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Cómo serenarte y conciliar el sueño
No podía dormir. No era nada fuera de lo común, llevaba insomne prácticamente los últimos cuatro meses, desde que se me había ocurrido que quería poner fin a mi matrimonio. No era un pensamiento que ayudara a conciliar el sueño. Había estado buscando maneras de encontrar la felicidad, la plenitud, sentimientos positivos, maneras en las que salvar mi matrimonio; no maneras de terminarlo. Pero en cuanto tuve la idea de escapar, no hubo manera de apartarla de mi mente, sobre todo por la noche, cuando no tenía los problemas de otras personas para distraerme de los míos. Normalmente terminaba retomando mi lectura de mesita de noche, 42 consejos para vencer el insomnio, y como consecuencia probé a sumergirme en baños calientes, limpiar el frigorífico, pintarme las uñas, hacer yoga —a veces haciendo dos de estas tres cosas simultáneamente— a todas horas de la madrugada, con la esperanza de hallar un respiro. Otras veces me conformaba con seguir leyendo el libro hasta que los ojos me escocían demasiado y tenía que cerrarlo. Nunca parecía capaz de derivar hacia el sueño tal como el libro decía que podría hacerlo; la sensación de ligereza que te sumía en esa deriva no existía. O bien estaba despierta, frustrada y agotada, o bien estaba dormida, frustrada y agotada, y todavía no había experimentado ese placentero deslizarse de un mundo al otro.
Aunque me había dado cuenta de que quería poner fin a mi matrimonio, nunca pensaba en terminarlo de verdad. Durante mucho tiempo pasé las noches preocupada por cómo iba a vivir con mi infelicidad, hasta que finalmente se me ocurrió que no tenía por qué hacerlo; en realidad, el consejo que daba a mis amigas podía ser válido para mí. A partir de ese momento pasé un sinfín de noches fantaseando sobre una vida con otro, alguien a quien verdaderamente amara, alguien que verdaderamente me amara; seríamos una de esas parejas que parecían hacer saltar chispas eléctricas cada vez que se miraban o se tocaban. Luego fantaseé sobre mí y cualquier hombre que me atrajera, que vino a ser lo mismo que la mayoría de hombres que de un modo u otro eran simpáticos conmigo. Incluido Leo Arnold, un cliente con cuyas citas disfrutaba particularmente. Leo se había convertido en el objeto de muchas de mis fantasías, cosa que me hacía ruborizar cada vez que entraba en mi despacho.
Detrás de todo esto, ahora lo reconozco, había un pánico subyacente; pánico a que fuera demasiado para mí, pero como ya lo había admitido no había manera de hacerlo desaparecer. Cada pequeño problema que surgía entre nosotros se magnificaba hasta convertirse en una señal más de que estábamos condenados. Como cuando en la cama él terminaba antes que yo por enésima vez; cuando dormía con calcetines porque siempre tenía frío en los pies; y cuando dejaba las uñas cortadas de los pies en un cuenco en el cuarto de baño sin acordarse de vaciarlo en la papelera. El que apenas ya no nos besáramos; aquellos besos plenos de antaño se habían reducido a familiares besos en la mejilla. Lo mucho que llegaron a aburrirme sus historias, estaba harta de escuchar siempre las mismas anécdotas de sus partidos de rugby. Si tuviera que juzgar mi vida con colores, cosa que aprendí a hacer en un libro, nuestra relación había pasado de un tono vibrante —al menos así es como fue durante un tiempo, cuando éramos novios— a un insulso y monótono gris. No era tan tonta como para pensar que la llama siempre ardería brillante en el matrimonio, pero pensaba que debería quedar como mínimo un titileo después de menos de un año de vida matrimonial. Mirándolo ahora, creo que me enamoré de la idea de estar enamorada. Y mi aventura amorosa con ese sueño había terminado.
Aquella noche, mientras estaba acostada en el ático del Gresham Hotel, todas mis preocupaciones comenzaron a amontonarse. La preocupación de haber abandonado a Barry; las tribulaciones económicas que le seguían; lo que la gente pensaba de mí; el miedo a no volver a conocer a alguien y estar sola el resto de mi vida; Simon Conway… Y ahora Adam, cuyo apellido desconocía, que veinticuatro horas antes había intentado quitarse la vida y estaba acostado en el sofá de la habitación contigua a la mía junto a un balcón con una caída impresionante, al lado de un minibar lleno, y que estaba aguardando a que cumpliera mi promesa de arreglarle la vida antes de su cumpleaños, o sea en quince días, o de lo contrario intentaría matarse otra vez.
Sintiendo náuseas ante tal perspectiva, me levanté de la cama para ver qué hacía. La tele estaba en silencio y los colores parpadeaban y cambiaban y bailaban por la habitación. Vi que el pecho se le movía al respirar. Según 42 consejos… tenía varias opciones para serenarme y conciliar el sueño, pero lo único que pude hacer mientras aguzaba el oído fue tomar una infusión de manzanilla. Le di al interruptor del hervidor por cuarta vez.
—Jesús, ¿nunca duermes? —dijo Adam.
—Perdón, ¿te estoy molestando?
—No, pero esa máquina de vapor que tienes ahí sí.
Abrí la puerta.
—¿Quieres una taza? Oh. Veo que ya tienes suficiente bebida.
Había tres botellines vacíos de Jack Daniel’s sobre la mesa de café.
—Yo no diría suficiente —respondió—. No puedes vigilarme veinticuatro horas al día. Tarde o temprano tendrás que dormir.
Finalmente abrió los ojos y me miró. Ni remotamente parecía cansado. O borracho. Simplemente guapo. Perfecto.
No quería contarle la verdadera razón, o razones, de mi insomnio.
—Preferiría dormir aquí contigo —dije.
—Es acogedor. Pero es un poco demasiado pronto después de mi ruptura, de modo que si no te importa, paso.
Me senté en el sillón igualmente.
—No voy a tirarme por el balcón —dijo.
—Pero ¿lo has pensado?
—Por supuesto. He pensado en una plétora de maneras de matarme sin salir de esta habitación. Eso hago. Podría haberme prendido fuego.
—Hay un extintor, te habría apagado.
—Podría haber empleado mi cuchilla de afeitar en el baño.
—La he escondido.
—Ahogarme en la bañera, o darme un baño con el secador de pelo.
—Te habría vigilado en la bañera, y ya no hay secadores de pelo en los hoteles.
—Habría usado el hervidor.
—A duras penas he conseguido calentar agua, no podría electrocutar ni a un ratón. Mucho ruido y pocas nueces.
Rio un poco.
—Y esa cubertería apenas sirve para cortar una manzana, no digamos ya una vena —agregué.
Miró la cubertería que había junto al frutero.
—Había pensado quedármela.
—¿Piensas mucho en matarte?
Recogí las piernas y me acurruqué en un lado del enorme sillón.
Dejó de fingir.
—Diríase que no puedo parar. Tenías razón en lo que dijiste en el puente, se ha convertido en una especie de hobby realmente enfermizo.
—No dije exactamente eso. Aunque probablemente no haya nada malo en que pienses en ello, siempre y cuando no lo lleves a la práctica.
—Gracias. Al menos no me arrebatarás los pensamientos.
—Pensar en ello te conforta, es tu muleta. No voy a quitarte la muleta, pero no debería ser la única manera de enfrentarte a los hechos. ¿Alguna vez has hablado con alguien al respecto?
—Sí, claro, es el tema número uno en las citas-exprés. ¿Tú qué piensas?
—¿Has pensado en hacer terapia?
—Acabo de pasar una noche y un día en terapia.
—Creo que no te vendría mal algo más que una noche y un día.
—La terapia no va conmigo.
—Seguramente es lo más apropiado en este momento.
—Pensaba que lo más apropiado eras tú. —Me miró—. ¿No es lo que dijiste? ¿Quédate conmigo y te mostraré lo maravillosa que puede ser la vida?
De nuevo me dio pánico que estuviera depositando toda su confianza en mí.
—Y lo haré. Solo me preguntaba… —Tragué saliva—. ¿Tu novia sabía lo que sentías?
—¿Maria? No lo sé. Me decía que había cambiado. Que estaba distraído. Encerrado en mí mismo. Que no era el mismo. Pero no, nunca le dije lo que pensaba.
—Has estado deprimido.
—Si quieres llamarlo así… Sirve de muy poco que cuando estás haciendo lo posible por ser jovial alguien te diga sin parar que no eres el mismo, que estás acabado, que no eres estimulante, que no eres espontáneo. Jesús, ¿qué más podía hacer? Estaba intentando mantener la cabeza fuera del agua. —Suspiró—. Ella pensaba que tenía que ver con mi padre. Y con el trabajo.
—¿Y no era por eso?
—Bah, no lo sé.
—¿Pero no te han ayudado? —propuse.
—No. En absoluto.
—Háblame de ese trabajo que te preocupa.
—Esto parece una sesión de terapia, yo tendido aquí, tú sentada ahí. —Levantó la vista hacia el techo—. En el trabajo me dieron licencia para que fuera a ayudar a mi padre a dirigir su empresa mientras estaba enfermo. La detesto, pero no pasaba nada porque era algo temporal. Entonces mi padre se puso peor, de modo que tuve que quedarme más tiempo. Fue difícil convencer a mis jefes de que ampliaran el permiso y ahora el médico dice que mi padre no está mejorando. Está terminal. Y la semana pasada me enteré de que van a despedirme; no pueden permitirse que siga pasando más tiempo fuera.
—O sea que pierdes a tu padre y tu trabajo. Y a tu novia. Y a tu mejor amigo —resumí—. Todo en una semana.
—Vaya, muchas gracias por decir todo eso en voz alta.
—Tengo catorce días para arreglarte, no tengo tiempo para ir de puntillas —dije a la ligera.
—Trece, en realidad.
—Cuando tu padre fallezca, nadie cuenta con que ocupes su puesto, ¿no?
—Ese es el problema: es un negocio familiar. Mi abuelo le dejó la empresa a mi padre, a continuación me corresponde a mí, y así sucesivamente.
La tensión se estaba acumulando solo por hablar de ello. Dándome cuenta de que debía andar con pies de plomo, pregunté:
—¿Le has dicho a tu padre que no te interesa ese trabajo?
Se rio con amargura.
—Está claro que no conoces a mi familia. Poco importa lo que le diga: el trabajo es mío tanto si me gusta como si no. El testamento de mi padre estipula que la empresa es de mi padre de por vida y que luego pasa a los hijos de mi padre, y si no entran en el negocio, pasa al hijo de mi tío y lo hereda su familia.
—Sin duda eso te salva.
Se tapó la cara con las manos y se restregó los ojos con frustración.
—Aún me jode más. Mira, agradezco que lo intentes, pero no entiendes la situación. Es demasiado complicada para que te la explique, pero digamos que conlleva años y años de mierda familiar y que estoy metido de pleno en medio.
Le temblaban las manos. Las frotaba en sus tejanos, arriba y abajo, arriba y abajo. Seguramente ni siquiera era consciente de estar haciéndolo. Hora de levantar el ánimo.
—Háblame de tu trabajo, del que te encanta.
Me miró con una curiosa picardía.
—¿A qué crees que me dedico?
Lo estudié.
—¿Eres modelo?
Bajó las piernas del sofá y se incorporó. Fue tan rápido que pensé que iba a lanzarse sobre mí; en cambio me miró escandalizado.
—¿Estás de broma?
—¿No eres modelo?
—¿Por qué demonios lo dices?
—Porque…
—¿Porque qué?
Estaba estupefacto. Era la primera vez que lo veía tan animado.
—No me digas que nadie te lo ha dicho antes.
Negó con la cabeza.
—No, nunca.
—Vaya. ¿Ni siquiera tu novia?
—¡No! —Se rio enseguida y fue bonito, un sonido bonito que deseé volver a oír—. Me estás tomando el pelo.
Volvió a recostarse con los pies en alto, sin rastro de su sonrisa.
—Pues no. Resulta que eres el hombre más guapo que he visto en mi vida y por eso he pensado que podías ser modelo —expliqué racionalmente—. ¡No me lo he inventado!
Entonces me miró con una expresión más tierna, un poco confundido, como si intentara averiguar si lo había dicho en broma. Pero yo no estaba bromeando. En todo caso, estaba muerta de vergüenza; no había tenido intención de soltarlo de esa manera. Había querido decirle que era guapo, pero me salió mal porque me surgió de sopetón.
—¿Pues a qué te dedicas?
Cambié de tema, quitando pelusa imaginaria de mis tejanos para evitar mirarlo.
—Esto te encantará.
—Adelante.
—Hago estriptis. Al estilo de los Chippendales. Porque soy tan guapo y tal.
Puse los ojos en blanco y me recosté.
—Venga, te estoy enredando. Soy piloto de helicóptero de la Guardia Costera de Irlanda.
Me quedé boquiabierta.
—¿Ves? Te he dicho que te encantaría —dijo estudiándome.
—Rescatas personas —dije.
—Tenemos mucho en común, tú y yo.
Era imposible que Adam regresara a su trabajo con aquel estado de ánimo. No iba a permitirlo, no podía permitirlo, ellos no lo permitirían.
—Has dicho que la empresa familiar pasa a manos de sus hijos después de muerto tu padre. ¿Tienes hermanos?
—Tengo una hermana mayor. Es la siguiente en la línea sucesoria pero se mudó a Boston. Tuvo que largarse cuando se descubrió que su marido había robado millones a sus amigos con un esquema Ponzi. Se suponía que iba a invertir el dinero pero lo que hizo fue gastárselo. A mí me quitó un buen pellizco. Y a mi padre una pequeña fortuna.
—Pobre, tu hermana.
—¿Lavinia? Lo más probable es que fuera el cerebro en la sombra. No es solo eso. Hay otras complicaciones. La empresa tendría que haber pasado a mi tío, que era el hermano mayor, pero es un capullo egoísta y mi abuelo sabía que hundiría la empresa si se la dejaba a él, de modo que fue para mi padre. Como consecuencia, la familia quedó dividida entre quienes simpatizaban con el tío Liam y quienes tomaron partido por mi padre. De ahí que si no me hago cargo yo y pasa a mi primo… Es difícil explicarlo a alguien que no forme parte de la familia. No te figuras lo duro que es darle la espalda a algo, por más que lo desprecies, cuando hay lealtades de por medio.
—Abandoné a mi marido la semana pasada —solté de improviso. El corazón me palpitaba en el pecho; debía ser la primera vez que se lo decía a alguien en voz alta. Durante mucho tiempo había querido abandonarlo, pero no podía porque quería ser una fiel esposa y seguir hasta el final con mis votos. Conocía perfectamente la lealtad de la que Adam estaba hablando.
Me miró sorprendido. Me estudió un momento, como cuestionándose si mi declaración era auténtica.
—¿Qué hizo?
—Es electricista, ¿por qué?
—No. ¿Por qué lo abandonaste? ¿Qué hizo mal?
Tragué saliva, me examiné las uñas.
—En realidad no hizo nada malo. Él… Yo no era feliz.
Sopló aire por la nariz, con cara de pocos amigos.
—O sea que buscaste tu propia felicidad a sus expensas.
Me constaba que estaba pensando en su novia.
—No es una filosofía que me guste predicar.
—Pero la practicas.
—No te figuras lo duro que es abandonar a alguien —dije, repitiendo sus palabras de un rato antes.
—Touché!
—Tienes que sopesar los riesgos —dije—. Juntos, los dos habríamos sido desgraciados el resto de nuestra vida. Me olvidará. Lo superará mucho más deprisa de lo que piensa.
—¿Y si no?
No supe qué contestar. Nunca se me había ocurrido aquella idea. Estaba convencida de que Barry me olvidaría. Tendría que hacerlo.
Acto seguido, Adam desapareció. Permaneció en la habitación pero sumido en sus pensamientos, sin duda ponderando el futuro que les aguardaba a él y a su novia. Olvidarla no era una opción válida; deseaba que volviera con él. Y si su novia sentía por Adam lo que yo sentí por Barry, no tenían una puñetera esperanza.
—¿Y tú a qué te dedicas? —preguntó, como si de pronto cayera en la cuenta de que no sabía nada sobre la mujer que estaba empeñada en salvarle la vida.
—¿A qué crees que me dedico? —respondí, siguiendo su juego.
No lo pensó mucho rato.
—¿Trabajas en una tienda benéfica?
Tuve que reír.
—Lo has dicho al azar.
Me miré la ropa, preguntándome si pensaba que mis vaqueros, la camisa tejana y las zapatillas Converse habían salido de una tienda benéfica. Quizá fueran informales pero todo era nuevo, y la loneta volvía a estar de moda.
Sonrió.
—No me refiero a tu ropa. Es más bien… Pareces del tipo solidario. ¿Tal vez veterinaria o algo relacionado con el rescate de animales? —Se encogió de hombros—. ¿Me acerco?
Carraspeé para aclararme la garganta.
—Trabajo en una agencia de empleo.
Su sonrisa se desvaneció. Su decepción era palpable, su preocupación todavía más. Y no intentó disimularlas.
Al cabo de unas horas me quedarían doce días. Y por el momento no había conseguido nada.