16
Cómo organizar y simplificar tu vida
Cuando regresamos al apartamento, cargados de bolsas de comida para llevar, vimos que todavía había luz en la librería de Amelia. Eran las diez de la noche.
—Qué raro —dije—. Toma, ve pasando. —Le di las llaves del apartamento—. Mantente lejos del cristal y los aparatos eléctricos. Voy a ver si está bien.
Puso los ojos en blanco.
—Voy contigo.
Amelia abrió la puerta en cuanto nos acercamos, como si hubiese estado aguardándonos de pie. Tenía los ojos muy abiertos, con una expresión apremiante. Miré en derredor. Habían puesto una mesa con vino, queso y galletas saladas, había cinco botellas de vino vacías encima de la mesa. Habían retirado las estanterías de la parte central de la tienda y en su lugar había sillas, cuatro filas de cuatro, con un puñado de personas sentadas ante un podio donde una mujer leía un libro en voz alta. Tenía una hermosa cabellera larga y ondulada de un gris luminoso, y llevaba un vestido negro ceñido con un escote bajo que revelaba una piel morena y lustrosa.
Elaine se volvió y nos saludó excitada con la mano para acto seguido dedicar de nuevo toda su atención a la lectora.
—¿Quién es? —susurré.
—Irma Livingstone —contestó Amelia, poniendo los ojos en blanco—. Maldigo el día en que dije que sí a Elaine. Irma es su profesora en el curso sobre «Cómo enamorarse», y Elaine pensó que sería una idea maravillosa traerla aquí y pedirle que leyera fragmentos de su libro. Lleva una hora leyendo.
Amelia me pasó el libro. Cómo ser dueña de tus zonas erógenas.
—¿Cómo? ¿De quién son las mías ahora mismo? —pregunté, echándole un vistazo por encima antes de que Adam me lo arrebatara.
Un hombre mayor de la primera fila se había dormido y roncaba ruidosamente, una joven que era el típico ratón de biblioteca garabateaba abundantes notas, y un hombre parecía estar disimulando una tremenda erección, sin el conocimiento de Elaine, que le hacía ojitos con la esperanza de que la invitara a salir.
Irma reparó en la presencia de Adam.
—Iba a terminar aquí, pero veo que tenemos compañía. A continuación leeré el capítulo cuatro: el placer de darte placer con tu pareja. Debo advertir que es un pasaje bastante erótico, si me permiten el juego de palabras.
Sonrió a Adam.
—Estupendo. —Adam me sonrió—. Me encantan los pasajes eróticos. Chicas, vosotras id a hablar de vuestras cosas. ¡Hasta luego!
No pude contener la risa cando la voz melosa de Irma comenzó a leer lenta y sensualmente su pasaje erótico.
Una vez que estuvimos en la silenciosa casa de Amelia encima de la tienda pudimos hablar.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien. —Amelia se sentó, parecía cansada—. La casa está muy tranquila sin ella. Solitaria.
—Siento no haber estado más por ti.
—Lo has estado. Además, bastante tienes con Simon, Adam y Barry —agregó, esbozando una sonrisa.
—Déjalo —dije, negando con la cabeza, incapaz de abordar esos asuntos.
—Barry me envió un texto muy bonito por lo de mamá.
—Vaya, me alegra oírlo, para variar.
—¿Qué tal van las cosas con Adam?
—Bien. Muy bien. Está saliendo del hoyo, ya sabes. Pronto estará bien por su cuenta. Ya no me necesitará más o sea que… No podría ser mejor.
Oí el temblor de mi voz y lo falsa y ridícula que sonaba.
—Claro. —Amelia sonrió—. Estás siendo muy buena ayudándolo.
—Sí, bueno, está pasando una mala racha.
—Ajá. —Amelia se estaba mordiendo el labio para dejar de sonreír.
—Basta. —Le di un empujoncito—. Intento hablar en serio.
—Ya lo sé, me doy perfecta cuenta.
Amelia se rio pero no tardó en torcer el gesto otra vez.
—¿Qué pasa?
—He estado revisando sus cosas. —Se levantó y sacó unos papeles de un cajón de la cocina—. Y he encontrado esto.
Me pasó el montón de papeles. Había demasiado que asimilar, de modo que la miré.
—Dime qué estoy mirando.
—Un trastero. A nombre de mamá. Nunca me comentó nada al respecto, cosa rara puesto que yo me encargaba de todos sus asuntos. Se pagaba mediante domiciliación a una cuenta bancaria que no reconozco.
Me mostró el número. Naturalmente, no esperaba reconocerlo, pero lo hice. Era la cuenta en la que ingresaba mi alquiler cada mes. La empresa de papá. Amelia no reparó en mi reacción, de modo que tragué saliva, aguardando a ver dónde nos estaba llevando aquello.
—No me habría enterado de nada si no hubiese encontrado este sobre con una llave dentro y el contrato del trastero. Es de hace diez años. Mira la dirección que figura en el sobre.
La dirección postal era la de Rose e Hijas, Abogados.
—¿Tú sabías algo de esto? —preguntó Amelia.
—No, en absoluto —contesté. La mirada de Amelia me dijo que no me creía—. Vale, no hasta hace dos segundos, cuando he visto el número de cuenta. Amelia, te prometo que nunca me han dicho nada. Se encargan del testamento de tu madre, ¿verdad?
Amelia asintió.
—¿Se hace alguna mención al contenido del trastero en el testamento?
—No lo sé, todavía no he ido a ver a tu padre, pero… La verdad es que creía saber lo que decía el testamento de mamá. Lo habíamos hablado.
—Preguntemos a mi padre. —Saqué mi teléfono—. Es sencillo, vamos a resolver esto ahora mismo.
—No. —Amelia me quitó el teléfono de la mano—. No. Nada de arreglos rápidos ahora mismo. —Viendo mi expresión ofendida, se explicó—: ¿Y si tu padre me dice que no puedo entrar?
—¿Cómo va a decirte eso? Lo que era de tu madre, ahora es tuyo.
—¿Y si se supone que no debo enterarme? En cuanto le pregunte, mi suerte estará echada. Quiero ir y averiguar por mi cuenta qué hay en ese trastero. —Vi que se le nublaba la vista al tiempo que se perdía en mil pensamientos—. ¿Por qué se tomaría tantas molestias a fin de que no viera lo que hay ahí dentro?
Al día siguiente Amelia, Adam y yo caminábamos por el pasillo de Store-Age, una empresa de alquiler de trasteros situada en un gran parque comercial de Dublín. Las puertas de los trasteros eran de un rosa brillante, igual que el logotipo, para que resultara bien visible al tráfico que circulaba por la autopista vecina. Era suficiente para dar dolor de cabeza, sobre todo después de una noche en vela tratando de determinar el futuro de Adam, pero me obligué a recordar que estaba allí para apoyar a una amiga. A decir verdad, me alegraba la distracción que proporcionaban los giros inesperados que estaba dando la vida de Amelia. Adam volvía a tener los ánimos por los suelos y sus pensamientos abundaban en un futuro de servidumbre en la empresa familiar, y mi idea de aquella mañana, hacerle entrega de un diario de gratitud en el que iba a escribir cada día una lista de cinco cosas que agradecía, de modo que al final de la semana tuviera treinta y cinco cosas, cayó como una piedra en un pozo. Habíamos recurrido a su plan de crisis y había optado por limpiar mi frigorífico en lugar de reconocer las cosas que apreciaba de su vida. Opción harto elocuente. A todas luces, si no lograba resolver la cuestión de Basil Confectionery, el éxito con Maria sería en vano.
Mientras meditaba en todo esto, procuré alegrar el ambiente para Amelia.
—A lo mejor tu madre era una agente secreta y dentro del trastero hay una colección de identidades falsas, pelucas y pasaportes, maletines con compartimentos ocultos —dije, continuando el juego al que habíamos jugado durante el trayecto en coche.
Miré a Adam para pasarle el turno.
—Tu padre tenía una gigantesca colección de porno y no quería que lo supieras.
Amelia torció el gesto.
—A tus padres les iba el sadomasoquismo, y esto era su guarida secreta —propuse.
—Muy buena —me felicitó Adam.
—Gracias.
—Tus padres hicieron un desfalco millonario y guardaron aquí el dinero —dijo Adam.
—Ojalá —murmuró Amelia.
—Tu madre secuestró a Shergar[9] —dije, y Adam soltó una carcajada.
Amelia se paró en seco delante de una puerta rosa brillante y nos pusimos detrás de ella. Se serenó, me miró un momento y metió la llave en la cerradura, la giró lentamente y abrió la puerta, permaneciendo tan lejos del umbral como pudo por si algo le saltaba encima. Nos recibió una mohosa oscuridad.
Adam palpó la pared y encendió la luz.
—Caramba.
Entramos y miramos en derredor.
—Tu madre era Imelda Marcos.
Las paredes del cuarto de tres por tres metros estaban forradas de estanterías atestadas de cajas de zapatos. Cada caja de zapatos llevaba una etiqueta con un año, comenzando por 1954 en la parte de abajo del rincón izquierdo y terminando en la pared de enfrente con una caja fechada diez años atrás.
—Es el año en que se casaron —dijo Amelia, acercándose a la caja y abriéndola. Dentro había una fotografía de sus padres el día de su boda, junto con una flor seca del ramo de novia; también una invitación a la boda, un libro de oraciones de la ceremonia, fotos de su luna de miel, un billete de tren, un pasaje de barco, una entrada de cine de su primera cita, la cuenta de un restaurante, un cordón de zapato, un crucigrama del Irish Times terminado… todo cuidadosamente archivado. ¡Nada de un baúl de recuerdos, aquello era un cuarto entero de recuerdos!
»¡Dios mío, lo guardaron todo! —Amelia acarició con las puntas de los dedos las hileras de cajas, deteniéndose en la del último año—. El año en que murió papá. Todo esto debió de hacerlo él.
Tragó saliva, sonrió ante la idea de su padre conservando su colección y luego frunció el ceño, dolida por el hecho de que se lo hubieran ocultado.
Cogió otra caja al azar y la registró, luego sacó otra y otra más. Una por una fue registrando todas las cajas, exclamando con deleite al encontrar uno tras otro los objetos que representaban recuerdos de la vida de sus padres, recuerdos de su propia vida. Antiguos informes escolares, la cinta que se puso el primer día de colegio, su primer diente, un mechón de pelo de su primera visita a la peluquería, una carta que había escrito a su padre cuando tenía ocho años, disculpándose después de haberse peleado. Comencé a preguntarme si deberíamos dejarla a solas en el cuarto, seguro que querría pasar interminables horas abriendo todas las cajas, reviviendo cada año de la vida matrimonial de sus padres y de la suya propia. Pero necesitaba a alguien con quien compartir sus recuerdos y Adam tuvo la paciencia de quedarse conmigo de modo que pudiéramos hacer eso por ella. Incluso él parecía conmovido por lo que veía y esperé que fuese una buena terapia presenciar todo aquel amor encerrado en una habitación.
Amelia levantó una foto de sus padres en las montañas de Austria.
—Este era el chalet de vacaciones de mi tío —dijo, sonriendo al estudiar la foto, acariciando sus rostros con las yemas de los dedos—. Solían ir cada verano, antes de que yo naciera. Veía las fotos y les suplicaba que me llevaran, pero mi madre no podía ir.
—¿Estuvo enferma desde que eras niña? —preguntó Adam.
—Al principio no. Tuvo su primer ataque de apoplejía cuando yo tenía doce años, pero antes ya tenía mucho miedo. La ponía muy nerviosa viajar después de tenerme. Supongo que es instinto maternal.
Nos miró para que lo confirmáramos, pero ninguno de nosotros pudo contestar dado que nos habíamos criado sin madre.
—No tenía ni idea de que conservaran todo esto.
—Me extraña que te lo ocultaran —dijo Adam, más para sí que para Amelia, demasiado enfrascado en mirar las cajas para ser consciente de lo que estaba diciendo.
Era el famoso elefante presente en la habitación y lo había señalado gritando. Se dio cuenta en cuanto lo hubo dicho y enseguida quiso borrar el rastro.
—Es asombroso que guardaran todo esto.
Demasiado tarde. Amelia adoptó una expresión de extrañeza. Adam le había recordado que aquel trastero era un secreto que sus padres no habían querido compartir con ella. ¿Por qué?
—¿Amelia? —pregunté, preocupada—. ¿Estás bien? ¿Qué te pasa?
Como si saliera de un trance, Amelia se puso manos a la obra y comenzó a recorrer las estanterías con la vista como si supiera lo que buscaba y no tuviera un instante que perder. Fue resiguiendo con el dedo las fechas de las cajas.
—¿Qué estás buscando? —pregunté—. ¿Podemos ayudarte?
—El año que nací —dijo, poniéndose de puntillas para leer las fechas de los estantes de arriba.
—El setenta y ocho —le recalqué a Adam. Con un metro noventa, llegaría más fácilmente que nosotras.
—La tengo —contestó, sacando una caja polvorienta.
La estaba bajando al nivel de Amelia justo cuando ella levantó el brazo y sin querer golpeó la caja, que salió volando por el trastero. La tapa se abrió y el contenido cayó por los aires y se esparció en el suelo. Adam y yo nos pusimos a gatas para recuperar todo lo que pudiéramos. Nos dimos un coscorrón al chocar nuestras cabezas.
—Au —me reí, y Adam me frotó la frente.
—Perdón —dijo, haciendo una mueca como si notara mi dolor. Me miró con aquellos ojazos azules glaciales y me derretí. Con gusto me habría quedado en aquel cuartito de amor con él para siempre. La idea me excitó, me puso radiante; era estupendo volver a estar chiflada por alguien. Hacía mucho desde la última vez, y después de Barry había comenzado a preocuparme no volver a sentirme así con nadie más, pero ahí estaba, vivo dentro de mí, aquel nudo de nervios y ansias y excitación cada vez que Adam me miraba. Pero en cuanto apareció, la realidad de mi situación me asaltó y se deslizó a un rincón.
»¿Estás bien? —preguntó amablemente.
Asentí.
—Bien —dijo, esbozando una sonrisa, y me sentí como si estuviera bullendo de la cabeza a los pies, soltando chispas.
Entonces me puse paranoica al darme cuenta de que Amelia, que estaba de pie a mi lado, se había quedado muy callada. Suponiendo que estaba presenciando aquel instante de magia entre Adam y yo, levanté la vista y vi lágrimas resbalándole por las mejillas mientras leía una hoja de papel que tenía en la mano. Me puse de pie de un salto.
—¿Qué pasa, Amelia?
—Mi madre —me pasó la hoja manuscrita— no es mi madre.
Mi querida Amelia:
Lamento no ser capaz de cuidar de ti como debería. Cuando seas mayor espero que entiendas que esta decisión se tomó puramente por amor. Estoy convencida de que estarás a salvo en los cariñosos brazos de Magda y Len. Siempre pensaré en ti.
Con amor,
TU MAMÁ
De vuelta en la cocina de Amelia me puse a leer la nota en voz alta a Amelia y Elaine. Amelia iba de acá para allá, habiendo pasado del shock al pesar y ahora a un incómodo enojo que hacía que Elaine y yo pusiéramos mucho cuidado en lo que decíamos. Elaine iba toqueteando los objetos de la caja de zapatos: botines de bebé, una chaqueta de punto, un gorrito, un vestido y un sonajero, entre otras cosas.
—Todo esto está hecho a mano —dijo Elaine, interrumpiendo el enfurruñamiento de Amelia.
—¿Y qué? —le espetó Amelia—. Esa no es la cuestión.
—Bueno, es encaje de Kenmare.
—¿A quién le importa qué tipo de encaje sea? —espetó Amelia otra vez.
—Es solo que no lo hace mucha gente, ni siquiera ahora, y en los setenta solo había un sitio donde lo hicieran.
Amelia dejó de caminar y miró a Elaine, dando muestras de empezar a comprender.
—Un momento, un momento —dije. Tenía que poner fin a aquella tontería—. No nos precipitemos. Seguro que esto pudieron hacerlo en cualquier lugar del mundo, Elaine. No debemos alentar las esperanzas de Amelia de encontrar a sus verdaderos padres.
—Solo digo que esto es encaje de Kenmare, hecho con amor y esmero. Lo sé porque me apunté un curso de encaje para conocer hombres. Cada uno de los artículos de esta caja señala a Kenmare. El encaje es encaje de Kenmare y los jerséis son de Quills, que está en Kenmare.
—Es imposible que puedas reconocer que el punto es de Quills —dije, con prisa por desenredar aquel ridículo hilo de pensamiento.
—Llevan etiqueta —replicó Elaine, mostrándomela. Levantó la vista hacia Amelia—. Amelia, creo que tu madre biológica está en Kenmare.
—¡Jesús! —exclamé. Me restregué los ojos, cansada. Nos aguardaba una noche muy larga.
Adam había regresado a mi apartamento con instrucciones estrictas de completar el puzle de mil quinientas piezas que le había comprado. No lo había impresionado ni motivado el puzle de un mar tempestuoso pintado al óleo que había estado haciendo con él una hora cada día, de modo que decidí adquirir on-line otro de una nena haciendo topless en una playa, que había llegado la mañana anterior. Supuse que en esta ocasión no comenzaría por el contorno.
Llegué a primera hora de la mañana, agotada de dar vueltas en círculos con Amelia. Si Elaine no hubiese estado presente me habría resultado mucho más fácil hacerla entrar en razón pero, pese a mi insistencia, Amelia estaba decidida a ir a Kenmare.
—¿Cómo está? —preguntó Adam, inclinado sobre la mesa de café con una pieza en la mano. Tenía la frente arrugada, los labios en un mohín de concentración. Era una imagen tan tierna que sonreí.
»¿Qué pasa?
Levantó la vista y me sorprendió observándolo.
—Nada. Acabas de contestar a mi pregunta de si eras un hombre de culos o de tetas.
—Un hombre de tetas, sin duda. —Había completado una teta. Tal como había predicho, no había juntado ni una pieza del contorno—. Este puzle es mucho mejor que el anterior, gracias.
—Mi objetivo es complacer.
Me arrodillé y me sumé a su búsqueda. Noté que me miraba. Me observó un momento y al ver que no reaccionaba, prosiguió:
—Estoy buscando un pezón derecho.
Inspeccionamos la mesa de cristal, con las cabezas muy juntas.
—Toma.
Le pasé una pieza.
—Eso no es un pezón.
—Sí que lo es; es un trozo del pezón y un trozo de la axila y un trozo del mar. Mira la caja: tiene el pezón erecto y está a punto de derribar de la tabla al surfista que aparece al fondo. Mira, ahí está la tabla —agregué, señalando la pieza.
—Oh, sí —se rio—. ¿Sabes qué?, hablando así me pones tan cachondo como Irma.
—Irma —gruñí—. No puedo creer que te pidiera el número de teléfono.
—Y yo no puedo creer que le diera el tuyo.
—¿Cómo dices?
Le di un empujón. Me empujó a su vez. Aquello era un flirteo pueril y deliciosamente divertido al mismo tiempo.
—¿Y qué va a hacer Amelia?
—Está un poco fuera de sí. La impresión ha sido tremenda, obviamente. Aunque yo no me sorprendería tanto si me dijeran que soy adoptada. Puede que incluso me alegrara un poco.
—¡Bien dicho! —coincidió.
—Esto es de la chancleta.
Le pasé la pieza. Permanecimos un rato sumidos en un agradable silencio.
—Amelia no parecía tan impresionada, si te pones a pensarlo —dijo de repente—. ¿Te fijaste en cómo corrió a buscar la caja del año en que nació? Se puso frenética.
—Dijo que no tenía ni idea —protesté, aunque en el fondo estaba de acuerdo con el instinto de Adam.
—Y yo digo que lo sabía. A veces puedes saber algo incluso cuando no lo sabes —dijo, mirándome.
Y ahí la tenía otra vez. Esa frase. Me quedé mirándolo sorprendida.
—¿Qué pasa?
—Nada. —Tragué saliva—. Solo… —Cambié de tema—. Elaine está intentando convencer a Amelia de que tiene que ir a Kenmare a buscar a sus padres biológicos.
—Elaine necesita que le examinen la cabeza.
Permanecí callada.
Levantó la vista hacia mí.
—Tienes claro que es una idea absurda, ¿verdad? —dijo Adam.
—Sí. Pero Amelia quiere hacerlo.
—Claro que quiere hacerlo. En cuestión de una semana todo su mundo se ha puesto patas arriba. No piensa con claridad. Estaría de acuerdo en ir a la luna si alguien se lo propusiera.
Lo que dijo dio en el blanco. No sobre Amelia sino sobre él mismo. Su mundo había estado a punto de acabarse el domingo por la noche, no estaba pensando con claridad; haría cualquier cosa con tal de ponerle remedio. Y esa cualquier cosa resultaba que era yo. Tragué saliva, sabiendo que aquella experiencia era para él, no para mí. Tenía que zafarme de la situación, tenía que dejar de sentir algo por él. Tenía que sacarlo fuera de Dublín, fuera de mi vida, y tenía que empezar a arreglar su vida, alisar el terreno para que fuera suficientemente cómodo adentrarse en él, y luego arropar a Adam y decirle buenas noches y adiós.
—Que yo sepa, Amelia nunca ha querido ir a parte alguna en todo el tiempo que llevamos siendo amigas. No se iba de fin de semana, o si lo hacía era quejándose. Nunca podía ir a parte alguna, no ha salido del país ni una sola vez. Que quiera hacer este viaje es un asunto importante, tanto si encuentra a sus padres biológicos como si no. Le he dicho que mañana la llevaría a un detective privado para ver si la puede ayudar. —Suspiré. Iba a tener que dejar a Amelia a un lado—. Adam, tenemos que ir a Tipperary. Tenemos cosas que arreglar allí. Con Maria hemos hecho lo que hemos podido, por ahora, y ha llegado el momento de irse unos días de Dublín. Te traeré de vuelta a tiempo para tu cumpleaños, con todo dispuesto para anunciar que no vas a hacerte cargo de Basil’s. Recuperarás a tu Maria, tu trabajo de guardacostas, Basil’s será rescatada y te librarás de mí para siempre.
Sonreí forzadamente.
Adam no pareció alegrarse demasiado con la idea.
—¡Alegra esa cara! Mañana tenemos que hacer una cosa más antes de dejar tranquila a Maria durante unos días.
Recogí la caja que había junto a la puerta; otra entrega de la mañana anterior. El insomnio era bueno para algunas cosas, como las compras on-line.
—¿Qué hay en esa caja? —preguntó Adam, mirándola con recelo.
—Maria dijo que quería verte. Bien, pues mañana te verá. Y mucho. —Abrí la caja y revelé su contenido—. ¡Tachán!
Su hermoso rostro se iluminó al mirarme asombrado.
—Christine, me encantaría que el mundo estuviera lleno de personas como tú, ¿sabes? —dijo, y se rio.
«¡Pues llena tu mundo conmigo!», le grité mentalmente.