11

Cómo desaparecer por completo

y que nunca te encuentren

A las cuatro de la madrugada tuve una revelación. Adam había estado en lo cierto la noche anterior: tenía que hacerlo mejor. Él no lo había dicho pero lo había dado a entender. Me daba cuenta de lo vulnerable que era. Tenía que hacerlo mejor. Completamente despierta, con la mente demasiado activa para dormir, me levanté, me puse un chándal y entré en la sala de estar tan silenciosamente como pude. La sala estaba a oscuras pero Adam estaba levantado, su rostro atribulado iluminado por el resplandor de su ordenador personal.

—Creía que estabas durmiendo.

—Estoy viendo Ferris Bueller’s Day Off.

Era una de las cosas que habíamos puesto en la lista de su plan de crisis como distracción para cuando tuviera un bajón.

—¿Estás bien? —pregunté. Intenté escrutar su semblante, pero la pantalla del ordenador no daba suficiente luz para revelar sus pensamientos más íntimos.

Hizo caso omiso a mi pregunta.

—¿Adónde vas?

—A mi oficina. Regresaré dentro de un momento… si te parece bien.

Asintió.

Cuando regresé, su ordenador estaba bocabajo en el suelo, el cable del cargador, enrollado en su cuello y él despatarrado en el borde del sofá, con los ojos cerrados y la lengua colgándole fuera de la boca.

—Muy gracioso.

Seguí caminando, con los brazos sobrecargados de papel, bolígrafos, rotuladores y una pizarra blanca que dejé en mi dormitorio.

Adam sostenía que no quería ayuda emocional, insistiendo en que sus necesidades eran materiales, tangibles. Quería recuperar su trabajo en la Guardia Costera de Irlanda, quería recuperar a su novia, quería quitarse a su familia de encima. Yo había supuesto que podía tratar de resolverlo ayudándole en el terreno emocional, pero disponía de muy poco tiempo. Tal vez lo mejor que podía hacer fuese abordar sus necesidades materiales tal como lo haría con las emocionales. En el ámbito emocional, Adam ya tenía sus herramientas, tenía su plan de crisis. Lo que le faltaba era un conjunto de herramientas para enfrentarse a las necesidades físicas, y yo iba a dárselo.

Demasiado curioso para resistir más, Adam apareció en la puerta.

—¿Qué estás haciendo?

Estaba frenética trazando planes, registrando cosas gráficamente. Dibujaba cuadrículas, collages de ideas, subrayados, burbujas, toda clase de cosas volaban en la pizarra blanca.

—¿Cuánto café has tomado? —preguntó Adam.

—Demasiado. Pero no tiene sentido perder tiempo. Además, ninguno de los dos duerme, así que, ¿por qué no empezamos ahora? Quedan doce días —dije, con un tono apremiante—. Eso son doscientas ochenta y ocho horas. La mayoría de la gente duerme ocho horas cada noche; nosotros no, pero la gente sí. Eso nos da dieciséis horas al día para hacer lo que tenemos que hacer, lo que nos deja con solo ciento noventa y dos horas. No es mucho tiempo. Y son las cuatro de la mañana, por tanto, oficialmente, nos quedan once días.

Taché las cifras y me puse a calcularlas de nuevo febrilmente. Teníamos trabajo que hacer en Dublín y bastante pronto tendríamos que ir a Tipperary para ocuparnos del resto de los problemas de Adam.

—Me parece que estás teniendo un ataque de nervios —dijo Adam divertido, observándome con los brazos cruzados.

—No. Estoy teniendo una revelación. ¿Quieres mis servicios al completo y en exclusiva? Eso es lo que vas a tener. —Abrí el armario y saqué una linterna, comprobé si las pilas estaban cargadas y funcionaba. Metí toallas y una muda en una bolsa—. Te sugiero que te pongas algo de abrigo y que cojas una muda porque nos vamos.

—¿Nos vamos? Hace un frío que pela y son las cuatro de la mañana. ¿Adónde vamos?

—Tú y yo, amigo mío, vamos a reconquistar a Maria.

Casi sonrió.

—¿Y cómo vamos a hacerlo?

Lo aparté de la puerta de un empujón y no tuvo más remedio que ponerse el abrigo y seguirme.

St Anne’s Park está abierto a todas horas, aunque no es el lugar más seguro para estar a las cuatro y media de la madrugada. En el pasado había sido escenario de varias agresiones y era harto posible que uno o dos cadáveres hubieran aparecido allí en los últimos años. No estaba demasiado bien iluminado por la noche, detalle que había olvidado de mi época adolescente de borracheras.

—Estás loca —dijo, siguiéndome mientras yo alumbraba el camino con la linterna—. ¿No crees que es un poco peligroso deambular por aquí?

—Por supuesto, pero tú eres fuerte y me protegerás —dije. Me castañeteaban los dientes. Cuanto más no adentrábamos en el parque, más se me pasaba el efecto de la cafeína. Las latas de cerveza y los grafitis recién pintados que aparecían cada mañana bastaban para decirme que no estábamos solos en el parque, pero obsesionada como estaba con la cuenta atrás, no había un instante que perder. No quería que la muerte de Adam pesara sobre mi conciencia porque entonces nunca volvería a dormir.

A pesar de la linterna solo alcanzaba a ver unos pocos metros delante de mí, y el sol no vendría en nuestro auxilio hasta al cabo de unas horas. No obstante, tenía a mi favor un buen conocimiento del parque. Me había criado en aquel parque y conocía sus doscientas hectáreas como la palma de mi mano. Aunque eso solo valía de día; habían transcurrido al menos quince años desde que, siendo adolescente, paseara dando traspiés en plena noche mientras bebía con mis amigos.

De repente me detuve, apunté la linterna a izquierda y derecha. Luego di media vuelta, tratando de orientarme.

—Christine —dijo Adam, en tono de advertencia.

Le hice caso omiso, intentando imaginar el lugar a plena luz. Di unos cuantos pasos hacia la derecha. Me paré y fui en dirección contraria.

—Jesús, no me digas que nos hemos perdido.

No contesté.

Adam tiritaba a mi lado. Oímos voces procedentes de una arboleda que quedaba a nuestra izquierda. Luego un entrechocar de botellas.

—Por aquí —dije con un hilo de voz, alejándome de la pandilla de la arboleda.

Adam murmuraba entre dientes.

—Vamos, qué más te da, de todos modos quieres morir —le espeté.

—Sí, pero a mi manera —protestó—. Morir a manos de un hatajo de borrachos no entraba en mis planes.

—A buen hambre no hay pan duro —dije, citando a papá.

Felizmente, conseguimos llegar al estanque y, afortunadamente, las farolas estaban encendidas para evitar que tipos como los de la arboleda cayeran dentro.

—¿Lo ves? —dije complacida.

—A esto lo llamo suerte. Pura y jodida suerte.

—Venga, no te quedes ahí parado. Ve a por el nenúfar.

Di patadas en el suelo y me froté las manos enguantadas. Noté sus ojos clavados en mí.

—¿Perdón?

—¿Por qué crees que te he dicho que trajeras una muda?

—¡Estamos a cuatro bajo cero! Me sorprende que el agua no se haya helado. Moriré de hipotermia.

—Si no fueras tan remilgado con el momento de morir, las cosas serían mucho más fáciles. En fin, si así es como tiene que ser…

Me quité el abrigo y el frío me caló hasta los huesos en el acto.

—No vas a meterte ahí.

—Uno de nosotros tiene que hacerlo, y es obvio que tú no estás dispuesto.

Me armé de valor y examiné el estanque en busca de la mejor hoja de nenúfar. Algunas estaban rotas, o sucias, y yo quería la hoja más verde y redonda que pudiera encontrar, una que Maria pudiera utilizar otra vez para contener sus cosas más preciadas y amadas y, con suerte, la foto enmarcada de Adam volvería a encontrar su sitio encima de ella. A lo mejor él le echaría la calderilla al llegar a casa del trabajo antes de meterse en la cama con Maria, o dejaría su reloj mientras se daba una ducha, pensando de vez en cuando en la loca que lo ayudó a sacarla del estanque aquella noche gélida de tiempo atrás, cuando él tenía problemas.

Por fin localicé la que quería; inoportunamente, no era la hoja de nenúfar más cercana, pero podría llegar hasta ella y regresar nadando deprisa. Sería cuestión de segundos. Diez segundos como máximo. Y se trataba de una situación de vida o muerte, cosa que atajó mi titubeo de inmediato. No estaba segura de lo profunda que era el agua, de modo que me puse a hurgar en busca de una rama que luego hundí en el estanque para comprobar su profundidad.

—¿De verdad vas a hacerlo?

La rama se detuvo a la mitad. No era nada profundo. Apenas un metro. Podía hacerlo y no tendría que nadar, solo estaba a unos pasos de mí. El estanque estaba turbio, verde y asqueroso, pero podía conseguirlo. Me arremangué el pantalón del chándal por encima de las rodillas.

—Oh, Dios mío —se rio Adam al constatar que realmente iba a llevar a cabo mi plan—. Mira, hay una justo al lado de la orilla, podría cogerla.

La miré. Adam podría alcanzarla y sacarla del agua sin problema.

—¿Crees que Maria mirará eso y pensará, vaya, realmente me ama? Es repugnante, le está creciendo algo peludo. Oh, y mira, hay una colilla. Dudo mucho de que este sea el mensaje que quieres transmitirle. No, queremos aquella —dije, señalando la que quedaba más lejos—. La que no ha tocado la mano del hombre.

—Te vas a congelar.

—Y luego me secaré. Me repondré. En cuanto haya salido, nos vamos pitando al coche.

Me metí en el agua. Me hundí mucho más de lo que esperaba, muy por encima de las rodillas, empapándome el chándal. Noté cómo me subía hasta la cintura. La rama había mentido, o había topado con una roca. Di un grito ahogado. Oí que Adam se reía, pero estaba demasiado concentrada para reprenderlo. Como ya estaba dentro del estanque, lo único que cabía hacer era seguir adelante. El suelo que pisaba era blando, me espantaba pensar lo que habría allí abajo. Juncos y hojas muertas se me pegaban a las piernas mientras me abría camino por el agua turbia. Me pregunté qué enfermedades podría contagiarme, pero no dejé de avanzar. En cuanto tuve la hoja de nenúfar a mi alcance, alargué el brazo y la arranqué. Cinco grandes zancadas por el suelo fangoso y ya estuve en la orilla. Adam me tendió una mano y tiró de mí. El chándal se me pegaba al cuerpo, chorreando apestosa agua del estanque. Fui chapoteando hasta mi bolsa, saqué una toalla, me quité los pantalones y los calcetines y me puse a secarme de inmediato. Adam miró hacia otro lado, todavía riendo para sus adentros, y me quité la ropa interior. Me puse un chándal limpio, sin dejar de apretar los dientes para resistir el frío glacial. Con manos temblorosas me puse calcetines y zapatillas secos y cambié mi suéter por un forro polar. Adam me sostuvo el abrigo abierto, metí los brazos en las mangas y me arrebujé bien. Me encasquetó su gorro de lana y me rodeó el cuerpo con los brazos para hacerme entrar en calor. La última vez que habíamos estado en esa postura estábamos en el puente y eran mis brazos los que rodeaban a Adam. Ahora Adam me abrazaba a mí. Su mentón se apoyaba en lo alto de mi cabeza y me frotaba la espalda en un esfuerzo por quitarme el frío. Mi corazón palpitaba por estar tan arrimada a él. No estaba segura de si era porque regresaba la sensación que había tenido en el puente o si era meramente por él, por su proximidad, su cuerpo pegado al mío, su olor confundiendo mis sentidos.

—¿Estás bien? —me preguntó al oído.

Casi me daba miedo volverme para mirarlo. No me atreví a hablar por si mi voz traslucía lo frágil que me sentía. De modo que asentí con la cabeza y, al hacerlo, todavía lo rocé más. No supe si eran imaginaciones mías, pero noté que sus brazos me estrechaban con más fuerza.

Oímos voces que se aproximaban; graves, masculinas, no muy amigables. El hechizo se rompió tan deprisa como se había producido. Me soltó enseguida, recogió mi bolsa y la hoja de nenúfar que estaba en el suelo.

—Vamos —dijo, y echamos a correr por donde habíamos venido.

Una vez en el coche, Adam puso la calefacción a la máxima potencia en un nuevo intento por hacerme entrar en calor. Estaba preocupado, los labios se me habían puesto azules y me era imposible dejar de tiritar.

—Esto ha sido muy mala idea, Christine —dijo, frunciendo el ceño con inquietud.

—Estoy bien —insistí, con las manos pegadas al chorro de aire caliente—. Es cuestión de un minuto.

—Regresemos al apartamento —dijo Adam—. Podrás darte una ducha caliente y tomar un café para entrar en calor.

—Conozco un garaje abierto veinticuatro horas donde sirven una mierda de café —logré decir pese al castañeteo de mis dientes—. Todavía no hemos terminado.

—No podemos llevarle esto ahora —respondió Adam, mirando la chorreante hoja de nenúfar del asiento trasero—. Aún estará acostada.

—No es ahí adonde vamos.

Con un café caliente dentro de mí y otro aguardando en el posavasos del coche, por fin comencé a derretirme.

—¿Por qué estamos yendo hacia Howth?

—Ya lo verás.

Otra recomendación de Cómo disfrutar de tu vida de treinta maneras sencillas, después de comer y pasear, era contemplar un amanecer o una puesta de sol. Confiaba en que la luz del alba iluminara a Adam. Y si además daba resultado para mí, no tendría motivo de queja. Conduje por la carretera de la costa hasta la cumbre de Howth Summit y, una vez allí, éramos el único coche del estacionamiento. Eran las seis y media de la mañana y el cielo estaba despejado, el marco perfecto para el amanecer sobre la bahía de Dublín.

Echamos el respaldo de los asientos para atrás, encendimos la radio a poco volumen y, café en mano, contemplamos el cielo. En la lejanía el rosa comenzaba a elevarse desde el mar.

—Y… acción —dijo Adam. Abrió una bolsa marrón y me la acercó. Olí azúcar, se me revolvió el estómago y negué con la cabeza.

Él sacó un bollo de canela.

—Mira qué acanelada es la canela y qué cítrica es la corteza de limón —dijo—. Estoy saboreando y apreciando mi comida. —Su voz se volvió robótica—. Estoy participando de una de las muchas alegrías de la vida.

—Al menos le estás cogiendo el tranquillo.

Mordió el bollo, empezó a masticar y lo escupió de nuevo en la bolsa de papel, metió el resto dentro y la estrujó.

—¿Cómo puede la gente comer esta bazofia?

Me encogí de hombros.

—Cuéntame alguna otra cosa divertida que hicieras por Maria o que hicieras con ella.

—¿Por qué?

—Porque necesito saberlo.

Me fue fácil decirlo pero, a decir verdad, no podía dejar de pensar en las cosas que había hecho por ella, los regalos tan originales que le había dado. Estaba deseando oír más.

—Vaya. —Pensó un rato—. Era fan de Dónde está Wally; ¿conoces esos libros? Así que cuando quise invitarla a salir por primera vez, me disfracé como él y de repente aparecía en cualquier sitio, allí donde ella estuviera. No la miraba. Pon que estuviera comprando; yo cruzaba la tienda sin decir palabra. La estuve siguiendo un día entero, limitándome a aparecer en distintas partes.

Lo miré arqueando las cejas tanto como pude. Acto seguido me eché a reír.

Sonrió de oreja a oreja.

—Por suerte pensó lo mismo que tú y dijo que sí que saldría conmigo.

Su sonrisa se desvaneció.

—La recuperarás, Adam.

—Ya. Eso espero.

Nos quedamos callados, contemplando el cielo.

—Si esa hoja de nenúfar no la hace volver, no sé qué lo hará —dijo seriamente.

Me eché a reír otra vez. Cuando se me pasó la risa el cielo resplandecía.

—Bueno —dije, metiendo la llave en el contacto—. ¿Te sientes mejor?

—Muchísimo mejor —contestó sarcástico—. Ya no tengo ganas de matarme.

—Me lo figuraba.

Arranqué el motor y regresamos a casa.

Estaba sentada en la única silla con la que mi padre había amueblado la cocina, limpiando la hoja de nenúfar, primero con una toallita húmeda para bebés y luego sacándole brillo con cera para muebles. Era una hoja de nenúfar bastante impresionante; tenía un borde perfecto en todo el contorno e incluso había probado su resistencia poniéndole encima un juego de té. La pulí a la perfección y pensé que el ligero dolor de cabeza y el resfriado que veía venir habían merecido la pena. Estaba admirando mi obra cuando, a las ocho en punto de la mañana, mi teléfono emitió un pitido. Me debatí sobre si debía escuchar el buzón de voz. Sabía que era Barry, que solo oiría insultos y odio, y sabía que no debía escuchar tales cosas pero, por alguna razón, no lo podía evitar. Sentía que como mínimo le debía el escucharlo, que ignorar su sufrimiento sería otro rechazo más.

Adam entró en la cocina.

—¿Es él?

Asentí con la cabeza.

—¿Por qué llama a la misma hora cada día?

—Porque es cuando ya se ha levantado y vestido. Al dar las ocho está sentado a la mesa de la cocina tomando una taza de té y una tostada, comprobando los mensajes de su teléfono y pensando en maneras de hundirme en la miseria.

Notaba que Adam me observaba pero no lo miré, limitándome a seguir sacando brillo a la hoja de nenúfar, aunque no me pasaba por alto lo ridícula que era la situación. Él estaba de bajón y yo sacando brillo a una hoja de nenúfar que había robado en un parque público. Ninguno de los dos había salido bien parado de las respectivas rupturas.

—¿Vas a escucharlo?

Suspiré y finalmente levanté la vista hacia él.

—Seguramente.

—¿Para recordar por qué lo abandonaste?

—No. —Decidí ser sincera—. Lo hago porque es mi castigo.

Frunció el ceño.

—Porque cada cosa horrible que me dice me duele en lo más hondo, y que ese sea mi castigo por haberlo abandonado me hace sentir que estoy ganándome mi libertad. Así que, una vez más, soy una persona absolutamente egoísta y me sirvo del sufrimiento de otra para sentirme mejor conmigo misma.

Me miró con ojos como platos.

—Jesús. No te quedas a medias tintas. ¿Puedo escucharlo?

Dejé la hoja de nenúfar encima de la mesa y asentí. Lo observé mientras se sentaba en la encimera y escuchaba el mensaje de Barry, cambiando constantemente de cara —enarcando y bajando las cejas, arrugando la frente, abriendo la boca con sorpresa y regocijo— para demostrar lo entretenidos que le resultaban los insultos de Barry y, cuando colgó, las ganas de informarme de lo que había oído.

—Este te encantará —se rio, los ojos le brillaban. El teléfono sonó en su mano—. ¡Un momento, ha dejado otro! Este tío es increíble. —Soltó una risita, disfrutando de la diversión que le proporcionaba husmear en mi vida privada—. ¡Eres la monda, Barry! —bromeó, tomándome el pelo. Marcó mi buzón de voz otra vez y escuchó. La sonrisa se le petrificó y el brillo desapareció de sus ojos.

Mi corazón palpitó.

Treinta segundos después saltó de la encimera —a duras penas fue salto puesto que tenía las piernas muy largas— y me pasó el teléfono. Evitó mirarme a los ojos y acto seguido, incómodo, enfiló hacia la puerta de la cocina.

—¿Qué ha dicho?

—Bah, nada interesante.

—¡Adam! Te morías de ganas de contarme lo que decía en el primer mensaje.

—Ah, ese, sí, vale, una estupidez sobre una amiga tuya. Una chica que se llama Julie que dice que es una puta; no, espera: una fulana. Que no paraba de verla por ahí con tíos distintos. Se encontró con ella una noche en Leeson Street y estaba con un tío que sabe que está casado. —Se encogió de hombros—. También tenía cosas que decir sobre su indumentaria.

—¿Y eso te ha parecido divertido?

—Bueno, su manera de expresarlo ha sido excepcional.

Esbozó una sonrisa que terminó siendo una sonrisa triste.

Negué con la cabeza. Julie era una de mis amigas más íntimas del instituto, la misma Julie que se había mudado a Toronto dejándome el coche para que se lo vendiera. Los intentos de Barry por hacerme daño continuaban.

—¿Y qué decía en el otro mensaje?

Volvió a alejarse hacia la sala de estar.

—¡Adam!

—Nada, de verdad. No tenía sentido. Era más bien una diatriba… iracunda.

Me miró de hito en hito, callado, y salió de la cocina.

La manera en que me había mirado, rebosante de lástima, compasión… ¿intriga? No logré descifrarla pero me molestó. Marqué el número de mi buzón.

—No tiene mensajes nuevos.

—¡Adam, has borrado mis mensajes!

Lo seguí hasta la sala.

—¿En serio? Lo siento —contestó, concentrado en su ordenador.

—Lo has hecho a propósito.

—¿De veras?

—¿Qué ha dicho? ¡Cuéntame!

—Ya te lo he dicho: tu amiga Julie es una fulana. Por cierto, creo que debería conocerla; parece interesante —bromeó, tratando de relajar el ambiente.

—Cuéntame el segundo mensaje —exigí.

—No lo recuerdo.

—¡Adam, son mis malditos mensajes, así que desembucha! —grité, plantándome enfrente de él.

Mis gritos no lo alteraron lo más mínimo. Creía que podría provocarlo pero surtieron el efecto contrario, se ablandó, se puso compasivo, cosa que todavía me enfureció más.

—Más vale que no lo sepas. ¿De acuerdo? —dijo.

Por el modo en que me estaba estudiando, me dio miedo pensar qué información personal había revelado Barry. Era evidente que no iba a sonsacarle nada, al menos no en ese momento, de modo que salí de la habitación. Tuve ganas de largarme, de estar lejos de él, fuera del apartamento, estar a solas para gritar o llorar o despotricar por la frustración de ver hasta qué punto había perdido el control de mi vida, pero no pude hacerlo. Me sentía atada a él como una madre a su hijo, incapaz de abandonarlo aunque fuese lo que más deseaba en ese momento. Era mi responsabilidad todo el tiempo, constantemente, día y noche. Tenía que vigilarlo pese a que justo en aquel momento, gracias a lo que fuere que Barry había dicho, parecía que Adam sintiera que debía protegerme.

No tardé mucho en darme cuenta de que el humor de Adam era impredecible. En un momento dado estaba conversando, a veces llevando la voz cantante, otras meramente tolerándola, y entonces, de repente, se esfumaba. Desaparecía por completo. Se encerraba en sí mismo, con una mirada tan perdida, a veces tan enojada, que me espantaba pensar lo que estaba pensando. Esto podía ocurrir en mitad de una conversación. A media frase, incluso en medio de una frase suya, y podía durar horas. Se cerraba en banda. Esto fue lo que pasó después de que le gritara por haber borrado los mensajes de voz de mi buzón. Vi cómo se disponía a pasar otra hora comatoso en el sofá, odiando la vida, odiándose a sí mismo, odiando a todo el mundo y todo lo que lo rodeaba, de modo que tomé cartas en el asunto para remediarlo.

—Muy bien, vámonos.

Le lancé su abrigo.

—No voy a ninguna parte.

—Sí que vas. ¿Quieres desaparecer?

Me miró, confundido.

—Quieres desaparecer —afirmé—. Quieres perderte. Muy bien, pues perdámonos.

Alicia, mi sobrina de tres añitos, estaba sentada en los peldaños del porche de su casa con un asiento de coche para niños a su lado. Alicia era la hija pequeña de Brenda y como parte de mis deberes de tía, que me hacían disfrutar de lo lindo —sobre todo con Alicia, pues no acababa de conectar con los chicos, que siempre querían atarme y gritar que me iban a asar cada vez que entraba por la puerta—, me la llevaba a dar un paseo de varias horas cada semana. Nuestras excursiones habían comenzado cuatro meses antes, probablemente en las mismas fechas en que empecé a pensar en romper mi matrimonio. Al principio llevaba a Alicia a un parque infantil cubierto donde podía soltarla en un cuarto construido enteramente de esponja y verla dar brincos y rebotar de una pared a la otra y caer por una escalera hasta una piscina llena de bolas de plástico, para luego tratar de disimular mi horrorizada expresión cuando comprobaba si la estaba mirando. Camino de ese centro de juegos, un buen día Alicia anunció, en un semáforo donde solíamos torcer a la derecha, que prefería que torciera a la izquierda. Sin prisa por verla estrujada mientras gateaba entre dos cilindros de plástico acolchados que giraban en nombre de la diversión, y contemplativa después de que la noche anterior hubiese fantaseado que estaba con otro hombre, giré a la izquierda y luego pregunté a Alicia hacia dónde teníamos que ir a continuación. Durante una hora circulamos por ahí, girando a las órdenes de Alicia. Comenzamos a hacerlo cada semana y siempre terminábamos en lugares diferentes. Esos paseos me permitían pensar, mataban el rato y concedían a Alicia la novedad de ejercer autoridad sobre un adulto.

Uno de los consejos que figuraban en el manual Maneras sencillas de disfrutar la vida era pasar tiempo con niños. Explicaba que los sondeos habían demostrado que la felicidad que inspiraban los niños era inmensa. Aunque en otros estudios había leído que estaba en un rango semejante al de ir a comprar comida. Supongo que dependía de si te gustaban los niños o no. Confiaba en que esta fuese otra forma de conseguir que Adam abriera los ojos a la belleza de la vida. Y nadie lo arrestaría por mirar a aquella niña.

—Hola, Alicia.

Le di un abrazo.

—Hola, popó.

—¿Por qué estás sola aquí fuera?

—Lee está haciendo popó.

Lee, su niñera, saludó desde la ventana con Jayden, bebé de seis meses, en brazos. Lo tomé como señal de que podía llevarme a Alicia.

Abrí la puerta del pasajero, molestando a Adam, que estaba prácticamente comatoso.

—Puedes sentarte detrás con Alicia. Este es Adam, viene a perderse con nosotras.

Deseaba que Adam entablara conversación con ella; en el asiento delantero resultaría muy fácil ignorarla.

—¿Es tu verdadero amor, popó?

—No, popó, no lo es.

Alicia se rio tontamente.

Metí el asiento para niños en el coche y luego ayudé a Alicia a subirse. Adam se sentó a su lado, todavía absorto y mirando por la ventanilla. Hizo una pausa en sus ensoñaciones para echar un vistazo a la monada de tres años a la que estaban abrochando el cinturón de seguridad. Ambos se miraron a los ojos; ninguno dijo palabra.

—¿Qué tal te ha ido la Montessori hoy? —pregunté.

—Bien, popó.

—¿Vas a decir popó en cada frase?

—Sí, pipí.

Adam se mostró confuso pero divertido.

—¿Hay niños en tu familia? —le pregunté.

—Sí, los de Lavinia. Pero son unos cabroncetes pretenciosos. Perder su casa probablemente sea lo mejor que podría haberles pasado.

—Muy bonito —dije sarcásticamente.

—Perdón —respondió, haciendo una mueca.

Los miré a los dos por el retrovisor.

—Dime, ¿cuántos años tienes? —preguntó Adam a Alicia.

Alicia levantó cuatro dedos.

—Cuatro años.

—Tiene tres —dije.

—Y además es una mentirosa —la acusó Adam.

—¡Mira mi nariz, uuuuh!

Alicia hizo como que le creía la nariz.

—¿Adónde vamos? —preguntó Adam.

—A la izquierda —dijo Alicia.

—¿Con tres años sabe dar indicaciones?

Sonreí y puse el intermitente izquierdo. Cuando llegué al final de la calle, miré a Alicia por el espejo.

—Derecha —dijo Alicia.

Giré a la derecha.

—En serio, ¿sabes las indicaciones? —preguntó Adam a Alicia, volviéndose hacia ella.

—Sí —contestó Alicia.

—¿Cómo es posible? Tienes tres años.

—Sé todas las indicaciones. Para ir a todas partes. En el mundo entero. ¿Quieres ir a la calle, popó?

Echó la cabeza para atrás y se rio socarrona.

Doblamos varias esquinas, a la derecha, a la izquierda, recto, todo siguiendo las indicaciones de Alicia. Transcurrieron diez minutos.

—Vamos a ver, ¿puedo preguntar adónde vamos exactamente? —preguntó Adam.

—A la izquierda —dijo Alicia otra vez.

—Ya sé que vamos a la izquierda, pero ¿a la izquierda hacia dónde? —me preguntó Adam.

—Esta es la manera de perderse —dije.

—¿Me estás diciendo que vamos de un lado a otro, siguiendo las indicaciones de una niña? —preguntó.

—Exactamente. Y luego buscamos el camino de regreso a casa.

—¿Cuánto rato?

—Unas cuantas horas.

—¿Y hacéis esto a menudo?

—Normalmente, los domingos. La de hoy es una excursión especial. Suele ser interesante. La única regla es que las autopistas son zona prohibida. Una vez terminamos en las montañas de Dublín, otra vez en la playa de Malahide. Cuando llegamos a un sitio que nos gusta, bajamos del coche y damos un paseo. Descubrimos cosas nuevas cada semana. A veces no salimos de Clontarf y terminamos yendo en círculos, pero en realidad ella nunca se da cuenta.

—A la derecha —ordenó Adam.

—Ahí está el mar, popó —dijo Alicia, riendo.

—Exacto —respondió Adam, harto de nuestro juego.

Estuvo callado durante un cuarto de hora, con un humor de perros.

—Quiero probarlo —dijo de súbito—. ¿Puedo dar las indicaciones?

—¡No! —le espetó Alicia.

—Alicia… —avisé.

—¿Puedo dar las indicaciones, popó? —preguntó Adam.

Alicia se rio.

—Vale.

—Muy bien. —Adam puso cara de pensar—. Gira a la izquierda en el semáforo.

Estudié su semblante por el retrovisor.

—No puedes llevarnos a casa de Maria.

—No lo hago —replicó.

Giramos a la izquierda y circulamos durante unos minutos. Finalmente nos topamos con una pared, un callejón sin salida.

—Juro que nunca nos había ocurrido —dije, poniendo la marcha atrás.

—Típico.

Adam dobló los brazos, enfurruñado.

—Prueba otra vez, popó —dijo Alicia, apenada por él.

—Hay una callejuela que baja por allí —repuso Adam.

—Es un camino de tierra y no sabemos adónde lleva.

—A alguna parte llevará.

Giré a la izquierda. Mi teléfono sonó y lo puse en manos libres.

—Christine, soy yo.

—Hola, Oscar.

—Estoy en la parada del autobús.

—Así me gusta. ¿Cómo te encuentras?

—No muy bien. No puedo creer que te hayas tomado dos semanas libres.

—Lo siento, pero siempre puedes encontrarme por teléfono.

—Me encantaría que estuvieras aquí en persona —prosiguió Oscar con voz trémula—. ¿Quizá podrías reunirte conmigo, quizá podrías subir al autobús conmigo?

—Eso no puedo hacerlo, Oscar. Lo siento, pero sabes que no puedo hacerlo.

—Ya lo sé, ya lo sé, siempre dices que es poco profesional —dijo entristecido.

Iba más allá de mi cometido con tal de ayudar a mis clientes, pero había trazado una línea infranqueable en cuanto a lo de subir a autobuses con Oscar. Miré a Adam por el retrovisor para ver si nos había oído y se sonreía con suficiencia ante mis enseñanzas, comparándolas con nuestra situación.

—Puedes hacerlo, Oscar —insistí—. Respira profundamente, deja que tu cuerpo se relaje.

Estaba tan distraída hablando con Oscar que fui conduciendo mecánicamente, adentrándome en el camino rural rodeado de campos verdes. Nunca había pasado por aquel camino. De vez en cuando, al llegar a un cruce, oía a Adam o a Alicia gritar una dirección. Oscar finalmente había conseguido permanecer en el autobús hasta la cuarta parada y estaba alborozado; colgó, y me lo imaginé regresando a su casa bailando por las aceras. El teléfono de Adam, que estaba en la parte delantera del coche al lado del mío, se puso a sonar. Vi en la pantalla que era Maria. Contesté sin que Adam se diera cuenta y esta vez no me molesté en poner el altavoz de manos libres.

—Vaya, hola —dijo Maria al oír mi voz—. Eres tú otra vez.

—Hola —respondí sin decir su nombre para que Adam no me quitara el teléfono.

—¿Eres su servicio de mensajes ahora? —preguntó Maria, intentando hacer un chiste pero incapaz de disimular el tono mordaz de su voz.

Me reí tontamente, fingiendo que no me había percatado.

—Seguro que lo parece. ¿Qué puedo hacer por ti?

—¿Que qué puedes hacer por mí? Bueno, quería hablar con Adam —dijo secamente.

—Lo siento, ahora mismo no puede ponerse —dije derrochando simpatía, sin darle motivo alguno para que me ladrara otra vez—. ¿Quieres darme un mensaje para él?

—Bueno, ¿sabes si recibió mi último mensaje de ayer por la mañana?

—Por supuesto. Se lo pasé enseguida.

—¿Pues por qué no me ha llamado?

Nos acercábamos a un cruce.

—A la izquierda —dijo Adam de repente, interrumpiendo su cháchara con Alicia.

—A la derecha —repuso Alicia.

—¡Ve a la izquierda! —gritó Adam.

Alicia se reía y ambos daban chillidos. Adam intentaba taparle la boca a Alicia y ella gritaba como posesa. De pronto fue él quien gritó porque la chiquilla le había lamido la mano. Armaban un buen jaleo y apenas podía oír a Maria.

—No deberías extrañarte si no te llama después de lo que descubrió.

Lo dije amablemente, sin culparla, sin juzgarla, una simple afirmación que puso a Maria en su sitio.

—Claro. Sí. ¿Es él a quien oigo?

—Sí.

—¡A la izquierda! —gritó Adam, volviendo a tapar la boca de Alicia para que no pudiera gritar otras indicaciones.

Alicia aullaba, se desternillaba.

—No me vuelvas a lamer —le advirtió Adam juguetonamente, y entonces apartó la mano de golpe, como si le doliera—. ¡Huy, me ha mordido!

Alicia gritó y jadeó.

—Le diré que has llamado. Está en medio de un follón, como puedes oír.

—Ya, de acuerdo…

—Por cierto, ¿dónde puede encontrarte hoy? —pregunté—. ¿Estarás en casa o en el trabajo?

—Estaré en el trabajo hasta tarde. Pero no importa, me encontrará en el móvil. ¿Todavía está… ya sabes, enfadado conmigo? Es una pregunta estúpida, claro. Yo lo estaría. No es que él haya… Bueno, ya sabes…

Apenas pude oír el resto de lo que dijo Maria porque los dos lunáticos que llevaba detrás se reían como posesos.

—¿Quién era? —preguntó Adam cuando colgué el teléfono.

—Maria.

—¡¿Maria?! ¿Por qué ha llamado a tu teléfono?

Se sentó en el borde del asiento.

—Era tu teléfono. Nada de secretos, ¿recuerdas?

—¿Por qué demonios no me lo has dicho?

—Porque entonces habrías dejado de reír, y por lo que a ella respecta te lo estabas pasando muy bien.

Adam se quedó pensativo un momento.

—Pero quiero que sepa que la echo de menos.

—Confía en mí, Adam, ella prefiere oírte riendo que llorando. Si sabe que estás abatido pensará que hizo bien saliendo con Sean.

—Vale.

Guardó silencio un buen rato y pensé que lo había perdido. Comprobé que Alicia estuviera bien. Estaba llevando de paseo a sus dedos por la ventanilla.

—Oye, esto ha sido una idea interesante —dijo Adam, cosa que fue lo más próximo a un comentario positivo que le hubiera oído decir hasta entonces.

—Bien —dije contenta, y acto seguido tuve que pisar el freno porque nos acercábamos a unos coches que teníamos delante.

En el camino solo había sitio para que pasara un coche pero allí enfrente dos coches habían logrado ponerse de lado, muy pegados el uno al otro. Uno estaba de cara a nosotros, el otro en dirección contraria. Sus puertas prácticamente se tocaban. Los cristales de las ventanillas estaban tintados. Para cuando me di cuenta de que no debería estar mirándolos, la puerta de uno de los coches se abrió y un tipo de aspecto intimidante con una cazadora negra de cuero se apeó. Era alto y bastante fornido y no parecía nada contento de vernos. Tampoco los otros tres hombres apretujados hombro con hombro en el asiento trasero del coche, que se habían vuelto y nos miraban fijamente. Los hombres de un coche miraron a los del coche que tenían al lado. Los hombres negaron con la cabeza y se encogieron de hombros bastante nerviosos.

—Este… Adam —dije, nerviosa.

Adam no me oyó, estaba enfrascado en una charla sobre popó con Alicia.

—¡Adam! —repetí con más urgencia, y levantó la vista justo a tiempo para ver que el hombre alto y ancho de espaldas venía hacia nosotros blandiendo un palo de hurling[6].

—Marcha atrás —dijo Adam con apremio—. Christine, para atrás, enseguida.

—¡No! ¡A la izquierda! —chilló Alicia, riendo tontamente, creyendo que todavía estábamos jugando.

—¡Christine!

—¡Lo intento!

El cambio chirriaba furiosamente, el pánico me impedía encontrar la marcha correcta.

—¡Christine! —gritó Adam.

Aquel hombretón dio otro paso hacia el coche, examinó el parabrisas, se fijó en mi número de móvil escrito en el cartel de SE VENDE pegado en la parte delantera del coche. Luego me miró a los ojos y balanceó su palo hacia atrás. Pisé a fondo el acelerador y salimos disparados hacia atrás tan deprisa que Adam se dio un buen golpe contra el respaldo de mi asiento. Eso no impidió que el grandullón corriera en pos del coche, blandiendo el palo. Me volví para mirar hacia atrás y retrocedí con bastante soltura en línea recta hasta que comenzaron unas curvas muy cerradas en las que no me había fijado mientras hablaba por teléfono.

—¡Mierda, son más! —dijo Adam, y al volverme un momento hacia el parabrisas vi que otros tres hombres se apeaban del coche—. ¡No apartes los ojos del camino! —chilló.

—Oh, mier… —empecé a maldecir, pero me acordé de Alicia—. Popó, popó, popo, popó —repetí una y otra vez.

Alicia aulló de risa y se sumó a mí.

—¡Popó! ¡Popó! ¡Popó!

—Corre todo lo que puedas —dijo Adam.

—No puedo ir más deprisa, hay muchas curvas —contesté, golpeando el coche contra otro arbusto.

—No pasa nada. Solo concéntrate y ve más deprisa.

—¿Nos están siguiendo?

No contestó.

—¿Nos están siguiendo?

No aguantaba más, tenía que averiguarlo. Miré hacia el frente y vi que los cristales tintados venían hacia nosotros.

—Oh, Dios mío.

—¿Por qué vamos marcha atrás? —preguntó Alicia, que finalmente dejó de reír al percibir el pánico que se respiraba en el coche. Por fin tuve ocasión de maniobrar en la entrada de una casa, cosa que hice deprisa y con destreza, y arranqué de nuevo, haciendo una serie de giros a izquierda y derecha mientras Alicia me gritaba direcciones, sin darse cuenta de que no le hacía el menor caso. Al llegar a una gran urbanización donde volvía a haber vida en las calles, aminoré pero seguí doblando esquinas al azar.

—Vale, creo que ya puedes parar —dijo Adam mientras daba la vuelta a una rotonda por tercera vez—. No nos persiguen.

—Basta, basta, basta, estoy mareada —canturreaba Alicia.

Puse el intermitente y salí de la rotonda. Acompañé a Alicia de vuelta a su casa, donde hice lo posible por explicar a Brenda por qué Alicia estaba tan excitada y gritaba «¡marcha atrás!», y corría hacia atrás a toda velocidad por la casa, chocando contra todo.

—Dime, Adam, ¿encuentras que los métodos de mi hermana te están ayudando a disfrutar de la vida?

Brenda se sentó a la mesa y apartó una silla para Adam con su estilo inimitable, que nunca daba a las personas la oportunidad de rehusar.

—Por el momento hemos comido, hemos paseado por un parque y hemos ido de excursión con una chiquilla.

—Ya veo. ¿Qué tal la comida?

—La verdad es que me sentó mal.

—Vaya. ¿Y el paseo por el parque?

—Me arrestaron.

—No te arrestaron, solo te metieron en una celda para que te calmaras —espeté, molesta de que estuvieran poniendo en tela de juicio mis métodos terapéuticos.

—Y la excursión ha terminado cuando habéis interrumpido una venta de drogas —terminó Brenda por nosotros.

Nos quedamos callados. De pronto, Brenda echó la cabeza para atrás y se puso a reír, antes de cambiar de tema.

—Dime, Adam, ¿esa fiesta tuya, será elegante?

—De etiqueta.

—Estupendo. He visto el vestido perfecto en Pace. A lo mejor hasta me compro los zapatos que van a juego. Bien —se levantó—, tengo que preparar la cena de Jayden. Vosotros dos más vale que os larguéis si no queréis que haga papilla con vuestros traseros.

Adam me miró con aquella expresión divertida que le iluminaba los ojos. Esa vez no me importó que fuera a costa de mi familia y de mis desastrosas maneras de disfrutar de la vida, me puso contenta verlo vivo.

Fuimos en coche hasta mi apartamento para recoger la hoja de nenúfar y al volver a salir, tras los escasos momentos que pasamos dentro de la casa, descubrimos el parabrisas del coche roto en mil pedazos.