19

Cómo levantarte y sacudirte el polvo

—¿Todo bien? —me preguntó el hombre más guapo del mundo cuando monté en el coche con chófer de Dick Basil.

Asentí con la cabeza.

Frunció el ceño al reparar en mis ojos llorosos. Tuve que mirar hacia otro lado.

—Has estado llorando.

Me sorbí la nariz y miré por la ventanilla.

—¿Qué tal está? —preguntó amablemente.

Solo pude negar con la cabeza, no me fiaba de mi voz.

—¿Ha vuelto a decirte algo su esposa? Christine, sabes que no lo merecías. Fue injusto.

—Maria podría tratarme exactamente igual la semana que viene —dije de súbito, sin saber que iba a salir de mi boca, sin saber que lo tenía en la mente.

Pat conectó la radio.

—¿Disculpa?

—Ya me has oído. Maria y toda tu familia me echarán la culpa. Dirán que me pasé dos semanas pavoneándome por ahí contigo en lugar de proporcionarte ayuda de verdad. ¿Alguna vez piensas en lo que me ocurrirá si sigues adelante con tu plan?

—No te culparán. No lo permitiré —dijo, molestándose por la manera en que aquello me estaba afectando.

—No estarás aquí para protegerme, Adam, no podrás defenderme. Todo se reducirá a mi palabra contra la suya. No sabes el lío que dejarás atrás —dije enojada, apenas capaz de pronunciar las palabras. Y con eso no me refería solo a la situación, me refería a mí misma.

El teléfono de Adam sonó y al ver la expresión de su rostro cuando contestó, lo supe de inmediato. Su padre había fallecido.

Adam no quiso ver el cadáver de su padre en el hospital, tampoco quiso alterar el plan de ir a Tipperary que, por descontado, era adonde teníamos que ir igualmente para organizar los preparativos del funeral. De modo que permanecimos en el coche como si nada hubiese ocurrido cuando, obviamente, había ocurrido todo: había perdido a su padre y oficialmente ya era el nuevo director general de Basil’s.

—¿Has tenido noticias de tu hermana? —pregunté. Su teléfono no había salido del bolsillo donde lo había metido después de recibir la llamada. No se había puesto en contacto con nadie. Me pregunté si estaba en estado de shock.

—No.

—No has comprobado tu teléfono. ¿No deberías llamarla?

—Seguro que la han informado.

—¿Vendrá al funeral?

—Eso espero.

Me alivió su respuesta positiva.

—Y espero que los guardias la estén aguardando en la pista. De hecho, quizá los avisaré yo mismo.

Eso ya no me alegró tanto.

—Quizás esto signifique que la fiesta no se celebrará —dije en voz baja, sintiéndome mal por intentar encontrar un rayo de luz en la muerte de un ser amado, pero era obvio que Adam necesitaba uno.

—¿Bromeas? Es imposible que cancelen la fiesta ahora, es su gran oportunidad para demostrar que somos tan fuertes y aguerridos como siempre.

—Oh. ¿Hay algo que quieras que haga?

—No, gracias.

Guardó silencio y miró por la ventanilla, aferrándose a cada escena que veía, procurando fingir que estaba lejos del temido lugar al que nos dirigíamos, intentando que el coche aminorase la marcha. Me pregunté si le apetecía que estuviera con él. No porque fuera a afectarme estar allí; iba a quedarme junto a él de todos modos, y más ahora, pero me resultaría más fácil si supiera que deseaba mi compañía. Supuse que no. Probablemente habría preferido estar a solas con sus pensamientos, y sus pensamientos eran lo que más me asustaba.

—Por cierto —dijo de repente—, ¿leerás el texto del funeral de la madre de Amelia?

Me sorprendí. No había comentado gran cosa en el funeral, aparte de preguntar si lo había escrito yo. Me quedé muy conmovida. Aquel texto significaba muchísimo para mí. Miré por la ventanilla, pestañeé para contener las lágrimas.

Circulábamos por caminos rurales, el paisaje era exuberante y verde, vibrante incluso en la gélida mañana. Era territorio de caballos, lleno de criadores y cuadras con una de las mejores tierras para alimentar sus razas, fueran caballos de carreras o de exhibición; un gran negocio en aquellos pagos… excepto si fabricaban bombones, claro está. Pat no prestaba mucha atención a la carretera, no frenaba antes de tomar curvas cerradas, giraba a la izquierda y la derecha en cruces exactamente iguales entre sí. Reparé en que estaba clavando las uñas en el asiento de cuero.

Miré a Adam para ver si estaba tan nervioso como yo. Lo sorprendí mirándome.

Carraspeó y apartó la vista.

—Estaba… ¿Sabes que te falta un pendiente?

—¿Qué? —Me palpé el lóbulo de la oreja—. Mierda.

Empecé a registrar mi cuerpo en busca del pendiente, sacudiendo la ropa con la esperanza de que cayera. Tenía que encontrarlo. Como no lo encontraba, me puse a gatas en el coche.

—Cuidado, Christine —advirtió Adam, y noté su mano en mi cabeza al golpeármela contra la puerta cuando Pat volvió a girar bruscamente.

—Era de mi madre —dije, inclinándome hacia su lado y apartando sus pies para registrar el suelo.

Adam hizo una mueca como si sintiera mi dolor por haber perdido el pendiente.

Finalmente me di por vencida y me recosté en el asiento, colorada de vergüenza y aturullada. No quería hablar con nadie durante un rato.

—¿Te acuerdas de ella? —preguntó Adam.

Rara vez hablaba sobre mi madre, no por una decisión deliberada sino porque mi madre había sido parte de mi vida tan poco tiempo que carecía de referencias de ella. Intentaba evocarla de vez en cuando pero tenía poco que recordar y, por consiguiente, poco que decir.

—Estos pendientes son uno de los escasos recuerdos que tengo de ella. Solía sentarme en el borde de la bañera para mirarla mientras se arreglaba para salir. Me encantaba ver cómo se maquillaba. —Cerré los ojos—. Es como si la viera ahora, de cara al espejo, el pelo sujeto con una horquilla para apartarlo de los hombros. Llevaría estos pendientes; solo se los ponía en ocasiones especiales. —Me toqué el lóbulo desnudo—. Es curioso, las cosas que recordamos. En las fotos veo que hacíamos muchas cosas juntas, no sé por qué recuerdo ese momento más que cualquier otro.

Me quedé un rato callada y, al cabo, dije:

—Así que para contestar a tu pregunta, no. Es una manera muy larga de decir que no, que en realidad no la recuerdo. Supongo que por eso llevo estos pendientes cada día. No lo había pensado hasta ahora. Cuando la gente comenta algo sobre mis pendientes, sé que puedo decir: «Gracias. Eran de mi madre». Es una manera de colarla en mis conversaciones cotidianas, un modo de hacerla real, de convertirla en una parte de mi vida. Tengo la sensación de que ella es una idea, un puñado de relatos de otra gente, una persona que cambia constantemente en las fotografías, que aparece distinta en cada una, con luces diferentes, ángulos distintos. Tiempo atrás, cuando miraba los álbumes con mis hermanas, solía preguntarles: «¿Esta es la mamá que recuerdas? ¿O es esta otra?». Pero decían que no y luego la describían de una forma que ninguna fotografía había captado. Incluso la imagen que tengo de ella es de su nuca, de su oreja derecha, su barbilla. A veces deseo que se vuelva en ese recuerdo para poder verla de cara; a veces hago que lo haga en mi imaginación. Me figuro que suena raro.

—No, no tiene nada de raro —dijo Adam gentilmente.

—¿Recuerdas a tu madre?

—Muy poco. Cosillas. El problema fue que no tuve a nadie con quien hablar de ella. Creo que compartir historias ayuda a conservar el recuerdo de una persona, pero mi padre nunca hablaba de ella.

—¿No había otras personas con las que hablar?

—Cambiábamos de niñera cada verano; el jardinero era lo más parecido a una presencia habitual en la casa, pero no estaba autorizado a hablar con nosotros.

—¿Por qué no?

—Reglas de mi padre.

Dejamos que el silencio se prolongara un rato.

—Tu pendiente aparecerá —dijo Adam.

Eso esperaba.

—Maria dijo que iría a mi fiesta de cumpleaños.

Había olvidado preguntárselo. ¿Cómo era posible que lo olvidara?

—Bien. Fenomenal. Eso es… Adam, es realmente fenomenal.

Me miró. Grandes ojos azules abrasándome el alma.

—Me alegra que lo encuentres realmente fenomenal.

—Así es. Es…

No se me ocurrió otra palabra que no fuera fenomenal, de modo que dejé morir la frase.

Finalmente el coche aminoró y me incorporé, ansiosa por atisbar el lugar donde Adam había crecido. Las placas de los espléndidos pilares de la verja anunciaban Avalon Manor. Pat hizo caso al límite de velocidad y circuló lentamente por el camino de acceso, que se extendía kilómetros. Los árboles se abrieron para revelar una enorme casa solariega de época.

—¡Hala!

Adam no parecía impresionado.

—¿Te criaste aquí?

—Me crie en internados. Pasaba las vacaciones aquí.

—Tenía que ser de lo más excitante para un crío, con tantos sitios que explorar. Fíjate qué ruina.

—Tenía prohibido jugar ahí. Y esto era muy solitario. Nuestros vecinos más cercanos están a una distancia considerable. —Debió percatarse del tono de pobre niño rico de su voz porque lo cambió enseguida—. Eso es el antiguo almacén de hielo. Siempre pensé que lo renovaría para convertirlo en mi casa.

—O sea que querías vivir aquí —dije.

—En otro tiempo.

Se volvió hacia la ventanilla.

El coche se detuvo frente a la amplia escalinata que conducía a la enorme puerta principal. La puerta se abrió y una mujer de semblante afectuoso nos dio la bienvenida. La recordé de las historias de Adam: Maureen, esposa de Pat, el chófer. Había sido ama de llaves, o gobernanta según la llamaba Adam, durante treinta y cinco años, toda la vida de Adam. Aunque Adam nunca la consideraba una figura maternal de su vida —se contrataba a niñeras para que cuidaran de él y Maureen, aunque cariñosa, tenía hijos propios y su única responsabilidad como empleada era el buen funcionamiento de la casa— yo estaba convencida de que a Adam se le escapaba algo. Dudaba mucho de que Maureen hubiese ignorado a dos niños huérfanos de madre que vivían bajo el mismo techo que ella, y tenía claro que Adam estaba siendo muy obtuso si así lo creía.

—Adam. —Lo abrazó afectuosamente y él se puso tieso ostensiblemente—. Lamento tu pérdida.

—Gracias. Te presento a Christine, se quedará unos días.

Maureen no supo disimular su sorpresa al ver que la mujer que acompañaba a Adam no era Maria, pero enseguida la enmascaró su bienvenida aunque nada pudiera hacerse por ocultar la incomodidad que me constaba que ambas sentíamos cuando llegó el momento de disponer cómo íbamos a dormir. La casa tenía diez dormitorios y Maureen no sabía si llevarme a uno de ellos o a la habitación de Adam. Iba delante vacilantemente, volviéndose de vez en cuando para intentar que Adam la orientara, le diera alguna pista de lo que debía hacer, pero aparte de cargar con nuestro equipaje estaba perdido en sus pensamientos, con la frente arrugada mientras trataba de descifrar una clave. Supuse que se había marchado la semana anterior pensando que regresaría como un hombre prometido que no tardaría en casarse y que cuando de súbito eso se fue a la porra no tuvo intención de volver jamás. Ahora allí estaba, de vuelta en el lugar que tanto parecía detestar.

Había estado preocupada por nuestro «trato» toda la semana, pero esa inquietud no era nada comparada con lo que ahora sentía en compañía de Adam. Parecía distante, frío, incluso cuando cruzábamos nuestras miradas y le sonreía alentadoramente. Imaginé cómo se había sentido Maria cuando intentaba aproximarse a él, hablar con él, intimar con él y se topaba con su retraimiento. Primero pensé que era un caparazón de Adam, pero luego me di cuenta de que estaba completamente equivocada. Adam no estaba dentro de un caparazón, estaba poseído por otra persona, por un Adam que sentía furia, ira y rencor porque había perdido el control sobre su vida. Un Adam profundamente desdichado. Había perdido a su madre a muy temprana edad, pero por lo demás se había criado entre algodones. No había tenido que preguntarse acerca de la próxima comida, los libros del colegio, los juguetes en Navidad, un hogar que pudieran arrebatarle. En su vida, todas esas cosas se daban por sentadas. Y también había dado por sentado que era libre para romper con la autoridad de su padre, trazar su propio destino, con una hermana mayor que asumiría el negocio familiar. Después todo eso había cambiado. El deber, eso que tanto había evitado y que tanto había celebrado evitar con éxito, se le había acercado tranquilamente por la espalda, le había dado unos golpecitos en el hombro y le había pedido respetuosamente que lo siguiera. La fiesta había terminado, la creencia de que tenía el control sobre su destino, de que podía construir otro tipo de vida para él, se desvaneció, se derritió ante sus propios ojos como una casa de cera.

Estaba en el final y no le gustaban los finales, no le gustaban las despedidas ni los adioses y no le gustaba irse. Los cambios ocurrían a su manera, cuando él estaba preparado y dispuesto. Eran su mirada, su tono de voz, todo lo que hacía que Adam fuese Adam lo que se había alterado desde que habíamos puesto un pie en la casa, y, ahora que lo pensaba, esa alteración había comenzado a manifestarse a partir del momento en que había colgado el teléfono. Se me encogió el estómago porque fui consciente de lo sumamente en serio que iba Adam en cuanto a lo de abandonar este mundo, y supe que si lo volvía a intentar, esta vez acabaría la tarea, no pararía hasta tener éxito.

Una cosa era ayudar a alguien que quería ser ayudado, cosa a la que me pareció que Adam estaba bastante abierto en Dublín. Allí, en Tipperary, sentí que Adam ya había cerrado la puerta y se había distanciado emocionalmente de mí. Pasaba la mayor parte del día durmiendo con las cortinas corridas en un dormitorio enorme con chimenea y una zona de sillones, donde Adam insistía que dormiría después, pero por el momento él estaba en la cama y yo sentada, con las piernas apoyadas en el alféizar de la ventana, en el mirador que daba a Lough Derg. Escuchaba su respiración y observaba el reloj, mientras era consciente de que estábamos perdiendo el tiempo. El tiempo, en este caso, nada curaba; teníamos que estar hablando, haciendo cosas, era preciso que yo fuese desafiante con él y que le brindara mi apoyo, pero no podía hacer ninguna de estas cosas porque se había retirado, distanciado y encerrado en sí mismo, y estaba asustada.

Me volví para ver qué hacía Adam; dormía como un tronco. Tenía las palmas hacia arriba encima de la cabeza, con los brazos levantados como si se estuviera rindiendo. El pelo rubio le caía encima de una pestaña y se lo aparté. No se despertó y mi dedo se demoró junto a su delicada piel un poco más de lo preciso. Aquella mañana no se había afeitado y una incipiente barba blanquecina apenas visible brillaba con la luz. Tenía los labios juntos, con el mohín que hacía cuando se concentraba. Me hizo sonreír.

Maureen apareció en la puerta abierta y llamó discretamente para atraer mi atención. Me sobresalté y retiré la mano como si me hubiese pillado en un renuncio. Me pregunté cuánto tiempo llevaba allí. Me sonrió de una manera que daba a entender que se había fijado en mi gesto de ternura con Adam y, avergonzada, me dirigí a la puerta.

—Lamento molestarla, pero traigo las mantas que Adam me ha pedido antes.

Eran para el sofá, de modo que las dejé allí.

Me di cuenta de que Maureen tenía ganas de preguntar, pero en cambio dijo:

—Y, bueno… —miró hacia el cuerpo durmiente—, ha habido una llamada para Adam.

—No creo que debamos molestarlo —dije con delicadeza—. Puede decírselo después. ¿O es urgente?

—Era Maria.

—Oh.

—Ha intentado llamarlo al móvil, pero no contesta. Quiere saber si Adam quiere que venga al funeral. Ha dicho que habían tenido algunos problemas y que no estaba segura de que quisiera verla aquí. No quiere disgustarlo.

—Oh… —Miré a Adam y me pregunté qué hacer. El Adam de Dublín hubiese querido que viniera. Aquel Adam la necesitaba, pero no el Adam del que se había enamorado Maria ni del que se estaba volviendo a enamorar. Había resuelto que se reencontraran cuando él estuviera en plena forma. Si lo veía en aquel estado o Adam la trataba como la había tratado, Maria regresaría corriendo a los brazos de Sean. Tendría que hablar de eso con Adam más tarde pero estaba convencida de que estaría de acuerdo conmigo—. Me parece que preferirá que no venga, pero no porque esté disgustado con ella. Por favor, déjele claro esto último.

—De acuerdo. Se lo diré —dijo Maureen amablemente. Echó un vistazo a Adam, a todas luces preguntándose si debía confiar en mí o si debía preguntárselo a él.

Cuando Maureen ya había enfilado el pasillo salí en su busca, hablando más cómoda con ella al no correr el riesgo de que Adam me oyera.

—Maureen… —dije, retorciéndome las manos—. No estamos… juntos. Adam y yo. Últimamente no está muy bien, tiene algunos problemas personales.

Maureen asintió como si lo supiera de sobras.

—No le gustaría que se lo explicara. Seguro que usted lo conoce mejor que yo, pero estoy intentando… ayudarlo. Llevo toda la semana intentándolo. Pensaba que estaba dando resultado. No sé cómo es normalmente, pero en los días posteriores a nuestro primer encuentro me parece que ha estado menos pesaroso. Esto le ha hecho retroceder un poco. Aunque me consta que nunca es buen momento para perder a alguien…

—¿Conoció al señor Basil?

—Sí.

—Pues entonces entenderá que diga que, a pesar de haber trabajado treinta y cinco años para él, no estábamos precisamente muy unidos.

—Lo mismo podría decirse de su hijo.

Maureen frunció los labios y asintió.

—Estoy segura de que esto no saldrá de aquí, pero Adam —bajó la voz— siempre ha sido muy sensible. Siempre ha sido muy exigente consigo mismo. Nunca se desprendía de las cosas con facilidad, ni siquiera de las menos importantes. Intenté darle mi apoyo, pero Adam prefería resolver sus asuntos solo, discretamente, y el señor Basil… Bueno, era el señor Basil.

—Lo entiendo. Gracias por su confianza, le aseguro que no repetiré una palabra de lo que me ha contado. Literalmente no le he quitado los ojos de encima en toda la semana —expliqué.

—La mayoría de mujeres no puede.

Sonrió y me sonrojé de forma reveladora.

—Por razones que no puedo explicar, no puedo perderlo de vista. De ahí el arreglo del dormitorio, pero en realidad ahora tengo que salir y quería preguntarle si usted podría vigilarlo un rato por mí. Seguro que tiene mucho que hacer por lo de mañana, pero solo estaré fuera una hora. ¿Le importaría?

Puse una silla fuera de la puerta del dormitorio para Maureen, de modo que si Adam se despertaba no flipara al encontrarla repantigada en el sofá a los pies de su cama.

—Por favor, llámeme si se despierta, si va al baño, cualquier cosa.

Miré preocupada a Adam acostado, intentando decidir si irme o no.

—Todo irá bien.

Maureen apoyó una afectuosa mano en mi brazo.

—De acuerdo —respondí nerviosa.

—Tenía razón —dijo Maureen.

—¿Quién?

—Maria. Me ha preguntado si Adam había venido con una mujer. Una joven guapa que parecía cuidar de él.

—¿En serio?

—Sí —contestó Maureen, asintiendo con la cabeza.

—¿Y usted qué le ha dicho?

—Le he dicho que tendría que hablar de los asuntos de Adam con Adam.

Logré esbozar una sonrisa.

—Gracias.

Encontré a Pat en la cocina del servicio, hincando el diente a un emparedado de huevo. Ya me estaba dando pavor el trayecto en un espacio cerrado con él por la velocidad, y ahora encima un huevo. Procuré aguardar cortésmente a que hubiera terminado, pero sabiendo que Adam estaba arriba sin mí me hacía ir de un lado a otro nerviosamente.

—Muy bien —dijo Pat. Se metió la segunda mitad del emparedado en la boca, retiró la silla, apuró su taza de té y se levantó. Cogió las llaves del coche y salió al exterior.

Mary Keegan, la mano derecha de Dick Basil, vivía a veinte minutos de allí, en una finca impresionante. Cuando nadie contestó en la casa, Pat me señaló las caballerizas y volvió a montar en el coche, donde la radio retransmitía deportes a todo volumen en un ambiente sobrecalentado que olía a pedo de huevo. Tuvo razón en cuanto al paradero de Mary. Me detuve en la cerca y observé a la elegante amazona que saltaba en la pista de obstáculos.

—Es Lady Meadows —dijo una voz a mis espaldas, y al volverme vi a Mary. Iba vestida para la ocasión: botas de lluvia, cálida lana y un chaleco acolchado.

—Creía que la estaba viendo a usted.

—¿A mí? ¡Ni hablar! —sonrió—. No dispongo de tiempo para ser tan buena. Solo soy buena en las galopadas matutinas y las cacerías. Me encantan las cacerías.

—¿Lady Meadows es el caballo o la mujer?

—La yegua —se rio—. La mujer es Misty. Es saltadora del circuito profesional. Faltó poco para que fuera a los últimos Juegos Olímpicos, pero su caballo, Medicine Man, se rompió una pata mientras entrenaba. Quizá la próxima vez.

—Este lugar es magnífico. ¿Cuántos caballos tienen?

—Doce. No todos son nuestros, pero ayuda a pagar cachés. Aunque estamos creciendo. Incluso está pensando en empezar a criar —agregó, señalando a la amazona.

—¿Es su sueño dedicarse a esto a jornada completa?

—¿Mi sueño? No. ¿Por qué, la han enviado de Basil’s para despedirme?

Procuró que pareciera que estaba bromeando, pero el miedo que traslucían sus ojos me dejaron claro que estaba preocupada.

—No, en realidad, más bien lo contrario.

Mary me miró intrigada.

Terminamos nuestra conversación en lo que debería haber sido el calor de la casa, pero con la puerta abriéndose y cerrándose mientras los mozos de cuadra iban y venían era bastante difícil que el interior se mantuviera caliente. Mary se dejó el abrigo puesto y yo hice lo mismo, bebiendo tanto té caliente como pude y calentándome las manos con el tazón, sentada en un sofá infestado de pelo de animales, rodeada por tres perros; uno que dormía, otro con claustrofobia que recorría la habitación olisqueando las paredes en busca de una salida y un tercero en el regazo de Mary, que me observó de una manera desconcertante, sin pestañear durante toda la conversación. Mary no parecía percatarse de nada, ni del frío ni del pelo de perro que saqué de mi tazón. No estuve segura de si era porque estaba acostumbrada o por mi proposición.

Reaccionó con recelo, pero su interés era evidente.

—¿Y ha comentado esto con Adam?

—Sí —contesté. Solo era una mentira a medias—. Hoy no ha podido venir porque hay que hacer muchos preparativos para el funeral.

Pensé en Adam en su casa, tendido a oscuras con las mantas tapándole la cabeza.

—¿Y le complace este arreglo? —preguntó Mary, confundida—. ¿Sin tener una función en el día a día de la empresa? ¿Dejándome las decisiones a mí?

—Absolutamente. Será presidente de la junta, de modo que todas las decisiones tendrá que refrendarlas él, pero creo que es la mejor manera de seguir adelante. Todas las personas con las que he hablado están convencidas de que usted está capacitada para dirigir la empresa tal como quería el señor Basil. Usted ama la empresa.

—Fue el primer sitio en el que trabajé al salir del colegio. —Sonrió—. Antes tenían la sede en Dublín, pero cuando se trasladaron aquí fue fabuloso para la comarca. Y todavía lo es. Me pasé el primer año contestando el teléfono. Poco a poco fui ascendiendo. Pero…

Negó con la cabeza, confundida.

—¿Qué sucede?

—El viejo señor Basil no habría estado de acuerdo. La familia del señor Basil no estará de acuerdo. Lavinia preferiría entregarse y morir que verme ocupando su puesto. Los Basil prefieren mantener las cosas en el seno de la familia.

No habló mal de nadie, era demasiado profesional para eso, pero pude leer entre líneas y coincidía con lo que Adam había dicho sobre notar la presión de su familia dentro de la empresa, a propósito de que el trabajo fuese para él y no para ellos.

—Siempre y cuando no participe la familia de su tío —agregué.

—Claro, por supuesto —corroboró Mary—. No pasará a manos de Nigel, ¿verdad? —preguntó preocupada.

—Eso es lo último que quiere Adam. Y no creo que deba usted preocuparse por Lavinia.

—¿Está segura de que a Adam le parece bien? —preguntó otra vez.

Cambié de tercio.

—¿Puedo preguntarle por qué duda tanto? Creía que era obvio que Adam no quería el trabajo.

—Oh, de eso me di cuenta, por supuesto, pero pensé que sería distinto cuando el señor Basil muriera. Creía que lo vería de otra manera. Es duro hacer tu trabajo con el señor Basil detrás de ti todo el tiempo; apenas te deja un segundo para pensar y luego te grita por no haber pensado. Pensé que Adam querría hacer las cosas a su manera. —Se encogió de hombros—. Pensaba que el problema era con su padre, no con la empresa. Y ha demostrado que vale, el poco tiempo que ha estado en ella. Tuvo algunas ideas brillantes y, créame, no nos vendría nada mal un poco de sangre fresca. Sería una lástima que no ocupara el cargo. Pero, como usted dice, si esto es lo que quiere…

Me miró como si no me creyera. Volví a quedarme confundida.

Sonó mi teléfono. Era Maureen.

—Está despierto.

No tuve que decirle a Pat que pisara el acelerador, ya conducía a más de ciento cincuenta kilómetros por hora por carreteras donde yo no iría a más de ochenta. Cuando llegué a la casa, esperé encontrar a Adam fuera o abajo pero en cambio lo encontré todavía en su dormitorio, tratando de convencer a una ruborizada Maureen para que lo dejara salir.

—Pasa las llaves por debajo de la puerta, Maureen —dijo Adam, haciendo patente su impaciencia.

—Me parece que no van a caber —respondió nerviosa, y se llevó las manos a la cabeza, presa de una silenciosa agitación. Me oyó en la escalera y levantó la vista haca mí, aliviada—. Se ha dado una ducha y tenía hambre, de modo que le he servido un almuerzo y he cerrado la puerta —susurró frenética—. No paraba de decir que quería ir a dar un paseo.

—¿Por qué no se lo ha permitido?

—¡Usted me dijo que no lo perdiera de vista!

—Podría haberlo seguido.

Se tapó la boca con ambas manos por no haberlo pensado. Torcí los labios.

—Está muy enfadado —susurró Maureen.

—No se preocupe. Se desahogará conmigo. —Levanté la voz—. Tranquilo, Adam, ya estoy aquí.

Metí la llave en la cerradura y la hice repiquetear como si me costara abrir. Adam no dejaba de mover el picaporte impacientemente.

—¡Para, Adam! Estoy intentando…

Finalmente la llave se encajó en su sitio y la puerta se abrió de repente. Me sorprendió tanto la fuerza repentina que no tuve tiempo de apartarme. Adam salió de un salto, como un toro de un toril, me golpeó en el hombro y salí despedida hacia atrás, pero estaba demasiado enojado para detenerse y disculparse, y por suerte Maureen me sujetó.

—¡Ay, Dios, querida! ¿Está bien?

No noté el dolor hasta más tarde porque estaba preocupada por Adam, que corría escaleras abajo echando chispas. Me puse a perseguirlo.

—Quiero estar solo —dijo, saliendo de la casa, y torció a la izquierda, caminando con brío, hacia un sendero que bordeaba el lago.

Sus piernas eran mucho más largas que las mías y tuve que correr para no rezagarme. Unos cuantos pasos rápidos, luego una carrera para alcanzarlo, unos cuantos pasos rápidos y luego otra carrera. Entre un ligero pánico porque se hubiese descarriado y el hecho de estar corriendo, ya me estaba faltando el aire.

—Sabes que no puedo hacer eso —dije, corriendo un poco, luego caminando, luego corriendo de nuevo para alcanzarlo.

—Ahora no, ¿vale?

Seguía su ritmo, no quería decir algo que lo molestara. Permanecí a su lado. Callada pero presente. Tampoco era que Adam no fuese capaz de hacer algo debido solo a mi presencia. Era fuerte, como bien demostraba el dolor punzante de mi hombro. Aun así, perseveré, no podía darlo por perdido, no podía dejarlo solo, no podía…

—¡Christine! —me gritó en la cara—. Lárgate.

Se había parado en seco y me había pillado por sorpresa. Gritó tan fuerte que su voz resonó en torno al lago, reverberó en mi cabeza, me hizo daño en los oídos, hizo que el corazón se me saliera del pecho. El destello de ira de sus ojos, la vena que le palpitaba en la frente y las que le sobresalían en el cuello, los puños cerrados, amenazadores sin querer, me hicieron contener la respiración. Me sentí como un niño al que le ha gritado un adulto, tuve esa misma sensación de sorpresa, vulnerabilidad y vergüenza. Y me sentí sola, súbitamente muy sola. Adam me dio la espalda y siguió su camino, y yo me desplomé, me puse en cuclillas, llevándome las manos a las rodillas mientras respiraba con dificultad. Rompí a llorar y por una vez no intenté contenerme.

Dejé que se fuera.