. De manera instintiva puso los brazos alrededor de su cuello. Él apretó los labios con satisfacción, dibujando una sonrisa que decía claramente que como siempre, él tenía la última palabra. Empezó a caminar de nuevo.

Los músculos de su cuello se ondulaban bajo sus dedos y su piel era tan cálida y suave como el ante más fino. Su pelo, sedoso y fuerte, le rozaba los nudillos. Bajo la muñeca, podía sentir la postilla del hombro, resquicio de la bala de tía Rachel. Al recordar la herida que se había provocado en el brazo la noche anterior, se preguntó cuántas otras cicatrices tendría. Era extraño, pero cuanto más tiempo pasaba a su lado, menos apreciaba la cicatriz de su cara. La suya era de esas caras a las que las imperfecciones le iban bien. Una cara esculpida, con una piel curtida en un moreno de ébano, tan resistente como los abruptos barrancos y las interminables praderas de la tierra en la que se crio.

La llevó hasta un espacio de piedras planas al lado del río, y la puso con suavidad en el suelo. Se estiraron uno al lado del otro en el lecho de piedras. Loretta se lavó la cara y disfrutó del frescor del agua sobre su piel quemada. Determinada a ignorar la proximidad del comanche y dispuesta a aprovechar las pocas concesiones que le hacía, se echó hacia delante en la roca. Bajó la cabeza y trató de quitarse con los dedos las ramas y la suciedad que había cogido al caerse del caballo. Después de sacudir el agua de sus largas trenzas lo mejor que pudo, suspiró y metió la palma de la mano en la corriente, para beber un sorbo. Al bajar las manos, se fijó en el reflejo de su rostro en el agua, pálido y dorado en contraste con el hombre bronceado y moreno que tenía al lado. Al verse así, junto a él, de esta manera, pensó que toda la pesadilla que estaba viviendo cobraba aún más fuerza.

Se giró para mirarle, y en ese mismo instante él la miró a ella. Durante unos segundos, se quedaron sencillamente así, observándose.

—Incluso el agua canta nuestra canción. —Suspiró y se puso de rodillas para ver mejor la imagen que proyectaban en el agua.

Loretta se puso de pie, demasiado incómoda como para poder dar una explicación a las cosas. Sus canciones y sus dioses no tenían nada que ver con ella. Él se levantó de un salto, y una vez más Loretta tuvo que sufrir la mano en su brazo mientras caminaban de vuelta al campamento.

El primo de Cazador estaba en cuclillas junto al fuego desollando un conejo. Con cautela, Loretta fue a sentarse en la que por ahora era su cama. Fingiendo indiferencia, se puso a desenredar los nudos de su pelo. Cazador se unió al otro hombre y los dos empezaron a hablar en comanche mientras terminaban de preparar la carne y la clavaban en el asador. Después de reducir un poco las llamas del fuego, clavaron el asador en el suelo, en forma de ángulo para que el conejo quedase suspendido sobre las llamas y se asase lentamente.

Cuando terminaron de colocar la carne, los dos hombres se volvieron para mirarla. Por su tono de voz, se diría que estaban discutiendo. Ella siguió peinándose con los dedos y desenredándose los mechones mojados, deseando poder entender lo que estaban diciendo y rezando para que sus manos temblorosas no la delatasen.

Un reguero de agua le cayó por la nuca hasta la espalda, tan frío como sus pensamientos. Después de desatarla la noche anterior, Cazador no había retirado las estacas. ¿Planeaba volver a atarla? Escondiéndose detrás de la cortina que formaba su pelo suelto, echó una mirada rápida hacia él. La estaba mirando. Su primo dejó caer las manos, golpeó el suelo y se alejó de allí a grandes zancadas.

El silencio que siguió le puso los nervios de punta. Sintió una sombra a su lado y supo que Cazador se había acercado. Después de unos segundos interminables, se atrevió a levantar la cabeza. No pudo ver ni un rastro de enfado en su cara. De hecho, parecía divertido. Se agachó frente a ella, analizándola con sus ojos azul índigo.

Loretta no sabía qué pensar, así que se quedó con la vista fija en el medallón de piedra. Él tocó uno de sus mechones rizados, aún húmedos, y lo frotó entre sus dedos para probar su textura. Después le levantó la barbilla. Le puso el pulgar y los demás dedos a ambos lados de la boca, acariciándole los labios. Cuando ella levantó los ojos se encontró con su mirada. No dijo una palabra. Se limitó a mirarla con curiosidad, con una expresión de seriedad esta vez.

El olor dulce y penetrante del conejo asado llegó hasta ellos. Loretta trató de apartarse, asqueada. Como si tuviese una pluma en los dedos, él le rozó el labio superior, con la cara tan cerca de la de ella que sus respiraciones se entremezclaron, la suya, rápida y entrecortada, la de él lenta y comedida.

Por muy difícil que le resultara admitirlo, Loretta sabía que con unos días más como cautiva de Cazador, se olvidaría de todo lo demás y solo pensaría en sobrevivir. Casi podía verse a sí misma, corriendo para hacer lo que le pedía, sufriendo sus caricias sin rechistar y arrastrándose para obtener su perdón cuando se enfadase. Si dejaba que esto ocurriese, ¿cómo podría volver a mirar a la cara a su gente si alguna vez conseguía escapar?

O peor aún, ¿cómo podría mirarse a sí misma?

Como si adivinase lo que estaba pensando, vio una expresión de burla en la cara del comanche. Se echó hacia atrás sobre sus talones y bajó los ojos para deleitarse en su cuerpo, con una lentitud insolente que ruborizó a Loretta.

No era más que una posesión para él, algo para lo que se creía en su derecho de acariciar y mirar, como si fuera una baratija que hubiese comprado. ¿Cuándo se cansaría de mirar solo? Sus quemaduras estaban mejor, y la fiebre casi había desaparecido. Si se había contenido porque estaba enferma, el tiempo se le estaba acabando.

Después de un momento, se puso en pie, le hizo una señal con el dedo y dijo:

—Keemah.

Loretta empezó a levantarse y entonces se dio cuenta. Se le formó un nudo en la garganta. Si le obedecía con tanta facilidad ahora, se encontraría haciéndolo aún más diligentemente la próxima vez, y muy pronto corretearía detrás de él como si fuera su esclava. ¿Era esto lo que quería, sobrevivir a cualquier precio? No.

La negación tomó forma justo antes de sentir que le clavaba la mano en el brazo izquierdo. Al instante siguiente notó que tiraban de ella para levantarla. Se tambaleó y echó la cabeza hacia atrás, mirándole. Como respuesta, él la atrajo hacia sí.

—No pongas a prueba mi paciencia, Ojos Azules. Mi caballo está muerto por tu culpa. No es demasiado tarde para castigarte, ¿eh? Keemah, ven. Conoces la palabra.

Su voz la rodeó como una soga, gruesa e implacable. Pronunciaba las palabras con tanta lentitud y claridad que se sentía como un perro al que estuviesen enseñando a obedecer. Cuando él se dio la vuelta y trató de tirar de ella hacia el lugar donde tenía apiladas sus pertenencias, ella clavó los talones en el suelo. Con una fuerza inimaginable, él consiguió moverla apenas sin esfuerzo. No había forma de hacer que le quitara los dedos del brazo, por mucho que lo intentara.

Cuando llegaron a las bolsas de cuero, la soltó y rebuscó entre sus pertenencias hasta encontrar una talega. Después de aflojar el cordel que la cerraba, le cogió la mano y le vertió un puñado de frutos secos. Por un instante, Loretta se sintió avergonzada por haberle causado tantos problemas cuando lo único que él quería era darle de comer. Sin embargo, este sentimiento duró poco.

Por mucha hambre que tuviese, tenía pocas opciones, y conformarse no era una de ellas. Tenía pocas vías de escape. Preparada para su reacción, volteó la mano y tiró la comida al suelo. Él podía obligarle a hacer muchas cosas, pero no podría conseguir que comiese.