17

Cómo sobresalir entre la multitud

A la mañana siguiente el puzle había sido abandonado. Ansioso por emprender su nuevo proyecto, Adam estaba en el centro de Dublín con un gorro de lana a rayas rojas y blancas y un pompón rojo, una peluca negra que le asomaba por debajo, gafas redondas de montura negra, un jersey a rayas rojas y blancas, sus propios tejanos y un bastón. Le había echado un vistazo disfrazado de Dónde está Wally y me había dado tal ataque de risa que todavía no había podido parar. Estaba guapo incluso vestido como Wally.

Maria subía por una escalera mecánica de Marks and Spencer’s cuando vio, justo a su lado pero bajando, a un hombre que se parecía de manera notable a Adam, disfrazado de Dónde está Wally. Él no miró hacia ella ni una sola vez, mantuvo la cabeza alta y los ojos al frente. La expresión de su rostro no se alteró, haciendo que Maria se cuestionara si era un número realizado para ella o una mera coincidencia. Luego estaba metiendo brócoli en su cesta y Dónde está Wally la adelantó, empujando un carrito de compra vacío, para desaparecer en una esquina en cuanto ella intentó seguirlo por el pasillo, y fue entonces cuando comenzó a sospechar que el número bien podría ser para ella. Mientras estaba sentada en la cuarta planta de los grandes almacenes Brown Thomas haciéndose la manicura vio pasar al mismo hombre, zigzagueando entre los colgadores de ropa hasta que desapareció, y entonces estuvo segura de que era él. Verlo con el rabillo del ojo mientras compraba flores en Grafton Street se lo confirmó, y cuando estaba comprando café en Butler’s y él pasó por delante del escaparate antes de perderse de vista, Maria ya se reía a carcajadas. Cruzó el puente de Stephen’s Green escudriñando el parque por si lo veía. Un destello rojo le llamó la atención y lo vio en el sendero de debajo del puente. Observó que entraba por un lado y corrió al otro extremo del puente para interceptarlo en la salida. A partir de ese momento, cada vez que veía algo rojo se detenía y miraba atentamente, con un nudo en el estómago por si lo veía reaparecer.

—¡Adam! —gritó desde el puente, pero él no levantó la vista hacia ella. Ignorándola, no salió del personaje de Wally y continuó su jovial paseo, tontorrón y pazguato con sus divertidos andares, blandiendo su bastón alegremente, y con su desproporcionada mochila a la espalda.

Maria se desternillaba de risa. Los transeúntes la miraban extrañados, pero a ella le daba igual. Si hubiese podido aguzar la vista hasta ver más allá de los árboles tras los que había desaparecido, habría dejado de reír. Habría visto a la pareja que estuviera en la calle oscura cerca del restaurante la noche anterior, de nuevo partiéndose de risa cuando él consideró que ya era seguro dejar de interpretar a Wally. Maria veía a aquel hombre por doquier, no veía a la mujer que estaba detrás de él, con él, al lado de él, apremiándolo, apoyándolo. De haber sido así, quizá se hubiese preguntado para quién era la actuación en realidad.

—Venga, locuelo. —Le quité la gorra de Wally y se la tiré a la cara—. Vayámonos de aquí, tengo hambre.

—¿Hambre? —preguntó con fingida sorpresa—. No me lo puedo creer, estamos curados.

Nos sentamos juntos, yo con una ensalada, aunque un poco más elaborada de lo habitual, con nueces y demás, y él con un guiso caliente de pollo. En un abrir y cerrar de ojos dimos cuenta de los platos.

Eructé para mis adentros y Adam se rio.

—Mira qué lejos hemos llegado —dijo.

Me dedicó una mirada que me encogió el estómago. Acto seguido, saber cómo iba a terminar aquello hizo que volviera a perder el apetito por completo. Por suerte me distrajo una llamada de Oscar, que necesitaba hablar conmigo mientras viajaba en autobús. Después, habiendo recordado mi papel en el momento más oportuno, volví al asunto que nos ocupaba.

—Hoy me siento…

Lo miré para que terminara la frase.

—Hoy me siento… ¿lleno?

—No es un concurso, ¿sabes?, no hay respuestas erróneas.

Lo meditó un instante.

—Hoy me siento… feliz. Restablecido. No, restablecido no, renovado. O sea que soy yo, pero en una versión mejor de mí mismo. —Me miró de hito en hito—. ¿Tiene sentido?

No pude evitarlo, tuve que apartar la vista porque de lo contrario mis ojos le revelarían demasiadas cosas sobre mí. En lugar de sostenerle la mirada me concentré en el salero y el pimentero que estaba toqueteando sin parar.

—Bien. Deduzco que se debe a que crees que has recuperado a Maria, ¿no?

La pregunta lo confundió.

—Lo que te estoy preguntando es si estás preparado para seguir adelante y enfrentarte al resto del asunto.

Inspiró profundamente.

—En el hospital no nos fue muy bien.

Para eso no tenía respuesta. Me puse a picotear ensalada otra vez.

—¿Por qué te reuniste con tu primo Nigel? Sostuvo que habíais hablado sobre una fusión.

—Tenía ganas de verlo. No habíamos coincidido desde que teníamos doce años, ¿puedes creerlo? La hostilidad entre Basil’s y Bartholomew’s era un problema de nuestros padres, en lo que a mí atañía. El testamento de mi abuelo estipula explícitamente que si yo no asumo la dirección de la empresa, le toca a Nigel hacerlo. Quería saber qué intenciones tenía, qué haría por la empresa.

—Querías una tregua.

—Ni se me ocurrió que necesitáramos una tregua. Como he dicho, en lo que a mí respecta, el enfrentamiento era entre nuestros padres, no entre nosotros. Buscaba una salida, Christine. Quería oírle decir que dirigiría la empresa exactamente como debería dirigirse. En cambio, se puso a hablar sobre una fusión, como si estuviéramos cerrando el trato en aquel momento.

—¿Y le dijiste que no?

—Lo escuché. O sea, ¿tan malo sería que Bartholomew y Basil se unieran? Mi abuelo se llamaba así, de modo que resultaría adecuado, incluso digno, y podríamos dejar atrás las malditas hostilidades, pasar página. Fusionar las empresas sería positivo para ambas marcas. De no ser por la escisión, mi padre estaría de acuerdo en el acto. Pero Nigel está tan resentido con la familia como mi tío Liam. Quiere fusionar las dos empresas y luego venderlas. Dijo que así ambos podríamos salir del negocio y pasar el resto de nuestra vida tomando el sol en una playa tropical.

Adam daba la impresión de tener ganas de dar un puñetazo a la pared, estaba volviendo a acumular agresividad. Apoyé una mano en su brazo.

—Pero se diría que vender resolvería tu problema.

—No quiero dirigir el negocio, pero por nada del mundo quiero ser el responsable de haberlo hundido. Mucha gente confía en mí. Me gustaría ver que Basil’s termina en buenas manos, de modo que siga siendo una empresa solvente. Es lo menos que puedo hacer por mi padre y mi abuelo. Se lo debo.

Se pasó los dedos por el pelo, agotado por todo aquel asunto.

—¿Crees que tu hermana vendería la empresa?

—Lavinia aguantaría diez años para tener derecho a heredar y luego se la vendería al mejor postor, fuera quien fuese. Pero para hacer eso tendría que regresar al país, con lo cual acabaría encerrada, por mí mismo, si no lo hiciera otro, después de lo que hizo.

—Adam —dije con delicadeza—. Si hubieses saltado, si finalmente saltas, ¿en qué situación quedará el negocio?

—Si saltara, Christine, ya no tendría que preocuparme por este lamentable embrollo nunca más, esa es la puta cuestión.

Soltó unos billetes en la mesa, se levantó y salió del restaurante.

Estaba delante de mi padre, sentada a su escritorio. Él me miraba fijamente, con cara de no comprender.

—¿Puedes repetirlo? —dijo.

—¿Qué parte?

—Todo.

—¡Papá, he estado hablando diez minutos! —chillé.

—Ese es precisamente el motivo. Tu explicación ha sido demasiado larga, demasiado aburrida, he perdido el hilo. Y, por cierto, ¿puedes explicarme por qué hay huevos estrellados por todo nuestro jardín desde el martes?

Respiré profundamente, cerré los ojos y me pincé el puente de la nariz para serenarme.

—Es parte de su terapia.

—Pero tú no eres terapeuta.

—Ya lo sé —solté a la defensiva.

—¿Por qué no está yendo a ver a un terapeuta?

—Le he pedido que lo hiciera, pero se niega en redondo.

Papá se quedó callado, dejando las bromas a un lado, por una vez.

—Has asumido una responsabilidad muy grande, Christine.

—Ya lo sé. Pero, con el debido respeto, no he venido aquí a escuchar un sermón sobre lo que decido hacer o no hacer por alguien que necesita ayuda. Bien, ¿podemos retomar el tema que nos ocupa, por favor?

—Sí, aunque todavía me pregunto cuál es.

—Papá, deja de tomarle el pelo —advirtió Brenda desde el fondo del despacho.

Me di la vuelta y vi que mis dos hermanas se habían colado inadvertidamente.

—¿No hay nada privado en esta familia?

—Por supuesto que no —dijo Adrienne, adentrándose en la habitación para sentarse al escritorio con nosotros. Brenda enseguida hizo lo propio.

—Christine, querida corderita mía —comenzó papá, alargando los brazos para tomar mis manos entre las suyas—. Sabes bien que, cuando deje la empresa y este universo, no espero que tú de repente cojas el timón. De la empresa, quiero decir, no del universo. —Escudriñó mi mirada—. Estoy preocupado por ti. Siempre has sido la que pensaba mientras tus hermanas y yo hacíamos, pero estas últimas semanas has estado absorta haciendo un montón de cosas y pensando mucho menos.

Suspiré.

—No me has entendido —dije—. No estoy hablando de mí. Ya sé que no tengo que hacerme cargo de tu empresa.

—Se refiere al suicida —añadió Brenda, atareada en vaciar una bolsa de patatas fritas.

—Se llama Adam —le espeté—. Un poco de respeto.

—Ooooh —dijeron los tres al unísono.

—¿Ya os habéis besado? —preguntó papá.

—No —fruncí el ceño—. Le he ayudado a recuperar a su novia. Y ahora me propongo resolverle el trabajo. Necesito ayuda. ¿Cómo lo veis? ¿Podéis ayudarme? No entiendo de asuntos legales.

Los tres se encogieron de hombros.

—¡Sois unos inútiles! —dije, poniéndome de pie—. Conozco personas que recurren a su familia en busca de consejo y las ayudan de verdad.

—Eso pasa en las películas de Hollywood —dijo desdeñosamente papá—. Tienes que hablar con un abogado sobre este problema.

—Tú eres abogado.

—No, un abogado diferente.

—¿Uno que se preocupe? —le preguntó Adrienne, enarcando una ceja.

—Yo me preocupo —se rio—, pero necesitas uno que no esté tan atareado como yo. —Se levantó de su escritorio y sacó una carpeta de su inmaculado archivador. Regresó con unos papeles en la mano—. Bien, estaba en la situación que se llama permiso por causas de fuerza mayor. La Parental Leave Act 1998 según las enmiendas de la Parental Leave (Amendment) Act 2006 concede al empleado el derecho a disponer de un tiempo limitado para ausentarse del trabajo en caso de crisis familiar. Se plantea cuando, por razones familiares urgentes, la inmediata presencia del empleado es indispensable, debido a una herida o enfermedad de un familiar cercano. La duración máxima del permiso es de tres días en cualquier período de doce meses o de cinco días en un período de treinta y seis meses, y tienes derecho a percibir la parte correspondiente del salario.

El alma se me cayó a los pies. Adam ya llevaba dos meses sin ir a trabajar. Carecía de fundamentos legales para recuperar su empleo.

—Si hay una disputa entre tu amigo y su patrón por un permiso por causa de fuerza mayor, el asunto puede abordarse mediante un formulario de denuncia como el que he incluido en esta carpeta. —Dejó la carpeta sobre el escritorio, delante de mí—. No digas que nunca te doy nada. En cuanto al testamento de su abuelo, no puedo ofrecerte consejo legal porque no lo he visto. Hazte con una copia y haré lo posible para ayudarlo a encontrar una salida. Si es que es lo correcto.

—¿Qué quieres decir con eso de «si es lo correcto»? Claro que lo es —dije, confundida.

—Lo que Christine necesita es encontrar un terapeuta —dijo papá a mis hermanas.

—Siempre puede hablar con nosotras —dijo Brenda—. No lo olvides, Christine.

—No es para mí; se refiere a un terapeuta para Adam.

—¿Qué me dices de ir a ver a aquel tío tan mono que era cliente tuyo? El adicto al sexo, Leo como se llame —dijo Adrienne.

—Leo Arnold, y no es adicto al sexo —contesté, esbozando una sonrisa como respuesta al intento de Adrienne de levantarme el ánimo.

—Qué lástima.

—Estaba intentando dejar de fumar y le di algún consejo, eso es todo. Y es un cliente para quien encontré un empleo, de modo que recurrir a él sería poco profesional.

—¿Y vivir con un cliente durante una semana es profesional? —preguntó papá.

—Eso es diferente.

Admitir que Adam no era técnicamente mi cliente sería como abrir otra lata llena de gusanos.

—No sería poco profesional que mandaras a Adam a ver a ese tipo —dijo papá.

—Adam no irá a ver a un terapeuta —repetí, frustrada.

—No se ayudará a sí mismo y de ahí que te haga hacerlo todo por él —señaló papá—. Bueno, voy a decirte una cosa, puedes darle toda la ayuda del mundo, pero si no aprende a arreglárselas solo, será un inútil.

Nos quedamos todos callados. Era sorprendente que papá tuviera tanta razón.

—Cambiando de tercio, Barry cree que te estás acostando con Leo y que por eso lo abandonaste. Anoche me llamó para contármelo —dijo Adrienne.

Monté en cólera.

—También dijo que el motivo por el que Brenda no puede perder peso después del parto es porque no está gorda por eso sino porque es una bruja zampabollos —prosiguió Adrienne, mirando de reojo a Brenda mientras se lamía la sal de las patatas que se le había pegado en los dedos.

—Nunca he dicho algo semejante —protesté.

—No, y no te culparía si lo hubieses hecho.

—Ahí le ha dado —agregó papá, mirando a Brenda.

Brenda levantó un dedo amenazador contra nosotros tres y siguió comiendo.

—¿Ya has comprado un vestido para la fiesta? ¿Qué vas a ponerte? —preguntó Adrienne.

—Estoy más bien concentrada en mantener con vida al homenajeado —contesté, distraída por la noticia de que Barry estaba obsesionado con Leo Arnold. Intentaba figurarme cómo había sacado la impresión, por otra parte correcta, de que el tipo me gustaba. Nunca había hablado de mis clientes con él.

—De nada servirá que esté vivo si vas hecha un adefesio —dijo Brenda, y los tres se echaron a reír.

—Brenda se ha comprado unos zapatos nuevos estupendos —dijo papá—. Son de punta abierta, negros y con unas perlitas preciosas.

Papá tenía una verdadera obsesión por los zapatos de mujer. Cuando éramos jóvenes nos llevaba de compras y no era raro que nos sorprendiera regalándonos zapatos para ocasiones especiales. Tenía buen gusto, además. En cierto modo, era un hombre afeminado atrapado en el cuerpo de un hombre heterosexual; adoraba a las mujeres, le encantaba su manera de pensar, pasaba todos los días laborables con ellas, había pasado su vida entera compartiendo una casa donde lo superaban en número las mujeres, incluidas sus tías, de modo que sentía un gran respeto por ellas. Apreciaba sus conductas y tendencias, sus matices, su necesidad de chocolate en el momento del mes que se sabía de memoria (un prerrequisito para criar a tres chicas adolescentes sin madre) y hacía lo posible por entender las fluctuantes hormonas y la necesidad de comentar y analizar sentimientos y sucesos.

—¿Qué os hace pensar que vais a ir a la fiesta? —pregunté, sorprendida de que se estuvieran preparando.

—Nos invitó cuando estuvo aquí, ¿no te acuerdas? —dijo papá—. No pensarás que vamos a perdernos semejante festejo.

—No puede decirse que sea el festejo del año. Solo tiene treinta y cinco.

—No, pero es la velada en que se anunciará que releva a su padre al frente de Basil’s, cosa bien importante si tenemos en cuenta que Dick Basil ha llevado el timón durante más de cuarenta años. Su padre se la legó para que la dirigiera cuando solo tenía veintiún años. ¡Imagina toda esa responsabilidad a esa edad! No sé si sabes que Basil’s exporta sus productos a cuarenta países de todo el mundo, un total de ciento diez millones de euros de comercio irlandés, y cada año exporta chocolate producido en Irlanda por valor de más de doscientos cincuenta millones. Más vale que creas que es un asunto trascendente. Todos los ingredientes que utilizan son nacionales, cosa que ahora es más importante que nunca. Seguro que el Taoiseach[10] asistirá. Él y Dick Basil son buenos amigos. Si no está en la ciudad, casi seguro que asistirá el ministro de Asuntos Exteriores y Comercio, y posiblemente el ministro de Trabajo, Empresa e Innovación. —Papá dio una palmada—. Será una auténtica locura, y me muero de ganas de ir.

Tragué saliva.

—¿Cómo te has enterado de todo eso?

—Leyendo The Times. Página de negocios. —Lo levantó para mostrármelo y volvió a tirarlo encima de la mesa—. A tu chico van a pasarle una dinastía.

—No la quiere —dije en voz baja, comenzando a sentir un nudo de pánico por Adam en el estómago—. Por eso estoy cuidando de él. Si tiene que asumir el mando de la empresa, se suicidará. Y lo hará esa noche.

Todos me miraron en silencio.

—Muy bien, pues tienes seis días para trabajar en eso —dijo papá, con una sonrisa de apoyo—. Mi querida hija pequeña, voy a darte el mejor consejo que creo haberte dado alguna vez en tu corta vida.

Me preparé.

—Sugiero que vayas a buscar a ese adicto al sexo.

Tras dejar a Adam con su ordenador personal en la oficina de papá, con estrictas instrucciones de no hacer comentarios inoportunos, me fui a la sala de espera de Leo Arnold, el cliente con quien había fantaseado la mayoría de noches que me llevaron a abandonar a Barry. Nunca, ni por un instante, quise que tales fantasías se hicieran realidad, solo eran eso: fantasías, algo para mantener la mente ocupada cuando la realidad me resultaba demasiado sombría. Estaba segura de que ni siquiera era mi tipo; no había una verdadera atracción entre nosotros, había creado a un Leo Arnold completamente distinto en mi cabeza, uno que daba citas para sesiones de terapia bien entrada la noche y que, incapaz de refrenarse un momento más, se me echaba encima cuando estaba sola en la consulta, a veces aunque hubiera un cliente aguardando fuera. Noté que me sonrojaba al pensar en lo ridículo que era todo aquello ahora que estaba sentada en su sala de espera, ahora que se trataba de la vida real.

—Christine.

Leo apareció súbitamente en la puerta. Su secretaria sin duda le había dicho que estaba aguardando, pero aun así no logró disimular su sorpresa.

—Leo. Perdona que no haya pedido hora —dije en voz muy baja para no enojar a los demás clientes que aguardaban en la sala de espera.

—No pasa nada —contestó con simpatía, conduciéndome a su consulta—. Dispongo de unos minutos entre citas. Siento no poder dedicarte más tiempo, pero tengo entendido que se trata de algo urgente.

Me senté ante su escritorio, procurando no mirar demasiado a mi alrededor aunque después de haber imaginado las cosas que habíamos hecho allí era difícil no querer saber cómo era la realidad. Eché un vistazo al archivador y pensé en esposas. Empecé a acalorarme y supe que me estaba poniendo roja como un tomate.

—Supongo que estás aquí por lo de tu marido. —Carraspeó—. Barry.

Lo miré sorprendida.

—En realidad, no.

—¿Has venido para una sesión? —preguntó, sorprendido a su vez.

—¿Por qué?, ¿a qué has pensado a que he venido?

—Bueno, creía que podía guardar relación con… la llamada que recibí.

—¿De quién?

—De Barry. ¿No es tu marido? Dijo que era tu marido. ¿Tal vez me equivoqué?

—¡Oh! —dije, cayendo en la cuenta mientras mi rostro pasaba del rojo al granate—. ¿Te llamó? —susurré, temerosa de preguntarlo en voz alta. La idea era demasiado para soportarla. ¿De dónde había sacado Barry su número? Recordé el ordenador que había dejado en el apartamento. Seguro que había echado mano a mi lista de contactos. Mi vergüenza era inconmensurable.

Ahora le tocó a Leo ponerse colorado.

—Pues… sí, supuse que lo sabías. No lo habría comentado si hubiese sido consciente de que no lo sabías… Perdón.

—¿Qué te dijo? —pregunté apenas susurrando.

—Creía que, bueno, que nosotros, tú y yo… Bueno, me parece que la forma más educada de decirlo es que creía que estamos teniendo una aventura.

Di un grito ahogado.

—Oh, Dios… Leo… Lo siento mucho… No sé de dónde demonios… —me esforcé en balde en encontrar las palabras adecuadas.

—En fin, esto ha sido más cortés de cómo lo expresó él.

—Lo siento mucho —dije con firmeza, recobrando mi voz, procurando mantener un tono profesional—. No tengo la menor idea de cómo ni por qué llegó a esa conclusión. Está pasando un mal… Es decir, estamos pasando un mal trago —concluí.

—Dijo algo a propósito de haber encontrado mi nombre dentro de un corazón… —prosiguió Leo, su rostro tan encarnado como el mío.

—¿Que dijo qué? —Abrí mucho los ojos—. Qué demonios… No entiendo…

Recordé el bloc de notas que tenía al lado del ordenador, en el que garabateaba cuando trabajaba, pensé en los corazones que siempre dibujaba, a veces estrellas, a veces espirales, y luego recordé la vez en cuestión, el ridículo momento en que puse el nombre de Leo dentro de un corazón y me pareció divertido, como si volviera a ser una colegiala, como si pudiera elegir quién me gustaba, como si fuera algo despreocupado y placentero en lugar de una traición. Atrapada, atrapada. Me sentía atrapada y un nombre en un corazón me había liberado momentáneamente, y ahora había regresado para atosigarme. Me avergoncé, me sentí un poco mareada, ardía en deseos de salir de aquel despacho.

—Se lo dijo a mi esposa, en realidad —prosiguió Leo, un poco más serio, ya no colorado, dejando traslucir su enojo—. Me enteré por ella. Está embarazada. De seis meses. Un momento en absoluto apropiado para oír ese tipo de cosas.

—¿Cómo dices? Oh, Dios mío, qué sinvergüenza. Leo, vuelvo a pedir perdón, yo no… —Me quedé meneando la cabeza, mirando en derredor, deseando que el suelo me tragara—. Espero que entienda que no es verdad. Es decir, la llamaré para explicárselo, si crees que eso podría…

—No. Dudo que sea de ayuda —dijo secamente, interrumpiéndome.

—De acuerdo. —Asentí—. Lo entiendo, créeme, lo entiendo perfectamente.

Miré en derredor. Quería marcharme, pero estaba como paralizada.

—¿Por qué has venido a verme, si no era por esto?

—Oh, no importa.

Me levanté y me tapé la cara con las manos. Estaba muerta de vergüenza.

—Christine, por favor, parecía importante. Y este encuentro has dicho que era urgente.

De verdad que quería irme. Nada deseaba más que salir de aquel despacho, no volver a ver su rostro, buscar la manera de borrar de mi memoria toda la conversación que habíamos mantenido, pero no podía. Le debía a Adam ayudarlo de la mejor manera que pudiera, y eso significaba tragarme el orgullo y pedir ayuda.

En cuanto dejé de debatirme, sentí una súbita libertad.

—No se trata de mí, en realidad. Estoy aquí en nombre de un amigo.

—Por supuesto —dijo, dando la impresión de no creerme.

—No, en serio, se trata de un amigo, pero ese amigo se niega a ver a un terapeuta y por eso estoy aquí en su nombre.

—Por supuesto —dijo exactamente en el mismo tono, cosa que resultó increíblemente frustrante. Si le hubiese dicho que se trataba del burro que tenía por mascota probablemente habría contestado de la misma manera.

De modo que le conté la historia de Adam y mía, en el poco tiempo de que disponíamos, resumiendo el intento de Adam de poner fin a su vida, mi promesa de ayudarlo, nuestro viaje juntos y los pasos que había dado en un esfuerzo por ayudarle a disfrutar de la vida.

—Christine. —Leo se incorporó en su sillón de cuero, mostrándose inquieto—. Esto es bastante preocupante.

—Lo sé. Ahora entiendes por qué estoy aquí, ¿no?

—Ciertamente que la situación de tu amigo es para preocuparse, pero se trata más bien de que lo que has estado haciendo con él, desde un punto de vista terapéutico, es tremendamente perjudicial para él.

Me quedé paralizada.

—¿Perdón?

—¿Por dónde empiezo? —Negó con la cabeza como para aclarar sus ideas—. ¿Dónde aprendiste esos «consejos» sobre cómo disfrutar de la vida?

—En un libro —contesté, con el corazón palpitando.

Hubo un destello de enojo en su mirada y luego dijo muy serio:

—Esta psicología popular es una amenaza. Christine, le has arrebatado el poder.

Viendo mi mirada de confusión, prosiguió:

—Tú no eres mejor que él. No puedes ayudarlo quitándole su integridad. Al intentar «arreglar» su vida, le estás restando autoridad, porque intrínsecamente nada habrá cambiado, simplemente habrás hecho que dependa de ti. Tu aplicación de esos métodos de arreglo rápido que leíste en un libro…

—He intentado ayudarlo —dije enojada.

—Por supuesto, eso lo entiendo —dijo con más amabilidad—, y como amigo entiendo lo que has pretendido hacer. Pero como terapeuta, cosa que debo señalar que tú no eres, debo decir que no has abordado esto de la manera correcta.

—¿O sea, que tendría que haberle dado un empujón en el puente? —dije, poniéndome de pie.

—Claro que no. Lo que estoy diciendo es que debes darle el poder. Debes dejar que tenga su propia vida en sus propias manos.

—¡Intentó quitarse la vida!

—Estás molesta. Entiendo que estabas intentando hacer lo mejor por él, y que estás pasando un momento especialmente estresante…

—No se trata de mí, Leo. Se trata de Adam. Lo único que quiero saber es qué debo hacer para que esté mejor. ¡Dime cómo puedo arreglarlo!

Se hizo un prolongado silencio mientras él me miraba, luego sonrió con gentileza y dijo:

—¿Has oído lo que acabas de decir, Christine?

Lo había oído y estaba temblando.

—No puedes hacer nada. Tiene que ayudarse a sí mismo. Sugiero que te limites a estar con él, a escucharlo, a brindarle tu apoyo. Pero hagas lo que hagas, deja de intentar arreglarlo antes de que te pases de la raya.

Lo miré entristecida.

—Espero que esto te sirva de ayuda. Lamento que hoy no dispusiéramos de más tiempo, pero si tu amigo quisiera pedir una cita conmigo estaré más que dispuesto a atenderlo. Y si consideras que a ti también te haría bien hablar con alguien, estaré encantado de remitirte a otro terapeuta a quien valoro mucho. —Percibiendo mi confusión, agregó—: Mi esposa encontraría poco apropiado que te tratara yo…

—Por supuesto —susurré, avergonzándome todavía más—. Muchas gracias por tu tiempo. Y, una vez más, lo siento mucho.

—Si me permites decir algo personal… —añadió, mirándome como pidiendo permiso para hablar con franqueza.

Asentí.

—Eres maravillosa en lo que haces. He recomendado tu agencia de empleo a muchos clientes que han pasado malas rachas; pienso que encontrarán tu manera de hacer las cosas esclarecedora, alentadora. Te preocupas por el empleo que proporcionas a la gente. Y fuiste más allá de lo que exigía el deber cuando intentaste ayudarme con mi tabaquismo. Tengo un montón de libros que todavía están por leer —dijo, sonriendo. Olí el humo de su chaqueta, pero aun así aprecié su gratitud—. Se te da bien arreglar las cosas, Christine, pero si realmente quieres ayudar a alguien, ser su amiga, a veces tienes que escuchar y dejar que él haga el trabajo. Ofrécele tu apoyo. Nada más.