8
Cómo disculparte con sinceridad
cuando le has hecho daño a alguien
—Así pues, ¿este es él?
—Sí —susurré, sentada en la silla que había junto a la cama de Simon Conway.
—No puede oírte, ¿sabes? —dijo Adam, levantando la voz más de lo normal—. No es preciso susurrar.
—Chitón.
Me irritó su falta de respeto, su patente necesidad de demostrar que no le conmovía lo que veía. Bien, yo sí estaba conmovida y no me daba miedo admitirlo; sentía una gran emoción. Cada vez que miraba a Simon revivía el momento en que se había disparado. Oía el ruido, la ensordecedora detonación. Repasaba las palabras que le había dicho y que lo llevaron a dejar la pistola encima del mostrador de la cocina. Todo iba bien, su determinación se había debilitado, nos habíamos comunicado a la perfección, pero entonces fui presa de la euforia y perdí toda noción de lo que dije a continuación, suponiendo que dijera algo. Cerré los ojos con fuerza e intenté recordar.
—¿Se supone que debo sentir algo ahora mismo? —dijo Adam en voz alta, interrumpiendo mis pensamientos—. ¿Esto es un mensaje en jerga psicológica para decirme la suerte que tengo de estar aquí y él ahí? —me retó.
Lo fulminé con la mirada.
—¿Quiénes son ustedes?
Salté de la silla ante la súbita irrupción de una mujer en la habitación. Tenía treinta y bastantes y llevaba de la mano a dos niñas rubias que la miraron perplejas con sus grandes ojos azules. Jessica y Kate; recordaba que Simon me había hablado de ellas. Jessica estaba triste porque el conejo que era su mascota había muerto y Kate fingía que lo veía cuando Jessica no estaba mirando, para que se sintiera mejor. Simon se había preguntado si Kate haría lo mismo con él cuando se hubiese ido y yo le dije que no tendría que preguntárselo, que no tendría que hacerlas pasar aquel mal trago si seguía vivo para estar con ellas. La mujer estaba destrozada. Susan, la esposa de Simon. El corazón me empezó a palpitar, me reconcomía la culpabilidad por haberme entrometido. Intenté recordar lo que había dicho Angela, lo que todo el mundo decía: no era culpa mía, solo había intentado ayudar. No era culpa mía.
—Hola.
Me devané los sesos buscando cómo presentarme. Quizá fueron unos segundos de silencio, pero dio la impresión de que se prolongaban eternamente. El semblante de Susan era hostil, nada receptivo, nada tranquilizador. No me ayudaba a calmar los nervios y empeoraba mi sentimiento de culpa. Notaba los ojos de Adam clavados en mí, su salvadora, que ahora no sabía qué decir en plena lección de fe en uno mismo y fortaleza interior.
Di un paso y tendí la mano, tragué saliva, oí el temblor de mi voz al hablar.
—Me llamo Christine Rose. Estaba con su marido la noche que… —eché un vistazo a las niñas, que me miraban inocentemente—, la noche del incidente. Solo quería decirle que…
—Márchese —dijo Susan en voz baja.
—¿Perdón?
Tragué saliva. De pronto tenía la boca seca. Aquella había sido mi peor pesadilla. Había vivido aquella escena mil veces de distintas maneras y a través de los ojos de muchas personas durante mis miedos de madrugada, pero nunca pensé que llegaría a concretarse. Creía que mis miedos eran irracionales; lo único que los hacía soportables era saber que no eran reales.
—Ya me ha oído —respondió Susan, tirando de sus hijas hacia el interior de la habitación para que la puerta quedara despejada y me pudiera ir.
Me quedé paralizada, aquello no estaba ocurriendo. Fue necesario que Adam apoyara una mano en mi hombro y me diera un ligero empujón para que finalmente entrara en razón. No hablamos hasta que ambos estuvimos en el coche, circulando. Adam abrió la boca para decir algo pero me adelanté.
—No quiero hablar de eso.
Me esforzaba por no llorar.
—De acuerdo —dijo amablemente, luego dio la impresión de ir a decir algo más pero se contuvo y miró por la ventanilla.
Ojalá hubiese sabido lo que se calló.
Me crie en Clontarf, un suburbio costero de Dublín Norte. Cuando conocí a Barry tuve la gentileza de mudarme a Sandymount, su parte de la ciudad. Vivimos en su apartamento de soltero porque quería estar cerca de su madre, a quien yo no le gustaba porque pertenecía a la Iglesia de Irlanda aunque no me tomaba la molestia de ser practicante; no sé cuál de estas dos cosas la molestaba más. Tras seis meses de noviazgo me pidió la mano, seguramente porque era lo que hacían nuestros contemporáneos en aquella época, y yo dije que sí porque eso era lo que estaban diciendo todos nuestros coetáneos, y parecía lo más maduro y propio de adultos a nuestra edad, y seis meses después estaba casada y vivía en un apartamento nuevo que habíamos comprado en Sandymount, dejando la fiesta atrás y con la realidad ahora y siempre extendiéndose ante mí. Mi negocio se quedó en Clontarf, un breve trayecto en DART cada mañana. Barry no había conseguido vender su apartamento de soltero y decidió alquilarlo; el alquiler pagaba la hipoteca. Muchos de nuestros problemas actuales se habrían solucionado si Barry hubiese regresado al apartamento que abandonó con tantos aspavientos, permitiendo así que yo me quedara en casa, pero no, estaba reivindicando nuestro apartamento. También reclamaba nuestro coche, de modo que conducía el de una buena amiga; Julie había emigrado a Toronto y todavía no había conseguido vender el coche, que ya llevaba un año en venta. A cambio del favor de prestármelo, me encargaba de su venta, anunciándolo con un cartel de SE VENDE en las ventanas delantera y trasera, con mi número de teléfono, y como resultado tenía que filtrar llamadas, dar varias informaciones y hacer pruebas de conducción. Estaba aprendiendo que la gente tenía una tendencia a llamar a horas intempestivas para preguntar exactamente los mismos detalles que aparecían en los anuncios de las revistas de coches, como si esperaran oír una respuesta completamente diferente.
Mi oficina estaba en Clontarf Road, en la primera planta de una casa de tres pisos que había sido el hogar de las tres hermanas solteras de mi padre, Brenda, Adrienne y Christine, cuyos nombres llevábamos mis dos hermanas y yo. Ahora el edificio albergaba la firma de mi padre y mis hermanas, que se llamaba Bufete Rose e Hijas porque mi padre es feminista. Mi padre tuvo su bufete aquí durante treinta años, desde que la última de mis tías con vida decidió trasladarse a un apartamento independiente en el semisótano para no tener que cuidar ella sola de una casa tan grande. En cuanto mis hermanas se licenciaron, se unieron a la firma. Yo había temido el día en que le dijera que no quería trabajar para la firma familiar, pero fue más que comprensivo. De hecho, no quería que trabajara con él.
—Eres una intelectual —dijo—. Nosotros somos gente de acción. Las chicas son como yo. Tú eres como tu madre, tú piensas. Así que, piensa.
Brenda se dedicaba al derecho de la propiedad, Adrienne se dedicaba al derecho de familia y a papá le gustaba encargarse de los accidentes porque creía que ahí era donde había más dinero. Ocupaban el segundo piso, mi oficina estaba en el primero junto con la de un contable que llevaba allí veinte años y que escondía una botella de vodka en un cajón de su escritorio y creía que nadie estaba enterado, cuando era obvio por el olor de su despacho y su aliento, pero sobre todo gracias a Jacinta, la limpiadora, que pasaba a papá todos los chismes de todos los despachos que pagaban alquiler. No era un acuerdo verbal, pero tenían un acuerdo según el cual, cuantos más chismes le contara Jacinta, más dinero le pagaba papá. Con frecuencia me preguntaba qué le contaba sobre mí.
Los negocios de la planta baja habían cambiado tantas veces en los últimos años que no sabía quién era quién cuando me cruzaba con sus propietarios en el vestíbulo. Gracias a la recesión, los negocios cerraban tan deprisa como abrían. Por el sótano, que había sido el hogar de mi tía abuela Christine en sus últimos años, habían pasado un agente de seguros, un corredor de bolsa y unos diseñadores gráficos y en aquel momento era mi hogar. De una Christine a otra. Mi padre había aceptado alquilármelo y amueblarlo a regañadientes; el día que llegué encontré una cama individual en el dormitorio, una única silla en la cocina y una butaca en la sala de estar. Tuve que terminar de equiparlo saqueando las casas de mis hermanas. A Brenda le pareció divertidísimo donarme el edredón de Spider-Man de su hijo. Había pensado que me levantaría el ánimo, pero no hizo más que entristecerme por la situación en la que estaba inmersa. Podía permitirme comprar un edredón, así que los primeros días tuve intención de cambiarlo, pero se me fue olvidando hasta que llegué a un punto en que ni reparaba en él.
En la puerta de al lado había una librería, la Book Stand, también conocida como la Last Stand debido a su testaruda tendencia a permanecer abierta y en activo mientras todas las librerías pequeñas de varios kilómetros a la redonda se habían visto obligadas a cerrar[3]. La dirigía mi amiga íntima Amelia, y sospecho que pedir libros para mí era lo único que la mantenía en el negocio dado que la tienda casi siempre estaba vacía. Tenía pocos libros en stock y casi todos los que querías tenía que pedirlos, de modo que resultaba poco atractiva para los curiosos. Amelia vivía encima de la tienda con su madre, que necesitaba atención constante como consecuencia de un derrame cerebral severo. Con mucha frecuencia la campanilla que sonaba en la tienda no anunciaba la entrada de un cliente por la puerta de la calle sino a su madre, que la llamaba desde arriba porque necesitaba algo. Todavía niña cuando su madre enfermó, Amelia había cuidado de ella desde entonces y a mi parecer necesitaba urgentemente un descanso, un poco de tiernas y amorosas atenciones. Igual que la mayoría de personas que tienen a su cuidado a un incapacitado sin recibir remuneración, Amelia precisaba que alguien la protegiera y cuidara a ella, para variar. La librería parecía algo casi secundario a lo que Amelia destinaba su tiempo día tras día, que era a estar siempre a entera disposición de su madre, dedicándole todos sus pensamientos y horas de vigilia.
—Hola, cariño.
Amelia se levantó de un salto del taburete donde estaba leyendo para pasar el rato en la tienda vacía. Miró detrás de mí a Adam, que me había seguido, y sus pupilas se dilataron al verlo.
—Pensaba que ibas a aguardar en el coche —dije.
—Has olvidado dejarme la ventanilla abierta —contestó con cara de póquer, echando un vistazo a la tienda.
—Amelia, él es Adam. Adam, ella es Amelia. Adam es… un cliente.
—Oh —dijo Amelia, decepcionada.
Sabía lo que quería y fui derecha a la sección de autoayuda. Adam deambuló por la tienda, mostrándose aturdido, ensimismado, mirando pero sin ver.
—Es guapísimo —susurró Amelia.
—Es un cliente —contesté, susurrando a mi vez.
—Es guapísimo.
Me reí.
—A Fred no le gustaría oírte decir eso.
Se estudió las uñas y enarcó las cejas.
—Me ha invitado a almorzar en el Pearl.
—¿En el Pearl? Es muy elegante. —Me quedé un tanto confundida puesto que Fred no era del tipo romántico espontáneo. De pronto caí—. ¡Te va a proponer matrimonio!
Amelia no pudo seguir aguantándose, saltaba a la vista que pensaba lo mismo.
—O sea, puede que no, quizá no, pero quién sabe…
Di un grito ahogado.
—¡Oh, Dios mío, cuánto me alegro por ti!
Nos abrazamos entusiasmadas.
—Todavía no ha ocurrido. —Amelia me dio un golpe—. Me vas a traer mala suerte.
—¿Puedes cargar esto en mi cuenta?
Amelia miró el libro que había seleccionado.
—¡Por fin! Christine, esto es estupendo —dijo aliviada.
Fruncí el ceño.
—No es para mí. ¿Qué quieres decir?
—Oh. Perdona. Nada. No. Es… Nada. —Se ruborizó y cambió de tema—. Barry me llamó anoche.
—Vaya —respondí. El miedo me invadió.
—Era bastante tarde. Creo que había tomado unas copas.
Me mordí las uñas.
Adam se unió a nosotras. Era como un tiburón percibiendo la sangre, sabía exactamente cuándo estar cerca de mí cada vez que alguien desmenuzaba mi vida.
—Estoy segura de que no era verdad, o quizá sí, pero… pero no tendría que habérmelo dicho a mí, en cualquier caso. Lo que vosotros habléis debería guardarse en privado, aunque sea sobre mí, solo que no te culpo por lo que dijiste sobre mí.
Estaba dolida, y su rostro contradecía todo lo que había dicho.
—Amelia, ¿qué te dijo?
Respiró profundamente y se lanzó.
—Dijo que piensas que soy una fracasada porque vivo en casa con mi madre, que debería tener una vida propia y mudarme. Que tengo que ingresarla en una residencia y marcharme a vivir con Freddy porque de lo contrario no te sorprendería que me dejara.
—Oh, Dios mío. —Me tapé la cara con las manos—. Siento mucho que te dijera esas cosas.
—No pasa nada. Le dije que sabía que lo estaba pasando mal pero que era repugnante. Espero que no te importe.
—No, qué va, tienes todo el derecho a decirle lo que quieras.
Me había puesto roja y lo notaba, revelando mi culpabilidad. No podía negar que Barry y yo habíamos comentado aquellas cosas, pero ¿cómo se había atrevido a decírselo a Amelia? Me pregunté cuántas llamadas habría hecho la noche anterior y cuántas verdades habría dicho a las personas que amaba, haciéndoles daño para hacerme daño a mí.
Amelia estaba esperando a que le dijera que no era verdad.
—Oye, lo que está claro es que no lo expresé de esa manera.
Pareció ofenderse.
—Solo me preocupa que siempre estés pendiente de otras personas y no de ti misma. Que estaría muy bien que tú y Fred vivierais juntos, que tuvierais una vida en común.
—Pero las cosas han sido así desde que tenía doce años, Christine, lo sabes de sobra. —Amelia se estaba enfadando—. No voy a enviarla a una residencia mientras yo voy a mi bola.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero ni siquiera has salido del país una sola vez. Nunca has hecho vacaciones. Eso es lo único que dije, te lo prometo. Estaba preocupada por ti.
—No es preciso que te preocupes por mí —dijo, levantando la barbilla—. A Fred no le importa que las cosas sean como son. Lo comprende.
Nos interrumpió el consabido ruido de la campanilla. Amelia enseguida se excusó para atender a su madre. Salí de la tienda con el libro metido en el bolso, oculto a los ojos de Adam, sintiéndome peor que nunca.
—O sea que ahora se dedica a llamar a tus amigos. Qué listo —dijo Adam—. El día va de bien en mejor.
Levanté la barbilla.
—Sí, pero el truco está en cómo reaccionas, Adam. Hay que afrontarlo con un espíritu positivo.
Puso los ojos en blanco.
—Eso me plantea un problema. Por ejemplo, creo que tu amiga no debería adelantar acontecimientos antes del almuerzo de hoy.
—Has estado escuchando.
—Estabais chillando.
—¡Va a llevarla al Pearl!
—¿Y qué?
—Bueno, allí es donde la gente pide en matrimonio.
—También es donde la gente almuerza. No debería entusiasmarse antes de que suceda. Tal vez no ocurra.
Suspiré, sintiendo que su actitud me restaba energía.
—¿Sabes qué? Esto es lo que tenemos que arreglar. Eres muy negativo. No paras de pensar en todo lo malo que puede ocurrir en todo momento. Con el tiempo empiezas a hacer que pase. ¿Estás al tanto de las leyes de la atracción? —Pensé en mi roce con la esposa de Simon, en el montón de veces que había repetido mentalmente aquella escena hasta que finalmente sucedió—. Si piensas que tu vida es una mierda, tu vida será una mierda.
—Insisto, no creo que esto sea terminología de terapeuta oficial.
—Pues ve a ver a un terapeuta de verdad.
—No.
Entramos y subimos al primer piso. Me detuve delante de la puerta de mi oficina e intenté meter la llave en la cerradura. Probé otra, luego otra, luego otra de las diez que llevaba en el llavero.
—¿Qué eres, celadora en una cárcel?
No le hice caso y probé con la llave siguiente.
—Maldita sea. Lo han vuelto a hacer. Ven.
Subí cansinamente la escalera.
Mi padre y mis hermanas estaban sentados en torno a una mesa de reuniones en su oficina cuando entramos. Papá iba hecho un pincel con un traje de raya diplomática, camisa y corbata rosas y pañuelo en el bolsillo. Llevaba los zapatos negros perfectamente lustrados, no tenía un solo pelo fuera de sitio en la cabeza, se había hecho la manicura y las uñas le brillaban. Era bajo y parecía más un sastre que un abogado.
—Sabía que era porque había encontrado a otro tío —dijo Brenda, chasqueando los dedos en cuanto vio a Adam—. Jesús, Barry se morirá cuando lo vea. ¿Cómo va a comparar su cabecita calva con eso? —agregó, refiriéndose a la mata de rizos rubios de Adam.
—Hola, familia —dije—. Os presento a Adam. Es un cliente. Adam, este es mi padre, Michael, y las dos brujas son Brenda y Adrienne.
—Nos llamamos así por dos de las brujas que antes vivían aquí —le dijo Adrienne. Luego me miró y agregó—: La tercera era Christine, de modo que a fin de cuentas eres una de nosotras, por más que intentes escapar.
—Tenían el pelo lila y fumaban mucho —dijo Brenda, que seguía escudriñando a Adam.
Papá metió cuchara.
—Nunca se casaron.
—Lesbianas —dijo Adrienne.
—Nosotras no lo somos —replicó Brenda—. Adrienne era una fulana. Rechazó cinco proposiciones de matrimonio.
—¿Del mismo tío? —pregunté.
—No. Hombres distintos —dijo papá—. Me parece que el tercero acabó asesinando a alguien. —Frunció el ceño—. Aunque quizá lo esté confundiendo con otro.
—Una fulana —corroboró Brenda.
—No se acostaba con ellos —dijo papá—. Las cosas eran distintas en aquellos tiempos.
—Lesbiana —insistió Adrienne.
Aguardé a que terminaran. Siempre jugaban a «fulana o lesbiana» con personas diferentes.
—Piensas que todas las mujeres son lesbianas porque tú lo eres —dijo papá a Adrienne.
—Soy bisexual, papá.
—Has tenido cinco novias y un novio. El chaval fue un experimento. Eres lesbiana. Cuanto antes lo aceptes, antes podrás sentar cabeza y tener una familia normal —dijo papá.
—Por cierto, ¿cómo conociste a Christine? —preguntó Brenda a Adam—. Toma, siéntate —añadió, ofreciéndole una silla.
Adam me miró. Me encogí de hombros y se sentó. Hizo una evaluación rápida de mi familia y entonces dijo:
—Impidió que me tirara del Ha’penny Bridge.
Todos lo miraron. Adam se revolvió un poco en el asiento, sin saber qué hacer con sus miradas que había suscitado aquella revelación. Estoy segura de que se preguntaba si había elegido mal el momento o si siquiera tendría que haberlo dicho. Pero a mi familia se le daban bien esas cosas: te hacían participar y sentir que lo importante en realidad no era en absoluto importante. Ellos decidían qué lo era.
Adrienne arrugó el semblante.
—¿El Ha’penny? Pero si ni siquiera es alto.
—¿Qué estás diciendo? —le preguntó Brenda.
—Apenas es una caída. ¿Cuánto hay, dos metros y medio hasta el agua?
—No intentaba matarse con la caída, Adrienne —dijo Brenda—. Me figuro que quería ahogarse. ¿Es lo que querías?
Todos lo miraron. Adam no supo qué contestar, tan grande era su asombro. Yo estaba acostumbrada a toda una gama de reacciones cuando llevaba gente a casa. Algunos amigos míos no lo soportaban; otros se lanzaban de cabeza y se unían a ellos; otros, como Adam, se contentaban con observar el inusual ritmo de la conversación y su sentido del humor, sin ofenderse para nada, puesto que estaba claro que no era esa su intención.
—He dicho que me figuro que pretendías ahogarte —dijo Brenda un poco más alto.
—No tiene agua en los oídos, Brenda —interrumpió Adrienne—. Ella lo salvó, ¿recuerdas?
Se rieron un poco. Adam me miró sin salir de su asombro.
Dije «lo siento» en silencio y articulando para que me leyera los labios y negó con la cabeza desconcertado, como si no tuviera por qué disculparme.
—Y bien que hiciste, Christine —dijo papá, levantando los pulgares—. Felicidades.
—Gracias.
—Esto seguramente hará que te sientas mejor a propósito del anterior, ¿verdad?
Adam me miró con una preocupada expresión protectora.
—Pero el Liffey tampoco es muy hondo, ¿no? —preguntó Adrienne.
—Adrienne, puedes ahogarte en un charco si te quedas atrapada bocabajo o tienes la espalda rota o lo que sea —explicó Brenda.
Adrienne miró a Adam.
—¿Tenías la espalda rota?
—No.
Mi hermana entornó los ojos.
—¿Sabes nadar?
—Sí.
—Entonces no lo entiendo. Sería como si Brenda se pasara el día comiendo helados para adelgazar. —Se volvió hacia Brenda al ocurrírsele una idea—: Cosa que, en realidad, intentas hacer.
—Andrew, ¿te gustaría ver mi anuncio? —preguntó papá.
—Se llama Adam y no quiere verlo —dije.
—Deja que hable por sí mismo.
Papá lo miró.
—Sí, claro, ¿por qué no?
Papá se levantó de la mesa y fue a su despacho.
—Papá es un cazador de ambulancias —explicó Brenda.
—Se dedica a responsabilidad civil —aclaré—. Gana más dinero que las otras dos juntas.
—Y se lo gasta en pedicuras —dijo Brenda.
—Y en depilarse la espalda y los bajos —apostilló Adrienne, y ambas rieron socarronamente.
—Os he oído, y solo lo hice una vez —dijo papá, regresando de su despacho con una cinta de vídeo en la mano—. Estaba en la India con un calor de mil demonios y supuso una gran diferencia —explicó con toda calma mientras nosotras hacíamos una mueca de asco solo de imaginarlo—. ¿Te hiciste daño en el puente, Andrew?
—Adam, y no, no me hice daño —contestó educadamente.
—¿Clavos oxidados, dolor de cervicales, ese tipo de cosas?
—No.
Papá se decepcionó.
—No importa. ¿Dónde podemos ver esto?
—Nuestra tele no reproduce cintas. Eso es prehistórico.
Volvió a decepcionarse.
—¿Sabes qué? Este anuncio se adelantó a su tiempo. Lo filmé hace veinte años. Irlanda no estaba preparada para él. Y ahora ves a todos esos tipos en la tele sin parar. Sobre todo en América. Si te cortas el dedo gordo del pie por accidente con el cortaúñas pueden conseguirte dinero. —Negó con la cabeza, admirado—. ¿Tienes reproductor de vídeo? Podrías ir a tu casa y traerlo.
—Vive en Tipperary —expliqué.
—¿Y qué haces aquí?
—Papá, ¿es que no escuchas?
—Intentó tirarse del Ha’penny Bridge —aclaró Adrienne.
—Pero si hay unos puentes fantásticos en Tipperary. Están el puente antiguo de Carrick-on-Suir, Madam’s Bridge en Fethard, que es muy bonito, y también el viaducto de tres arcos del tren sobre el río Suir…
—De acuerdo, gracias —interrumpí.
—Oye, Adam… —Brenda apoyó el mentón en la mano y lo miró de hito en hito, lista para chismorrear—. ¿Christine te ha dicho que dejó a su marido?
—Sí.
—¿Y qué opinas?
—Que fue cruel por su parte. No parece que le haya hecho algo malo —dijo, como si yo no estuviera de pie justo a su lado.
—No lo hizo. Estoy de acuerdo contigo —declaró Brenda.
—Aunque era muy poco interesante —dijo papá.
—El aburrimiento no es motivo de divorcio —adujo Adrienne—. Si tal fuera el caso, Brenda no habría durado tanto con Bryan.
—Cierto —concedió Brenda.
—Bryan no es aburrido. —De pronto papá defendía a su yerno—. Es poco eficiente; un perezoso. Eso es diferente.
—También es cierto —dijo Brenda.
—Tenemos que irnos —añadió—. No quiero saber quién cambió mis cerraduras, solo quiero la llave de la nueva.
Brenda y Adrienne miraron a papá, que se echó a reír.
—Perdón, no he podido evitarlo. Se lo toma tan mal, que resulta divertido. Ahora traigo la llave.
Se levantó y volvió a irse a su despacho con la cinta de vídeo en la mano.
—¿Deduzco que Gemma no ha venido en busca de una llave? —pregunté. Normalmente llegaba antes que yo, Peter y Paul por la mañana, y yo no estaba preparada para enfrentarme a otra jornada sin ella, menos aún después del caos que había reinado en la oficina la semana anterior.
—Nos hemos enterado de que la despediste dejando caer a sus pies el libro Cómo despedir a alguien. No son maneras, Christine.
Adam me miró descontento.
—Fue un accidente. ¿Os lo contó ella?
—Estuvo aquí el viernes, buscando empleo.
—¡Dime que no le disteis uno!
—Quizá lo hagamos.
—No podéis, es mía.
—Tú no la quieres, y tampoco quieres que la tenga nadie más. Eres una patrona abusona.
—Definitivamente, voy a contratarla —respondió Adrienne, sonriendo divertida.
Les encantaba provocarme con burlas. Los tres eran muy parecidos. Su sentido del humor era y siempre había sido único y propio de ellos. Yo lo entendía pero nunca me divertía. Eso hacía que todo fuese todavía más hilarante desde su punto de vista, cosa que servía de acicate a su conducta. Era como si tuvieran un club secreto e hicieran todo lo posible para que no fuera secreto, con la esperanza de darme la bienvenida. Pero para mí era imposible, era demasiado diferente. Decir oveja negra era quedarse corto; yo pertenecía a una especie completamente distinta.
—Gemma se adelantó. No iba a despedirla. Solo estaba pensando en ello. Quizá tenga que hacer algunos recortes. El apartamento me está costando demasiado.
Fulminé a papá con la mirada cuando agitó las llaves sujetas con el índice y el pulgar y se las arrebaté.
—Nunca os he dado nada. Todas tenéis que pagar vuestros gastos —dijo.
—Existe algo que se llama echar una mano —repliqué, a punto de perder los estribos.
—Bien, pues regresa con tu marido —dijo—. Hay cosas peores que casarse con un tipo aburrido. Mira a Brenda. Esos críos son el mejor anuncio de superglue que he visto en mi vida.
—Ven a mi casa —propuso Brenda—. Siempre nos vendrá bien un poco de sangre fresca.
—No, ni hablar.
—¿Por qué no?
—Me pondríais de los nervios. Y Bryan, ya sabes, merodea —admití.
Adrienne y papá se echaron a reír. Adam parecía divertirse aunque no tenía ni idea de quién era Bryan.
—Es verdad, es un fisgón —corroboró Adrienne entre risas—. No me había dado cuenta hasta ahora.
—Siempre hace así —dijo papá. Miró con lascivia por encima del hombro de Adrienne y ambos rieron otra vez. Adam se sumó a ellos.
—Es verdad —corroboró Brenda a su vez.
—Lo único que digo es que agradecería que mi casero me tratara con un poco más de indulgencia —dije.
—Tengo una hipoteca que pagar —respondió papá, dejando de hacer el payaso y sentándose de nuevo.
—Este edificio se ha pagado más de cien veces, y nadie ha ocupado ese apartamento en mucho tiempo antes que yo. Apesta a humedad, la cisterna del váter no funciona bien y prácticamente no hay muebles, o sea que no puede decirse que hayas perdido a algún inquilino porque yo esté ahí.
—Perdona. Lo amueblé para ti.
—Poner una cuchara de té en un cajón no es amueblar un apartamento —exageré.
—A buen hambre no hay pan duro.
—No paso hambre, y además soy tu hija.
—Eso no es algo que se elija.
—Eso no viene a cuento, papá.
Me miró dando a entender que me equivocaba y que tendría que averiguar yo sola por qué.
—Y vosotros dos, ¿qué vais a hacer? —preguntó Brenda a Adam—. ¿Te va a colocar en un nuevo empleo para que sigas tu camino?
Adam parecía un tanto divertido con todo aquello; sus ojos tenían una chispa de luz.
—Tiene que convencerme de que me gusta mi vida antes de mi treinta y cinco cumpleaños.
Todos se callaron. No necesitaban preguntar qué ocurriría si su vida no le gustaba cuando llegara esa fecha límite; quedaba implícito.
—¿Cuándo es? —preguntó Adrienne.
—Dentro de dos semanas —dije.
—Doce días —me corrigió Adam.
—¿Vas a dar una fiesta? —preguntó Brenda.
—Sí —contestó Adam, perplejo por el derrotero que estaban tomando.
—¿Podemos asistir? —preguntó Adrienne.
—Deberías hacerte con una de esas tartas que parecen una tarta pero que en realidad son puro queso. Grandes quesos circulares, uno encima del otro. Son muy ocurrentes —dijo papá.
—Papá, estás obsesionado con las tartas de queso.
—Las encuentro ocurrentes.
—Te veo triste —dijo Brenda, mirando a Adam.
—Es que está triste —respondió Adrienne.
—No sé si Christine es la persona más adecuada para ti —dijo Brenda—. Los de JJ Recruitment son geniales.
—Si no, conozco a un terapeuta de primera —se ofreció Adrienne—. Cosa que Christine no es —enfatizó.
—Si es ese hombre al que estás viendo, no se lo recomendaría —le dijo papá.
—Un momento, ¿estáis cuestionando mi destreza? —pregunté—. Una agencia de empleo no se limita a buscar trabajo a la gente. Ayudo a personas constantemente. Averiguo qué buscan las personas y luego las llevo de un punto de su vida a otro —expliqué, tratando de vender mis aptitudes delante de Adam, sin mirarlo.
—Igual que un taxista —repuso Brenda.
—No… es algo más que eso.
Procuré no dejar traslucir mi frustración porque sabía que solo me estaban tomando el pelo.
—Nadie cuestiona tu destreza —dijo Brenda.
—Bien, a lo mejor se harán felices mutuamente —dijo papá, poniéndose de pie—. Se levanta la sesión, sigamos trabajando. Te deseo mucha suerte, Martin, y mira lo de esas tartas hechas de queso. Son muy ocurrentes.
Dedicó una destellante sonrisa anacarada a Adam y regresó a su despacho. De repente se oyó la frecuencia de la radio de la policía.
—Es el mejor candidato que hayas traído a casa alguna vez —dijo Brenda en voz baja mientras Adam salía de la oficina delante de mí, negando con la cabeza como si no estuviera seguro de lo que había presenciado.
—Brenda, el domingo por la noche intentó matarse —dije entre dientes.
—Aun así. Al menos tenía una vida que matar. Barry apenas tiene pulso en sus mejores días.
Seguí a Adam escaleras abajo.
—Ah, por cierto —gritó Brenda por la caja de la escalera—. ¡Barry me llamó anoche para decirme que meas en la ducha!
Adam y yo nos paramos en seco. Poco a poco volvió su rostro hacia mí. Cerré los ojos y respiré profundamente. Luego seguí bajando, adelantándolo.
—Tampoco quiero hablar de eso —dije en voz alta.
Le oí reír. Ese encantador sonido que tan pocas veces le había oído.
Cuando entramos en mi despacho, Gemma había dejado un mensaje sobre mi escritorio. Había cogido uno de los libros de la estantería: Cómo disculparte sinceramente cuando te das cuenta de que has hecho daño a alguien. Deduje que Gemma me estaba aconsejando que lo leyera en lugar de pedirle disculpas a ella.
A medida que fue transcurriendo la mañana me vi inundada de llamadas, mensajes de texto y de voz de amigos que habían hablado o recibido recados de Barry la noche anterior. Me di cuenta de que tal vez debería comenzar a leer. Tenía la impresión de que debía disculparme con unas cuantas personas.