102. CROQUETAS DE TINTA AZUL

 

Era una foto. Dos niños con ¿su padre? en la playa, junto a la orilla. Una ola rompía justo detrás de ellos. Los tres iban en traje de baño, los tres estaban morenos, los tres sonreían. El hombre de la foto era muy alto. Era tan alto que casi no cabía dentro de la foto. La cabeza estaba entera, pero parte del pelo quedaba fuera. Era alto, grande y guapo. Llevaba un niño a cada lado, uno en cada mano. Delante de ellos había un castillo de arena con un foso alrededor y conchas y caracolas por almenas. Los niños se parecían a su padre. Los niños se parecían entre sí. El niño de la izquierda, el más alto, tenía una herida en la rodilla. El niño de la derecha, el pequeño, podía ser que la tuviera, pero era imposible saberlo. Estaba todo rebozado en arena, como una croqueta.

–Clara, te presento a Héctor. Héctor, te presento a Clara –me dijo Unai señalando al niño de la herida en la rodilla.

–Sí que os parecéis –admití–. Y tú pareces una croqueta, sí.

–No es eso –me interrumpió Unai–. Mira.

Me cogió la foto de la mano, le dio la vuelta y me la volvió a dar.

Alguien había escrito con letra cuidada y tinta azul: «Esta mañana vino una caracola a robar la sonrisa de Héctor y una sardinilla quiso robársela a Unai, pero como a ninguna de las dos les cabía, ¡los hermanos Hernán han logrado conservarlas! No puedo garantizar qué sucederá si la próxima en intentar robárselas es una ballena. ¡Habrá que andarse con ojo!».

–Escribió detrás de cada foto –me explicó Unai–. A veces se inventaba un pequeño cuento, otras veces era como un chiste, o unos versos graciosos, o ponía una sola frase, casi siempre entre exclamaciones. Mi madre no lo sabía. No lo sabía nadie. Era mi padre quien se encargaba de hacer los álbumes. Lo descubrí cuando arranqué la foto para enseñártela.

Di otra vez la vuelta a la foto.

–Es preciosa –dije.

–¿Te das cuenta, Clara? Es como las croquetas de tu abuela.

Aquellas palabras, las palabras que había escrito el padre de Unai, habían permanecido congeladas durante años, y ahora que habían salido de ese álbum congelador para despedirse definitivamente de Unai, sonaban tan frescas como recién escritas.

–Anoche, cuando se las enseñé a mi madre, me dijo que, al leerlas, era como si se las estuviera oyendo decir a mi padre. Hacía años que no era capaz de oír su voz, y eso que, según me contó, la voz de mi padre estuvo resonando en su cabeza durante mucho tiempo después de que se fuera. Dice que fue lo último que quedó de él. Tendrías que haber visto cómo sonreía mi madre ayer viendo las fotos y leyendo las tontadas que escribió mi padre.

Pero no me hacía falta. Era como si la hubiera visto. Me bastaba recordar la cara de mi madre cuando comió el último trozo de croqueta de la abuela.

Eché de menos un cubo de fregona con una botella de champán para poder brindar por el padre de Unai, pero solo teníamos una botella de agua mineral de dos litros y dos vasos de plástico blancos, a juego con las paredes del hospital, las sábanas de la cama, mi camisón, mi escayola… Todo blanco. Y fue entonces cuando vi, debajo del chándal de Unai, que los vasos también hacían juego con el cuello de su camiseta.

Croquetas y wasaps
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