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Cómo abandonar a tu marido
(sin hacerle daño)
A veces, ver o experimentar algo realmente real hace que quieras dejar de fingir. Te sientes como una idiota, una charlatana. Hace que quieras alejarte de todo lo que es falso, bien sea inocente o perjudicial, o algo más serio; como tu matrimonio. Es lo que me ocurrió a mí.
Cuando una persona tiene celos de los matrimonios que terminan, esa persona debería saber que el suyo tiene problemas. Así era como me había encontrado los últimos meses, en esa situación inusual en la que sabes algo pero al mismo tiempo en realidad no lo sabes. Una vez que terminó, me di cuenta de que siempre había sabido que mi matrimonio no iba bien. Cuando estaba inmersa en él, tuve momentos de felicidad y una sensación general de esperanza. Y si bien el pensamiento positivo es la semilla de muchas grandes cosas, hacerse ilusiones no basta como cimiento para construir un matrimonio. Pero aquel suceso, la experiencia Simon Conway, como yo la llamaba, me ayudó a abrir los ojos. Había presenciado una de las cosas más reales de mi vida y eso hizo que quisiera dejar de fingir, hizo que quisiera ser real y que todo en mi vida fuese cierto y sincero.
Mi hermana Brenda creía que la ruptura de mi matrimonio se debía a una especie de trastorno de estrés postraumático y me suplicaba que hablara con alguien al respecto. Le comuniqué que ya estaba hablando con alguien, la conversación interior había comenzado bastante tiempo atrás. Y era la verdad, en cierto modo; Simon solo aceleró la epifanía final. Naturalmente, esta no era la respuesta que Brenda tenía en mente; ella se refería a una conversación con un profesional bien formado, no a mis ebrias divagaciones mientras tomaba vino en la cocina de su casa a medianoche un día entre semana.
Mi marido, Barry, me había brindado su comprensión y su apoyo en los momentos difíciles. Él también creía que la decisión repentina obedecía a algún efecto de la onda expansiva del disparo. Pero cuando se dio cuenta, cuando recogí mis pertenencias y me fui de casa, cuando entendió que iba en serio, no tardó nada en insultarme de la manera más vil. No se lo tuve en cuenta, aunque no estaba gorda ni lo había estado jamás, y le intrigó descubrir que yo sintiera mucho más afecto por su madre de lo que él creía. Entendía que todos se mostraran confusos e incapaces de creerme. Tenía mucho que ver con lo bien que había disimulado mi infelicidad y tenía todo que ver con mi falta de sentido de la oportunidad.
La noche de la experiencia Simon Conway, tras darme cuenta de que el chillido espeluznante había salido de mi propia boca, y después de haber llamado a la policía por segunda vez y de que me tomaran declaración para archivarla en sus informes, después de la taza de Styrofoam de té con leche que compré en el EuroSpar del barrio, regresé a casa en coche e hice cuatro cosas. En primer lugar, me di una ducha para apartar de mi mente la escena; en segundo, hojeé mi manoseado ejemplar de Cómo abandonar a tu marido (sin hacerle daño); en tercero, lo desperté con un café y una tostada para decirle que nuestro matrimonio había terminado, y en cuarto, cuando me preguntó, le dije que había presenciado el suicidio de un hombre que se había pegado un tiro. Si me detengo a pensarlo, Barry me hizo más preguntas concretas sobre el disparo que sobre el final de nuestro matrimonio.
Su comportamiento a partir de entonces me ha sorprendido, y mi propio asombro me ha impresionado por igual, porque pensaba que era muy leída en esa materia. Antes de aquella gran prueba a la que me sometía la vida había estudiado, había investigado cómo nos sentiríamos si alguna vez decidíamos poner fin a nuestro matrimonio; solo para prepararme, para estar al tanto, para resolver si era una decisión acertada. Tenía amigos cuyos matrimonios habían terminado, había pasado muchas veladas escuchando a ambas partes hasta bien entrada la noche. Sin embargo, nunca se me había ocurrido pensar que mi marido resultara ser el tipo de hombre en que se convirtió, que sufriría un trasplante completo de personalidad, volviéndose tan frío y despiadado, tan amargado y malicioso como se ha vuelto. El apartamento, que era nuestro, ahora es suyo; no me deja poner un pie. El coche que había sido nuestro ahora es suyo, no me dejaría compartirlo ni en sueños. En cuanto a todo lo demás que era nuestro, iba a hacer cuanto pudiera para quedárselo. Incluso las cosas que yo no quería. Y esto es una cita literal. Si hubiésemos tenido hijos se los habría quedado y no me habría permitido verlos. Fue muy concreto en cuanto a la cafetera, posesivo con las tazas de espresso, se puso bastante frenético a propósito de la tostadora y me echó una buena bronca por el hervidor. Dejé que se le fuera la olla en la cocina, igual que lo hice en el salón, el dormitorio e incluso cuando me siguió al cuarto de baño para seguir gritándome mientras orinaba. Intenté no perder la paciencia y ser tan comprensiva como podía. Siempre se me ha dado bien escuchar, podía escucharlo hasta que se hartara, lo que no se me da tan bien es dar explicaciones y me sorprendió necesitarlo tanto como él requería. Estaba convencida de que en el fondo él sentía lo mismo acerca de nuestro matrimonio, pero le dolía tanto que le sucediera a él que había olvidado los momentos en que ambos nos sentíamos atrapados en algo que había sido erróneo desde el principio. Pero estaba enojado, y el enojo a menudo cierra los oídos a la realidad; el suyo lo hizo, en cualquier caso, de modo que aguardé a que se le pasara la rabieta con la esperanza de que en algún momento pudiéramos hablar con sinceridad.
Sabía que mis motivos eran válidos, pero apenas podía vivir con el dolor que sentía en mi corazón por lo que le había hecho. De modo que cargaba con eso, y con el fracaso de impedir que un hombre se matara de un tiro pesándome sobre los hombros. Llevaba meses sin dormir bien y ahora me sentía como si no hubiese dormido nada en semanas.
—Oscar —dije al cliente, sentado en el sillón del otro lado de mi escritorio—. El conductor del autobús no quiere matarte.
—Sí quiere. Me odia. Y tú no puedes saberlo porque no lo has visto ni has visto cómo me mira.
—¿Y por qué crees que el conductor del autobús te tiene manía?
Se encogió de hombros.
—En cuanto el autobús se para, abre las puertas y me fulmina con la mirada.
—¿Te dice algo?
—Si me subo, nada. Si no, refunfuña.
—¿Es que hay veces en las que no subes?
Puso los ojos en blanco y se miró los dedos.
—A veces mi asiento no está libre.
—¿Tu asiento? Esto es nuevo. ¿Qué asiento?
Suspiró, sabiendo que lo había desenmascarado, y confesó.
—Mira, en el autobús todo el mundo te observa, ¿vale? Soy el único que sube en esa parada y todos me miran. Y como todos me miran me siento detrás del conductor. ¿Sabes ese asiento que está de lado, de cara a la ventana? Es como un asiento de ventana, bien apartado del resto del autobús.
—Ahí te sientes seguro.
—Es perfecto. Podría pasarme todo el trayecto hasta el centro sentado en ese asiento. Pero a veces lo ocupa una chica, una chica con necesidades especiales, escucha su iPod y canta para que la oiga el autobús entero. Cuando está allí no puedo subir y no solo porque las personas con necesidades especiales me ponen nervioso, sino porque es mi asiento, ¿entiendes? Y no puedo saber si ella está dentro hasta que el autobús se para. Por eso compruebo que el asiento esté libre y me vuelvo a bajar si veo que está ocupado. El conductor me odia.
—¿Cuánto hace que esto empezó?
—No lo sé. ¿Unas semanas?
—Oscar, ya sabes lo que eso significa. Vamos a tener que empezar desde el principio otra vez.
—Vaya, hombre. —Se tapó la cara con las manos y bajó la cabeza—. Pero si ya estaba a medio camino del centro.
—Pon cuidado en no proyectar tu ansiedad real en otro temor futuro. Cortemos esto de raíz enseguida. Bien, mañana vas a subir al autobús. Vas a sentarte en cualquier sitio que esté libre y te quedarás sentado hasta la primera parada. Entonces podrás regresar a casa caminando. El día siguiente, miércoles, subirás al autobús, te sentarás en cualquier sitio, te quedarás hasta la segunda parada y luego volverás a casa. El jueves te quedarás tres paradas y el viernes cuatro paradas, ¿entendido? Tienes que ir poco a poco, dando pequeños pasos, y al final lo conseguirás.
No estaba segura de a quién intentaba convencer. Si a él o a mí.
Oscar levantó la cara despacio. Estaba pálido.
—Puedes hacerlo —dije amablemente.
—Tú haces que parezca muy fácil.
—Y para ti no lo es, eso lo entiendo. Trabaja en las técnicas de respiración. Pronto dejará de ser tan difícil. Serás capaz de quedarte en el autobús todo el trayecto hasta el centro de la ciudad, y esa sensación de miedo quedará reemplazada por la euforia. Tus peores momentos pronto se convertirán en los más felices porque estarás superando desafíos enormes.
Parecía inseguro.
—Confía en mí.
—Ya lo hago, pero no me siento valiente.
—El hombre valiente no es el que no tiene miedo sino el que conquista ese miedo.
—¿Uno de tus libros?
Señaló con la cabeza los estantes abarrotados de libros de autoayuda que tenía en la oficina.
—Nelson Mandela.
Sonreí.
—Lástima que trabajes en una agencia de colocación, habrías sido una buena psicóloga —dijo, levantándose de su asiento.
—Sí, bueno, esto lo hago por los dos. Si consigues quedarte sentado en el autobús durante más de cuatro paradas, tendrás más oportunidades de encontrar trabajo. —Procuré que mi voz no reflejara tensión. Oscar era un chico prodigio, un científico muy cualificado para quien podía encontrar un empleo fácilmente, de hecho ya le había encontrado tres, pero debido a sus problemas de transporte, sus oportunidades de trabajo eran limitadas. Intentaba ayudarlo a vencer sus temores de modo que finalmente pudiera colocarlo en un empleo en el que se presentara cada día. Le daba miedo aprender a conducir y yo no podía asumir las funciones de instructora de autoescuela, pero al menos estuve de acuerdo en ayudarlo a vencer su miedo al transporte público. Eché un vistazo al reloj de pared—. Bien, pide a Gemma una cita para la semana que viene. Estaré deseando saber cómo te ha ido.
En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas dejé de sonreír y busqué en la estantería una de mis colecciones de Cómo… Los clientes se maravillaban ante la cantidad de libros que tenía, creo que la pequeña librería de mi amiga Amelia se mantenía abierta gracias a mí. Los libros eran mis biblias, mis ayudantes para todo cuando personalmente estaba perdida o necesitaba soluciones para clientes atribulados. Había soñado con escribir un libro durante los últimos diez años, pero nunca había ido más allá de sentarme a mi escritorio y encender el ordenador, bien dispuesta, preparada para contar mi historia, para terminar mirando fijamente la pantalla en blanco y el icono parpadeante, con el vacío que tenía delante reflejando mi flujo creativo.
Mi hermana Brenda decía que estaba más interesada en la idea de escribir un libro que en escribirlo de verdad porque si realmente deseara escribir, lo haría sin más, cada día, por mí, para mí, tanto si fuese un libro como si no. Decía que los escritores se sienten obligados a escribir tanto si tienen una idea como si no, tanto si tienen ordenador como si no, tanto si tienen bolígrafo y papel como si no. Su deseo no viene determinado por una marca concreta de bolígrafo ni por si su café con leche tiene suficiente azúcar o no, cosas que para mi proceso creativo constituían distracciones y obstáculos cada vez que me sentaba a escribir. Brenda a menudo salía con ideas patéticas, pero temí que por una vez sus observaciones sobre mí fuesen ciertas. Quería escribir, solo que no sabía si sería capaz de hacerlo, y si alguna vez llegaba a comenzar, me daba miedo descubrir que era incapaz. Había dormido con Cómo escribir una novela de éxito al lado de la cama durante meses, pero no lo había abierto ni una sola vez por temor a que no ser capaz de seguir sus consejos significara que nunca podría escribir un libro, de modo que lo escondí en el cajón de la mesita de noche, aparcando ese sueño en concreto hasta que llegara su momento.
Finalmente encontré lo que estaba buscando en la estantería. Seis consejos para despedir a un empleado (con imágenes).
No estoy segura de que las imágenes ayudaran, pero había probado a plantarme delante del espejo del cuarto de baño procurando emular la cara de preocupación del empresario. Estudié las notas que había escrito en un post-it pegado en la primera página, dudando de si sería capaz de hacer aquello. Mi empresa, Rose Recruitment, llevaba en marcha cuatro años y era una oficina pequeña en la que trabajaban cuatro personas, y nuestra secretaria Gemma nos ayudaba a funcionar. No quería desprenderme de ella, pero debido a la creciente presión económica me estaba viendo obligada a planteármelo. Estaba leyendo las notas cuando llamaron a la puerta y acto seguido entró Gemma.
—¡Gemma! —chillé, intentando ocultarle el libro con torpeza, llevada por la culpa. Lo estaba metiendo entre los libros de un estante abarrotado, se me escurrió de la mano y cayó en picado al suelo, aterrizando a los pies de Gemma.
Gemma se rio y se agachó para recoger el libro. Al fijarse en el título se sonrojó. Me miró; sorpresa, espanto, confusión y dolor cruzaron su semblante. Abrí y cerré la boca sin que saliera palabra alguna, tratando de recordar en qué orden decía el libro que había que dar la noticia, la manera adecuada de expresarse, las expresiones faciales correctas, los consejos, claridad, empatía, no demasiado emotivo, ¿comunicar con franqueza o sin franqueza? Pero tardé demasiado y para entonces ella ya lo supo.
—Vaya, por fin uno de tus estúpidos libros da resultado —dijo Gemma, con lágrimas asomándole a los ojos mientras me pasaba el libro, daba media vuelta, cogía su bolso y salía de la oficina hecha una furia.
Avergonzada, no pude evitar ofenderme por el énfasis puesto en «por fin». Yo vivía de aquellos libros. Daban resultado.
—Maguire —ladró la voz antipática por teléfono.
—Detective Maguire, soy Christine Rose.
Me metí un dedo en la oreja libre para no oír el ruido del teléfono que sonaba al otro lado del tabique que me separaba de la recepción. Gemma todavía no había regresado después de marcharse furiosa, y yo no había logrado reunir a los demás para resolver cómo repartirnos las obligaciones de Gemma, pues mis colegas Peter y Paul se negaban a hacer el trabajo de alguien que había sido despedido injustamente. Todos se volvieron contra mí por más que les dije que había sido un error. «No tenía intención de despedirla… hoy» no fue una buena defensa.
Sencillamente, era una mañana desastrosa. Pero aunque era evidente que debía conservar a Gemma —cosa que, sin duda, Gemma estaba intentando demostrar— el saldo de mi cuenta corriente no estaba de acuerdo. Tenía que seguir pagando la mitad de la hipoteca del hogar que ya no compartía con Barry, y a partir de aquel mes tendría que aflojar otros seiscientos euros por un apartamento de una habitación mientras resolvíamos ese asunto. Teniendo en cuenta que debíamos vender un apartamento que nadie quería por un precio final que no le solucionaría la vida a ninguno de los dos, me figuré que tendría que echar mano de mis ahorros durante una buena temporada. Y llegado el caso de que grandes males exigieran grandes remedios, Barry ya había comenzado una guerra por mi colección de joyas, apartando todas las piezas que me había regalado para quedárselas él. Ese fue el mensaje de voz que oí al despertar aquella mañana.
—¿Sí? —fue la respuesta de Maguire, lejos de quedarse extasiado al saber de mí, si bien me sorprendió que recordara mi nombre.
—Llevo dos semanas llamándole. Le he dejado mensajes.
—Los tengo todos, atascaron mi buzón de voz. No tiene nada que temer. No está metida en problemas.
Me quedé helada. No se me había pasado por la cabeza que pudiera tener problemas.
—No le llamaba por eso.
—¿No? —fingió sorpresa—. Lo digo porque todavía no me ha explicado qué hacía en un bloque de apartamentos abandonado, una propiedad privada, a las once de la noche.
Guardé silencio mientras rumiaba. Casi todas las personas que me conocían me habían hecho la misma pregunta, y las que no, era obvio que se lo preguntaban, y yo no había contestado a nadie. Tenía que cambiar de tema enseguida, antes de que intentara ponerme entre la espada y la pared otra vez.
—Le he estado llamando para pedirle más información sobre Simon Conway. Quería saber cuándo y dónde se celebraría el funeral. No encontré nada en los periódicos. Pero eso fue hace dos semanas, de modo que ya es tarde.
Procuré que mi voz no sonara molesta. Lo estaba llamando para obtener más información, Simon había dejado un agujero enorme en mi vida y un sinfín de preguntas en mi cabeza. No podría descansar hasta que supiera todo lo que había ocurrido y se había dicho después de aquel día, quería las señas de su familia para explicarles todas las cosas bonitas que me había contado sobre ellos, lo mucho que los amaba y que sus actos no tenían nada que ver con ellos. Quería mirarlos a la cara y decirles que había hecho todo lo que había podido. ¿Para aliviar su dolor o para aliviar mi culpa? ¿Qué tenía de malo querer ambas cosas? No quería parecer tan desesperada haciéndole exactamente estas preguntas a Maguire, además me constaba que no me contestaría, pero no podía poner punto final a lo que había experimentado. Quería, necesitaba más.
—Dos cosas. La primera, no debería involucrarse tanto con una víctima. Llevo mucho tiempo en este juego y…
—¿Juego? Vi cómo un hombre se pegaba un tiro en la cabeza delante de mis narices. Para mí, esto no es un juego —se me quebró la voz, y lo interpreté como una indirecta para que me callara.
Se hizo el silencio. Me acobardé y me tapé la cara. La había pifiado. Me recompuse y carraspeé.
—¿Hola?
Me esperaba una respuesta aguda, algo cínico y frío, pero no llegó. Al contrario, su voz fue suave, el ruido de fondo de dondequiera que estuviese se había acallado y me preocupó que todo el mundo me hubiese dejado de escuchar.
—Ya sabe que aquí tenemos personas con las que hablar después de un suceso como este —dijo, amable por una vez—. Se lo dije la otra noche. Le di una tarjeta. ¿Todavía la tiene?
—No necesito hablar con nadie —respondí enojada.
—Por supuesto. —Dejó de hacerse el bueno—. Oiga, como le decía antes de que me interrumpiera, no hay arreglos para el funeral. No hubo funeral. No sé de dónde ha sacado esa información pero le han contado milongas.
—¿Qué quiere decir?
—Milongas, mentiras.
—No, ¿qué quiere decir con que no hubo funeral?
Pareció exasperarse por tener que contarme algo que para él era más que evidente.
—No murió. Al menos, por ahora. Está en el hospital. Averiguaré en cuál. Los llamaré para que sepan que está autorizada a visitarlo.
Me quedé helada, sin habla.
Hubo un largo silencio.
—¿Algo más?
Maguire volvía a moverse, oí un portazo y estuvo de nuevo en la habitación donde sonaban voces.
Me esforcé en formular un único pensamiento mientras me hundía lentamente en mi sillón.
A veces, cuando presencias un milagro, crees que todo es posible.