9

Cómo disfrutar de tu vida

de treinta maneras sencillas

Lo primero que debía hacer antes de sentarme con Adam era cancelar todas mis citas de las dos semanas siguientes. Sin Gemma para ayudarme en la logística, tendría que delegar mi trabajo y mis reuniones en mis dos colegas Peter y Paul, que no me dirigían la palabra desde el injusto despido de Gemma. Me senté al escritorio de Gemma y me puse manos a la obra. Cancelar la cita con Oscar fue lo más largo porque lo llamé justo cuando había dejado pasar el tercer autobús sin subirse. Tuve que acompañarlo por teléfono durante la experiencia entera de subir al autobús, sentarse y aplicar las técnicas de respiración, luego contarle una historia para distraerlo y finalmente darle mi número de móvil porque se angustió mucho al saber que no estaría en la oficina durante los quince días siguientes. Ahora bien, cuando terminé pude despedirme de un hombre lleno de júbilo que se sentía el amo del mundo porque había aguantado tres paradas a bordo de un autobús. Su tarea siguiente consistía en regresar a casa a pie, cosa que haría la mar de contento. En cuanto hube colgado Adam me gritó desde mi despacho.

Cuarenta y dos consejos sobre cómo tener pensamientos positivos cuando todo va mal… Otro título para mi colección. Treinta y cinco maneras de pensar positivamente… —Soltó una risotada desdeñosa—. Estas cifras me intrigan. ¿Por qué son tan concretas? ¿Por qué cuarenta y dos y no cuarenta? ¿Por qué no se pueden redondear los pensamientos positivos con el diez más cercano?

Siguió avanzando ante la estantería.

Cinco maneras de demostrar amor. Cinco maneras de conservar tu energía. Diez maneras de conservar energía. —Se rio—. ¡Ajá! Creo que ya sé cómo lo haces. Los archivas por orden numérico, ¿verdad? Te dices, «hoy estoy de humor para una larga ruta para conservar mi energía», o bien, «hoy estoy bastante cansada, de modo que tomaré el atajo para conservar mi energía». Seguro que siempre optarás por las cinco maneras de conservar tu energía porque ¿no sería un contrasentido hacer diez cosas cuando tienes la opción de hacer cinco? ¿Crees que la persona que escribió las cinco maneras tenía más o menos energía que la persona que escribió las diez maneras? Porque tiene más métodos pero escribió un libro más corto, cosa que seguramente le resultó menos agotadora. Deberían encontrarse; quizás este tío podría escribir un libro titulado Cómo aconsejar a las personas a cómo escribir libros de autoayuda. Seis maneras, doce maneras, treinta y nueve maneras, sesenta y seis maneras… ¡Sí, tenemos un ganador! —Sostuvo un libro en alto—. Sesenta y seis maneras de resolver tus problemas económicos. ¿Sesenta y seis? Yo solo sé una: ve a trabajar —le dijo al libro, y siguió husmeando.

—Hay gente que no puede trabajar.

—Claro. El estrés se ha convertido en el nuevo dolor de espalda.

—No estás en el trabajo. De hecho, tengo curiosidad por saber dónde piensan que estás exactamente.

No me hizo caso.

—¿Es como un tratamiento autorrecetado? Te dices, necesito seis maneras para perder peso, o esta semana necesito veintiuna maneras. Esta semana soy una persona del tipo nueve maneras de subir escaleras.

—Eso no es un libro.

—No, pero podría serlo. Deberías escribirlo tú. Me gustaría saber nueve modos de subir un tramo de escaleras. Está claro que la manera más obvia nunca es la que esta gente tiene en mente.

Por descontado, abrigaba la ambición de escribir un libro, pero no iba a confesárselo a él, habida cuenta de la opinión que le merecía la autoayuda. Aunque tenía la impresión de que estaba más cerca de hacerlo. La semana anterior pensé en sacar Cómo escribir un libro de éxito del montón de cajas sin abrir que contenían mi vida en el apartamento de abajo. Barry no me había apoyado mucho en mi sueño, aunque eso no debería haberme impedido hacer lo que quería. Admití libremente que en el pasado había usado su falta de apoyo como excusa porque me daba miedo hacerlo, pero ahora las cosas eran distintas y me había prometido a mí misma que lo intentaría.

Había muchos temas dándome vueltas por la cabeza, pero el título de trabajo era Cómo encontrar el trabajo de tus sueños. Hasta la fecha había encontrado publicadas treinta variantes del mismo título, había leído cuatro y aun así sentía que tenía algo que añadir. Los libros que había leído parecían centrarse en planteamientos del tipo «hacerse-rico-deprisa», mientras que yo siempre consideraba que el objetivo final debería ser la felicidad personal. Brenda me decía que la felicidad personal no vendía, que debería entretejer sexo en la oficina, o al menos dedicarle un capítulo; una vez más, la aportación de un familiar a mis ambiciones demostró ser infinitamente inútil.

Adam entretanto seguía despotricando sobre los libros de autoayuda.

—¿Hay una caja fuerte secreta con un cargamento de libros para mí? ¿Quizá Cien maneras de no matarte?

Creyéndose gracioso, se dejó caer en un sillón que resultó ser el mío. Visto lo mucho que había tardado en hacerlo, no puse objeciones. Me senté en la silla que solían ocupar mis clientes. No estaba acostumbrada a ver la habitación desde aquel ángulo y me sentí desconcertada de inmediato.

—No vas muy descaminado —dije, comenzando la sesión—. No voy a darte cien maneras para no matarte, pero vamos a trazar juntos un plan de crisis.

—¿Un qué?

Saqué un libro de la estantería que tenía detrás: Cómo enfrentarse a los pensamientos suicidas. Lo hojeé hasta dar con la página apropiada. Lo había leído dos veces seguidas en las noches de insomnio posteriores a la experiencia Simon Conway.

—En resumidas cuentas es una lista de instrucciones que debes seguir cuando tienes un pensamiento suicida, como los que has admitido haber tenido a montones. Puesto que ya has intentado ponerlos en práctica una vez, quizá te vengan ganas de volver a hacerlo.

—Ya te he dicho que querré hacerlo de nuevo si las cosas no cambian.

—Y hasta tu cumpleaños, eres mío —dije muy seria—. Hemos hecho un trato. Durante los próximos doce días haré todo lo posible por cumplir con mi parte del trato. Tú tendrás que cumplir la tuya. Seguir vivo. Esta es tu tarea. Sigue los pasos y seguirás vivo. Quizás incluso te veas más cerca de volver a encontrarte a ti mismo. Así es como puedo ayudarte a recuperar a Maria.

—Perfecto.

—De acuerdo. Pasaremos al plan dentro de un momento, nos llevará un rato redactarlo. Antes me gustaría que habláramos, necesito formarme una idea real del punto en que estás en tu vida, de cómo te sientes.

Me callé y dejé que el silencio se prolongara. Adam miró a la izquierda, luego a la derecha, en busca de una cámara oculta.

—Me siento… suicida.

Me constaba que estaba siendo sarcástico, pero no me reí.

—Para que te enteres, suicida no es un sentimiento. Es un estado del ser. La tristeza es un sentimiento, la soledad es un sentimiento, el enojo es un sentimiento. La frustración es un sentimiento. Los celos son un sentimiento. Suicida no es un sentimiento. Puedes tener pensamientos suicidas, pero un sentimiento solo es eso: un pensamiento. Nuestros pensamientos cambian constantemente porque somos nosotros quienes los dirigimos. Una vez que captes la diferencia entre los pensamientos suicidas y tus sentimientos, comenzarás a entender tus emociones. Puedes separar tus pensamientos suicidas de tus sentimientos. No pensarás «hoy quiero matarme». Pensarás «hoy estoy enojado porque mi hermana desapareció del mapa y me dejó al frente del negocio». Entonces te ocuparás de tu enojo. «Me agobia la responsabilidad de mi trabajo»; entonces te ocuparás de ese sentimiento de agobio. Puedo ayudarte a aprender a llegar al fondo de tus pensamientos suicidas, a desafiar esos pensamientos y recuperar el control. Así pues, Adam, ¿cómo te sientes?

Parecía incómodo. No paraba de moverse y desviaba la vista por la habitación. Finalmente su mirada se posó en algún lugar fuera de la ventana y se relajó un poco. Tras pensarlo un momento, dijo:

—Me siento… cabreado.

—Bien. ¿Por qué?

—Porque mi novia se está tirando a mi mejor amigo.

No era exactamente lo que yo andaba buscando, pero asentí para que prosiguiera.

—Me siento… un idiota de tomo y lomo por no haberme dado cuenta de lo que estaba pasando. —Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en los muslos, aceptando que realmente iba a hacer aquello. Se frotó la cara con las manos y volvió a incorporarse—. Aunque creo que entiendo por qué lo hizo. Lo que decías esta mañana sobre que yo estaba distante; tiene razón. Perdí la perspectiva, me distraje con todas esas otras cosas que terminaron obsesionándome. No he estado en mi mejor momento. Pero puedo decirle que he cambiado y con un poco de suerte cambiará de opinión.

—¿Cuándo vas a decirle que has cambiado?

—No lo sé. ¿Hoy?

—O sea que has cambiado de la noche a la mañana. Todos los sentimientos de agobio por el trabajo, de ser abandonado por tu hermana, toda la amargura y el enojo de tener que dejar un trabajo y una vida que adoras para cumplir con un deber familiar, toda esa decepción con tu vida, con quien eres como persona, todos esos sentimientos en conflicto a propósito de la enfermedad terminal de tu padre, sintiendo que ya no quieres seguir viviendo… ¿Todos esos sentimientos han desaparecido?

Bajó la vista al suelo, apretando la mandíbula mientras le daba vueltas en la cabeza.

—No. Pero cambiaré. Tú me ayudarás. Lo prometiste.

—Mi ayuda comienza aquí, en esta habitación. Las cosas no cambiarán excepto si tú cambias. Así que háblame.

Estuvimos hablando durante dos horas. Cuando Adam dio muestras de estar agotado y la cabeza me martilleaba con todas las responsabilidades que pesaban sobre sus hombros, decidí hacer una pausa. Informada de los problemas, ahora tocaba ganar perspectiva y mostrarle la alegría de vivir. Esta era la parte que me ponía más nerviosa. No se me daba bien, no estaba segura de qué hacer ni dónde llevarlo. Sobre todo habida cuenta de que no me sentía precisamente el alma de la fiesta.

—¿Y ahora qué? —preguntó, obviamente cansado.

—Mmm. Aguarda un momento.

Salí de mi despacho; para entonces Peter y Paul ya habían llegado pero me seguían haciendo el vacío. No me importaba porque tenía otras cosas en mente. Cogí el libro nuevo que había comprado en la tienda de Amelia, Treinta maneras sencillas de disfrutar de la vida, el libro que Amelia había creído que compraba para mí, y recordé su comentario: ¡Por fin! ¿Tan aburrida era yo, realmente? Había procurado guardarme mis problemas para mí, no había comentado mi tristeza con nadie. Pensaba que había disimulado muy bien.

Hojeé las primeras páginas.

1. Disfruta de la comida, no te limites a comer. Degústala y aprecia sus sabores.

Comida; ¿en serio? Pero ¿qué más iba a hacer con él? Metí el libro en el bolso.

—Venga, vámonos.

—¿Adónde vamos?

—A comer —dije con desenfado.

No sabía si Gemma regresaría pero, por si acaso, a modo de explicación, dejé un ejemplar de Cómo compartir tus problemas económicos con alguien que depende de ti encima de su escritorio, confiando en que lo entendiera.

El lugar para el primer punto de nuestra lista fue el restaurante Bay de Clontarf, con vistas a la bahía de Dublín.

—¿Así que comer es divertido? —preguntó Adam, apoyando el mentón en la mano como si la cabeza le pesara demasiado para que se la sostuviera el cuello—. Creía que era algo necesario para vivir.

Mientras echaba un vistazo a la carta apáticamente, me fijé en el concurrido café. Estaba abarrotado, la gente hablaba alto, los platos contenían grandes raciones de comida de colores vistosos y los aromas que flotaban en el comedor probablemente hacían la boca agua a todo el mundo, aunque a mí me revolvían el estómago.

—Sí, por supuesto —mentí. Lo único que en verdad quería era tomar una ensalada verde y marcharme cuanto antes, pero tenía que darle buen ejemplo a Adam—. Tomaré estofado de pata de cordero con raíces suculentas, humus picante y ensalada de quinoa, por favor.

Sonreí forzadamente a la camarera mientras por dentro me espantaba la obligación de comer toda aquella comida.

—Para mí un café solo, gracias —dijo Adam, cerrando la carta.

—¡No, no! —Le hice un gesto admonitorio con el dedo. Abrí la carta y se la volví a dar—. Comida. Diversión. Comer.

Adam parecía estar perdido mientras sus ojos cansados recorrían la carta.

—¿Qué nos sugiere? —pregunté a la camarera.

—A mí me encanta el salmón marinado al horno sobre un lecho de ratatouille mediterránea y puré cremoso.

Por un momento pensé que Adam iba a vomitar.

—Le encantará, gracias.

—¿No quieren entrantes? —preguntó la camarera.

—No —respondimos al unísono.

—¿Cuándo perdiste el apetito? —pregunté.

—No lo sé, hará un par de meses. ¿Cuándo perdiste el tuyo?

—No lo he perdido.

Enarcó una ceja.

—El alcohol y la cafeína no son una buena idea para alguien que está deprimido —dije, tratando de recuperar el control de la situación para seguir centrándonos en él.

—¿Qué has desayunado esta mañana? —preguntó.

Recordé el café solo que había tomado en el hotel.

—Sí, de acuerdo, pero yo no estoy deprimida.

Dio un resoplido.

—El deprimido eres tú. Eres tú quien intentó matarse. Yo solo estoy… un poco alicaída.

—Un poco alicaída. —Me miró con ojo crítico—. Eso es un eufemismo. Eeyore[4] no tiene nada que envidiarte.

Me reí a pesar mío.

—Lo único que quería decir es que debemos controlar tu dieta. Te hará bien. Tiene mucho que ver con la depresión. Es evidente que estás en forma, o sea que seguro que entrenas mucho. —Noté que me ponía roja—. Nunca te veo comer, no sé de dónde sacas la energía necesaria.

—¿Prefieres que te lo diga de cinco maneras o de diez?

—Solo de una, por favor.

—Es de cuando hago estriptis, ¿sabes? Cuando estoy en el escenario, bailando con los chicos.

Me reí.

—Me parece que estás hecho un lío con lo de hacer estriptis y lo de hacer de modelo.

—Bueno, no sé qué pasa por tu cabeza —respondió, sonriendo.

La camarera dejó dos enormes platos de comida delante de nosotros. Ambos los miramos con espanto.

—¿Está todo bien? —preguntó la camarera al percatarse de nuestra reacción—. ¿Es lo que habían pedido?

—Sí, claro, tiene un aspecto… delicioso. Gracias.

Cogí el tenedor y el cuchillo y no supe por dónde empezar.

—Dime, ¿cuándo fue la última vez que saliste a comer, Christine, visto que piensas que es tan divertido? —preguntó, estudiando su plato e, igual que yo, sin saber por dónde empezar.

—Hace mucho tiempo, pero solo porque estábamos ahorrando para la boda. Mmm, esto está bueno. ¿Lo tuyo está bueno? —«No te limites a comer, degusta la comida»—. Esto no sé qué es; ¿jengibre? Está muy rico, y me parece que lleva un poco de limón. En fin, después de la boda nos fuimos de luna de miel al extranjero y nos volvimos a quedar sin dinero, de modo que durante un año cocinábamos en casa o tomábamos comida para llevar, y ya nos iba bien porque todos nuestros amigos estaban en las mismas.

—Diversión —dijo Adam con sarcasmo—. ¿Cuánto tiempo estuviste casada?

—Come. ¿Está rico eso? ¿Esta cremoso el puré?

—Sí, el puré está cremoso —dijo, siguiéndome la corriente—. Y las zanahorias saben a zanahoria.

—Nueve meses —respondí, obviando su comentario.

—¿Lo abandonaste al cabo de nueve meses? He estado mucho más tiempo con chicas que odiaba. No te debías esforzar mucho.

—Me esforcé mucho.

Bajé la vista y revolví la comida.

—Come. ¿Sabe a cordero tu cordero? —preguntó—. ¿Y cuándo supiste que te habías equivocado?

Tomó un bocado de salmón, lo masticó despacio y se lo tragó como si fuese una pastilla gigante.

Pensé antes de contestar. ¿Decir la verdad o dar la respuesta que había dado a todos los demás?

—Nada de secretos —agregó Adam.

—Tuve punzadas de duda durante una temporada, pero supe con certeza que me equivocaba mientras caminaba por el pasillo de la iglesia el día de mi boda.

Esa era la verdad.

Dejó de comer y me miró sorprendido.

—Sigue comiendo —dije—. Lloraba a moco tendido, caminando hacia él. La gente todavía lo comenta, pensaron que era un momento muy enternecedor. Pero mis hermanas supieron ver la verdad. No eran lágrimas de alegría.

—Siendo así, ¿por qué te casaste?

—Me entró el pánico. Quería parar pero me faltó coraje. Y no quería hacerle daño. No veía otra salida; estaba atrapada, pero era una trampa en la que me había metido yo misma. Así que me obligué a seguir adelante con la boda.

—¿Te casaste porque no querías herir sus sentimientos?

—Por eso no podía seguir casada con él, solo porque no quisiera herir sus sentimientos.

Lo ponderó y luego asintió.

—Un buen argumento.

—Si me hubiese parado a pensarlo en su momento, habría encontrado otra manera de salir. Una manera mejor.

—Era como estar en un puente.

—Exactamente igual. —Seguía revolviendo la comida por el plato—. Lo amaba, ¿sabes?, pero tengo una teoría sobre el amor. Creo que, por buenos que sean, hay amores que no están destinados a durar para siempre.

Adam guardó silencio. Ambos tomamos unos cuantos bocados de comida. Finalmente dejó los cubiertos en el plato.

—Me rindo —dijo, levantando las manos—. No puedo comer más. ¿Puedo parar, por favor?

—Claro. —También yo dejé los cubiertos en el plato, aliviada—. Jesús, qué llena estoy —rezongué, con las manos en la barriga hinchada, dejando de fingir sin querer—. Figúrate, hay gente que hace esto tres veces al día.

Nos miramos y nos echamos a reír.

—¿Ahora qué toca? —preguntó Adam, inclinándose hacia delante con los ojos brillantes.

—Pues…

Miré en mi bolso y fingí buscar un pañuelo de papel. Abrí el libro a escondidas.

2. Ve a dar un paseo por el parque. No te limites a caminar, aprecia el entorno, fíjate en la belleza de la vida que te rodea.

—Vayamos a dar un paseo —dije, como si se me hubiera acabado de ocurrir.

Ambos estábamos dispuestos a dar un paseo para bajar la comida que nos habíamos obligado a comer, de modo que a pesar del frío extremo nos dirigimos a St. Anne’s Park, el segundo parque municipal más grande de Dublín. Bien arrebujados, deambulamos en torno al jardín vallado, los establos rojos que albergaban mercados los fines de semana, el templo de Hércules junto al estanque de los patos, ante el que metí prisa a Adam por si sentía el impulso de saltar. La rosaleda en esa época del año fue una decepción y un mal lugar donde sentarse en un banco para hacer una pausa. Contemplamos las feas ramas podadas y desprovistas de color mientras el viento gélido nos azotaba el rostro y el frío del banco atravesaba nuestros abrigos y pantalones hasta llegarnos al trasero. Yo aprovechaba cualquier oportunidad o excusa que podía para investigar su mente.

—¿Comprabas flores para Maria a menudo?

—Sí, pero nunca el día de San Valentín. Tengo absolutamente prohibido comprarlas el día de San Valentín. Demasiado tópico.

—¿Y qué le regalas?

—El año pasado fue un pomelo. El anterior, una rana.

—Un momento, ya volveremos al pomelo. ¡¿Una rana?!

—Ya sabes, para que pudiera darle un beso y encontrar a su Príncipe Azul.

—Ecs. Es patético.

—¿Intentas aumentar mi confianza en mí mismo o hundirme?

—Perdón. Seguro que le encantó la rana.

—Pues sí. Los dos quisimos mucho a Hulk. Hasta que se escapó por la ventana de la terraza.

De pronto sonrió como si hubiese recordado algo divertido.

—¿Qué pasa?

—Nada, una tontería… personal.

La sonrisa secreta me intrigó; era un rasgo que revelaba un lado suyo que no había visto hasta entonces; un lado más blando, el Adam romántico.

—Vamos, tienes que decírmelo. Nada de secretos, ¿recuerdas?

—Es una tontería. No tiene importancia. Solíamos bromear sobre que le regalaba un tipo de flor. Eso es todo.

—¿Qué clase de flor?

—Un jacinto de agua. A ella le gustaba el cuadro, el de Monet.

Lo dejó ahí.

—Tiene que haber algo más en esa historia.

—Bueno, decidí regalarle uno. Tenía prohibido regalarle flores en San Valentín pero pensé que esta sería una excepción. Estaba en el parque, los vi y pensé en ella. Así que me metí en el lago para coger uno.

—¿Vestido?

—Claro. —Se rio—. Era más profundo de lo que pensaba. El agua me llegaba hasta la cintura pero tenía que seguir adelante. Los guardas del parque prácticamente me daban caza.

—Dudo de que esté permitido robar jacintos de agua.

—Bueno, esa es la cuestión: no lo hice. Me equivoqué. Le regalé un nenúfar. —Se echó a reír—. Me preguntaba por qué ella pensaba que eran tan especiales.

Me eché a reír.

—¡Serás idiota! ¿A quién se le ocurre pensar que un jacinto de agua es un nenúfar?

—No veo tan raro equivocarse en algo así. En cualquier caso le gustó. Lo usó en el apartamento. Puso una foto de nosotros encima, con velas.

—Qué detalle. —Sonreí—. ¿O sea que sois un par de románticos?

—Si quieres llamarlo romántico… —Se encogió de hombros—. Nos divertíamos. Nos divertimos —se corrigió.

Inopinadamente, me entristecí. Barry y yo no teníamos anécdotas como aquella. Me esforcé en recordar alguna; tampoco era que fuese a contársela, pero la quería para mí, para recordar los buenos tiempos. Ese tipo de gesto jamás se le ocurrió hacerlo a Barry, como tampoco a mí, pero me ayudó a formarme una idea de cómo era la relación de Adam y Maria. Era espontánea, divertida, única, privada.

Nos perdimos por los senderos, yo haciendo lo posible por señalar cosas, por hacer que Adam sintiera y viera toda la vida que nos rodeaba. Desconocía los nombres de las plantas, de modo que me detenía y leía los letreros, pidiendo a Adam que leyera los nombres en latín, cosa que nos hacía reír cuando los pronunciaba rematadamente mal.

—Suenan como dinosaurios —dije.

—Suenan como enfermedades —dijo él, metiéndose las manos en los bolsillos—. Disculpe, doctor, tengo un poco de prunus avium.

—¿Qué es eso? —pregunté.

Se acercó al letrero.

—El cerezo, según parece. Imagínate tener un nombre así.

—Por cierto, ¿cómo te llamas de apellido?

Sus ojos perdieron parte de la luz recién recobrada y entendí que le había tocado la fibra.

—Basil —dijo.

—Ah. Como el chocolate —respondí, procurando que no perdiera el buen humor.

—Y como la hierba[5].

—Sí, pero el chocolate: «With Basil, You Dazzle» —dije con una vocecilla cursi, citando el lema de la empresa, que nunca acababa de funcionar si lo pronunciabas como lo hacían los americanos. De ahí que el lema de la empresa fuese With Bayzil, You Dayzzle. Era una marca irlandesa de productos de confitería muy apreciada que llevaba casi doscientos años en el mercado, y la mera mención de Basil hacía sonreír a todos los niños y adultos del país. Pero no a Adam. Al ver la expresión de su rostro, agregué—: Lo siento, te lo habrán dicho toda la vida.

—Pues sí. ¿Cómo se sale de aquí? —preguntó, como si de pronto se hubiese hartado de mi compañía.

Sonó mi teléfono.

—Amelia —leí.

—Ah, sí, la proposición de matrimonio que nunca ocurrió —dijo, en un tono monótono. Se alejó para darme intimidad.

—Amelia —contesté, con la voz expectante. Oí un gemido al otro de la línea—. Amelia, ¿qué ocurre?

—Tenías razón —sollozó.

—¿Cómo dices? ¿En qué tenía razón?

Mi voz resonó.

Adam dejó de buscar la salida y me miró fijamente. Al ver mi expresión entendió lo que había ocurrido y supe con toda exactitud lo que estaba pasando por su cabeza: para que luego me vengan con pensamientos positivos.

Corrí todo el paseo marítimo de Clontarf con el viento azotándome las mejillas. Tuve que concentrarme en mi avance, saltando y esquivando placas de hielo como si estuviera haciendo una carrera de obstáculos hasta que llegué a la librería. En algún lugar detrás de mí, Adam regresaba sin prisa con la llave de mi apartamento en la mano. Procuré no preocuparme porque fuera a tirarse al mar; le había dado instrucciones estrictas, repasé rápidamente el plan de crisis una vez más y me eché a correr. Tenía que llegar cuanto antes junto a mi amiga.

Amelia estaba sentada en un sillón en su rincón de la librería, con los ojos enrojecidos. En el otro lado de la tienda una mujer disfrazada de Drácula, con la cara pintada de blanco y sangre chorreándole de la boca, estaba leyendo un cuento a un grupo de atemorizados niños de entre tres y cinco años de edad.

—Bajaron por la escalera oscura hasta el sótano. Las teas que ardían en las paredes les alumbraban el camino. Y de pronto, delante de ellos, allí estaban… los ataúdes —dijo de un modo espeluznante.

Uno de los niños sollozó y corrió en busca de su madre. La madre recogió sus cosas, lanzó una mirada enojada a la mujer Drácula y se marchó de la librería.

—Amelia, ¿estás segura de que ese cuento es apropiado?

Amelia, que parecía comatosa y con la visión demasiado borrosa por las lágrimas para ver más allá de la punta de su nariz, se sorprendió al oír mi pregunta.

—¿Lo dices por Elaine? Sí, lo hace bien, acabo de contratarla. Ven, tengo que hablar contigo.

Salimos de la librería y subimos al apartamento que Amelia compartía con su madre, Magda.

—No quiero que mi madre lo sepa —dijo en voz baja, cerrando la puerta de la cocina—. Ella estaba convencida de que iba a proponerme matrimonio. No sé cómo decírselo.

Se puso a llorar otra vez.

—¿Qué ha sucedido?

—Ha dicho que le han propuesto un trabajo en Berlín y que tiene muchas ganas de mudarse allí porque es una gran oportunidad para él, pero sabe que yo no puedo ir. No puedo abandonar a mamá, ni siquiera para montar nuestra propia casa. Definitivamente, no puedo irme del país. ¿Qué pasaría con la tienda?

Pensé que no era el momento apropiado para recordarle que la tienda llevaba diez años con pérdidas, incapaz de competir con las grandes cadenas de librerías con cafetería, por no mencionar las tiendas on-line y los libros electrónicos. Apenas lograba impedir que Amelia escupiera a la gente cuando la veía leer en una tableta. Había hecho lo posible, organizando sesiones de cuentacuentos para niños, presentaciones con autores y un club de lectura, pero era una batalla perdida. Todo ello a fin de mantener vivo el recuerdo de su padre. La librería había sido su orgullo y su alegría, no los de ella. Era a él a quien amaba, no el negocio. Había intentado señalárselo en varias ocasiones, pero Amelia no me hacía caso.

—¿Es una opción llevar a tu madre a Berlín?

Amelia negó con la cabeza.

—Mamá odia viajar. Ya sabes cómo es, no se irá del país. ¡Sería imposible que viviera allí!

Me miró, horrorizada porque me hubiera atrevido a sugerirlo. Entendí la frustración de Fred. Amelia nunca se plantearía esa idea ni por un instante.

—Vamos. Eso no significa que hayáis terminado. Las relaciones a distancia funcionan. Así lo hicisteis cuando estuvo seis meses en Berlín, ¿recuerdas? Fue duro, pero puede hacerse.

—Verás, esa es la cuestión… —Se secó las lágrimas—. Conoció a otra mientras estuvo allí. No te lo conté en su momento, pero lo resolvimos. Le creí cuando dijo que había terminado con ella pero… Christine, él sabe de sobras que nunca me marcharé de aquí. Le consta que no lo haré. El restaurante, el champán, todo ha sido una ridícula farsa para obligarme a ser la que pusiera fin a la relación. Él sabía que diría que no, pero al menos así él no es el malo de la película. Si todavía no ha vuelto a ponerse en contacto con ella, tiene planes de hacerlo, lo sé.

—No lo sabes.

—¿Nunca has sabido algo al mismo tiempo que no lo sabías?

Sus palabras me impactaron; sabía perfectamente a qué se refería. Yo había utilizado la misma expresión cuando pensaba sobre mis sentimientos a propósito de mi matrimonio.

—Oh, Dios —dijo Amelia agotada. Dejó caer la cabeza sobre los brazos, que tenía cruzados encima de la mesa—. Menudo día.

—Y que lo digas —susurré.

—¿Qué hora es? —Amelia miró el reloj de pared—. Qué raro. Normalmente mamá habría pedido la cena a estas horas. Más vale que vaya a ver cómo está. —Se restregó los ojos—. ¿Tengo aspecto de haber llorado?

Tenía los ojos enrojecidos, a juego con su melena pelirroja.

—Te ves bien —mentí. Su madre se enteraría, tarde o temprano.

En cuanto salió de la cocina miré si tenía mensajes de Adam en el móvil. Le había dado las llaves de mi apartamento y esperaba que estuviera bien, pero en el apartamento no había con qué distraerse, ni libros ni televisor. Aquello no era bueno. Marqué su número enseguida.

—¡Christine! ¡Llama a una ambulancia! —chilló Amelia desde la habitación de al lado. Por su tono entendí que no debía hacer preguntas. Borré el número de Adam y marqué el 999.

Amelia había encontrado a Magda en el suelo junto a su cama. En cuanto llegó el personal de la ambulancia la declararon muerta. Había sufrido un derrame cerebral. Amelia era hija única sin personas a su cargo y nadie a quien recurrir, de modo que me quedé con ella, prestándole un hombro sobre el que llorar y ayudándola con las formalidades.

Eran las diez de la noche cuando por fin tuve ocasión de mirar mi teléfono. Tenía seis llamadas perdidas y un mensaje de voz. Era de la comisaría de la Garda de Clontarf, pidiéndome que llamara por un asunto relacionado con Adam Basil.