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Cómo reconocer un milagro
y qué hacer cuando ocurre
La habitación era todo silencio y quietud, los únicos sonidos eran los bips constantes del cardiógrafo de Simon y el zumbido del respirador. Simon era el polo opuesto de cuando lo había visto por última vez. Ahora se lo veía tranquilo, el lado derecho y la cabeza vendados, el lado izquierdo sereno y relajado como si nada hubiese pasado. Decidí sentarme de cara al lado izquierdo.
—Vi cómo se disparó —susurré a Angela, la enfermera de guardia—. Se puso la pistola aquí. —Hice el gesto—. Y apretó el gatillo. Vi cómo su… todo… se desparramaba. ¿Cómo es posible que sobreviviera?
Angela sonrió, la suya fue una sonrisa triste, en realidad ninguna sonrisa, solo músculos moviéndose en torno a sus labios.
—¿Un milagro?
—¿Qué clase de milagro es este? —Seguía susurrando porque no quería que Simon me oyera—. No paro de darle vueltas una y otra vez. —Había estado leyendo libros sobre el suicidio y lo que debería haber dicho, y decían que si conseguías que una persona que amenaza con suicidarse pensara racionalmente, de hecho que pensara en la realidad del suicidio y sus consecuencias, era posible que abandonara la decisión. Lo que buscan es un remedio rápido para poner fin a su sufrimiento emocional, no poner fin a su vida, de modo que si logras ayudarlos a ver otra manera de aliviar el dolor quizá los disuadas—. Teniendo en cuenta que no tengo experiencia, creo que lo hice bien, creo que realmente logré que me escuchara. Creo que reaccionó a lo que le dije. Al menos por un momento. O sea, soltó la pistola. Lo que no sé es qué lo devolvió a ese estado mental.
Angela frunció el ceño como si estuviera oyendo o viendo algo que no le gustara.
—Sabe que no es culpa suya, ¿verdad?
—Sí, ya lo sé —contesté, sobreponiéndome.
Me estudió pensativa y me concentré en la rueda derecha de la cama de hospital, en cómo causaba una marca negra en el suelo cada vez que la movían, montones de marcas en ambos sentidos, e intenté contar cuántas veces la habían movido. Decenas, como mínimo.
—Sabe que hay personas con las que puede hablar de estas cosas. Me parece que sería buena idea que sacara fuera sus preocupaciones.
—¿Por qué todo el mundo me dice lo mismo? —Me reí, procurando parecer despreocupada aunque en el fondo sentía el enojo que anidaba en mi pecho. Estaba harta de que me analizaran, harta de que la gente me tratara como si hubiera que ocuparse de mí—. Estoy bien.
—La dejo un rato a solas con él.
Angela se marchó, sus zapatos blancos silenciosos sobre el suelo como si flotara.
Ahora que estaba allí, no sabía muy bien qué hacer. Fui a tocarle la mano pero me contuve. Si tenía conciencia, tal vez no quería que lo tocara, quizá me culpaba de lo sucedido. Mi tarea había consistido en detenerlo y no lo hice. A lo mejor había querido que le hiciera cambiar de opinión, había deseado con todas sus fuerzas que le dijera las palabras apropiadas y le había fallado. Carraspeé, miré en derredor para asegurarme de que nadie escuchaba y me incliné para acercarme a su oído izquierdo, aunque no tanto como para asustarlo.
—Hola, Simon —susurré.
Miré a ver si reaccionaba. Nada.
—Me llamo Christine Rose, soy la mujer con la que habló la noche de… del incidente. Espero que no le importe que le haga compañía un rato.
Agucé el oído y estudié su semblante y sus manos por si daba algún signo de estar molesto con mi presencia. No quería causarle más sufrimiento. Visto que todo lo aparente permanecía como estaba, en paz y tranquilidad, me apoyé en el respaldo de la silla para ponerme cómoda. No esperaba que se despertara, no tenía nada que decirle, tan solo me gustaba estar allí, envuelta en el silencio, a su lado. Pues mientras estuviera a su lado no estaría en ninguna otra parte, preguntándome por él.
A las nueve de la noche, terminado el horario de visitas, todavía no me habían pedido que me marchara. Supuse que el horario establecido no contaba para alguien en un estado como el de Simon. Estaba en coma, conectado a una máquina que mantenía sus constantes vitales, y su estado no mejoraba. Estuve un rato pensando en mi vida y en la de Simon y en cómo habían cambiado para ambos al cruzarse nuestros caminos. Solo habían transcurrido unas pocas semanas desde el intento de suicidio de Simon, pero ese tiempo había bastado para que mi vida saliera disparada en otra dirección. Me pregunté si era pura coincidencia o si había sido cosa del destino que yo hubiera estado fortuitamente en aquel lugar.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó Barry, confundido, adormilado, incorporándose en la cama con el rostro arrugado, sus diminutos ojos enormes al ponerse sus gafas de montura negra tras haberlas cogido de la mesita de noche. No supe qué responderle entonces; tampoco sabría cómo contestarle ahora. Decirlo en voz alta sería embarazoso, pondría de relieve lo perdida que estaba, y no me pasaba por alto la ironía de esta frase.
Aparte de lo que estuviera haciendo allí, el hecho de que hubiese decidido entablar conversación con un hombre armado en un edificio abandonado bastaba para que me cuestionara a mí misma. Me gustaba ayudar a la gente pero no estaba segura de que se tratara solo de eso. Me veía como una persona capaz de resolver problemas y aplicaba ese pensamiento a casi todos los aspectos de la vida. Si algo no podía arreglarse, al menos cabía cambiarlo, en particular la conducta.
Mi sistema de creencias era fruto de tener un padre que era un arreglador. Era el tipo de persona que preguntaba cuál era el problema y se ponía a solucionarlo, tal como lo hizo para sus tres hijas, que se criaron sin su madre. Como carecía del instinto de mamá para saber si las cosas nos iban bien y no tenía con quien hablarlo, nos preguntaba, escuchaba la respuesta y acto seguido buscaba la solución. Era su manera de ser y lo que él consideraba que podía hacer por nosotras. Abandonado con tres hijas menores de diez años, un padre hace lo que puede a fin de protegerlas.
Dirijo mi propia agencia de colocación, cosa que suena bastante elemental, solo que yo prefiero verme como una casamentera que busca a la persona adecuada para el empleo adecuado. Es importante aportar la energía apropiada a la empresa apropiada y viceversa, es decir, lo que la empresa puede hacer por una persona. A veces es un asunto meramente matemático, un empleo disponible para una persona disponible con las aptitudes apropiadas; otras veces, cuando llego a conocer a la persona, como en el caso de Oscar, lo cierto es que voy más allá de lo que dicta el deber en lo que respecta a colocarla. Las personas con quienes trato tienen distintos sentimientos acerca de sus metas, algunas porque han perdido el empleo y soportan mucho estrés, otras simplemente tienen ganas de cambiar de carrera y están inquietas pero llenas de felices expectativas, y luego están las que acceden al mundo laboral por primera vez, excitadas ante un nuevo comienzo. En cualquier caso, todas están haciendo un viaje y yo estoy en medio. Siempre he sentido la misma responsabilidad por cada una de ellas, la responsabilidad de ayudarlas a encontrar su lugar en el mundo. Y, sin embargo, sirviéndome de esta filosofía, mis palabras habían enviado a Simon Conway a aquella habitación.
No quería dejarlo solo y regresar a un apartamento prestado sin televisión y sin nada mejor que hacer que mirar las cuatro paredes. Tenía muchos amigos que podrían haberme acogido, pero como eran amigos comunes de Barry y míos les costaba ofrecerse, renuentes a meterse en medio del lío, a dar la impresión de tomar partido, sobre todo habida cuenta de que era yo quien acababa apareciendo como la mala, la loba feroz que le había partido el corazón a Barry. Más me valía no someterlos a semejante estrés.
Brenda me había invitado a quedarme en su casa, pero no soportaba la inquietud de mi hermana a propósito de mi supuesto trastorno postraumático. Necesitaba ir y venir a mi antojo sin que me hicieran preguntas, especialmente acerca de mi cordura. Quería sentirme libre; esa era la principal razón por la que había abandonado a mi marido. El hecho de que me sintiera más cómoda en una unidad de cuidados intensivos que en cualquier otra parte resultaba muy elocuente.
Esto era precisamente lo que no podía decirles al detective Maguire ni a Barry, ni a mi padre y mis dos hermanas, ni a nadie, en realidad. Estaba buscando un lugar determinado que me hiciera sentir mejor conmigo misma. Esto lo aprendí en un libro: Cómo vivir en un lugar que te haga feliz. La idea era elegir un lugar que te levantara el ánimo. Podía ser cualquier lugar donde conectaras con un recuerdo que te enriqueciera el alma o simplemente un lugar cuya luz te gustara, o un lugar que te contentara por un motivo que no podías reconocer a nivel consciente. Una vez que encontrabas ese lugar, el libro proponía ejercicios para ayudarte a evocar el mismo sentimiento de felicidad en cualquier momento y cualquier lugar que tu corazón deseara, pero solo daban resultado si previamente habías encontrado el lugar apropiado. Había estado buscando. Eso es lo que estaba haciendo en el edificio la noche que conocí a Simon Conway. No era el edificio lo que andaba buscando, era lo que había sido antes de convertirse en un edificio. Conservaba un recuerdo feliz de aquel terreno.
Jugaban un partido de críquet el Clontarf contra el Saggart. Yo tenía cinco años, mamá había muerto solo unos pocos meses antes y recuerdo que era un día soleado, el primero después de un largo, oscuro y frío invierno, y mis hermanas y yo estábamos allí para ver jugar a papá. El club de críquet entero estaba fuera, recuerdo el olor a cerveza, y todavía noto en los labios el sabor salado de los paquetes de cacahuetes que comía uno tras otro. Papá lanzaba y faltaba poco para que terminara el partido; alcanzaba a ver la intensa mirada de su rostro, la mirada que habíamos visto a diario durante las últimas semanas, la oscura mirada con los ojos prácticamente perdidos bajo sus cejas. Lanzó su tercera pelota y el tipo que bateaba erró por completo su swing y falló. La pelota dio contra los palos y el tipo quedó eliminado. Papá gritó muy fuerte y agitó el puño en el aire con tanta ferocidad que a nuestro alrededor todo el mundo se puso a vitorear. Al principio me asustó ver la histeria colectiva, como si todos hubieran pillado un virus extraño que había visto en una película de zombis y yo fuese la única que no estaba afectada, pero entonces vi el rostro de papá y entendí que todo iba bien. Sonreía de oreja a oreja, y recuerdo cómo lo miraban mis hermanas. A ellas tampoco les interesaba demasiado el críquet. De hecho, se habían estado quejando todo el camino en el coche porque no podrían juagar con sus amigos en la calle. Pero ahí estaban, observando a papá celebrar la victoria, aupado a hombros por sus compañeros. Todos sonreían y en ese momento pensé: vamos a estar bien.
Fui al edificio para recuperar este sentimiento, pero al llegar me encontré con una finca fantasma y conocí a Simon.
Cuando aquella noche dejé a Simon en el hospital continué con mi búsqueda de lugares que me levantaran el ánimo. Llevaba unas seis semanas haciéndolo y para entonces ya había visitado mi antigua escuela de primaria, una cancha de baloncesto donde besé a un chico que creía que no estaba a mi alcance, mi instituto, la casa de mis abuelos, el parque, el club de tenis donde había pasado los veranos y varios otros sitios de los que guardaba buenos recuerdos. Me presenté inopinadamente en casa de una antigua amiga del colegio con quien mantuve una conversación de lo más incómoda, y enseguida deseé no haberme molestado en hacerlo. La visité porque al pasar por delante de su casa me sobrevino un recuerdo repentino: el olor dulce y cálido del horno de su cocina. Cada vez que iba a jugar allí, su madre estaba horneando algo. Veinticuatro años después, el olor del horno había desaparecido, igual que su madre, y en su lugar estaban los dos hijos de mi agotada amiga, que la estaban utilizando a modo de rocódromo sin concedernos ni un segundo para hablar, cosa que fue una bendición puesto que no teníamos nada que decirnos una a la otra aparte de la pregunta callada que ella tenía en la punta de la lengua: «¿Por qué demonios has venido? Nunca fuimos amigas íntimas». Dando por sentado que yo estaba pasando un mal momento, fue lo suficientemente educada para no pronunciarla en voz alta.
Durante las primeras semanas no me preocupó no encontrar mi lugar, la búsqueda era una manera de pasar el tiempo, pero al cabo de tres semanas mi incapacidad para encontrar mi lugar comenzó a obsesionarme. En vez de animarme, en realidad estaba deshaciendo los buenos recuerdos que conservaba.
Tras la visita al hospital, aún estuve más decidida a encontrar un lugar. Necesitaba levantarme la moral y sabía que regresar a casa, al bloque de apartamentos de alquiler rodeado de magnolios, no iba a ofrecerme el menor consuelo.
Esto es lo que estaba haciendo en el momento que el suceso sumamente improbable le ocurrió por segunda vez a la misma persona.