12

Cómo resolver un problema

como Maria

Maria trabajaba en un moderno rascacielos de Grand Canal Dock, que visto por fuera parecía un tablero cuadriculado. Yo iba a encargarme de entregar la hoja de nenúfar; Adam estaba seguro de que Maria bajaría a recepción para firmar el albarán siempre y cuando le dijeran que el remitente era él. Tenía órdenes estrictas de quedarse en la calle, pero en un sitio desde donde pudiera observar su reacción. Dado que el edificio parecía estar construido enteramente de vidrio y acero, pudo elegir entre varias posiciones estratégicas; la parte peliaguda era asegurarse de que ella no lo viera. Yo quería que el momento en que Maria y Adam se reencontraran llegara cuando él estuviera preparado. Y para eso todavía faltaba mucho.

Se me hacía raro conocer a Maria. Su Maria. La mujer cuya intimidad conocía bastante bien y con quien había hablado por teléfono un par de veces y que era el motivo o uno de los motivos por los que Adam, el guapo Adam, había terminado con su vida pendiendo de un hilo. Mientras cruzaba el suelo de mármol taconeando de tal manera que la larga fila de recepcionistas levantó la vista para mirarme, me di cuenta de que Maria me fastidiaba. Y en menudo momento. No pude dejar de culparla por tener tanto poder sobre un hombre a quien supuestamente había amado, mientras aparentemente era ajena al efecto que su rechazo surtía en él. Cuando pensé en lo que ahora estaba pasando Adam para recuperarla sin que ella tuviera la menor idea, me hirvió la sangre. Insisto, realmente no era la mejor ocasión, y resultaba poco apropiado que me pusiera tan protectora cuando mi papel debía ser imparcial, pero me resultaba imposible sentirme ni remotamente objetiva en ese momento.

Racionalmente, sabía que no era culpa de Maria. Si Maria hubiese sido una amiga mía que me hiciera confidencias acerca del comportamiento de Adam, seguramente le habría dado mi apoyo cuando lo abandonara después de que todo lo que había hecho por salvar la relación hubiese fracasado. Pero pese a todo aquella mujer me chinchaba. Sabía que en realidad debería estar diciéndole a Adam que siguiera adelante, no que intentara recuperarla. Ella ya estaba con otro, y encima amigo de él; había seguido adelante. ¿Iba a destrozarlo más un nuevo rechazo? Sí. Lo mataría. Me constaba que sería así. Tenía que conseguir que su relación funcionara para salvar la vida de Adam. Cosa que me llevaba de nuevo a que me fastidiara Maria.

—Traigo un paquete para Maria Harty de Red Lips Productions —dije a la recepcionista.

—¿Quién digo que lo manda?

—Adam Basil.

Veía a Adam fuera, con el gorro de lana calado hasta las orejas y la trenca abrochada hasta el mentón; su rostro apenas era visible y la poca piel expuesta a la intemperie se estaba poniendo roja por el frío. Tendría que asegurarme de situarme de modo que Adam viera la reacción de Maria. Solo esperaba que Maria no tirara la hoja de nenúfar al suelo y la pisoteara. Temía no alcanzar a Adam a tiempo si decidía tirarse al canal.

Las puertas del ascensor se abrieron y salió una muñeca con unos tejanos negros ajustados, botas de motero, una camiseta con una mujer desnuda en una pose provocadora, el pelo negro como el azabache, que era largo y brillante y enmarcaba su barbilla de muñeca, un flequillo recto, grandes ojos azules, una nariz perfecta y labios muy, muy rojos. Jamás hubiese pensado que fuera Maria. Me la había imaginado del tipo corporativo, esperando ver un traje de chaqueta. Pero en cuanto la vi supe que era ella. Los labios rojos la delataron y de repente el nombre de la empresa tuvo todo el sentido del mundo. Sabía que era ella y, sin embargo, no podía llamarla mientras la veía caminar a través del vestíbulo hacia el mostrador de recepción. Me figuré que ella y Adam formaban una pareja muy llamativa, haciendo que la gente volviera la cabeza allí donde fueran, y en ese momento todavía detesté más a Maria. Buenos celos femeninos a la antigua usanza. Me enfadé conmigo misma; nunca había sido presa de ese tipo de pensamientos hasta entonces. No era celosa. Pero, por otra parte, siempre había sido feliz con una vida ordenada, y ahora no, de modo que cualquier cosa, cualquier persona segura de sí misma, derribaba mi ya de por sí bamboleante confianza como si de un bolo se tratara.

La recepcionista me señaló y Maria se fijó en mí. En los tiempos en que aún me hablaban, Peter y Paul me saludaban llamándome «viernes informal» por la mañana porque los vaqueros eran mi atuendo más habitual. Y no solo los vaqueros corrientes. Los tenía de casi todos los colores del arco iris, que también era la gama del resto de mi ropa. Mi armario ropero era un gran caleidoscopio con el propósito de alegrarme la vida incluso cuando todo lo demás fallaba. Había pasado de un apagado guardarropa de negros y beiges a aquel estallido de color a los veintitantos. Siempre llevaba al menos una prenda de color desde que leí un libro, Cómo alimentar el alma con la ropa que te pones, que me enseñó que llevar colores oscuros nos restaba fuerzas. Nuestro cuerpo anhelaba el color del mismo modo en que necesitaba el sol, y sin embargo ahí estaba Maria, toda de negro y ultra-cool, como si acabara de salir de una tienda All Saints, y ahí estaba yo, como un paquete de Skittles, con mis largos cabellos ondulados color arena dentro de una gorra de lana a rayas que parecía robada del escenario de Zingzillas. Mi pelo color arena «de playa» era cuidadosamente mantenido y tratado cada semana, despeinado y cardado para que pareciera que no me importaba, como si no tuviera ningún problema en el mundo, pero la verdad era que sí me interesaba, solo que fingía lo contrario. Mi pelo se reía y flirteaba, ondeaba con la brisa, mientras que el de Maria… Esa elegante melena corta con el flequillo recto se reía del peligro en su cara, exigía rebelión.

En cuanto Maria reparó en la hoja de nenúfar que sostenía en mis brazos, cosa nada difícil de ver, sonrió de oreja a oreja. Me invadió un inmenso alivio y tuve miedo de dar media vuelta para ver la reacción de Adam por si así avisaba a Maria sobre su paradero. Se llevó las manos a la boca y rompió a reír, procurando no llamar demasiado la atención, aunque supuse que en las oficinas de inmediato circularía el rumor de que alguien había mandado a Maria Harty una hoja de nenúfar.

—¡Oh, Dios mío! —Se secó los ojos. Tenía lágrimas por la alegría, pero también por el recuerdo de una persona de otra época. Alargó los brazos para coger la hoja—. Seguramente será la entrega más extraña que usted haya hecho alguna vez. —Me sonrió—. ¡Madre mía! No puedo creer que hiciera esto. Pensaba que lo había olvidado. Fue hace mucho, mucho tiempo. —Sostuvo la hoja de nenúfar en sus brazos. Súbitamente avergonzada, dijo—: Perdón, solo le falta que la gente le cuente sus historias. Seguro que tiene otras entregas que hacer. ¿Dónde firmo?

—Maria, soy Christine, hemos hablado por teléfono.

—Christine… —Arrugó la frente y de pronto lo entendió—. Oh. Christine. ¿Te llamas así? ¿Eres la que contesta el teléfono de Adam?

—La misma.

—Oh. —Maria me miró de arriba abajo, calándome en cuestión de segundos—. No me imaginaba que fueras tan joven. O sea, por teléfono pareces mucho mayor.

—Vaya.

Me sentí agradecida, encantada con la reacción aun sabiendo que no debería ser así.

Se hizo un silencio violento.

—¿De verdad consiguió esto para mí?

—Y tanto. Se metió en el agua a bajo cero. Salió empapado hasta los huesos. Labios azules y todo —dije, notando todavía el resfriado que estaba incubando.

Maria negó con la cabeza.

—Está loco.

—Por ti.

—¿Eso es lo que intenta decirme? ¿Que todavía me quiere?

Asentí.

—Y mucho. —Y por alguna razón se me hizo un nudo en la garganta. El mal momento elegido, tal vez. Carraspeé—. Pensé que debía añadir unas flores, pero insistió en esto. No sé si significa algo para ti.

Maria miró la hoja de nenúfar y solo entonces se fijó en los diminutos labios envueltos en papel de aluminio rojo. Adam los había añadido en el último momento antes de que yo entrara en el edificio y de pronto todo cobró sentido para mí. Los reconocí como los diminutos bombones que había esparcido sobre la cama del Gresham Hotel.

—¡Ay, Dios! —susurró Maria, reparando en ellos por primera vez. Intentó cogerlos, pero no podía sujetar la hoja de nenúfar con una sola mano.

Se la sostuve para que pudiera examinar los diminutos labios.

—Es increíble que todavía le queden. ¿Sabes qué son?

Negué con la cabeza.

—Los hizo para mí el año que nos conocimos. Los labios rojos son, bueno, como mi sello característico. —Comenzó a desenvolver uno y cuando vio el chocolate se rio—. ¡Son de verdad!

—¿Adam sabe hacer chocolate?

Me reí, un tanto dubitativa. Si Maria quería creérselo, yo no tenía por qué sembrar dudas en su mente, pero no pude evitar preguntarlo.

—Bueno, personalmente no, claro, pero la empresa sí —explicó, mientras seguía estudiándolos—. Eran un prototipo, no estaba previsto que llegaran a ver la luz del día. Creía que nos los habíamos comido todos.

—La empresa… —dije, procurando entenderlo todo.

—Los diseñó para mí y luego pidió a la gente de Basil’s que los hicieran. Les puso pralinés, avellanas y almendras porque decía que estoy chiflada[7]. —Se rio, pero se atragantó y los ojos se le arrasaron en lágrimas—. Mierda, perdón.

Dio la espalda a la recepción y se abanicó los ojos para que no le lloraran.

Para entonces yo estaba ligeramente impresionada pero traté de mantener la calma. Podría haber preguntado sobre Adam a Maria, averiguado más cosas acerca de él, pero por alguna razón no quise que Maria descubriera que apenas sabía nada; mi inseguridad desde que la había visto me impedía hacer mi trabajo como era debido.

—No hay nada que disculpar. No es fácil recordar los buenos tiempos. Pero él te los quería recordar.

Maria asintió.

—Dile que los recuerdo.

—Sigue siendo el mismo, ¿sabes? —dije muy seria—. Tan divertido y espontáneo como lo recuerdas. Quizá no exactamente igual que cuando lo conociste. Tal vez eso sea imposible. Pero me hace reír constantemente.

Maria me miró detenidamente.

—¿En serio?

Noté que me ardían las mejillas. Era por la gorra de lana, sin duda, al haber pasado de un frío extremo a un edificio de oficinas con un ambiente sofocante y por el resfriado que me estaba rondando desde mi incursión en el gélido estanque. Aunque no iba a quitármela, no delante de ella y de su melena de sota de bastos. ¿Quién sabía qué acechaba debajo de mi gorra?

—Estás cuidando de él en serio, ¿verdad?

—Bueno, sí. —No pude seguir sosteniéndole la mirada, de modo que le devolví la hoja de nenúfar—. Ahora debería irme. Tengo cosas que hacer.

—Espero que sepa la suerte que tiene de contar contigo —presionó un poco más Maria.

No pude evitar que me asomaran unas lágrimas a los ojos.

—Solo hago mi trabajo.

Le dediqué una sonrisa resplandeciente y me esforcé en que mi respuesta no sonara como la réplica cursi de un superhéroe.

—¿Y qué trabajo es ese?

—El de amiga —dije, retirándome unos pasos—. Soy una amiga, nada más.

Di media vuelta y me marché sin más dilación, notando que me ardía la cara. Agradecí la brisa helada que me azotó las mejillas en cuanto salí a la calle. Seguí caminando, notando los ojos de Maria clavados en mi espalda. Me alegró doblar la esquina tan pronto como pude para escapar de las superficies transparentes e interponer ladrillo macizo entre las dos. Dejé de caminar de inmediato y apoyé la espalda contra la pared, con los ojos cerrados mientras revivía la conversación en un estado de pánico. ¿Qué me había ocurrido? ¿Por qué había reaccionado de ese modo? Maria actuaba como si supiera algo acerca de mis sentimientos de lo que yo no era consciente, había logrado que me sintiera culpable y patética por sentir momentáneamente algo que no sentía, que no era posible que sintiera. Mi objetivo era unirlos a ellos, no comenzar a tener sentimientos por Adam. Imposible. Ridículo.

—Hola —oí decir a una voz excitada cerca de mi oído y di un salto, asustada.

—¡Jesús, Adam!

—¿Qué pasa? ¿Estás llorando?

—No, no estoy llorando —espeté—. Me parece que estoy resfriada.

Me restregué los ojos.

—Bueno, no me sorprende, nadando en estanques en plena noche. Bien, ¿qué ha dicho?

Tenía la nariz prácticamente pegada a la mía de lo excitado y ansioso que estaba por oír mi respuesta.

—Ya has visto su reacción.

—¡Sí! —Agitó un puño en el aire—. Ha sido perfecto, simplemente perfecto. ¿Se ha echado a llorar? Parecía que estuviera llorando. ¿Sabes qué? Maria nunca llora, esto es realmente algo grande. Habéis estado hablando un siglo. ¿Qué te ha dicho?

No paraba de dar saltitos a mi alrededor, escrutando mi rostro en busca de cada pequeña señal que pudiera decirle cómo había ido nuestra charla.

Corté de cuajo mis sentimientos y le referí el encuentro, aunque sin mencionar mis atormentados pensamientos.

—Ha preguntado si intentabas decirle que todavía la amas. Ha dicho que alguien que salta a un estanque a bajo cero para conseguir una hoja de nenúfar realmente tiene que estar enamorado de alguien. Y le he contestado que sí, que lo estabas.

—Pero yo no hice eso. —Adam me clavó aquellos ojos azules que normalmente me aceleraban el corazón, pero que entonces hicieron que me doliera—. Lo hiciste tú por mí.

Nos sostuvimos la mirada hasta que aparté la vista.

—Esa no es la cuestión. Lo importante es que ella ha captado el mensaje.

Comencé a caminar, tenía que hacerlo, necesitaba escaparme.

—¿Christine? ¿Adónde vas?

—Eh… A cualquier parte. Tengo frío, necesito moverme.

—De acuerdo, buena idea. ¿Le han gustado los bombones?

—Le han encantado los bombones, son lo que la ha hecho llorar. Por cierto, ¿le hiciste bombones? ¿Eres Adam Basil, como en «With Basil, You Dazzle»?

Puso los ojos en blanco, pero saltaba a la vista que estaba extasiado con el resultado obtenido.

—¿Qué ha dicho?

—Por poco les hace el amor, de lo contenta que estaba de volver a verlos. ¿Hiciste bombones para una mujer? Jesús, Adam, eres la pera.

—¿Qué quieres decir?

—Ya sabes qué quiero decir. Estás volviendo a ser el mismo.

—Llevaban praliné, avellanas y almendras porque está chiflada —dijo orgullosamente.

—Ya lo sé, me lo ha contado.

—¿En serio? ¿Qué ha dicho?

Su entusiasmo era irresistible, de modo que repetí la conversación entera, dejando a un lado la parte en que Maria me preguntaba sobre lo que yo representaba en la vida de Adam. Aún no había sacado conclusiones a propósito de esa parte.

—O sea que eres Adam Basil de Basil’s Confectionery. —Negué con la cabeza, todavía incrédula—. Tendrías que habérmelo dicho ayer. Lo negaste.

—No lo negué. Según recuerdo, dije: sí, y como la hierba.

—Vaya. Pues cuando todo esto termine tendrás que hacer un bombón para mí, como muestra de agradecimiento.

—Será fácil. Sabor a café solo.

Puse los ojos en blanco.

—No es muy original.

—Con forma de taza de espresso —agregó, intentando impresionarme.

—Espero que tengáis un buen equipo creativo en Basil’s.

—¿Por qué? De todos modos, tampoco te los comerías —sentenció, riendo.

Caminamos en silencio. Tuve que desconectar mi cerebro, tenía dolor de cabeza y me dolía pensar, de modo que dejé que Adam me guiara. Al acercarnos al puente de Samuel Beckett le di la mano; fue un gesto instintivo, no quería que de repente saltara, aunque sabía que estaba exultante después de la reacción de Maria. No puso reparos. Cruzamos el puente cogidos de la mano y al llegar al otro lado no se soltó.

—¿Dónde creen que estás los de Basil’s? —pregunté.

—Visitando a mi padre. Dijeron que me tomara tanto tiempo como fuera preciso. Me pregunto si aceptarán que sea el resto de mi vida.

—Seguro que los alegrará más oír esto que la alternativa.

Se volvió bruscamente para mirarme.

—No pueden saberlo.

—¿El qué, que intentaste suicidarte?

Me soltó la mano.

—Te pedí que no usaras esas palabras.

—Adam, si supieran que estabas tan abatido como para querer acabar con tu vida, seguro que sería una gran manera de dejar ese trabajo.

—Eso no es una opción válida y lo sabes —respondió—. No lo hice por eso.

Dejamos que el silencio se prolongara.

—Tendrías que ir a ver a tu padre.

—Hoy no. Hoy es un buen día —dijo, alborozado otra vez por el resultado de la visita a Maria—. ¿Dónde vamos, ahora?

—Estoy un poco cansada, Adam. Me parece que iré a casa a descansar un rato.

Primero se mostró decepcionado, luego preocupado.

—¿Estás bien?

—Sí. —Asentí. Debía aparentar optimismo—. Solo necesito echarme una siestecita y estaré bien.

—He pedido a Pat que nos recoja.

—¿Quién es Pat?

—El chófer de mi padre.

—¿El chófer de tu padre? —repetí.

—Bueno, él está en el hospital, no va a necesitarlo, y tu coche está fuera de combate. Así que he llamado a Pat. Además, está aburrido de pasarse el día aguardando.

Momentos después Pat apareció con un flamante Rolls-Royce de doscientos cincuenta mil euros. Sabía poco sobre coches, pero si bien Barry no mostraba pasión por nada de esta vida, sabía de coches y señalaba los buenos, que al parecer siempre conducían unos chulos de mierda. En opinión de Barry, el Rolls-Royce era el coche predilecto de los chulos de mierda más redomados. Saludé a Pat y subí al coche. Resultaba deliciosamente acogedor después del frío glacial de la calle. Adam todavía no había cerrado la puerta; me miraba fijamente con una expresión meditabunda.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Pétalos de rosa —dijo simplemente.

—Me encantan los pétalos de rosa.

—Y el bombón tendrá forma de pétalo.

—Eres bueno —reconocí—. Una razón más para mantenerte con vida.

—¿Significa que hay más de una razón? —bromeó, y cerró la puerta.

«Sí», pensé para mis adentros mientras él rodeaba el coche.