13
Cómo reconocer y apreciar a las personas
de tu entorno
Me senté en la segunda fila, detrás de Amelia, en el funeral de su madre. Aparte de un tío anciano, hermano de su padre, al que habían dado permiso para salir de su residencia geriátrica, Amelia estaba sola en el primer banco, reservado a la familia. Fred, que días antes le había pedido que se mudara a Berlín con él, no se había molestado en pedírselo una segunda vez. De hecho, había detectado cierto pánico en él cuando hablamos. Al fin y al cabo, al hacer su propuesta contaba con la certeza de que Amelia diría que no a causa de su madre; ahora que Magda había fallecido y nada ataba a Amelia a la librería ni a Dublín, su terror era patente. Estaba segura de que Amelia llevaba razón al decir que había otra mujer aguardándolo en Berlín. Lo busqué unas filas más atrás y le lancé la mirada más asesina que pude en nombre de mi amiga. Fred bajó los ojos y cuando me di por satisfecha de verlo apurado me volví de nuevo hacia delante, sintiéndome como una sucia hipócrita y lamentándolo al instante. A mí no me había estado aguardando un hombre, eso era evidente, pero había abandonado a Barry, terminando nuestra relación sin causa alguna; bueno, sin un motivo aparente para los demás. Era casi como si mi infelicidad no bastara. Si no me engañaba con otra, si no me pegaba ni se portaba mal conmigo, nadie parecía entender que el hecho de no amarlo y sentirme desdichada fuese motivo suficiente. Yo no era perfecta, pero hacía lo posible, como casi toda la gente, por no cometer errores. Que un matrimonio entero fuese una equivocación era una de las cosas más dolorosas, por no decir lamentables, que podría haber ocurrido en mi vida. La idea de que Barry pudiera estar presente en la iglesia hizo que dejara de pasear la vista.
Aunque Fred hubiese hecho daño a Amelia, ¿cómo me atrevía a culparlo por haber hecho precisamente lo que Barry y yo habíamos predicho en nuestras conversaciones íntimas? Amelia estaba presa en la rutina de cuidar de su madre y dedicarse al negocio que su padre tanto había amado, un empeño encomiable, sin duda, pero impuesto por voluntad propia. A Amelia no le quedaba otra cosa que ofrecer a Fred o a cualquier otra persona de su entorno.
Amelia tenía la cabeza inclinada, sus rizos pelirrojos le ocultaban el rostro. Cuando volvió hacia mí sus cansados ojos verdes los tenía enrojecidos, la punta de la nariz también por el roce de los pañuelos de papel, y su semblante reflejaba su sufrimiento. Le respondí con una sonrisa de apoyo y entonces percibí el silencio que reinaba en la iglesia y vi que el sacerdote me estaba mirando.
—Oh.
Caí en la cuenta de que me esperaban a mí. Me levanté y me dirigí hacia el altar.
Tanto si a Adam le gustó como si no, había insistido en que viniera al funeral y se sentara conmigo y mi familia. Pese a su buen humor después de mi encuentro con Maria, no podía arriesgarme a dejarlo solo. Estábamos haciendo grandes progresos, en parte con Maria, en parte con él mismo, pero por cada paso adelante daba dos pasos atrás. Le había prohibido leer los periódicos y ver los telediarios. Tenía que centrarse en lo positivo; las noticias no lo hacían. Había maneras de mantener el contacto con la realidad sin permitir que te bombardearan con la información que otros consideraban oportuna. La víspera habíamos pasado buena parte del día haciendo un rompecabezas mientras hurgaba en su mente de la forma menos invasiva posible que pude, y luego jugamos una partida de Monopoly, cosa que significó que tuve que dejar de hacer preguntas y concentrarme para impedir que Adam me diera una paliza. De nada sirvió y me fui a la cama malhumorada. Me constaba que estas actividades no iban a salvarlo pero a mí me ayudaban a conocerlo mejor puesto que propiciaban que me hablara. Creo que también le proporcionaban un momento para pensar en sus problemas, digerirlos mientras se concentraba en otra cosa al mismo tiempo, en lugar de mantenerlos siempre en primer plano. Aquella mañana había oído sus sollozos apagados mientras se duchaba e hice planes sobre cómo resolver el resto de sus problemas. Yo creía que casi todo era posible si te lo proponías, pero también era realista; «casi» implicaba no todo. No podía permitirme explorar las probabilidades en aquel caso; solo había un resultado posible.
Una vez en el presbiterio puse mi lectura en el atril. Amelia me había pedido que leyera, dejando que yo misma escogiera el texto que me pareciera apropiado. Iba a ser un verdadero acto de voluntad pronunciar aquellas palabras; tenían un significado muy especial para mí y nunca las había leído en voz alta, solo para mis adentros y rara vez sin que se me saltaran las lágrimas, pero no se me ocurrió que hubiera un momento más indicado para leerlas. Sonreí a Amelia, luego miré más allá, primero a mi familia y luego a Adam. Tomé aire entrecortadamente y le dirigí mis palabras a él.
—¿Dónde estaríamos si no hubiera un mañana? Solo tendríamos el día de hoy. Y si tal fuera el caso contigo, esperaría que el día de hoy fuese el más largo. Llenaría el día de hoy contigo, haciendo todo lo que siempre me ha gustado. Reiría, conversaría, escucharía y aprendería, amaría, amaría, amaría. Haría que todos los días fuesen el día de hoy y no me preocuparía por el mañana, cuando no estaré contigo. Y cuando ese espantoso mañana nos llegue, te pido que sepas que no quise abandonarte ni que me dejaras atrás, que cada instante que pasé contigo fue parte de la mejor época de mi vida.
—¿Eso lo escribiste tú? —preguntó Adam cuando estábamos sentados en la recepción posterior al funeral con una taza de té con leche y un plato de bocadillos de jamón intactos delante de nosotros.
—No.
Dejamos que el silencio se prolongara. Supuse que me preguntaría quién lo había escrito y estaba pensando qué le diría, pero me sorprendió no preguntándolo.
—Me parece que debería ir a ver a mi padre —dijo Adam inopinadamente.
Con eso me bastó.
El padre de Adam estaba en el hospital privado St Vincent’s. Había ingresado para un breve tratamiento de su hígado enfermo un mes antes y todavía no había salido de allí. El señor Basil resultó ser el hombre más grosero que alguien pudiera llegar a conocer y aunque sin él la vida en la planta hubiera sido mucho más fácil para todos los implicados, seguían empleando lo mejor de la medicina moderna para intentar mantenerlo vivo. Su habitación no era una en la que alguien eligiera entrar debido al miedo a sus abusos, verbales para todo el mundo, y físicos para las enfermeras jóvenes o como él las llamaba, «maduras». Para las menos maduras recurría a otros tipos de maltrato físico, habiendo incluso arrojado su orina a una enfermera que había interrumpido una conversación telefónica. Solo permitía que un puñado de miembros del personal femenino de enfermería lo atendiera, y le habían dejado creer que realmente tenía posibilidad de elegir en esa cuestión. Quería estar rodeado de mujeres porque pensaba que hacían mejor el trabajo habida cuenta de su capacidad para las multitareas, sus innatas frialdad, firmeza y eficiencia, y, sobre todo porque, siendo consideradas el sexo débil, sentían la necesidad de demostrar que valían más que los hombres. Los ojos de los hombres se despistaban; él necesitaba personas capaces de concentrarse en una cosa cada vez, y esa cosa era él. Deseaba y necesitaba ponerse mejor. Tenía un negocio internacional multimillonario que dirigir y hasta que lo curaran lo dirigiría desde la espartana habitación que se había convertido en el centro neurálgico de Basil’s Confectionery.
Como seguíamos a la camarera que abrió la puerta para entrar, pude ver brevemente al anciano y vi una cabeza cubierta de rizos grises que raleaba y una larga barba también de rizos grises que le nacía en el mentón, no en las mejillas, y terminaba en una punta afilada como si fuese una flecha que señalara hacia las profundidades del infierno. Nada era reconfortante en aquella habitación a la que lo habían enviado para curarlo. Había tres ordenadores personales, un fax, un iPad, BlackBerries e iPhones de sobras para la figura que se desintegraba en la cama y las dos mujeres con traje chaqueta acurrucadas a su lado. No era una habitación que insinuara la posibilidad de un adiós al mundo; era una habitación viva, ajetreada, lista para crear; una habitación que pataleaba y gritaba enfurecida contra la luz agonizante. El ocupante de aquella habitación no había terminado con el mundo y si era preciso lo abandonaría peleando.
—Me he enterado de que reparten tarrinas de Bartholomew en los aviones —le espetó a la mujer de más edad—. Una tarrina de helado para cada pasajero, incluso en turista.
—Sí, han firmado un acuerdo con Aer Lingus. Por un año, tengo entendido.
—¿Por qué no tienen Basil’s en los aviones? Es absurdo que Bartholomew consiguiera el acuerdo y nosotros no. ¿Quién es responsable de esta cagada? ¿Lo es usted, Mary? Francamente, ¿cuántas veces tengo que decirle que esté ojo avizor? Está tan distraída con esos malditos caballos que empieza a preocuparme que haya perdido facultades.
—Por supuesto que hablé con Aer Lingus, señor Basil, en muchas ocasiones, y llevo años haciéndolo, pero a su entender Bartholomew es una marca más lujosa mientras que nosotros somos una marca familiar. Nuestros productos están…
—Nuestros no, míos —interrumpió él.
Mary prosiguió con toda calma, como si no hubiese dicho nada.
—… a la venta en la tienda de abordo, y puedo decirle los ingresos exactos que generan en…
Hojeó unos papeles.
—¡Fuera! —gritó el viejo a pleno pulmón, y todos nos sobresaltamos excepto la impertérrita Mary, que una vez más se condujo como si no lo hubiese oído—. Estamos reunidos, tendrías que haber llamado antes.
No alcancé a comprender cómo había podido vernos entrar, dado que estábamos detrás de un carrito altísimo y yo apenas podía verlo a él.
—Vámonos —dijo Adam, dando media vuelta.
—Espera. —Lo agarré del brazo, bloqueé la puerta y quedó atrapado en la habitación—. Esto vamos a hacerlo hoy —susurré.
La camarera dejó una bandeja en la mesa, delante del señor Basil.
—¿Qué es esto? Parece mierda.
La mujer con la redecilla lo miró, aburrida, al parecer acostumbrada a los insultos.
—Es empanada de pastor, señor Basil —contestó con un marcado acento dublinés, y acto seguido adoptó un tono más sarcástico y de superioridad—. Acompañado de una ensalada de lechuga y tomates mini, acompañada de una rebanada de pan con mantequilla. De postre tiene jalea y helado, seguidos de su enema; así que, por favor, avise a la enfermera Sue para esto último.
Sonrió con dulzura un nanosegundo y volvió a poner su habitual cara de pocos amigos.
—Mierda de pastor, más bien, y esta ensalada parece forraje. ¿Le parezco un caballo, Mags?
La camarera no llevaba tarjeta de identificación. Pese a los insultos, quizá se sintiera ligeramente halagada porque el señor Basil supiera cómo se llamaba. A no ser que se llamara Jennifer.
—No, señor Basil, por supuesto que no parece un caballo. Parece un anciano flacucho que necesita cenar. Cómaselo todo.
—La cena de ayer parecía comida y sabía a mierda, a lo mejor esta mierda tendrá gusto a comida.
—Y con un poco de suerte el enema de hoy le ayudará a cagar —dijo Mags, retirando la bandeja de antes y llevándosela de la habitación con la cabeza bien alta.
Me pareció ver que el señor Basil sonreía, pero el atisbo de tal posibilidad desapareció tan deprisa como llegó. Su voz era grave, débil pero autoritaria. Si era así de duro en su lecho de muerte, no quería ni pensar cómo había sido en la oficina. Y como padre. Miré a Adam; su expresión era indescifrable. Aquella visita era importante, era el momento en que yo tendría que apelar al instinto paternal del señor Basil para que viera que obligar a Adam a asumir la dirección de la empresa era perjudicial para la salud de su hijo. Era la canasta en la que había puesto todos los huevos, y ya me preocupaba que hubieran decidido aplastarse nada más entrar en la habitación.
—Qué demonios, para adentro —gritó el anciano.
Mags se detuvo.
—Usted no, esos dos.
Mags me dio unas palmaditas en la mano con ademán compasivo al pasar junto a mí y me dijo:
—Es un auténtico cabrón.
Adam y yo nos acercamos a la cama. Padre e hijo no intercambiaron palabras afectuosas, ni siquiera un saludo.
—¿Qué tenéis que hacer hoy? —espetó el señor Basil.
Adam se quedó confundido.
—Os he oído susurrar «esto vamos a hacerlo hoy» —dijo, imitando burlonamente mi susurro de antes—. No pongas cara de pasmo, no me pasa nada en los oídos. Es el hígado lo que me tiene aquí, y ni siquiera es lo que me está matando. Es el cáncer, ¡y creo que esta bazofia me matará antes que él! —Apartó el plato—. No entiendo por qué no dejan que me vaya a morir a otra parte. Tengo cosas que hacer —agregó, levantando la voz mientras una doctora entraba para estudiar la gráfica de sus constantes. La acompañaban dos médicos estudiantes.
—Parece que se está pasando de la raya —dijo la doctora—. El número autorizado de visitantes por habitación es de dos. —Nos fulminó con la mirada como si fuéramos los responsables de provocar que el cáncer creciera tan deprisa—. Creía haberle dicho que descansara, señor Basil.
—Y yo creía haberle dicho que se fuera a la mierda —replicó él.
Se produjo un largo e incómodo silencio y de repente me vinieron ganas de reír.
—Aguardas todo el día a que venga un puto médico y luego vienen tres a la vez —dijo el anciano—. ¿A qué debo el placer de su visita? ¿A los miles que le pago cada día para que me ignore?
—Señor Basil, permítame recordarle que debe moderar su lenguaje. Si se siente más irritable que de costumbre, tal vez convenga que echemos un vistazo a su medicación.
El señor Basil hizo un ademán desdeñoso con su enjuta y pálida mano, casi como si se rindiera.
—Unos minutos más y luego debo insistir en que todos ustedes dejen solo al señor Basil —dijo la doctora con firmeza—. Luego podremos hablar.
Dio media vuelta y se marchó con sus alegres escuderos escabulléndose detrás de ella.
—Quizá la vea otra vez la semana que viene, cuando visitará mi cama y volverá a contarme patrañas insignificantes. ¿Quién es usted? —inquirió, fulminándome con la mirada.
Todos volvieron la cabeza hacia mí.
—Soy Christine Rose.
Le tendí la mano.
El señor Basil la miró, levantó su mano, de la que salía un tubo, y se dirigió a Adam mientras estrechaba mi mano sin fuerza.
—¿Está enterada Maria? Nunca pensé que fueras infiel, siempre me has parecido un cobardica. Un calzonazos. Rose, ¿qué clase de nombre es ese?
Se volvió de nuevo hacia mí.
—Creemos que originalmente era Rosenburg.
Me miró con recelo, como intentando calarme, y sus ojos apuntaron otra vez a Adam.
—Me gusta Maria. No me gusta mucha gente, pero ella me gusta. Y Mags, la camarera. Maria es lista. Cuando se organice, llegará lejos. No le veo futuro a ese negocio de mierda, Red Lips. Suena a porno.
No pude evitarlo: me reí a carcajadas.
El señor Basil pareció sorprenderse y prosiguió, sin quitarme los ojos de encima.
—Cuando entre en razón y deje de hacer caricaturas…
—Animación —interrumpí, sintiendo que se lo debía a Maria tras haber disfrutado un poco más de la cuenta con su aniquilación.
—Me importa un rábano lo que sea; lo hará bien. Te ayudará cuando lleves las riendas, porque sabe Dios que no tienes ni pajolera idea de cómo organizar algo.
—Entonces ¿por qué quiere que dirija la empresa? —pregunté, y todas las cabezas se volvieron hacia mí.
Todos, particularmente el señor Basil, parecieron sorprendidos; al fin y al cabo, él no había soñado siquiera en soltar prenda. Su autoridad jamás debía ponerse en entredicho, nadie más estaba autorizado a llevar la iniciativa.
—¿Acaso era un secreto? —murmuré a Adam.
Negó con la cabeza, mirándome con ojos precavidos.
—¿Pues entonces? —pregunté. Miré en derredor, sin saber qué había hecho. La mujer que se llamaba Mary se retiró un paso de la cama y la otra, más joven, hizo lo propio.
—Esto no es asunto nuestro. Estaremos fuera, si nos necesita.
Él no le hizo el menor caso. Mary vacilaba entre irse y quedarse.
—Dígame, ¿de qué conoce a mi hijo?
—Somos amigos —terció Adam.
—¡Ah, no ha perdido el habla! —dijo su padre—. Dime una cosa, Adam, en la oficina no te han visto desde el domingo. Según parece estabas en Dublín para visitarme, pero me habría dado cuenta si hubieses venido, y no lo has hecho. Si vas a perder el tiempo yendo de putas por ahí, hazlo en…
—No estaba yendo de putas…
—… tu tiempo libre. No me gusta que me interrumpan, gracias, señorita Rose.
—Hay un asunto que me gustaría hablar en privado con usted —dije—. Adam, tú también puedes irte, si quieres.
El señor Basil miró a las dos mujeres que seguían de pie al lado de su cama. Parecían ansiosas por salir de la habitación y, aunque solo fuera por eso, iba a obligarlas a quedarse en la habitación.
—Confío en Mary más que en mí mismo. Está con nosotros desde el día que asumí la dirección hace cuarenta años, y ha conocido a mi hijo desde que llevaba pañales, fase que duró mucho más de lo que todos esperábamos. Cualquier cosa que tenga que decir puede ser dicha delante de Mary. De la otra chica no estoy tan seguro, pero Mary tiene muy buena opinión de ella, de modo que le estoy dando una oportunidad. Ahora corte el rollo y dígame a qué ha venido.
La mujer más joven que estaba al lado de Mary bajó la cabeza, avergonzada. Acerqué una silla y me senté. Cómo dar noticias delicadas a un anciano agonizante. Aquel hombre en concreto no parecía merecer la menor delicadeza, dado que no tenía ninguna con los demás. Bien, si Adam no iba a hablarle directamente, lo haría yo. Resolvería aquello de una vez por todas. Yo procedía de un mundo donde imperaban la sinceridad y la franqueza, no era histriónica y desde luego no señalaba los problemas que tenía con otras personas salvo si era vital y excepto si iba a servir para mejorar la relación, y la situación de Adam la había clasificado como vital. Si la conducta de una persona tiene un efecto negativo sobre tu vida, tienes que comunicarte con ella, compartir el problema, hablarlo, llegar a una conclusión. La comunicación es clave en estas situaciones, y obviamente era inexistente entre aquel padre y su hijo. Mi impresión era que Adam tenía demasiado miedo para hacer frente a su imponente padre y por tanto tendría que hacerlo yo por él.
Hablé con firmeza y miré al anciano directamente a los ojos.
—Soy consciente de que va a morir muy pronto y de que quiere que Adam asuma la dirección de la empresa para que el control no revierta a su sobrino. Estamos aquí para hablar sobre eso.
Adam suspiró y cerró los ojos.
—Cállate —le espetó el señor Basil, pese que no había hablado—. Mary, Patricia; fuera, por favor.
Ni siquiera miró cómo salían; mantuvo los ojos clavados en mí.
Dediqué una sonrisa tranquilizadora a Adam pero su expresión, con la mandíbula apretada, era indescifrable.
El señor Basil me miró como si fuese la última persona con quien quisiera hablar.
—Señorita Rose, está mal informada. Yo no quiero que Adam tome el mando de la empresa. Lavinia es la siguiente en la línea de sucesión y siempre tuvo intención de heredar. Es mucho más capaz para el trabajo que él, créame, pero ella está en Boston.
—Sí, me consta que robó millones a sus amigos y familiares —dije, poniéndolo en su sitio—. Este es el caso: Adam no quiere ese trabajo.
Dejé que el silencio se prolongara. Él aguardaba a que dijera algo más, pero no dije palabra. Eso era lo que había, no tenía más que añadir. El señor Basil no merecía mimos ni educadas explicaciones.
—¿Acaso cree que no lo sé? —Desvió la mirada hacia Adam—. ¿Se supone que esto es una elaborada revelación?
Fruncí el ceño. Aquello no estaba saliendo como yo había planeado.
El señor Basil se echó a reír, pero incluso su risa era triste.
—Su falta de interés por todo lo que hago lo ha hecho evidente, ha estado loco por los helicópteros desde que aprendió a hablar y ha pasado los últimos diez años haciendo el indio con la Guardia Costera. Me trae sin cuidado que no quiera el empleo, me importa un rábano que lo haga profundamente desdichado. Eso no cambia que las cosas sean como deben ser. Esta empresa tiene que dirigirla un Basil. El director siempre ha sido y siempre será un Basil. Y no puede ser Nigel Basil; no debe serlo. Por encima de mi cadáver. —Pareció no darse cuenta de la ironía—. Mi abuelo, mi padre y yo hemos luchado duro para mantener esta empresa en nuestras manos en tiempos buenos y malos desde que se fundó, y ninguna bruja marimandona sin dos dedos de luces va a cambiar eso.
Me quedé literalmente boquiabierta. Oí que otro de mis huevos se resquebrajaba por la presión.
—Padre, ya basta —dijo Adam con firmeza—. No le hables así. No intenta cambiar nada, solo te está diciendo lo que cree que tú no sabes, quiere ayudar.
—¿Y por qué me transmite este mensaje en nombre de mi hijo? —Miró a Adam—. Hijo, ya va siendo hora de que tengas más huevos. No dejes que otros te saquen las castañas del fuego.
Y entonces su tono se volvió cruel. No humorísticamente cruel como antes, sino amargamente cruel, puro vitriolo emanando de sus ojos y su boca, torcida con desdén.
—¿Le ha contado que no recibe un penique, ninguna clase de herencia, hasta que haya cumplido diez años en la empresa? Tanto si estoy vivo como muerto, no se lleva nada. Me parece que eso podría convencerlo.
Adam miraba a la pared, impávido.
—No, no me lo ha contado —dije, sumamente irritada con aquel malvado anciano—. Pero en realidad no creo que sea una cuestión de dinero para Adam. Señor Basil, si su empresa le importa más que el bienestar de su hijo, ¿no debería al menos plantearse qué es mejor para la empresa? Soy consciente de que es una empresa familiar y de que lleva funcionando varias generaciones; usted le ha dedicado su vida entera, sangre sudor y lágrimas; ahora necesita encontrar a alguien que siga haciéndolo en su ausencia. La empresa no florecerá en manos de Adam porque a él no le motiva el mismo deseo que a usted. Si realmente le importa su legado, busque a alguien que la ame y la cuide como lo ha hecho usted.
Me miró con aire desdeñoso, la mirada fría, y luego se volvió hacia Adam. Esperé oír resentimiento, pero me sorprendió su tono sereno.
—Maria te ayudará, Adam. Cuando haya decisiones que no sepas cómo tomar, tantéalas con ella. Cuando yo empecé, ¿crees que pasaba un día sin que le preguntara su opinión a tu madre? Y tendrás a Mary; es mi mano derecha. ¿Crees que tendrás que hacerlo solo? Pues te equivocas. —Se calló, repentinamente cansado—. No puedes dejar que Nigel intervenga, sabes que no puedes.
—A lo mejor Maria está demasiado ocupada acostándose con Sean para ayudarlo, ¿no?
Sobresaltados, todos nos volvimos hacia la puerta. Un joven apuesto nos miraba, el parecido familiar era evidente en su mandíbula poderosa y sus ojos azules. Pero su pelo era negro en lugar de rubio, lo mismo que su alma. Tuve la sensación de que emitía malas vibraciones.
Divertido, enarcó una ceja, se metió las manos en los bolsillos y entró desenfadadamente.
—Nigel —dijo Adam de manera cortante.
—Hola, Adam. Hola, tío Dick.
Ojalá hubiese podido compadecer al señor Basil entonces. ¿Qué podía ser peor que ver a alguien que desprecias cuando estás enfermo en la cama, con un pijama estampado de cachemir, incapaz de defenderte? Y se llamaba Dick. Pero resultaba imposible sentir piedad por él.
—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó Adam, sin molestarse en ser educado y dando la impresión de tener ganas de pegarle.
—Visitar a mi tío, y me parece que lo he hecho en el mejor momento posible: tú y yo nos quedamos sin terminar nuestra reunión de la semana pasada. Te largaste con mucha prisa.
—¿Vosotros dos, reunidos? —preguntó el señor Basil, como si lo hubiesen apuñalado en el corazón.
—Adam fue a verme a propósito de mi futuro en Basil’s. Le gustó bastante la idea de juntar los nombres Bartholomew y Basil; el mayor homenaje a nuestro abuelo, ¿no te parece? —sonrió con suficiencia.
—¡Mentiroso! —La furia de Adam era evidente. Tropezó con mis pies al abalanzarse sobre su primo, a quien agarró por el pescuezo y empujó a través de la habitación hasta estamparlo contra la pared. Envolvió el cuello de Nigel con la mano y lo sujetó allí mientras su primo forcejeaba.
—Adam —le advertí, procurando controlar mi pánico.
—Eres un maldito mentiroso —dijo Adam con los dientes apretados.
Las venas de Nigel sobresalían en su frente mientras intentaba apartar las manos de Adam de su cuello, pero Adam era más fuerte. Luego Nigel dirigió sus esfuerzos a meter los dedos en la nariz de Adam, obligándolo a echar la cabeza para atrás.
—¡Adam!
Me puse de pie de un salto. Quería separarlos, pero me daba miedo acercarme demasiado mientras peleaban. Me volví hacia el señor Basil. Estaba echando chispas, pero en última instancia era un viejo impotente en su lecho de enfermo, y lo sabía. Comenzó a respirar trabajosamente.
—Señor Basil, ¿se encuentra bien? —pregunté. Corrí a su lado y pulsé el botón para avisar a la enfermera.
Se le saltaron las lágrimas.
—No lo haría —dijo con firmeza—. Adam no haría eso.
Escrutó mi rostro en busca de señales de que lo habían inducido a error.
—Por supuesto que no —dije, comenzando a ser presa del pánico y apretando el botón sin parar. Para cuando los agentes de seguridad irrumpieron en la habitación, Adam y Nigel estaban peleando en el suelo. Enseguida quitaron a Adam de encima de Nigel y mientras lo sujetaban por los hombros, con los brazos en la espalda, Nigel propinó dos soberanos puñetazos a Adam, primero en la mandíbula, luego en el vientre.
Adam se dobló.
—Me parece que tu etapa de modelo ha terminado —bromeé mientras daba unos toques de antiséptico al labio partido de Adam cuando hubimos regresado al apartamento.
Sonrió y la sangre volvió a manar del corte.
—Ay, no sonrías —dije, volviendo a darle toquecitos.
—No te preocupes —suspiró. De pronto se levantó, apartándome, su cuerpo de nuevo en actitud agresiva—. Voy a darme una ducha.
Abrí la boca para disculparme. Había intentado hacer las cosas bien y todo había salido espantosamente mal. Nuestro almuerzo en el restaurante le había provocado retortijones, el paseo por el parque lo había llevado a terminar encerrado en una celda de la Garda, el paseo al azar se convirtió en una persecución y mi empeño en decirle la verdad a su padre había conducido a que le dieran un puñetazo en la cara.
Perdón.
Pero no dije nada. No importaba. Lo había dicho en el coche de regreso a casa hasta terminar fuera de mí; había intentado convertir todo aquel episodio en una experiencia positiva, relacionada con enfrentarse a la verdad y asumir las consecuencias, pero sabía que era como vender hielo en el polo. Había juzgado mal la situación. Había pensado que tenía miedo de decírselo a su padre, pero el miedo era porque su padre sabía que no quería el empleo sin que eso le hiciera cambiar de actitud. Había sido una ingenua al creer que podría dar con una salida obvia a una situación de la que Adam llevaba años intentando escapar. Solo después de explorar todas las demás vías de escape había tomado la desesperada decisión del Ha’penny Bridge. Tendría que haberme dado cuenta, y el hecho de que no se me hubiese ocurrido pensarlo me hacía sentir torpe y avergonzada. Adam ya no quería oír mis palabras. Mis palabras no arreglaban nada. Que yo lo lamentara no cambiaría nada.
A las cuatro de la madrugada aparté el edredón con los pies en un arrebato de frustración y renuncié oficialmente a intentar dormir.
—¿Estás despierto? —grité a la oscuridad.
—No —contestó Adam.
Sonreí.
—Te he dejado una hoja de papel en la mesa de café. Cógela.
Le oí moverse por la habitación para coger la página que había dejado allí antes de acostarme.
—¿Qué demonios es esto?
—Lee una.
—«Las cosas mejores y más bonitas del mundo no pueden verse ni tocarse; tienen que sentirse con el corazón». Helen Keller.
Guardó silencio. Luego resopló.
—«En nuestros momentos más oscuros es cuando debemos centrarnos en ver la luz». Aristóteles Onassis —grité de memoria, tendida de nuevo en la cama.
Adam hizo una pausa y me pregunté si iba a romper el trozo de papel o si me seguiría la corriente en mi intento por levantarle el ánimo.
—«Si crees que puedes, ya estás a medio camino de conseguirlo». Theodore Roosevelt —grité otra vez, alentándolo a leer otra cita.
—No mees de cara al viento —dijo Adam.
Fruncí el ceño.
—Eso no está en la hoja.
—No compres un telescopio, acércate a lo que quieres ver.
Sonreí.
—Nunca comas nieve amarilla. No fumes. Ponte sujetador. Nunca mires a los ojos mientras lames un cucurucho de helado.
Me reía tontamente en la cama. Finalmente se calló.
—Vale, mensaje recibido: piensas que son basura. Pero ¿te sientes mejor?
—¿Y tú?
Me reí.
—La verdad es que sí.
—Yo también —contestó al cabo, en voz baja y grave.
Imaginé que estaba sonriendo, al menos esperé que lo estuviera haciendo; lo notaba en su voz.
—Buenas noches, Adam.
—Buenas noches, Christine.
Dormí un poco aquella noche, pero mayormente no pude dejar de pensar: quedan ocho días.